Vidafaro (1 de 5)

Publicado: 9 noviembre, 2009 en Reflexiones

El viaje

Durante dieciséis años y veintinueve semanas estuve viajando por el hiperespacio hacia un planeta que en la Tierra bautizaron como Vidafaro, brillaba ténuemente en una galaxia lejana y oscura; el único brillo de aquel aglomerado de estrellas.

Por ello los astrónomos lo bautizaron así. A veces los científicos van de sensibles.

El ordenador me acompañó en ese solitario viaje; me transmitían noticias monótonas y aburridas. Al cabo de un breve tiempo ya había cerrado ese tipo de transmisión que no me importaba en absoluto y me dediqué a leer y pensar. Comer y dormir.

Me masturbaba cuando me apetecía gracias a Verónica, mi amante virtual formada por precisos isótopos de radio inerte. De una solidez táctil pero; indisimuladamente artificial. La verdad, sin ella me hubiera hecho las mismas pajas.

Practicaba ejercicios físicos rutinariamente y cuando era necesario dejaba brotar unas lágrimas de rabia; a veces uno se ha de desahogar sin que ningún psicólogo te examine.

Ese terciopelo negro festoneado de tachuelas es inmenso. Promete soledad y aislamiento de una magnitud colosal, cósmica, valga la redundancia.

También la música me acompañaba en mi camino a la muerte.

A los seis años bauticé a la nave como Féretro Eterno y me meé por todas los rincones de la nave, cosa de la que me arrepentí en cuanto se calmó esa crisis de histeria.

De repente me encontré sin esperanza alguna de salir vivo de la nave. Llegué a temer que Vidafaro no existiera. Y antes que pasarme otros dieciséis años en la puta nave, me achicharro los sesos con mi electroplasma de cañón reducido.

Uno no cierra los ojos y se ve en el planeta de destino, la cosa no funciona así en el hiperespacio; una hora se convierte en una semana, la siguiente en meses, la siguiente en años y así en progresión geométrica hasta que llegas al punto de destino.

La mente sigue sujeta a la Tierra y no acepta la aberración temporal que es el hiperespacio, el atajo del tiempo.

El viaje por el hiperespacio es una atrocidad para la mente; un peaje demasiado caro.

A uno se le quitan las ganas de ser Dios en el oscuro e inlocalizable universo. Allí nadie te quiere ni te odia.

Es asepsia emocional.

Halcón XV, un telescopio-sonda de navegación intergaláctica, descubrió un planeta que podría contener vida. Los análisis espectrocromáticos de sus ondas electromagnéticas dieron un 89,95 % de probabilidades de vida orgánica; carbono y oxígeno como en la Tierra. Me ordenaron partir hacia Vidafaro, en Casiopea.

Salí de Barcelonamarenostrum Confederada a las 23:03 del 20/05/2625.

Por caprichos del tiempo y la mierda esa del infinito, la relatividad del tiempo y el hiperespacio; para mi mente los dieciséis años y pico fueron un cuarto de vida tirada a la basura; para mi cuerpo (físicamente) y para los habitantes de la Tierra, pasaron apenas quince días desde mi salida a mi llegada a Vidafaro.

En Vidafaro

Cuando aterricé en Vidafaro, en una región de lomas bajas y gastadas, recubiertas de pequeños matorrales verdes desleídos y tonos marrones viejos y secos de tierra pelada, un sol tenue de mediodía mataba el poco relieve del terreno. Como en uno de esos días antipáticos en La Tierra en lo que todo es tan uniforme que dan ganas de sentarse en el sillón de casa con las persianas bajadas y aislarse de toda esa monotonía.

O sea, más de lo mismo.

No hay alegría tras un viaje tan largo por el espacio. La frialdad se apodera del corazón y nos convierte en más cínicos y escépticos.

Tras unos análisis preliminares de la atmósfera me deshice de la escafandra y el equipo de respiración autónoma; un intenso olor a tierra y clorofila invadió mi pituitaria, el polen durante tanto tiempo olvidado me hizo estornudar y me tragué dos píldoras de antihistamínicos.

Lancé la sonda exploradora y esperé pacientemente los resultados definitivos tumbado en el polvoriento suelo, era más cómoda la cama de mi camarote pero estaba hasta el asco de ella.

Entrecerré los ojos en un guiño al sol con las manos bajo la cabeza, absorbiendo el calor de la tierra que mis huesos necesitaban. Ese sol parecía hacer un recorrido similar al de la Tierra, pero no abrasaba, parecía un poco más lejano y respetar más mis ojos.

Pude observar extraños insectos, no se acercaban a mí y eran notablemente más grandes que los terráqueos. Acojonaban aquellos bichos; muchos de ellos estaban recubiertos de piel y pelo. Como horribles mutaciones.

Lo más parecido a una mariposa pasó por delante de mis ojos para ir a posarse sobre un espinoso arbusto unos metros más allá. Oí un crujido extraño, continuo y cadencioso. Lo hacía la mariposa y me acerqué lentamente reptando por el suelo, se estaba alimentando de espinas, una boca de colosales e ilógicos dientes en ella roía las espinas con tanta hambre que se le escurrían finos hilos de baba.

Por un momento, nuestras miradas se cruzaron y nuestras pupilas, idénticas, se nos abrieron desmesuradamente. La oruga era rosada, con una piel semejante a la de un bebé. Cuando acerqué la mano para atraparla y examinarla lanzó un agudo grito femenino y escapó volando torpemente.

Sentí un escalofrío con aquel grito, con aquellos ojos tan humanos expresando sorpresa y temor.

Como los míos.

Me entraron ganas de meterme en la nave y cerrar la compuerta. Pero no sentí nada hostil a mi alrededor. Y esperé fumando. Me abrí la parte superior del traje y dejé que cayera para dejar el torso al aire. Tenía calor, el frío del viaje ya no existía.

La sonda regresó y los análisis biológicos de la atmósfera dieron negativo en agentes patógenos. Por eso me quité el equipo de respiración autónoma, porque lo supe por instinto, lo juro.

A unos treinta kilómetros, hacia el sur, se hallaba una ciudad cuyos edificios eran las propias montañas o estaban construidos a imagen y semejanza de ellas; una autopista la cruzaba.

La forma física de los habitantes era antropomórfica y se cubrían el cuerpo con ropa.

Aparte de extraños vehículos y algún detalle de flora y fauna un tanto curioso, no había nada más revelador, como armamento o fuerzas armadas patrullando. Las fotos no eran de gran calidad, supongo que las condiciones de luz engañaron a los sensores de la cámara de la sonda y las imágenes no se reprodujeron lo nítidas que prometía el manual.

Cosa que tampoco era demasiado rara. Es la historia de siempre, te lo venden diciendo que es la hostia puta en definición y luego no aprecias un pijo si está más allá de veinticinco kilómetros.

Una foto captó una aglomeración de veinte individuos ante unas puertas abiertas, formando cola. Tampoco es que fuera demasiado sugerente la vida en este lejano planeta.

Accioné el mando a distancia de la nave y la compuerta de la bodega bajó formando una rampa, ascendí por ella y me metí en el vehículo ultraterreno bautizado como Serpiente Verde, estaba articulado en el centro, disponía de ocho ruedas motrices y en los terrenos difíciles parecía reptar como una serpiente. Era de color verde.

En su interior disponía de toda clase de instrumentos y armas, había además, una pequeña cama; si fuera necesario podría pasar encerrado un año en él.

Tras todos esos años de viaje que pasé (o lo que le parecía a mi mente y a mi cuerpo engañado por ella), me encontraba excesivamente tranquilo y sereno. Tenía la certeza total de que en este lugar no había peligro alguno. Aunque no sé si era el producto de mis deseos de ver a alguien; de sentir otra voz o de mirar unos ojos que no fueran los míos.

O los de un insecto.

El motor nuclear comenzó a silbar en cuanto tecleé la contraseña en el ordenador y los mil doscientos caballos de potencia se repartieron entre las ruedas.

Bajé el vehículo a tierra, cerré los accesos a la nave y accioné el escudo energético que protegería la nave de agresiones y robos.

Me dirigí rumbo sur con una grata sensación de optimismo e ilusión. Pero sólo era una momentánea euforia, yo no sentía una mierda de emoción.

Las ruedas trituraban las piedras más grandes y unas líneas paralelas se dibujaban en el terreno con el avance del vehículo; lo veía a través de la cámara trasera del Serpiente. Eran las únicas de aquel páramo.

Unos microaspiradores recogían muestras de polvo y rocas para su análisis en continuo con el espectómetro de masas de a bordo. Con ello se descubriría oro o materiales preciosos.

Si el resultado fuera positivo, el equipo informático lanzaría un mensaje a la Tierra para proceder a la invasión y colonización de Vidafaro y explotar después todos los recursos metalíferos del planeta.

Pertenezco al departamento Demoliciones y Prospecciones Planetarias.

Si durante el recorrido hacia la ciudad, el espectómetro lanzara el mensaje de aviso de metales preciosos hallados, cuando llegue allá, detonaré ocho cargas nucleares de hidrógeno para crear la destrucción, la muerte y el caos. No importa demasiado el orden porque todo va demasiado comprimido.

Mi vehículo me dará cobijo y durante tres días veré morir seres desde el interior; tranquilo y seguro.

Al cuarto día detonaré una carga de helio ultralicuado que congelará los movimientos orbitales de los isótopos radiactivos. Y por último, durante dos horas, los cañones del Serpiente Verde lanzarán bombas de explosivo convencional que romperán las partículas congeladas. Según los cálculos de la sonda, los setecientos mil habitantes de esta ciudad perecerán así: las tres cuartas partes durante la explosión de las ocho bombas nucleares. El resto perecerá ardiendo en combustión espontánea debido a las altas dosis de rayos gamma que se producirá en su entorno.

Y sin duda alguna, sus muertes serán conocidas por sus congéneres evitando así una larga y costosa guerra entre los dos planetas. No hay nada más efectivo que ser despiadado y provocar una masacre para que un país o planeta se rinda a los deseos de otro.

Barcelonamarenostrum Confederada duda mucho de que un planeta inexplorado y que no ha hecho toma de contacto con La Tierra pueda considerarse tecnológicamente adelantado a nosotros. Es por ello que dan por supuesto que someterán a los seres que pueblan el planeta.

A mí me da igual, tan solo quiero acabar mi trabajo e irme.

Mi trabajo no me acaba de gustar ni de desagradar; lo hago porque me enseñaron, sin ilusiones ni odio. Hubo un tiempo en que había muy poca gente como yo. Abundaba la gente que no podía dañar sin un buen motivo o sin estar psicóticos perdidos pero; sobre el año 2100, la enzima transgénica de un nuevo tipo de tomate fue mutando el cerebro de la humanidad y se anularon ciertas capacidades emotivas como la compasión hacia el prójimo y el remordimiento. Los hay que aún coservan su cerebro ileso, o mejor dicho, que no han sufrido ningún tipo de mutación. La verdad, yo no creo tener compasión y remordimientos porque a veces (demasiadas) desearía arrancar la cabeza de algunos de mis congéneres.

En las escuelas se encargan de ejercitar nuestras mentes para sacar el máximo provecho de esta ausencia de escrúpulos.

Casi sin darme cuenta entré en la ciudad, me costaba distinguir esas construcciones integradas en el paisaje. Una avenida ancha, demasiado ancha para el tráfico que allí había se extendía hasta el horizonte quebrado por impresionantes montañas pobladas de árboles altos y frondosos.

Un letrero elevado sobre el firme indicaba algo en una grafía formada por rayas quebradas y poliedros.

Varios automóviles me sobrepasaron y las manos de los conductores me saludaban.

Las gentes se detenían en las aceras para observar el Serpiente Verde; curiosas y asombradas pero gratamente sorprendidas. Otros sonreían con naturalidad. No había temor ni desconfianza en su actitud.

El espectómetro no había encontrado aún metales preciosos.

En la pistolera de mi pantalón coloqué un mini-cañón de Constantin. Lanza miniobuses que al entrar en el organismo, explotan tres veces a tal velocidad que parece una sola detonación. Hace tiempo practiqué con él en una granja de cerdos que se criaban para pruebas balísticas. Del cerdo no se pudo aprovechar nada. Nunca causa heridos, tácticamente es un error pero; como autodefensa es infalible.

Aquellos seres me miraban con sus extraños ojos curiosos, sin miedo. Algunos sonreían, como si vieran en mí a un turista, como si estuvieran de vuelta o acostumbrados a encontrar seres ajenos a su planeta.

Me acerqué a la acera, o al menos a la zona lisa donde la carretera cambiaba de color negro a gris y me apeé del vehículo. La clorofila seguía invadiendo el ambiente con su olor.

Los vehículos no dejaban ningún tipo de olor en el aire.

Los vidafarenses eran del mismo rango de estatura que los terráqueos, su tono de piel era amarillento y sus cuerpos no tenían una importante masa muscular, los habían gordos y flacos. Vestían simples pantalones cortos que subían cinco dedos por encima de lo que nosotros tenemos el ombligo. Sus pies macizos no tenían dedos; aunque por la forma, en otro tiempo los tuvieron. Ahora era un solo bloque de carne.

Iconoclasta

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