Archivos de la categoría ‘Amor cabrón’

Ser un fluido tiene sus ventajas, podría llegar a ti con la velocidad del pensamiento. Ser tu buen fantasma y protegerte de las pesadillas y otros fantasmas.
Una refrescante corriente de aire en el centro de calor de tus muslos.
Y sin ostentosas ceremonias provocar que tu vientre se contraiga con un espasmo de placer penetrándote, embistiéndote vaporosamente.
Acariciarte el corazón cuando lo sientas frío y solo e hidratar tus labios en un largo beso onírico.
Velar por tu respiración tranquila y pausada.
Ser tu bálsamo obsceno extendiéndose por tu piel toda.
Y hacer un poltergeist con tus pechos agitados por mis manos y boca invisibles.
Decirte unas ternuras en un susurro cuando temas que hoy algo no está bien. Y aunque rías…
Pero soy de carne y no vivo en un constante estado de lujuria, de deseo.
Bastaría un cigarrillo y un café frente a ti con cualquier palabra que surgiera en ese instante, para serenarme de estas palabras de deseo y posesión.
Mi lujuria de ti es tan fácil de aplacar…
No soy de esos grandes romances universales, tan solo de pequeñas y serenas cotidianidades, de esas pequeñas ternuras que se atesoran en nuestros recuerdos y súbitamente se evocan en algún momento.

Amarte tanto, sufrir y gozar tu existencia con una esperanza inquebrantable en un destino manifiesto cósmico, tiene un fin.
Debe tenerlo, cielo.
Se me encoge el corazón al pensarlo y cuando eso ocurre, no es cuestión de fe. Es una certeza, una cicatriz que me cruza el pensamiento profundo.
Partiré a conquistar el mejor lugar del universo para un lejano día traerte conmigo.
En el momento adecuado de trascender formaremos la Galaxia Pax Amantium, rodeada de las más bellas y gigantescas nubes de gases de colores en movimiento y expansión; las volutas de la paz de los amantes como mudos suspiros interestelares.
Existir alumbrando la oscuridad es el privilegio merecido tras eones de mantener al rojo vivo un amor furioso y agotador en el proceloso Mar Eternidad, allá en la Tierra.
Sueño con lágrimas de dicha creando un cinturón de hielos, diamantes colosales girando a nuestro alrededor y un astrónomo con su telescopio sintiéndose desfallecer al observarnos a través de los milenios, como Stendhal en Florencia.
Desde el agotamiento y la desidia del amante, miro el cielo y vislumbro fugazmente mi final. Oteando el mundo, triangulándote en cada lugar y tiempo en mares y tierras. Y un coro imposible de lamentos de amor en el vacío, consolará la atroz tragedia de amar en un final hermoso y esperanzador.
Es la conclusión a todo este amor, el hermoso fin de tanto amar.
No quiero y no puede ser de otra forma.

Monstruosidades en miniatura son los besos y palabras que minan a través de los intersticios moleculares de los tejidos anímicos los diques de contención, consiguiendo desbordar las emociones.
Pequeñas son las lunas de plata que se deshacen como mercurio tras emerger por los lagrimales, derramando el veneno del amor en los labios durante la íntima noche de los recuerdos amontonados. Lanzándonos al mundo sin espacios, esperas y límites que nos convierten en materia onírica prácticamente perfectos, sin ansiedades, donde todo es. Ajenos a nosotros mismos.
Primorosas las palabras que tan rápidas se leen y, como cargas de profundidad, explosionan en el corazón acelerándolo a cien por hora sin pensar en la posibilidad de que se rompa.
Como muñequitos irrompibles porque no tienen huesos…
Mágico el papel de las cartas nunca enviadas que crujen como tristes fracasos entre los dedos: el amor escarificado con la presión del anhelo, tatuadas las mortificaciones con la tinta de la pasión.
Áspero como el semen seco en mi vientre.
Alegres las oraciones que se dirigen al alma y su cuerpo tan palpable y lejano en las probabilidades. Y sin embargo, como un aire fresco cierra los ojos como si hubiera paz y la vida te acariciara.
Acogedora soledad que cerca la intimidad necesaria para que lo llene todo de ella que la amo.
Una perinola en miniatura en el bolsillo para hacer girar el mundo, cuando de tan quieto parece muerto. Para fascinarme con un equilibrio que sólo ella posee y con vanidad gira y gira y gira… Y luego, asistir a su tristeza al verse abatida con un agónico y último roce contra la superficie.
Y pienso que descanse en paz, aunque podría hacerla girar y que de nuevo vibre de alegría. No soy Jesucristo, no tengo un interés especial en la dicha de las cosas sean orgánicas o no. Cuando me apetezca.
La ambición, ya saciada, es un juguete que adorna la estantería de los recuerdos y las certezas de amar y ser amor.
Unos pequeños dados en el bolsillo, la aleatoriedad de la vida y la muerte. Y apuesto a un doble seis de amor mis últimos cinco minutos de oxígeno en el espacio, esperando sus labios salvadores.
He buceado en su mundo líquido durante horas sin necesidad de respirar. O tal vez, he respirado su agua; pero estaba pendiente de su existencia y no de la mía. Qué pequeñitas subían las burbujas hacia la superficie, contentas de haber hecho su trabajo y llevarse el aire de los pulmones y así, llenármelos de amor líquido extra fuerte.
Soy la toma un trillón y… ¡Acción!
Una orden innecesaria para amar sin horizontes, infinitamente. Donde la entropía me lleve. Soy un neutrino atravesando la coraza subatómica del cuántico amor.
El microbio ganador asaltando el palacio de tu principio creador de carne y sueños.
De fluidos y gemidos.
De ropas rasgadas sin ultrajes mediante.

Foto de Iconoclasta.

Ivana Cardenal es una mujer construida a sí misma, con todo detalle, con toda su fortuna.
Consejera delegada de la cosmética Divina Piel fundada por su padre ya muerto, tiene apenas cuarenta años.
Su belleza tallada y depurada al milímetro con bisturí, al admirarla por primera vez inspira una especie de ternura ante su aparente fragilidad, es una muñeca perfecta, con algo más de uno sesenta de estatura, una veinteañera universitaria pija de rostro dulce en la larga distancia. Frente a mí, follándola aquel primer día, una de las mujeres más regias y lujuriosas que pudiera imaginar.
Y un poco más allá en el tiempo, una perversa y subyugante amante.
Hoy, una alienígena del dolor y el placer. No puedo creer que haya en el planeta otro ser como Ivana.
Soy su número cuatro. Porque pronunciar mi nombre me hace vulgar.
Estoy de acuerdo.

—–

Has hecho de mí una puta de tu harén.
Mi rabo despellejado sólo obtiene consuelo de tus manos y boca. Estoy enganchado a ti como el yonqui al caballo.
Soy una natural consecuencia de tu existencia. Tienes mi pene en tu puño y tú me gobiernas.
No pienso, no decido. Eres mi paz.
Y mi animalidad simple y brusca.
No hay sumisión en mí, ser tuyo no requiere ninguna humillación, es un estilo de vida natural.
No necesito más.
Me maltrato la polla herida y enrojecida para que la cures durante más tiempo. El bálano dilata el prepucio irritado intentando emerger, buscando la entrada de tu coño. Está tan devastado el pellejo, que parece rasgarse.
Estoy a la espera de tu auxilio.
Quiero correrme en el algodón y tus dedos. En las gasas y tus dedos.
En tu boca y las tetas.
Hubiera sido mejor que te gustara la mermelada o el helado; pero no importa.
El chocolate caliente y espeso como la cera, cuando hace su trabajo, doler, me arrastra a una eyaculación sin caricias, sin tocarme.
Y el chiste está en que es chocolate con leche el que lamerás. Es algo que tenías previsto…
Antes de la cura, antes de follarme como a una puta descerebrada, me masajeas los huevos para estimular la producción de leche y su calidad como si fuera un cerdo semental.
Lo sabes todo…
Soy tu macho de establo, tu animal de monta.

—–

Dos años atrás la conocí en un restaurante, La Aguja, en el centro de V. Entró y el camarero le dijo que no había mesas libres, excepto la mía, una pequeña para dos.
El camarero se acercó y me preguntó con discreción si me molestaría compartir la mesa con la señorita. Le respondí que no había problema. Y se dirigió de nuevo a la entrada para guiarla cortésmente hasta la mesa.
No era un restaurante de lujo, sólo de moda. Casi adocenado; pero con una carta bien equilibrada en calidad y precio.
Le espeté muy serio, cuando el camarero le sirvió un vermut, que no estaba dispuesto a cederle mi sitio a su novio que muy astutamente la esperaba fuera.
Y rio como si no fuera dueña de una empresa, como si no fuera espectacularmente hermosa y voluptuosa.
Una diosa petite…
Le comenté que era mecánico fresador y que había ahorrado todo el año para poder pagar la comida de hoy en el restaurante.
Ella con sincera indiferencia dijo que era la consejera delegada de Divina Piel, o sea, la dueña. En ese momento puntualicé, que además de mecánico era un mierda y escupió en el vaso parte del vermut que estaba tomando. No se le borró su sonrisa perfecta y multimillonaria del rostro, sobre todo cada vez que me atendía cuando le hablaba de alguna banalidad.
Tras la comida y un breve paseo por la avenida Cervantes, donde tomamos algo refrescante en una terraza a la sombra de un toldo, me condujo en su deportivo a su piso-palacio, en la zona alta.
Literalmente me folló, no me dejó iniciativa alguna, sacó lo mejor y lo peor de mi con su coño, boca y dedos, casi con agresividad; la llamé “puta zorra millonaria” cuando se corría porque todo en ella me decía que debía ser bruto. Su vagina estaba diseñada y remodelada para que entre los recortados labios, el clítoris asomara salvaje y brillante sin pudor desde un prepucio también reducido. Era tan fácil rozarlo… El coño abrazaba con perfección el pene, untándolo de sí misma en una visión hipnótica. Un foco de luz inteligente iluminaba la cópula.
Estoy seguro de que caminando debía padecer orgasmos con el roce de la braga.
Los pechos estaban tallados con simétrica precisión, forjados sin una sola imperfección, pesados y densos. Los pezones al excitarlos entre los labios, se hicieron duros rápidamente en mi boca y asombrosamente grandes.
“Hazme daño” me ordenó jadeando. Y mordí ligeramente. Con la mano, empujó mi barbilla arriba para que cerrara más los dientes. Su coño desflorado se oprimía contra mi muslo y derramaba su humedad y calidez; la enloquecedora presión del endurecido clítoris, perfecto, grande y brillante como una perla bañada aceite, me follaba la pierna.
Las areolas se habían diseñado artificialmente grandes y del color de un café con leche pálido. Resbalaba la lengua en ellas como si hubieran sido pulidas.
Exuberante en extremo para su talla, aquel busto le confería una autoridad añadida a su actitud agresivamente dominante y depredadoramente sexual.
Pero solo fue un aperitivo, nos dimos un descanso y tras encender un par de pitillos de maría, puso a calentar chocolate en la cocina. Sus poderosos glúteos se movían pesados cimbreando obscenos con cada paso que daba. Los muslos retocados, daban una buena perspectiva de la preciosa vagina.
Le dije que aún no tenía hambre y respondió que no era para comer.
Y cuando me ordenó lo que debía soportar, lo hice. Era imposible negarle nada.
Antes, me dejó limpiar con los labios la sangre del pezón izquierdo.
Luego… Nunca me había brotado el semen con un orgasmo negro, el del dolor.
Mientras curaba con habilidad profesional (había contratado a un dermatólogo para que la instruyera en las curas y cuidados necesarios) las lesiones del pene y los testículos, manifestó que lo que más disfrutó de crearse a sí misma, fueron las prolongadas y dolorosas cirugías en los puntos más sensibles de su anatomía. No había asomo de sarcasmo en sus palabras. Si ella pudo soportar aquello, sus machos también debían soportarlo; sentenció besándome la boca con el puño cerrado en mi polla vendada.
Quedó satisfecha y me compró.
No pude negarme a ser de su propiedad, ni siquiera lo sopesé.
Compró un lujoso chalé en una elitista urbanización a treinta kilómetros de V, una pequeña casa de dos pisos entre frondosos robles y abetos imponentes, a medio kilómetro de la casa más cercana del vecindario, montaña arriba.
Ivana me llama cuatro, porque soy el número cuatro de su harén de machos. No es por orden de importancia, es por orden de adquisición. No tiene ningún favorito y no puede prescindir de ninguno. Nunca nos conoceremos entre nosotros, porque simplemente no queremos saber nada los unos de los otros. Sólo importa follar con ella, el fin de semana o la noche o el día. Cuando quiera.
Los nombres provocan emociones, evocan recuerdos más allá de la persona y por ello, a ninguno de sus machos los llama por su nombre.
La última vez que me llamó Carlos, fue antes de que me follara en su casa.
Con ella, dentro de ella, entre sus manos, entre sus órdenes y deseos. Mi semen deslizándose por la cara interna de sus muslos y sus pechos agitados por los últimos jadeos de la explosión de placer… Mi pene herido, los testículos atormentados… Eso es lo que espero, el resto del tiempo tengo mis aficiones.
Me siento amado y deseado. Y ser propiedad de lo que amas es tan indigno como ser el presidente o amo de una nación, por ejemplo.
Cobro yo más que su CEO o director general de Divina Piel.
Una de sus exigencias fue eliminar completa y definitivamente el vello genital y del culo, ella pagaría el tratamiento. Le respondí: Vale.

—–

Y otra vez la doliente erección y ese cíclope ciego e idiota hinchándose de sangre, poniendo a prueba la integridad de la ahora frágil y elástica piel que lo cubre. Aprieto los dientes ante la proximidad del pornográfico dolor y temo mirar todo ese concentrado de dolor en forma de piel tierna reciente. Amarte es doloroso, ha sido doloroso este mes estéril sin meterme en ti como un parásito.
Tiene sentido que tu coño sea un lugar frío y húmedo, confortable por decir lo mínimo.
Me dijiste al conocerte: La forma más elevada del placer llega tras un prolongado y elaborado dolor.
Veo la lógica en ello. Aunque hasta entonces nunca había pensado en esos términos de lesiva y estudiada crueldad.
Mi placer era una vulgaridad más.
Correrse tras un dolor profundo y cultivado es liberación absoluta. Trascender descendiendo a las más atávicas emociones de la especie humana.
Tras haber lamido el chocolate ya frío desde los cojones hasta el capullo y descubrir las quemaduras, untas vaselina en la piel herida y también en tu ano. Acuclillada sobre mi vientre manejas dolorosamente el pene llevando el glande hasta ese esfínter musculoso que es una compuerta inviolable, que duele forzar.
Apenas tengo sensibilidad en el escroto, has clavado tantas agujas atravesando la piel que parece un erizo, púas que me arañan los muslos.
Es un misterio cómo puedo mantener la erección.
“Te la arrancaré si no empujas” mascullas clavando las uñas y doliéndome un millón de unidades. Y empujo, el esfínter cede y se traga con aspereza la polla hiriéndola más. Te quejas como una puta hambrienta y colocada. Tu intestino arde y siento que me van a estallar los huevos. Pienso que de alguna forma has aspirado la vaselina por el culo para que me duela, que tienes esa maldita habilidad.
Noto tu dolor, los espasmos de tu esfínter intentando sacar todo eso que tienes clavado y estrangula mis venas. Y no soy capaz de saber si estoy soltando leche o sangre en tu tripa.
Estoy sangrando, el prepucio se ha rasgado. Otra vez…
Padeces un placer paranoico y oculto entre el dolor, mi polla y la mierda que amasas agitando las nalgas y aplastándome alevosamente los cojones. Y sé que gozas el triunfo del depredador, de tenerme inmovilizado y listo para la ejecución. Eres la reina de asesinos…
Lo sé porque tu coño, a pesar del culo dolorido, desprende filamentos de densa humedad y tus dedos se mojan en él al golpearte el clítoris.
Amarte es fácil y follarte tan complejo como un ritual de transmigración aún en vida.
El brillo sanguíneo de tu mirada es característico de tu fiera y devastadora sensualidad.
Te elevas sin cuidado y siento que parte de mi pellejo se queda entre tu acerado ano.
No puedo evitar gruñir, tal vez gritar de dolor. No sé… Y te clavas a mí de nuevo llenando tu coño resbaladizo y asombrosamente tibio.
Me dices: “Si te anestesiara, tu semen frío cerraría mi coño”.
Me encantan tus lecciones de técnica de fluidos, en serio.
“Deja que te duela”, sentencias corriéndote.
Y es como si me succionaras también la sangre, siento dolor en los conductos seminales por la velocidad con que corre hacia tu coño el semen.
La vagina y ese ano acerado, inyectan en el glande un amor que se extiende por todo mi cuerpo.
Amar duele, es literal. Y no quiero que deje de doler nunca.
He pasado unos segundos en blanco y estás entre mis muslos. Me muestras en tus manos, con una sonrisa vanidosa, la aguja y el hilo de sutura esperando que el pene quede lacio.
Suturas el prepucio rasgado sin miramientos, a la tercera puntada pierdo el conocimiento. Y despierto cuando tu lengua lame los puntos antes de aplicar yodo.
Cuando vendas el pene provocas un placer relajante, y lames la gota de semen desleído, como un calostro que brota del meato sin mi permiso: “Mi número cuatro, no se rinde a pesar de estar hecho una mierda”, bromeas.
Dejas en la mesita la caja de antibióticos: “Cada ocho horas los cuatro primeros días. Y los puntos los quitaré yo, no los toques”.
Sacas las agujas del escroto, la docena que lo cubren, algunas las extraes con rapidez y en otras te recreas mirando mi rostro tenso. Aplicas pomada antibiótica y ya sí que no puedo evitar que mis ojos se cierren, estoy cortocircuitado.
Despertaré con el pene vendado, tratado con pomada para quemaduras y antibiótica, sin ti de nuevo, con los cojones también oprimidos con gasas.
Y observaré esos quinientos euros sobre la mesita que evocarán lo pasado y apretaré los dientes temiendo una erección que tensará los puntos recientes.
Es tu juego, te gusta pagarme para hacerme sentir cosa.
No podré masturbarme evocándonos al menos en tres semanas y con cuidado.
Somos cuatro tus propiedades, porque cuatro semanas es el tiempo prudencial para que sanen las lesiones y usarnos de nuevo.
En un mes mi rabo estará operativo de nuevo y me llamarás desde tu despacho, para concertar otra cita, sonriendo divertida.
Llegarás a casa como si yo no fuera la puta que soy y tú mi ama: “Hola maridito cuatro”.
Y cuando empiece a hervir el chocolate, me estiraré en la cama alzando las piernas sobre los estribos de acero, para que el chocolate haga su trabajo en profundidad.
No sé cuanto pierdo de mí dentro de ti cuando me follas, pero no importa.
Yo elegí y tú no tienes piedad. Es perfecto.

Temo que ante tantas palabras que escribo el papel se rasgue como los muros erigidos sobre cimientos podridos, como en los que se asienta el mundo que inevitable y aciagamente habito.
Tengo tantas pesadillas que escribir, que temo desangrarme por los dedos.
Y tantos sentimientos… Amarte ocupa toda la onírica fascinación e inspiración. Las melancolías son sinfonías compuestas con los bellos momentos que no importa si ocurrieron o los imaginaste. Todo sueño tiene una razón de ser. La añoranza de lo ocurrido o sus posibilidades es una banda sonora de desidiosa tristeza.
Podría arañar las palabras con las uñas en un muro y nadie las entenderá, y mucho menos la angustiosa gravedad y urgencia del pensamiento vertido. Se epatarán con repugnancia por los trozos de uñas ensangrentadas. Y en juicio sumario seré ejecutado in situ por terrorismo biológico ante la mirada cobarde que se ajusta correcta y obsesivamente un bozal nazi sobre la nariz.
Derramarse en palabras, en actos…
Entiendo a los borrachos y yonquis: no soportan la realidad que son. Y ahí radica el peligro suicida de que se derramen las palabras en el papel.
No es popular.
Y tienes que ser un adulto formado o llegarás a viejo con la sonrisa de una piadosa virgen renacentista. No es digno.
Se me derraman en el papel las emociones como el agua liberada de una presa cubre la tierra devastadoramente.
Incluso las más bellas ideas duelen en la punta de los dedos por la velocidad y presión conque son vertidas a la pluma.
El papel absorbe lo espiritual y lo hace tangible dándole así trascendencia y durabilidad. Y como no tiene tripas no se pudrirá.
Escribo agua y cadáveres flotando. Luego me doy cuenta de que podría ser sed y vida; pero las palabras se derraman así, con un fatalismo y sinceridad no apta para esos yonquis y borrachos evocados hace miles de neuronas muertas, unas líneas arriba.
Escribo el polvo y sus torbellinos girando en los páramos, son mágicos.
El astuto viento no se puede llevar lo que guardas en el bolsillo.
Porque de eso se trata, guardar ese tesoro que derramaste en la cartera o en un bolsillo y, en algún momento de tristeza vital, desplegarlo y releerlo; conjurando una angustia sin necesidad de dios y el diablo.
Soy yo escribiendo, mi propia esperanza e higiene.
Derramas el mundo en el papel y parece extraño que alguien viva fuera de tu pensamiento, porque si el mundo existe es porque yo lo escribo.
Y así, derramas mapas y tierras que no tienes tiempo de conocer.
Si el ser humano no naciera en cautividad no tendría tiempo para el turismo.
Así se derrama una verdad humillante y lastimosa para la especie de lo banal y el adocenamiento insectil: la humanidad ha perdido su esencia luchadora, su amor propio como lo pierden las putas.
Y yo, derramándome banalmente en el papel, soy otra muestra de la ausencia de pureza humana y degradación. Lo que no debería haber nacido de haberse hecho las cosas bien: con valor, denuedo y determinación.
Se me derrama dolor y la aspirina; pero la aspirina no surte efecto.
No es inusual.
No puedo escribir claramente felicidad; pero se me derrama en el papel una diosa y mi desesperación por ella.
Escribo soledad; pero no es perfecto, hay interferencias y pienso en la jaula de Faraday y su aislamiento. Follarla ante todos dentro del cercado enrejado y conectado a tierra, a salvo de sus lujuriosas interferencias de envidia de allá afuera.
Un exhibicionismo irreverencial y un voyerismo sudoroso de dientes apretados.
Cuando escribo hijo, también pobre. ¿Cómo pude entregarlo a este lugar y tiempo? Lamento lo que un día derramará en el papel.
Como yo.
Escribo nubes y su incertidumbre, un destino no manifiesto. Tampoco es necesario ser nube para ignorar hacia dónde te arrastra la vida o la entropía atmosférica. Las nubes tienen la forma graciosa del vapor y no pueden morir más de lo que ya están.
Los animales morimos sólo una vez y se acaba el movimiento que sólo podemos demostrar andando.
Escribo Kafka y la incapacidad, un proceso mediocre y como en todos los procesos, un sangrado de mediocridades que nadie entiende; salvo los que derramamos palabras y le damos con demasiada generosidad un sentido que no se merece.
Derramar palabras es llenar espacios en blanco…
Escribo generosidad y su injusticia.
Escribo espejo y rotura como definición. Tiene sentido aunque no pueda parecer lógico. Ese reflejo es una mierda, y la escribo.
A veces me siento tentado de masticar los pedazos rotos del espejo y hacerme un autorretrato de sonrisa sangrienta.
Escribo muerte y nada.
Me gustaría que la aspirina, inusualmente surtiera efecto. No me gusta que la muerte duela. En cambio, al miedo no le tengo miedo.
Con lógico se me derrama con indecencia y en grandes letras deformes mediocridad, monotonía. Porque la imaginación es la ausencia de la terrible previsibilidad.
Escribo esperanza y ya es tarde.
Escribo adiós y te seguiré soñando a pesar del espejo roto y los cimientos podridos.
Escribo pluma y majestad.
Y escribo mi nombre y lejano, una luz que se extingue en el espacio.

Foto de Iconoclasta.

No hay nada peor que su ausencia en los momentos más bellos y emotivos, cuando todo está bien.
No hay angustia mayor que asistir a un movimiento planetario y no cerrar mi mano en la suya, con aquella inocencia infantil que sin el conocimiento, convertíamos el anochecer en actos cosmogónicos.
Ahora somos simplemente cósmicos, flotamos en el universo como accidente. No hay heroicidad o magia alguna. Ni la necesito.
No quiero ser épico, solo arrastrar mis labios sedientos por su piel sin ninguna elegancia.
Y es dos veces bueno flotar con ella sin más misticismo que su franca mirada intimidándome.
Soy una esencia elemental reaccionando a su sensualidad electrizante, no es difícil imaginar que es ella quien crea las auroras boreales aunque se encuentre en el ecuador mismo de la Tierra. Y yo soy el resultado: los mantos de colores extendiéndose en el cielo mortuorio.
Ella me disgrega.
Me atomiza el alma y soy su aura oscura y ardiente.
No hay angustia mayor que el dolor de mi rabo duro y que no sea su mano la que calme el palpitar de las venas que lo recorren.
La busco en la belleza y la armonía, en la serenidad y la musicalidad silenciosa de una cucharilla haciendo girar el café al empezar el día.
La busco para metérsela sin piedad.
No quisiera que estuviera conmigo en las malas situaciones, no quiero ni puedo ser causa de aflicción en quien amo.
No le veo la gracia a eso de: “en la riqueza y en la pobreza, la salud y la enfermedad, la dicha y la tristeza”.
Las tristezas, dolores y desgracias se deben gestionar en soledad y demostrar fortaleza. Cuando digas que todo está bien, debes ser convincente.
El amor no es un asilo, un refugio o una enfermería.
No debe ser necesidad, sino hedonismo.
El amor no busca salvar el mundo, sólo tenernos a nosotros.
Las malas cosas son la mala hierba que parasita y pudre el amor.
Hay que mantener la basura lejos.
Y hallarnos juntos ante la bellas enormidades lloviéndonos en el alma y la piel.
Esto no es una declaración de intenciones, sino de convicciones.
Y sí lo es de amor, cielo.