No se conforman con volar, tienen que trepar arriba y abajo por los árboles. Volar es demasiado fácil, demasiado vulgar. Son buenos escaladores… Y yo solo hago lo fácil. Mierda… Verticalmente, cabeza abajo avanzan tan veloces como hacia arriba. En la ribera del río, donde escribo a menudo, se me queda suspendida la pluma a unos milímetros del papel observándolos. Y me doy cuenta de que no es necesario escribir, solo ser. Al final, carezco de importancia. Soy menos que ellos. Escribir es una patética vanidad, un intento por trascender a nada. Cuando el silencio es largo y sin roturas, se acercan y me miran desde el árbol girando la cabeza con curiosidad, me arrancan una sonrisa secreta. Y al cabo de un instante, se acercan a mis pies sin timidez. Pero cuando se acercan las estridentes voces humanas o sus horribles músicas ajenas a ellos; se van. Y me dejan solo con los que no quiero. Quisiera trepar y volar tan veloz como ellos, para alejarme con rapidez de los otros, los invasores. Y no puedo, soy de una torpeza que me da vergüenza escribir. Nací estropeado, o algo pasó que no fue bien en mi concepción. Si fuera un trepador, no me acercaría a alguien como yo, tan anodino… Pero son buenos tipos. Demasiado buenos.
El viento arrastra las hojas y, de alguna forma, el río las atrapa antes de que lo crucen. Aunque más bien pareciera que las hojitas se lanzan sobre él porque aún no quieren secarse. Quieren ser verdes un tiempo más. Un poco más de vida y moverse, viajar dulcemente hacia la muerte. La naturaleza, su contacto, te hace susceptible a los seres vivos y muertos que la habitan. Y sin darte cuenta escribes una ternura inimaginable en una granja humana pintada de mezquindad; una ciudad cualquiera elegida al azar. Debería hacer más calor para que la chusma huya a la playa y dejar espacio para que las hojas lleguen al río, para que el trepador azul píe cerca de mí subiendo y bajando por el tronco del sauce. ¡No para quieto! Qué buen escalador… Y que el cuervo pueda graznar su eterno enojo. Y que dejen conversar a los árboles con la brisa. Que los ratoncitos muertos descansen en paz. Que el águila chille cerca, sobre nuestro rostro al mirar al cielo. Que las lavanderas en su coreografía inquieta, caótica y voraz cacen los escarabajos que vuelan como peonzas por encima del río. Y que los patos hagan el pino en el agua con esa gracia que me hace reír tontamente. Para que no rompan el fluir del agua y de la vida, porque hay momentos en los que vale la pena callar y escuchar algo que no sea los propios gruñidos. Si fuera cadáver y no tan gordo, me gustaría que al igual que las hojitas, el río me llevara. Solo cuando dejas caer la pluma en el cuaderno, te das cuentas de la ingenuidad escrita: flotar en el agua con toda esta gravedad que me aplasta contra el suelo. Yo no merezco el río. No soy sutil… Pero ¿sabes? Ahí está el mirlo, muy cerca mirándome con una lombriz retorciéndose en su pico. Y eso está bien, está bien no flotar y morir así, no es tan malo. Larga vida, hojitas navegantes. Yo me quedo aquí un ratito más, lo que dure. Bye…
Nadie sabe nada de nadie. Y por suerte es innecesario ese saber. Habitualmente, cuanto más sabes menos te gusta. Mejor no preguntar. Mejor aún, callar. Callar está bien, es relajante, te libera de presiones, te hace indiferente a todo. Y el pensamiento se inquieta menos. Y por eso ocurre que, cuando una simple brisa me acaricia la piel, los brazos, el rostro sudoroso, la espalda al filtrarse el aire fresco juguetonamente por entre la tela; de una forma instintiva pienso que es un consuelo. El planeta, su departamento del cariño, me dice que ya está, que todo fluye en la dirección adecuada, que me abandone a ella. Que descanse. Y es tan agradable y sensual la caricia, que se me pierde un latido cuando demasiado relajo incluso el corazón. Has de hacer las cosas bien, el follar o el matar, el trabajo o el reposo. Por eso me quedo en equilibrio al filo de la muerte y la vida cuando la brisa susurra ternuras en mi carne. Sería el mejor momento de mi vida para morir. Tranquilo, sereno, satisfecho, incluso feliz. Sin cansancio, solo porque ya está todo hecho; o dulcemente vivir. Así… Cierro los ojos para ver la luz dentro de mí. Siempre almacenamos un poco de sol aunque no queramos. Cualquiera que ha vivido momentos de hermosa soledad e intimidad lo sabe. Imagino que esa luz sirve para no perdernos dentro de nosotros. Saber que aún estamos vivos cuando desparecemos tan plácidamente la faz de la tierra al meternos dentro de nos. Tan plácidamente como yo escribo esto, sin ser consciente si estoy dentro o fuera de mí. Si acaso, solo el movimiento de los vellos de mis brazos, me indica que mi cuerpo está allá fuera. Que aún siente la caricia del departamento planetario del cariño. Puedo seguir un rato tranquilo, si le ocurre algo malo a mi piel lo sabré. Que me quede dentro de mí, si me place; me dice la brisa. Tranquilo, pasará lo que deba, susurra con un cariño. Y me quedo.
Siempre solo y con placer: un servidor (no sé quién soy, mejor no preguntes).
P.S.: No tardo, cielo, sabes que no puedo estar mucho tiempo sin ti.
Sentía la almohada en mi rostro, suave y dulce; una mortaja de paz. Y soñando en ella, avanzar por un camino de vapor de seda y calidez. Algunas cosas, algunos seres, muchos; iban delante de mí, detrás y a los lados, rodeándome. A todos los sentía, los reconocía, avanzaban felices, festivos. Y ninguno era lejano. Era todo lo que me ilusionó e ilusiona, todo lo que amé y amo. Todo estaba a reventar de vida, los podía tocar, abrazar, besar, les podía sonreír sin tristeza. Estaban tan vivos que me contagiaban alegría y fiesta. Vi Su bondad, la belleza de la inmensa ternura y alegría que la Muerte trae. Y lloré con los ojos cerrados cálidas lágrimas de descanso. Y la serenidad impregnar una sangre que ya no tenía. No puede ser un sueño… Me decía. Las lágrimas que se escapaban por mis ojos cerrados, daban una humedad de realidad al sueño mojando la almohada y de mi rostro hacía un difuso recuerdo. No puede ser un sueño. Me repetía… Por favor, que no lo sea, que no lo sea, que no lo sea… Me aferré a la almohada, al sueño, para no perderlo en ningún momento. Para no volver de aquel camino, de aquel mundo de dicha absoluta. Y Cantares de Serrat era un himno de una belleza que me arrebataba cualquier valor que un día pudiera o pude haber tenido para dibujarme la sonrisa más feliz que nunca haya esbozado.
“yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, como pompas de jabón”.
Nunca me había sentido tan bien llorando. Qué bello es morir… Caminaba entre recuerdos traviesos, tan diminutos como miniaturas. Y eran miles. Y Super Mario tan pequeñito, corría y saltaba y me hacía reír… Pinche Mario… Todo aquel desfile de mis recuerdos y yo, que también lo era; formábamos una silenciosa dicha presurosa. Y una sonrisa cubría mi alma. Todos éramos táctiles, los recuerdos se hicieron sólidos… La muerte es Dios resucitándolo todo. No teníamos prisa por llegar no sabíamos adónde; pero casi corríamos solo por gozar de aquel camino sin fin. No sé, pero era tan extraño… ¿O era la simple alegría de una hermosa muerte? Qué bello es morir… Un estruendoso y silencioso rumor de alegría; lo llenaba todo, toda mi vida, toda mi bella muerte. Y mis lágrimas tibias, de aceite… Por favor, se parecían a los labios de mi madre y mi padre cuando de pequeño me besaban, antes de ser la bestia. Padre y madre estaban allí… Ya no eran una tristeza. Quiero llorar, no quiero dejar de hacerlo. Qué bello es morir… ¿Quién puede querer una resurrección y volver? Qué bello es morir…. Cuando las lágrimas se deslizan por los párpados cerrados, crees que pequeños ángeles te besan los ojos.
“Me gusta verlos pintarse de sol y grana, volar bajo el cielo azul, temblar súbitamente y quebrarse… Nunca perseguí la gloria…”.
He despertado sin recodar durante unos instantes, que una parte de mí está muerta y al plantar el pie en el suelo, no ha dolido. Hoy no ha dolido. Y la almohada estaba mojada. Y mis ojos también. Y sentía la tristeza de un sueño que tan solo era eso, mientras que aún resonaba en mi cabeza el eco de las silenciosas alegrías de mis amigos los recuerdos. Super Mario que no estaba quieto… Qué bello es morir… Qué pena, que puta pena volver.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta. Versos de la canción Cantares, de Joan Manuel Serrat.
En soledad sientes y aprecias cosas que en compañía pasan desapercibidas. Es absolutamente necesaria la intimidad para ser uno con el planeta. Tan solo una suave brisa a la sombra de los árboles tiene un valor incalculable. Da una inusual importancia a la vida en esos breves y compasivos momentos. Cuando el viento me conforta del esfuerzo y el calor de vivir, no pienso en la miseria humana, en el dolor o el miedo a la muerte. El viento trae cosas buenas, un sortilegio de una magia ancestral que se crea entre los animales y la vegetación del bosque, lejos de la humanidad. En la brisa flotan las imágenes y esencias del amor y el cariño. La ternura y esa bella tristeza de recordar a los queridos muertos. Por ese instante de vida absoluta e íntima, pienso que ha valido la pena vivirlo todo. Hay quien tiene miedo a morir en un lugar aislado, inaccesible y sin compañía humana. Yo no. Cuando el aire en la soledad de la montaña roza mi rostro y las manos, cuando el trinar de los pájaros invisibles y el rumor de los árboles me acogen en su vida; pienso que no puede haber mejor momento para morir. Ojalá muriera en el momento y lugar más hermosos. Que la brisa fresca me susurrara que todo está bien y que es el momento de morir. “¿Vamos, Pablo?”. Y yo le diría: “Sí, ahora que no estoy cansado”. El aire me susurraría: “¿Ha sido una buena vida, verdad?” y no podría responder porque ya estaría muerto. Desparecería como una hoja seca que, soplada revolotea tonta y suavemente, desapareciendo en lo profundo del bosque. Una hormiga arrastra una mariposa muerta. Sonrío: yo necesitaría una super hormiga.
Me siento ingrávido ante tus ojos, tu mirada es un universo. Ansío tu boca como oasis en el desierto. Tu piel es un océano de aceite cálido. Y soy una ola furiosa en tu sexo. Entre todas las cosas bellas eres sobrenatural.
Necesito escribirlo porque pensarlo o decirlo son cosas tan efímeras… Y ya sabes lo que dicen de las palabras y el viento. Deslizar la pluma por el papel es lo más cercano a follarte. No quiero morir sin que conste en acta mi brutal amor por ti. Y escribirte me da paz. Te amo, cielo.
El invierno crea momentos de desesperanza con la desnudez de los árboles y los escasos verdes que viran al gris. La desesperanza es de un trágico romanticismo, no puedes luchar contra ella porque te rodea, se mete en ti, te hace suya. Y eres uno con la melancolía y la muerte. Unidad con los años que pasaron y los que ya no se cumplirán. Seré una hoja que ha caído seca y fría. Y es relajante saber que no está en mi mano vivir o morir. Da paz. No debo hacer nada, tan solo ocurrirá. Si acaso, tan solo fumar sin prisas, hasta que el humo ya no salga de los pulmones. Cadáveres de invierno. La tragedia tiene un frío halo hermoso.
Soy reflexivo y frío; pero no puedo ni quiero evitar, por la química de mis cojones, gozar de grandes estallidos de ira y descontrol. De hecho, al relajarme y evocar esos momentos, se me pone tan dura que agarro la negra cabellera de mi Dama Oscura y la obligo a tragarse mi bálano hasta que mi negro semen le rebosa por los labios y tose. En el año 1210, vagaba a la caza de primates por las estepas mongolas, en la cuenca del Tarim, territorio uigur (en realidad, los mongoles eran una de las muchas tribus que vivían en la estepa; pero el mongol Gengis Khan, las sometió por la fuerza y se convirtió en el señor de todas ellas); donde había una frenética actividad bélica contra China y entre las tribus que aún quedaban por someterse a Gengis. Multitud de pequeños clanes nómadas viajaban por las estepas hacia el sur, a la frontera china, para unirse al ejército de Gengis, donde tras aniquilar a los pueblos y ciudades conquistados a los chinos, se podían ganar grandes fortunas con los saqueos y la trata de esclavos. Una noche vi aparecer un lejano fuego en la llanura, desde el interior de un pequeño bosque de raquíticos abedules; allí permanecía estirado y somnoliento, encima de los cadáveres de una manada de ocho lobos que tenía allí su refugio. Los maté con mis manos para que no se ensuciara de sangre su pelaje. Mordí una oreja, la arranqué de su cabeza y me la comí distraídamente pensando que tenía que ir a visitar aquel campamento. Y así lo hice cuando desapareció el último reflejo del sol, hasta que la noche se hizo tan oscura que las almas de los lobos lamían mis manos pidiendo piedad, que no los arrastrara al infierno. Los perdoné porque no los odio tanto como a vosotros. A medio kilómetro del campamento, me apeé de mi pequeño y robusto caballo mongol y llegué caminando hasta pocos metros de la hoguera que ardía ante el rostro de un deforme macho humano adormilado. Siempre hay un primate vigilando que el fuego no se apague durante la noche para evitar el ataque de lobos. Invadí su mente, inmovilicé sus cuerdas vocales, extremidades y los párpados. Cuando un mono tiene la certeza de que va a morir, tiende a refugiarse en su propia oscuridad. De mí no se refugia ni Dios, y todos asisten si es mi volición, a su propia evisceración. Saqué mi puñal de entre los omoplatos, la hoja estaba caliente y la hundí en su cuello como si se tratara de mantequilla, corté en redondo, con la columna vertebral como eje, forcé el muñón de carne inferior hacia abajo para que se hiciera visible la médula, metí una gruesa rama de leña en su espalda, entre el ropaje formado por varios ponchos de pieles de ratas, conejo y algún zorro y la clavé en el suelo. Siempre me ha gustado el arte cruento… Un hombre casi decapitado contemplando románticamente el fuego sentado en su propio charco de sangre. Precioso. Le arranqué uno de sus apagados ojos y lo hice estallar entre mis dientes, lo devoré glotonamente. En la llanura, el único sonido era el crepitar del fuego y los ronquidos y respiraciones de los que dormían en las tiendas. Me gusta poner a prueba la ferocidad de los primates más violentos; cuando les corto los pezones y les arrancó desde ellos la piel del pecho, lloran más que sus víctimas. Es usual que me ofrezcan sus hijos y sus mujeres para salir ilesos. Perfecto, les rompo los dedos de los pies con piedras para que no puedan escapar mientras observan como acabo con sus familia y amigos. Luego los mato empezando por las rodillas, cuando he llegado a sus intestinos, sus corazones ya no funcionan. No es ninguna sorpresa para ellos que van a morir. Cuando tomo una de sus crías, un bebé a ser posible, y lo abro desde el esternón hasta el vientre, lo elevo cogiéndolo por pies y manos y lo sacudo con violencia en el aire para que sus vísceras caigan al suelo, el cruel guerrero que es papá se mea encima y llora; sabe que de morir ahí y en ese momento no se libra. Si hubiera tenido por aquel entonces mi Desert Eagle 0.5, con toda probabilidad no la hubiera usado. Me gusta descuartizar si hay tiempo e intimidad para ello. Y allí, en aquellas grandiosas llanuras, existía todo el tiempo necesario para mal morir durante horas y horas. Era un campamento de cinco tiendas, formadas por viejas y roñosas telas a las que se había cosido toda clase de despojos animales, cubriendo un enramado tembloroso, que la más ligera brisa hacía tambalear. Cinco tiendas, cinco familias. Cuando maté a cuchilladas a los quince primeros primates: nueve crías de entre un año y cuatro, tres adolescentes y tres adultos que ocupaban dos tiendas, me aburrí. Así que invadí la mente del resto de los habitantes e hice arder las tiendas con ellos dentro. Cuando el fuego los empezó a consumir, dejé sus mentes libres para que gozaran de su muerte con todo el dolor posible. Me senté junto al vigilante y aspiré su alma con desidia, abrí mi boca, la acerqué a la suya que estaba abierta hasta la dislocación y aspiré su alma inmunda junto a su execrable aliento. Me dormí ante el fuego y cuando desperté, solo quedaban unas pequeñas brasas. Entré en una de las tiendas que quedaron en pie, arrastré el cadáver de una mona y le follé su frío culo. Su carne muerta y rígida provocaba cierto dolor en mi glande. A pesar de estar muerta, cuando eyaculé y le saqué el rabo del ano, mi glande estaba ensangrentado de sangre fría. Parece que su macho no la estrenó por detrás. Aunque si la hubiera jodido por el culo, la hubiera reventado igual. Mi polla no es dulce. Los maricones querubines de Dios, no bajaron del cielo a cantar sus salmos de piedad por los muertos, aquellos monos no creían en Yahvé. Carecían de importancia para nadie. Y de repente, escuché llorar a una cría humana, un llanto de bebé. Os vais a reír, pero que casualidad, lo tenía la sucia mona a la que le había reventado el culo, protegida en su pecho, bajo todas esas capas de ropa y piel. Era una hembra de no más de tres meses. La lancé contra el suelo para matarla, y me dirigí hacia el bosque, donde mi caballo habría vuelto. Apenas avancé un minuto hacia el este, la niña volvió a llorar. Me enfurecí, fui hacia la cría la agarré por los pies y tomando impulso la lancé unos metros delante de mí, golpeó con fuerza en el suelo y enmudeció. En las raras veces que algo no me sale bien, la ira se me apodera de mí hasta un punto que siento que mis uñas saltan por la presión de mis dedos. Saqué mi puñal de entre los omoplatos y corté mis muslos para que sangraran, pateé los cadáveres, los quemados y los acuchillados. Se extendió tal hedor a muerte en aquel lugar de la estepa, que los carroñeros en kilómetros a la redonda deberían haber llegado; pero todo animal que no sea humano, sabe del peligro de acercarse a Mí. La mierdosa seguía llorando, me acerqué a esa pequeña cosa desnuda y azulada por el frío ya, que insistía en vivir. De su pequeña cabeza herida manaba una sangre pura, brillante, clara… Podía dejar que muriera observándola con mirada aburrida o cometer un acto de piedad. Como no había testigos, la tomé en brazos, le limpié la sangre y luego mis manos pegajosas de carne y sangre quemadas. Me senté, dejé que se aplacara mi ira y la visión en rojo dio paso a un cielo ya azul. No dejó de llorar en ningún momento; pero su llanto me dio una sorprendente paz. Pareció mirarme con unos enormes ojos torpes que no sabían aún enfocar y alzó una de sus patas hacia mi barbilla. Tomé su rostro y giré dulcemente la cabeza hasta que un leve ruidito anunció su muerte definitiva, cuando se partió el tronco nervioso a la altura de la nuca. Luego, rápidamente aspiré su alma que era dulce. Y me sentí bien, en paz. Aquella fue mi primera muerte gourmet en todos mis milenios de vida; pero no fue el sabor de su alma, fue aquel sonido leve de muerte lo que me llevó a un estadio de paz espiritual que jamás había sentido hasta entonces. La dejé en el suelo dulcemente, con sus extremidades y cabeza inertes y al ponerme en pie, pisé sus pies y por un momento temí que resucitara. Me reí feliz de mi ocurrencia. Y desde entonces, cuando las muertes grotescas me enfurecen y me llevan a perder el control; busco, para estabilizar mis biorritmos, una muerte gourmet pequeña y dulce que aplaque mi furia. No todos los niños mueren de muerte súbita. Son muertes, crueldades gourmets, que de vez en cuando me regalo. Mi Dama Oscura, cuando siente que mi ánimo es demasiado tóxico para el universo, trae a nuestra húmeda y fría cueva una pequeña cría de primate, que llora suavemente. Dice que es feng shui. Yo me río, la beso y me la follo con el pequeño cadáver enredado entre nuestros pies. Y las almas condenadas suspiran tranquilas de que no estalle mi ira. Siempre sangriento: 666.
Cuando viajo en tren a través de un paraje neblinoso, no puedo evitar observar con anhelante atención los misteriosos contornos que pasan veloces al otro lado del vidrio de la ventana.
Y sin darme cuenta imagino cosas.
En ese mismo instante, en algún momento que no puedo concretar, el tren y lo que contiene enmudecen.
Y el mundo.
Mi pensamiento se desliza suave en la nada que forma la niebla.
Cuando entras en la enigmática niebla desde el otro lado del cristal, simplemente te deslizas.
No hay ruedas, no hay movimiento ni vibración.
La niebla borra lo que soy y lo que fui cuanto más me adentro en ella.
O es muerte pura, o es una alegoría intranquilizante; pero con el alivio de ser concluyente.
Yo y la vida nos deslizamos silenciosos, haciendo borrosos los rostros muertos y vivos, los amores y los odios.
Porque no recuerdo ya el rostro de mis muertos mudos, como los quería…
En la niebla parece que el amor se rasga con las difusas ramas. Se emborrona como la palabra bañada por una lágrima en el papel y siento no ser nada ni de nadie.
Lloraría por el amor que se desliza difuso al otro lado del cristal y me deja, me diluye en una pena que solo alivia el silencio y la soledad de un deslizamiento.
Siento que es tarde para pertenecer a nadie.
Siento que no quiero ese esfuerzo ya.
Soy el borrón de un árbol, un poste desdibujado y abandonado en esa insondable voracidad de olvido y silencio.
Me deslizo y sé que continúo en un tren por ese vidrio que se empaña con mi aliento y me separa de la muerte borradora que en algún momento accederá al vagón como otro pasajero más.
Y deslizándome, sé que no tendré miedo a la niebla que me hará jirones el pensamiento y el cuerpo.
Y me da miedo no temerla.
Acariciarla a través del vidrio deslizándome, diciéndole secretamente que quiero ser parte de ella.
De un mundo difuso e irreconocible.
Deslizarse como una lágrima por la mejilla… No es difícil.
Salgo a fumar a la calle cuando es de noche y el viento sopla fuerte, cuando llega veloz arrastrando la gelidez de la cima del volcán nevado. Al oeste… Aunque poco me importa de donde viene ese viento helado. Del infierno o del paraíso, del mar o de una cloaca.
Ese aire arranca de mi boca el humo en una fracción de segundo, como si me lo robara de los labios. No hay una voluta-ameba flotando ingrávida, haciendo pantalla de mis recuerdos o emociones.
Enfría la piel y el pensamiento.
Veloz, rugiente…
No se desvanecen las emociones lentamente, es una amputación rápida como un escalofrío incontenible.
Los ojos se entornan porque hasta las lágrimas se lleva el viento.
Si las hubiera… Pero el viento no lo sabe.
Se lleva las emociones que la piel retiene.
El corazón palpita rápido y por algún misterio que no me interesa investigar, me la pone dura.
Excepto eso entre mis piernas libre de calzones, no hay presión. Es vacío, es liberación.
El viento me convierte en un guerrero solitario en un páramo de familias, amistades, de sus voces y ruidos de platos en las cocinas.
Quedamos yo, la luna, el viento y alguien que me mira desde su ventana bien cerrada con notoria curiosidad, preguntándose por mi salud mental.
Mi hijo lejos, mi hijo hombre ya. Lo hice bien con él… A salvo del viento helado.
Me tranquiliza.
Tal vez, cuando tenga más edad haga lo mismo que yo, tiene mis genes. No es motivo de gozo para él.
Aspiro otra bocanada de humo, potente y nociva. Ideas y emociones se ralentizan dando prioridad a las defensas térmicas del organismo.
Solo queda una lucha contra el temblor de las extremidades y llevar el cigarrillo certero a los labios. Como luchan las flores cerradas por no ser arrancadas de sus tallos.
Lanzo la colilla y el viento la arrastra creando chispas que mueren apenas las ves.
Y está bien, tristes recuerdos y emociones se van tras ella, dejándome vacío, dejándome en paz.
Al entrar en la casa el calor me acoge con ternura y las intensas pupilas de las gatas, me observan serenas como si fuera de ellas, de su naturaleza. Como si no fuera hombre.
La piel se templa con una calidez de renovación. Solo queda el frío en las fosas nasales, como una melancolía. Un lugar donde abrazarse uno mismo.
Solo queda esperar, una serena espera.
Lo nuevo… Lo desconocido… Buscar, luchar, cazar, amar, doler…
El frío ha arrastrado lo muerto, como un bautismo arrastra una culpa convenientemente inventada.
Bendito frío.
Y bendito el calor que de nuevo me llena.
Bendito el tabaco que me hace épico y loco.
Maldita la realidad que me hace vulgar…