No viviré lo suficiente para acabar de escribir los grandes espacios en blanco que quedan en el planeta. De hecho, nunca tuve esperanza. Nunca fui ingenuo. Triste sí, siempre ha sido un peso en mis hombros. Quería llegar a las verdes montañas, el margen del valle, de la página en blanco… Aunque fuera solo una línea con tinta roja; pero apenas existo ante tanto espacio, ante la desmesura del planeta y sus espacios en blanco. No soy nada, no soy nadie. La belleza es tan enorme como el amor y yo no sé… No puedo abarcarlos. No podré escribirlo todo y dirá mi lápida si la tuviera: Aquí yace un fracasado. Siempre he dicho que hay tanto tiempo que me falta vida. Ahora, a punto de abandonar el escenario, el espacio es tanto como el tiempo. Hay un cansancio vital que invita a la muerte, que la hace dulce. Era una batalla perdida. No quiero añadir a la tristeza la vergüenza. Misericordia.
No hay nieve, solo incineración y muerte. Mentira, soy yo lo único que muere. Todo es más fuerte y vivo de mierda que yo. Y no me gusta la muerte luminosa, humilla los cadáveres. Los árboles han perdido su fronda protectora y el sol atraviesa sin descanso mi carne dejando ver la silueta de los huesos en mis manos. Soy una radiografía nómada. Un hombre invisible. Pero no me siento hombre, no me siento nada. No tengo hojas que ofrecer en sacrificio al sol invernal. Exige mi piel y el alma que hay debajo… Lo cierto es que no importo tanto como para que el sol exija nada de mí, es la cruda y cocida realidad. Fui un nacimiento anodino y busco patéticamente trascender unos segundos siquiera antes de evaporarme. Una ceniza que camina a la desintegración… Debí ser piedra y algo mutó que me hice cosa orgánica y combustible. ¿Dónde están los dedos de mis manos? Y mi cigarrillo… Me aterra no tener sombra, soy íntegramente mediocridad. He perdido mi opacidad, la prueba de mi existencia. Es estremecedora la luz, cochina luz calcinadora… Los árboles con sus incombustibles cortezas resisten el bombardeo solar y es público silencioso de mi evaporización. ¿Cómo he conseguido morir así? No quiero ser luz. Ni que se quiebren mis piernas de ceniza y desmoronarme en una nube de polvo en el sendero. Y el bosque protector inalcanzable. Es terrible, nunca he tenido suerte… Soy un privilegiado que folla con la Dama Sórdida, la diosa podrida de la humanidad sin rostro. Voy a morir incinerado e indoloramente aún que estoy vivo. Como si la indignidad fuera indolora. No jodas… Sin un ataúd que proteja mi cadáver durante un segundo siquiera. Yo no quiero morir así. Quiero sangrar y gritarle puta a la vida con dientes fieros, escupiendo baba roja. Que duela morir. No así, evanesciéndome en la luz, un alma llorando por su carne.
El vendedor me preguntó: ¿Qué quieres grabar en la tapa? Que todo rumbo es incierto, le contesté con cierta desgana, con cierto cinismo. Qué razón tienes…, dijo. No quisiera tenerla, sinceramente. Bueno, te llevas una brújula preciosa, dijo alegremente. Yo quería que ella me llevara a mí, le contesté con sonrisa astuta. Pues en tres o cuatro días la tienes. ¿Algo más? ¿No? Son 155, zanjó la cuestión. ¿Tu nombre, dirección o teléfono? La dirección no la sé por eso te compro la brújula. ¡Jajajaja! Yo también reí.
Sería ridículo viajar en el tiempo y ver esto, cuando en el presente es táctil. Solo he tenido que caminar silenciosa y solitariamente unos minutos, cuando cae a ratos una fina lluvia que no le gusta a nadie más que a mí. No hay nada cuántico en ello, no hay fantasía galáctica. Basta pensarlo, basta sentirlo sin dejar a nadie pudriéndose de vejez en La Tierra. Hay muchos muertos que han visto lo mismo que yo, no es inusual. Solo es algo accidental, un pensamiento de pasada, ser consciente de que es un jalón del pasado en un bonito momento, con la bruma del silencio y la soledad suavizando la muerte. Lo embarazoso es pensarlo sin tapujos: soy un cadáver en ciernes. Es una melancólica realidad que establo y campo no viajan en el tiempo, se han quedado estancados en el pasado. Tal vez, si pudieran, sonreirían pensando al verme: “Otro que va a la tumba”. Sé muy bien que voy con paso firme hacia la podredumbre y se pueden meter su sarcasmo y vanidad por el culo si lo tuvieran. La piel de mis manos está más cuarteada que el muro de piedra. Y me gusta. Yo también tengo mi orgullo, mi orgullo atávico como yo. Tanto que, me pregunto si es mi último otoño, sin melancolía, sin tristeza; solo es un pensamiento casual, una curiosidad. El final del camino es oscuro como el ataúd cerrado y voy hacia él. Sin remilgos. La vida no ha sido como para tirar cohetes con efecto final de palmeras doradas y trueno. No me ha gustado, estoy seguro de que las hay mejores en otros tiempos y lugares, en otros mundos como los de mis sueños. Alguien podría decir que soy un amargado. Bien, nada es perfecto. Algo pasó conmigo que no nací bien. Me largo, bye.
Leo: “Si consideras hijo puta al árbol que te deja caer su rama podrida en la cabeza, es comprensible. Pero si votas o tratas con respeto al jerarca gobernante que te encarcela, empobrece y humilla, eres un pedazo de cosa indigna y servil. Te mereces que te caiga una rama pesada como un tronco en la cabeza y que tu líder se saque la polla y te rocíe una lluvia dorada en la jeta. No te preocupes por la poca cosa que eres. Simplemente nunca pudiste hacer nada por evitar semejante vida y actitud. Eres una consecuencia lógica de miles de generaciones indignas como tú. Por mucho cariño que insistas tener a tus progenitores (significa padre y madre, figura) y abuelos has de entender que también son cosas indignas, porque salieron de un mismo coño indigno. Por ejemplo: Yo soy únicamente feliz cuando le digo a mi puta: ¡Híncate y mama! Se arrodilla, con sus delicados finos dedos extrae mi rabo por la bragueta, se lo lleva a la boca y yo, la agarro por el cabello tirando hacia a mí para que no se le salga de la boca ni se derrame una gota de leche. Son cosas a las que presto más atención que a un árbol hijo puta o un hijo puta jerarca mandatario. ¿Entiendes la diferencia entre un servil como tú y un auténtico cabrón como yo? Yo tengo a una diosa hincada ante mí y tú llevas un cerdo subido en la chepa. Yo la llamo puta y tú algún formalismo como «señor» o «presidente».” Espero a que Jade opine. –Ico, estoy mojada. Mira mi chocho. Quiero arrodillarme ante ti –gime traviesa y fingidamente niña abriendo las piernas. Es cierto, está empapada una mancha de humedad se extiende y transparenta su coño difusa y eróticamente. Desesperadamente para ser más exacto. – ¿Qué es lo que más te ha gustado? Se mete una cucharada de yogur con miel en la boca, relame la cuchara meditando y responde: –Yo, tu diosa arrodillada con tu polla en la boca. Lo demás no lo he entendido. Y se ríe con una inteligencia que me acompleja. –Ya pensaba que no sería buena idea leerte mi texto, acabarías riéndote. –No es de risa, mira cómo me brilla el coño– dice separando las piernas y apartando a un lado la braguita para enseñarme su enloquecedora vagina de labios dilatados y abiertos, hambrienta. –Y quiero arrodillarme ante ti. –Ni hablar, yo me hinco primero. Jade toma el frasco de miel lo eleva y derrama un espeso y grueso filamento en su sexo, cubriendo el monte de Venus y los labios. Se asegura de que el clítoris se cubra separando más los labios con los dedos. Gime no solo para excitarme, es absolutamente carnal. Es la indecencia más bonita del universo. – ¡Ven, perrito! ¡Ven! –me dice palmeando sus muslos separados hasta hacer resaltar los abductores. Me arrodillo y deja reposar las pantorrillas en mis hombros. Cuando le empujo el clítoris con la lengua gruñe y se aferra a mi pelo. Presiona con fuerza mi boca contra su coño dulce, resbaladizo, viscoso y espeso. Respiro como puedo y ella está dispuesta a correrse, lo noto en como golpea con la vagina mi boca, jaleándome. – ¡Qué perrito más bueno! ¡Qué rico perrito! Si no estuviera tan atrapado entre sus manos y coño le diría puta, guarra, zorra…; como me gusta decirle delicada y dulcemente. Así que no puedo hacer otra cosa que correrme precozmente de lo mucho que me ha excitado. Maldita e inquieta Jade… Ante ella me mantengo siempre indigno, podría ser su perro, su gusano, su cerdo. Jade vale mi dignidad e indignidad. –Ico, ¿por qué me quieres tanto? –habla sin mirarme, atendiendo a su coño que aun se contrae por el orgasmo, jadeando y extendiendo la miel y mi baba por el sexo en un masaje que pretende calmar la lujuria detonada. –No lo sé, no puedo hacer otra cosa, cielo. Pero me la tienes que mamar. Me obliga a sentarme a su lado, en el sofá. Toma mi verga y deja caer una gran cantidad de miel especialmente en el pijo, que ya se asemeja una manzana por la pelota que se ha formado. Y chupa hasta casi despellejarme el rabo… Es el único gobierno, que acepto. Que necesito. –Jade, dedícate a la política. Y riendo me contesta: – ¡Mmmm glsf slurp slurp!
Las violetas son flores otoñales, pequeñas y abundantes, tan fuertes como bellas. Los colores del otoño son sólidos y radiantes, tal vez como rebeldía a los grises que pronto traerá el invierno cubriendo la tierra y los seres. Las pequeñas lilas son inconformidad. Florecen cuando la savia de los árboles bombea la última sangre y más espesa a sus hojas tiñéndolas de rojos trágicos, marrones y dorados; para al final morir en una bella tragedia. Cuanto más muere el bosque, más lucen estas pequeñas sus aparatosos violetas. La desgracia de unos seres es el placer de otros. Y también de una dulce melancolía que propagan todos esos millones de muertes incruentas. Tal vez las margaritas áster saludan al frío, alegres de que se aleje ese sol abrasador omnipresente e inagotable que ha desecado la tierra y el pensamiento mismo. Cuando las lilas, violetas y cardos lucen su radiactivo color, las lagartijas dejan de cruzar los caminos y trepar por los muros. Como mini dinosaurios que vuelven a extinguirse. Es un poco triste el paseo sin ellas… Los cuervos no temen al frío o al calor, graznan malhumorados todo el año. Siempre tornasolados, metálicos. Inteligentes. Son la banda sonora del letal silencio del invierno. Y ocurrirá que las pequeñas flores de otoño morirán cuando llegue el riguroso frío. Se marchitarán bajo la grisentería que enferma el bosque todo; haciendo de los árboles esqueletos con los brazos elevados al cielo pidiendo piedad. Pisando hojas muertas me pregunto sin tristeza y con curiosidad si será el invierno o la primavera quien me marchite. Si pudiera elegir, quisiera caer muerto en el camino; preferiblemente en invierno. Hay menos gente, los cadáveres somos celosos de nuestra intimidad. Me parece un final feliz.
No se conforman con volar, tienen que trepar arriba y abajo por los árboles. Volar es demasiado fácil, demasiado vulgar. Son buenos escaladores… Y yo solo hago lo fácil. Mierda… Verticalmente, cabeza abajo avanzan tan veloces como hacia arriba. En la ribera del río, donde escribo a menudo, se me queda suspendida la pluma a unos milímetros del papel observándolos. Y me doy cuenta de que no es necesario escribir, solo ser. Al final, carezco de importancia. Soy menos que ellos. Escribir es una patética vanidad, un intento por trascender a nada. Cuando el silencio es largo y sin roturas, se acercan y me miran desde el árbol girando la cabeza con curiosidad, me arrancan una sonrisa secreta. Y al cabo de un instante, se acercan a mis pies sin timidez. Pero cuando se acercan las estridentes voces humanas o sus horribles músicas ajenas a ellos; se van. Y me dejan solo con los que no quiero. Quisiera trepar y volar tan veloz como ellos, para alejarme con rapidez de los otros, los invasores. Y no puedo, soy de una torpeza que me da vergüenza escribir. Nací estropeado, o algo pasó que no fue bien en mi concepción. Si fuera un trepador, no me acercaría a alguien como yo, tan anodino… Pero son buenos tipos. Demasiado buenos.