No es grande, no llega a tocar el cielo; pero al final logró ser dios y ahora rige solitario, en una bola de cristal invisible, su eterno y exclusivo mundo donde luce majestuoso, entre cielo y rocas. Y a su espalda, los miles de adocenados árboles del bosque hacinados, lo observan con desdén lucir su fronda de miles de pequeñas flores radiantes.
Si dios no ha castigado su vanidad partiéndolo con un rayo, se debe a que tenía razón en su vanidad: es tan bello como un dios.
Y bueno, aunque pedantes, ciertas perfecciones se agradecen en este sórdido mundo de fealdades banales e intrascendentes, a duras penas vivas.
No viviré lo suficiente para acabar de escribir los grandes espacios en blanco que quedan en el planeta. De hecho, nunca tuve esperanza. Nunca fui ingenuo. Triste sí, siempre ha sido un peso en mis hombros. Quería llegar a las verdes montañas, el margen del valle, de la página en blanco… Aunque fuera solo una línea con tinta roja; pero apenas existo ante tanto espacio, ante la desmesura del planeta y sus espacios en blanco. No soy nada, no soy nadie. La belleza es tan enorme como el amor y yo no sé… No puedo abarcarlos. No podré escribirlo todo y dirá mi lápida si la tuviera: Aquí yace un fracasado. Siempre he dicho que hay tanto tiempo que me falta vida. Ahora, a punto de abandonar el escenario, el espacio es tanto como el tiempo. Hay un cansancio vital que invita a la muerte, que la hace dulce. Era una batalla perdida. No quiero añadir a la tristeza la vergüenza. Misericordia.
Me parece obscena esa agrupación de setas devorando el árbol muerto. Se alimentan mezquinamente del cadáver, pisándose, atropellándose con vulgar maldad unas a las otras para saciar su necrófaga hambre. Es tan terroríficamente conceptual la vida y la muerte en el bosque… La muerte no es un arte, sin embargo; es hipnótica toda esa miseria en el pie del árbol. El hecho de que las setas no sean animales las hace más temibles, su voracidad… Porque se han formado como un cáncer, un organismo invasor, pornográfico para la vida. Despierto imagino que mis pies los han devorado las setas, soy un hombre hongo. Y la idea causa un chasquido neuronal que se traduce en una náusea, fumo para empujar el asco. ¿Fue así como el cáncer entró en la médula de mi tibia? ¿Son setas alimentándose de mí aún que no estoy muerto?
Por eso hay que enterrar a los muertos, para no hacer pública tamaña putrefacción. Si mueres no es necesaria la humillación, es gratuita. Son seres feos como yonquis de la muerte, deformes y con una sangre venenosa. Aferrándose con gula a su propio pellejo macilento para meterse un poco más de muerte en vena. La corteza se cae a pedazos, por el tronco dejaron de subir los nutrientes. Y el cáncer, las setas, tan vivas, colonizando la muerte. Si se movieran no serían tan siniestras… No quisiera ser un hombre seta muerto. ¿Por qué no cae de una vez el árbol muerto? Porque así, aún en pie, parece sufrir una agonía sin fin. No puedo evitar cierta alarma atávica que nace de un instinto antediluviano. ¿Creció el árbol en un pedazo de tierra maldita? Ni siquiera los pájaros se posan en sus ramas muertas. ¿Las setas inyectan insania a la madera? No las ha comido ningún animal, ningún ser las ha pisado. Son un aviso de muerte, de iniquidad. No puede ser bueno comer lo que se alimenta de muerte, sería morir al cuadrado. Ese cáncer de hongos evoca a las multitudes humanas, a las gentes sin rostro, a setas que berrean anónimas, formando un tumor. ¿Qué le puede quedar al árbol muerto? ¿Tienen alma los árboles? ¿Es lo que ansía ese tumor de hongos? ¿Su alma?
Las violetas son flores otoñales, pequeñas y abundantes, tan fuertes como bellas. Los colores del otoño son sólidos y radiantes, tal vez como rebeldía a los grises que pronto traerá el invierno cubriendo la tierra y los seres. Las pequeñas lilas son inconformidad. Florecen cuando la savia de los árboles bombea la última sangre y más espesa a sus hojas tiñéndolas de rojos trágicos, marrones y dorados; para al final morir en una bella tragedia. Cuanto más muere el bosque, más lucen estas pequeñas sus aparatosos violetas. La desgracia de unos seres es el placer de otros. Y también de una dulce melancolía que propagan todos esos millones de muertes incruentas. Tal vez las margaritas áster saludan al frío, alegres de que se aleje ese sol abrasador omnipresente e inagotable que ha desecado la tierra y el pensamiento mismo. Cuando las lilas, violetas y cardos lucen su radiactivo color, las lagartijas dejan de cruzar los caminos y trepar por los muros. Como mini dinosaurios que vuelven a extinguirse. Es un poco triste el paseo sin ellas… Los cuervos no temen al frío o al calor, graznan malhumorados todo el año. Siempre tornasolados, metálicos. Inteligentes. Son la banda sonora del letal silencio del invierno. Y ocurrirá que las pequeñas flores de otoño morirán cuando llegue el riguroso frío. Se marchitarán bajo la grisentería que enferma el bosque todo; haciendo de los árboles esqueletos con los brazos elevados al cielo pidiendo piedad. Pisando hojas muertas me pregunto sin tristeza y con curiosidad si será el invierno o la primavera quien me marchite. Si pudiera elegir, quisiera caer muerto en el camino; preferiblemente en invierno. Hay menos gente, los cadáveres somos celosos de nuestra intimidad. Me parece un final feliz.
No se conforman con volar, tienen que trepar arriba y abajo por los árboles. Volar es demasiado fácil, demasiado vulgar. Son buenos escaladores… Y yo solo hago lo fácil. Mierda… Verticalmente, cabeza abajo avanzan tan veloces como hacia arriba. En la ribera del río, donde escribo a menudo, se me queda suspendida la pluma a unos milímetros del papel observándolos. Y me doy cuenta de que no es necesario escribir, solo ser. Al final, carezco de importancia. Soy menos que ellos. Escribir es una patética vanidad, un intento por trascender a nada. Cuando el silencio es largo y sin roturas, se acercan y me miran desde el árbol girando la cabeza con curiosidad, me arrancan una sonrisa secreta. Y al cabo de un instante, se acercan a mis pies sin timidez. Pero cuando se acercan las estridentes voces humanas o sus horribles músicas ajenas a ellos; se van. Y me dejan solo con los que no quiero. Quisiera trepar y volar tan veloz como ellos, para alejarme con rapidez de los otros, los invasores. Y no puedo, soy de una torpeza que me da vergüenza escribir. Nací estropeado, o algo pasó que no fue bien en mi concepción. Si fuera un trepador, no me acercaría a alguien como yo, tan anodino… Pero son buenos tipos. Demasiado buenos.
El río baja turbio, que es el color de la vida por mucha muerte que arrastre. El color de mi vida y mis muertos. Y se me detiene un segundo el corazón ante las aguas tan opacas, tan barro. Como si la sangre se hubiera achocolatado también. Pienso de un modo natural que las tragedias son contagiosas. Sin acritud, es un hecho. Es un buen color, el color menos mezquino. Las termitas humanas quieren colores más alegres y claros en su ropaje para reflejar la luz del sol y evitar un poco de calor en su hacinamiento paranoico y devorador. El río arrastra el polvo y las cosas calcinadas por el verano; con todo ello hace una sopa ruidosa y fría, con los cadáveres y trozos de árboles muertos. Y limpia sin cuidado ni alegría, los rostros a las piedras que sobresalen con su tez dorada por el sol. Rostros de granito sin alma que el verano ha quemado. El sonido del agua es la urgencia por llegar al mar. Una alegría y un llanto… Le ruge el caudal a los recodos y los cantos rodados que dejen paso. Y les canta un adiós y hasta nunca jamás, porque el agua pasada es tiempo muerto ya. Solo provoca unas lágrimas de pérdida íntima si estás lo suficientemente cerca para escuchar el río y a nadie más. Un agua empuja a otra y los patos, canoas vivas, incluso nadan contra la corriente si así les apetece; como a mí siempre. Jodidos patos malhumorados… No se quejan de los cadáveres, ni de lo turbio. Ni siquiera se quejan, hacen lo que quieren y lo que deben. Yo no siempre. No tengo la suerte de ser siempre pato. Pero mejor bajo la lluvia que bajo el techo. Mejor el rayo que la lámpara y mejor el trueno que la música. Mejor empapado que seco. Mejor partido que humillado. Soy de naturaleza asilvestrada, no puede hacer daño. Y que las lerdas y lentas babosas, caracoles indigentes, se arrastren por la tierra jaspeada de chorros de agua brillantes que se pierden mágicamente entre la hierba para enfriar el infierno. Las ninfas están sobrevaloradas y los diablos olvidados. Yo soy la turbia justicia de los tristes. Pareciera que el otoño se asoma secretamente camuflado ente las nubes, observando en qué estado ha dejado el planeta el verano, su enemigo mortal. Le han sentado bien las vacaciones; porque una repentina brisa fresca evoca una risa satisfecha y despreocupada. Antes de que un rayo de sol consiga destripar una nube, me dice retirándose sigilosamente: “Mantente vivo, no tardaré en llegar. El maldito verano está acabado, muerto. Te lo digo yo”. Le digo que vale; pero que no me queda mucho tiempo, y soy algo que el río quiere arrastrar. Lo dicen sus aguas al hacerse espuma contra un roca, lo que le pasará a mis sesos muertos. Sinceramente, no me voy a estresar por vivir, soy un recio de piel gruesa y curtida. “Pues si encuentro tu cadáver lo cubriré de hojas y te pudrirás en la tierra, soy bueno en lo mío”. Le doy las gracias por educación, porque me importa literalmente una mierda lo que le pase a mi carne muerta. Mientras no duela, me suda la polla. Y que los patos, si quieren, pellizquen mi carne tan encantadoramente malhumorados. El otoño es un buen tipo, pero con hipertrofia de ego. Mi ego va río abajo, a veces me desprendo de él si me place. Puedo ser absolutamente ajeno a mí mismo. Incluso no puedo evitar ver mi cuerpo golpearse contra las rocas y luego llegar al mar partido. Soy un delirio mudo. Mi pensamiento es turbio, tiene el color de la vida, aunque no quiera.
El viento arrastra las hojas y, de alguna forma, el río las atrapa antes de que lo crucen. Aunque más bien pareciera que las hojitas se lanzan sobre él porque aún no quieren secarse. Quieren ser verdes un tiempo más. Un poco más de vida y moverse, viajar dulcemente hacia la muerte. La naturaleza, su contacto, te hace susceptible a los seres vivos y muertos que la habitan. Y sin darte cuenta escribes una ternura inimaginable en una granja humana pintada de mezquindad; una ciudad cualquiera elegida al azar. Debería hacer más calor para que la chusma huya a la playa y dejar espacio para que las hojas lleguen al río, para que el trepador azul píe cerca de mí subiendo y bajando por el tronco del sauce. ¡No para quieto! Qué buen escalador… Y que el cuervo pueda graznar su eterno enojo. Y que dejen conversar a los árboles con la brisa. Que los ratoncitos muertos descansen en paz. Que el águila chille cerca, sobre nuestro rostro al mirar al cielo. Que las lavanderas en su coreografía inquieta, caótica y voraz cacen los escarabajos que vuelan como peonzas por encima del río. Y que los patos hagan el pino en el agua con esa gracia que me hace reír tontamente. Para que no rompan el fluir del agua y de la vida, porque hay momentos en los que vale la pena callar y escuchar algo que no sea los propios gruñidos. Si fuera cadáver y no tan gordo, me gustaría que al igual que las hojitas, el río me llevara. Solo cuando dejas caer la pluma en el cuaderno, te das cuentas de la ingenuidad escrita: flotar en el agua con toda esta gravedad que me aplasta contra el suelo. Yo no merezco el río. No soy sutil… Pero ¿sabes? Ahí está el mirlo, muy cerca mirándome con una lombriz retorciéndose en su pico. Y eso está bien, está bien no flotar y morir así, no es tan malo. Larga vida, hojitas navegantes. Yo me quedo aquí un ratito más, lo que dure. Bye…
Puto ruido que interfiere en el pensamiento… Cuando llegas al bosque no es necesario luchar contra él, la mente se relaja, se libera y expande. Se acabó la constante lucha por permanecer íntegro ante la humanidad insectil. Puedo entender a los que matan a otros sin comprender bien porque, sin comprenderse ellos. Atacan el origen del ruido, aunque no lo sepan porque no tienen la capacidad de analizar, de sintetizar. Carecen de voluntad y habilidad para aislarse entre la masa humana y luchar contra ese ruido que pretende imponerse al propio e íntimo pensamiento. Engranajes chirriantes que te asoman a la locura… Y luego desaparecer entre las termitas, ser nadie. E inevitablemente, por cada humano que matan se hunden más: acaban para siempre en una jaula de hormigón o bien los cazan. Incluso se suicidan ellos porque han agotado todos los recursos por mantenerse a salvo. Ignoran que las sociedades, sus ciudades, son termiteros de pensamiento único en el que si quieres mantener tu pensamiento puro e intacto de suciedad ambiental o interferencias, debes aprender a engañar a la chusma aparentando que piensas igual. Decir “buenos días” y pensar “ojalá te mueras, hijoputa”. Solo así puedes evitar que te destruyan y cuando tengas la oportunidad salir del termitero. No puedes ser un cerdo negro en una pocilga de cerdos rosados; porque nunca se trató de ovejas blancas o negras, la humanidad no es tan limpia y necesita revolcarse en sus excrementos. Por ello no puedes vivir como un cerdo negro si tienes unas mínimas inquietudes intelectuales. Ideas propias no pervertidas y distorsionadas por las chirriantes mandíbulas del pensamiento social o insectil. La única comunicación y pensamiento de los cerdos rosados es gruñir a sus criadores (elegidos democráticamente, con toda la risa del mundo) pidiendo atenciones, minutos para salir del fango de mierda y respirar una bocanada de aire no tan sucio. Unos minutos en los cuales, no escuchar sus propios chirridos mandibulares y puedan llegar a la conclusión esperanzadora y errónea de que no son cerdos selectos para matadero. Antes de que vuelvan a su ruido, algunos dando una calada al cigarrillo se preguntarán dónde quedó su humanidad; pero son muy pocos para mantener la esperanza de que el individuo pueda recuperar su silencioso pensamiento propio. Son tan pocos y tan raros, que no sobrevivirán muchos días más en el ruidoso termitero de la humana mezquindad. Es verano, incluso al bosque llegan termitas con su música repugnante, destrozando el silencio. No el mío, siempre he tenido una facilidad casi preocupante de aislarme de todo, de escucharme en cuadrofonía. Pero aun así, es imposible ignorarlos y sentir que me están robando mi silencio. Y también es inevitable que mi atávico instinto cazador y territorial se revuelva incómodo dentro de mí mismo. Podría ser un buen momento para cazar o luchar. Al fin y al cabo soy macho territorial y asumo mi naturaleza hostil. Si no son presas, son enemigos invasores a los que destruir, borrarlos de la puta faz del planeta. Y cuantos antes mejor, no fuera ser que se reprodujeran más y dejaran su mensaje genético de mierda en pequeñas crías. No sé… Ya no los escucho. Ya no existen y mientras se han desintegrado un pequeño trepador azul desciende por el tronco del sauce, se detiene para observarme, pía y emprende el vuelo, muy pequeño él, hacia el río entre las arroyuelas. Lo sigo hasta perderlo en la fronda de la orilla opuesta, con mi silencioso pensamiento íntegro. Pasó el peligro. Para todos. Puedo seguir cortando con mi valiosa navaja cabecitas de hormigas y hacer un micro collar con ellas. O dejaré comida fácil para los pájaros, no sé. En silencio hay tantas ideas y sus versiones…
Te puedes preguntar si has pasado en coma ocho meses y tras abandonarte en un paraje cualquiera, has despertado en un nuevo invierno. Y de paso, golpearte las sienes para asegurarte que el cráneo está lleno. Puedes preguntarle a la irritada comadreja temblona si le ha pasado lo mismo que a ti. Y la única explicación es la que recuerdo de hace unos minutos, cuando vi nevar a través de la ventana de la cocina salí de casa, de su calor y refugio. Y preferí el frío y fumar entre copos que el viento arrastra veloces, a millares; silenciosamente, como una melancolía que se deshace, deslizándose rostro abajo. La comadreja malhumorada me dice que estoy loco. Yo le respondo que no puede hacer daño, he vivido momentos peores; pero no tan bellos.