Me gustan esos repentinos silencios que me hacen creer por unos segundos que el planeta y lo que contiene se ha detenido. Un breve espejismo de paz en la granja humana. Un regalo al azar. El silencio es soledad y serenidad. No precisas decir u oír nada. Es el perfecto ser. Solo te diferencias de una estatua por la respiración. Y los ojos cansados, cerrados. La diferencia entre un budista y yo en el silencio está en que no busco nada. No necesito mejorar, trascender o encontrarme conmigo mismo. Ni controlar emoción alguna, porque estoy íntimamente fundido con el planeta. Hay aves que me siguen piando durante breves trechos saltando de rama en rama. Tal vez quieren arrancarme un sonido. No pueden creer que una bestia que respira sea tan hermética. Y yo no me explico como he llegado a tener tantos años acumulados en mis huesos. Por qué la vida no me dejó tiempo atrás. Le hablo demasiado al universo y no le daré tiempo a darme las respuestas que no quiero escuchar. Yo hablo y él que escuche. Cuando pretenda responder no existiré. Sé jugar bien mi brevedad. El universo es un vertedero de luz vieja, de algo que sucedió. Una luz innecesaria y falta de energía. Y quien lo mira demasiado un día no sabrá siquiera que ha muerto. Y el infeliz esperará el próximo amanecer con ansiedad. Nunca llegará. Lo único que me fascina del universo es su sepulcral silencio que dicen que tiene. Más que silencio es simple muerte, eso es trampa. Estoy seguro de que si el sonido se propagara por el cosmos, no habría vida alguna, no sería posible la vida en ningún lugar con todo ese fragor de destrucción y desintegración. ¿Cuál sería el sonido de las galaxias y planetas venenosos? No importa, es solo un pensamiento silencioso entre caladas de tabaco que no requiere respuesta. A veces pienso que soy cruel con mi desdén hacia el universo, arrasando atávicas ilusiones. No puedo evitar una sonrisa taimada y vanidosa por ello.
La primavera tendrá mucho trabajo para cubrir lo que el invierno devastó. El caos que creó. Necesitará millones de hojas para cubrir la vergüenza de los árboles desnudos. Pero esa destrucción no obsta para caminar serenamente. Incluso el ave podría volar, y sin embargo deambula majestuosa. No hay fronda o color que distraiga o disimule los cables de la humanidad y sus postes de progreso. Pero tampoco somos delicados. Somos bestias de aquellas del “camina o revienta” por donde sea y como sea. Yo reviento, el pájaro no, está en mejor forma que yo. Aunque padece un ataque de vanidad aguda. Se exhibe con demasiada prepotencia para mi gusto. Pájaros… A pesar de mi cultivado cinismo, sin drama alguno se me escurre un lirismo que se derrama de los ojos a mi mano que lo escribe: los cables tendidos forman un pentagrama vacío. Una música que nadie escribió. O murió, como los árboles están aún en coma. Tal vez el músico simplemente tenía frío y no prestó atención al pentagrama triste y sin música. Suele pasar que la tristeza y la piedad atacan en cualquier momento, cuando parece que no hay peligro. Soy yo el pentagrama vacío. Cielo… ¿Dónde estás amor, para escribir las notas que no son, o no pudieron ser? No importa el decorado, sea infernal, invernal o primaveral; siempre encuentro un lugar para ti en mi mundo. Una urgencia para que llegues. Aquí, donde me he dado cuenta de que soy una nota caída, abandonada por su compositor. Una música que murió sin sonar… Siempre encuentro una causa para fundir mi pensamiento con el tuyo. Si no existieras ¿qué sería de mí? Soy tenaz amando, no hay nada que lo impida. Bueno… Morir es trampa, eso no vale para este caso. Si muero me llevo el punto ganado. Ven, cielo. Llega a mí y compón la canción olvidada, cuelga las notas precisas en este caos. No quiero ser desolación, no más. No quiero ser lo que pisa el ave. Quiero ser lo que te abraza y tú susurras las notas de la canción que no fue en el pentagrama abandonado. Por favor…
El amor nace entre un hombre y una mujer, entre dos seres. Un solo ser humano no ama si no es amado; por mucho que grite y sufra. Eso es ambición o deseo o ilusión, depende del momento anímico de ese ser; pero no es amor. Entiendo el amor como un intercambio de emociones, una complicidad entre dos. El auto amor no existe, no puedes amar en soledad. Es una perversión imposible ese “amar”. No todos somos susceptibles de amar. Los hemos de naturaleza solitaria, y eso es tanto como ser anti amor. Y cuando eliges soledad… Tú mismo, ya eres mayorcito para saber lo que haces y atenerte a las consecuencias. Follarse a la puta es la confirmación de la soledad, no hay soledad mayor que la piel extraña que compras. Te equivocaste, mano. Así que echas de menos el amor y te torturas lo suficiente para reconocer que siempre hay otra cara de la moneda y a lo hecho pecho. Está bien, no existe el auto amor; pero es imposible pensar que no la amo. Sé que no soy coherente con mi soledad; pero me paso la coherencia por el culo. Luego, en algún momento daré una patada a una solitaria piedra del camino del anti amor; y con una blasfemia pensaré que diga lo que diga mi yo sabio e infalible, la amo. Ser románticamente ridículo, es una de las grandezas de la soledad, principalmente porque no hay nadie que se ría de ti. E irremediablemente se lo escribiré: te amo.
No niego la belleza de las pequeñas cosas tiernas que se guardan con veneración en el puño cerrado con pasión; pero ¿sabes qué ocurre, cielo? Que necesito la grandeza de los cielos azules ektachrome, las largas, altas y lejanas cadenas montañosas. Es que no cabe nada en las miniaturas, son tan pequeñas que apenas entra un lágrima. Y las pequeñas cosas no se merecen ser aplastadas por un romanticismo enorme que carece de los conocimientos básicos de la hidráulica del amor y otros fluidos. Imagina esas camisas baratas que venden en los mercadillos a precio de mearse de risa y a pares, tengo que probar tres tallas más de las que me corresponden y el vendedor se coloca un chaleco antibalas para que los botones no lo acribillen mientras me dice: “Te queda perfecta, incluso holgada”. Y yo rojo de asfixia. Así me siento amándote entre cuatro paredes. No quiero ser pretencioso, amor. Es porque me desenvuelvo bien en los grandes horizontes, aunque me humillen con su enormidad. El color de mi piel comparado con el azul, los verdes y los marrones invernales, con la impoluta nieve lejana; casi me hacen cadáver. Un insecto tísico, descolorido. No importa. La razón más importante es que solo la grandeza puede contener mi amor y deseo. Las hermosas y pequeñas cosas, pobres, no pueden contener lo que te amo, no cabes en ellas. Necesito todo el espacio que mis ojos abarcan para que mi amor se expanda y te arrolle y te envuelva y te cobije y te susurre, ahora sí, mis pequeñas palabras que se deslizan suavemente por las laderas boscosas y nevadas, por los valles y los ríos. ¡Que todo sea enormidad! Que mi amor se libere de la compresión de mi corazón y pulmones, que se expanda hasta cubrir tu piel. Siempre pienso al ver una flor, en la belleza que concentra; pero evocándote concluyo que es poca cosa para contenerte y definirte. Y créeme, si no tienes un buen espacio para liberar todo el amor, te asfixias por dentro como si la cabeza y el corazón se aplastaran contra sí mismos en una fisión de amor atómico. Es como ser alérgico y meter las napias en una flor para esnifarla, llevado por el suicida romanticismo. No. Necesito gritar y que mi voz resuene lejana entre las montañas y digan al oírme: “Ya está el macho en celo de nuevo”. Sí, ya sé que me denigro yo mismo, no sé venderme con elegancia; pero es que no quepo ya ni en mí de tanto que te quiero. Todo se hace pequeño si no hay unos amplios horizontes. No puedes alimentar a un león con berberechos y salmón ahumado con galletitas saladas. Ya sé que a veces salgo de los límites del buen gusto literario y me dejo resbalar de culo por la pendiente de la vulgaridad; pero es que estoy hasta los huevos de estar tan comprimido, coño. Por mucho papel y tinta que use, el amor se me derrama de los límites de las hojas y al no contenerlo, siento que es pérdida y tontas ganas de llorar. ¡Pobre amor derramado sin lugar a donde ir! Créeme, el amor es un fluido y soy un buen mecánico en hidráulica. Sé lo que digo… Sé lo que siento, sé lo que duele la presión de una columna de amor por centímetro cuadrado en la piel y en algún lugar dentro de mí. Hacia el horizonte lanzaré este amor que avanzará a través de los bosques y las altas cimas, por los mares y los ríos, y llegará a ti como una avalancha, un alud de ternuras y pasión. De sueños que no se cumplirán, pero recitaré en tu oído como una plegaria a la esperanza. Instantes de ilusión…
Adoraba mi soledad; pero desde que conocí su existencia acostumbro a renegar de ella. Nunca pensé en la posibilidad de que fuera real. Debía tratarse de un ser mitológico para arrancarme de mi profunda sima de cultivada soledad. Si aun así existiera, no llegaría a conocerla porque los solitarios provocan desconfianza y dan grima, nadie quisiera verse como yo. Soy un apestado. Cuanto más solo estás, más deseas estarlo. Y la distancia hacia cualquier ser se hace abismal. Pero ya se sabe aquello de: cuando yo dije sí, mi caballo dijo no. Apareció dando una patada a mi dimensión solitaria e hizo mi triste paz añicos. Mi mente epatada ante la diosa, creyó oír: “Debes amarme”. Yo dije: “Es cierto, ahora no puedo dejar de amarte”. Fue fulminante. Obedecí su mandamiento único con la solidez de mi pensamiento aislado de toda humanidad. Sentí que me lo había cincelado en el pecho con sus dedos divinos. Pactamos con las lenguas enredadas un futuro incierto de encuentros y desesperos. Di templanza a sus pezones endurecidos de deseo con dedos incrédulos. Y besé la hostia entre sus muslos, la lamí hasta que profirió blasfemias. Ella una diosa… Me clavé a ella cayendo vertiginosamente en su esponjosa viscosidad. Sentía como su coño ardiente como un crisol fundía mi glande que goteaba un agresivo deseo. Y se desdibujaron los límites de las carnes; no supe cuál era la mía o la suya. Caí en su entrópica dimensión hasta correrme con un atávico grito de posesión. Era ella la que me poseía… El amor de la diosa es inescrutable, y yo me creí fuerte para afrontar una tragedia de amor. Dejé de sentir la soledad como amiga y don. Tornose una cruz astillada en mis hombros. ¡Oh mortificación! Y díjome: “Debes esperarme”. La esperaba con ansiedad animal frotándome la piel helada de soledad. Esperando otra oportunidad para fundirme de nuevo en ella; pero el tiempo de la divinidad aplasta y deja en el limbo al amante mortal. La cruz astillada empezó a pudrirme las venas, el caballo no conseguía aplacar la ansiedad ni la desproporcionada presión de la columna de soledad que caía sobre mí con implacable asfixia. El infierno acortó la distancia hasta mí comiéndose el rojo de mi sangre velozmente. Y por más jacos que chutara en vena, no conseguía dejarlo atrás. Hoy he pinchado la vena y ha dolido como nunca. He sentido con un chirrido de dientes la aguja raspar el hueso. La sangre ha salido blanca, el infierno me ha alcanzado. Fue un error obedecer el mandamiento de la diosa. ¡No! Fue un error nacer… Soy la enseñanza del fracaso.
El amor es un ataque al corazón, así de intenso y fulminante. Fue repentino amar y pago ahora el precio de que mi vida dependa de ti. Tú eras la luz al final del túnel durante mi breve muerte de iluminación. No quiero ser dramático, no es una cuestión de coacción o chantaje emocional, sería mezquino. Solo refiero un hecho. Bastaron una mirada y una palabra tuyas suspendidas en el preciso instante, en el cuántico e infinitesimal lugar. Entre un parpadeo de reconocimiento y unos labios entreabiertos que se hicieron desesperadamente deseables. Supe que cuando sucediera el primer beso mi pensamiento sería tuyo. Y el beso fue ataque cardíaco, tan indoloro que no sentí inquietud por lo cerca que estaba de morir durante aquellos segundos de descubrimiento: existías, no eras sueño. En ese paro cardíaco, en esos segundos de muerte indolora se reconfiguró mi red neuronal y desde entonces, mis días empiezan y acaban contigo en mi mente o haciendo arder mi pene con la fuerza vectorial de tu cuerpo clavado verticalmente en mi horizontalidad cuasi mortuoria. Amarte es también presión gravitacional. Hay en mi cabeza un túnel cuyo final llenas. Y sus paredes son tan transparentes como mudas. Vierten la luz y filtran los graznidos de la humanidad. Y atrás dejo la oscuridad. La negritud me pisa los talones, por cada paso que doy hacia ti la oscuridad a mi espalda crece con idéntica velocidad. Es un túnel solo de ida, ya no podré volver. Mi historia se borra y empieza una vida nueva. Ocurre lo mismo con el tiempo, me arde el culo por su rápida combustión. Soy un personaje cómico en una vieja película muda. Da risa; pero no acabo de ver la gracia. Necesito un cubo de agua para sentarme y respirar aliviado. No hay opción, amarte fue inevitable como el respirar; pero aun así elegí. Un poco de ti, es mejor que nada. Un poco de ti justifica ignorar que la vida se acaba, que siempre he llegado tarde a lo hermoso y he aceptado la grisentería difusa de escoger lo menos malo. Soy un pésimo administrador de mi vida. Pues yo acepto lo único bello, aunque siempre es tarde por muy buena que sea la dicha. ¿Sabes que hay rostros que se pegan deformándose a la pared transparente del túnel y me piden que me detenga? “¿Adónde vas con tanta prisa y lujuria, viejo?” Me gritan mudamente “¿Te crees mejor que nosotros? Sal de ahí”. No me dan miedo, solo repulsión, son la mismísima faz de la mediocridad; así que camino más deprisa hacia ti y sus rostros envidiosos los devora la oscuridad que me sigue. El tiempo es otra dimensión oscura, es una cuenta atrás. Te descubrí tarde y ya casi he finalizado mis tareas en la tierra. Amarte no es un rumbo, es una dirección de marcha, un sentido único donde no hay bifurcación alguna. Algunos le llamarían agujero de gusano. No puedo evitar pensar que el gusano soy yo ahí dentro. Y no espero vivir más tiempo, sino el momento justo de llegar al fin. Una vez cumplido, puede llevarse el diablo el corazón traqueteante y fibrilado hasta casi partirse. Y también el alma que le vendí hace unos milenios escasos. Las posibilidades de morir en el túnel, son exactamente las mismas que las de morir fuera, entre ellos, lo vulgar, los ajenos a mí. Tú eres mi voluntad y lo demás meramente aleatorio y accidental: un accidente, una lentitud, una negligencia, una imprecisión en las coordenadas espacio temporales en el momento de nacer, un error con el billete de mi destino a ninguna parte y por ello, llegó tarde a mis manos la carta de navegación hacia ti. En el túnel solo preciso algo con lo que escribirte y definirte. Entiéndeme, eres inexplicable no hay retórica para expresar a la diosa; pero al escribirte te hago táctil, trasciende tu rostro hasta mis dedos y puedo acariciar el papel, ya tu piel. Te he transmutado de mi pensamiento a la tridimensionalidad, soy un alquimista en un túnel que se autodestruye cada cinco segundos tras de mí. El túnel es la metáfora de mi vida como una mecha. Y tú eres la dinamita. Es inevitable que piense en el coyote y que eres la más hermosa correcaminos. Si una sonrisa puede ser triste, es la mía ahora. Un doctor tuvo la piedad de recetarme sedantes pre mórtem antes de entrar en el túnel. Me dijo con el frasco de píldoras anti melancolía en la mano: “De morir no te libras, al menos que no duela”, aún debe pensar que soy idiota. Escribirte es mi terapia de choque. No describo lo que eres, porque eres una espléndida incógnita. Escribo lo que siento. No temo equivocarme con mis palabras, solo ser escaso. El túnel es tu perfecta metáfora también: eres el conducto al amor. Mierda, cielo, estoy cansado; pero no puedo detenerme, la negritud que me sigue es voraz, no se salva ni la luz de morir. No lo entiendo, nunca he valido tanto para que la vida pese tanto sobre mí. Algo se ensaña conmigo por ninguna razón. Ya está bien, en un momento estoy ahí, el café con mucho azúcar y tú sin ropa interior bajo el vestido. Bip-bip… (otra cómica tristeza de amor, son los nervios).
Soy un hierro viejo, herrumbroso, quemado… Al que las malas hierbas aferran por las patas y tiran para arrastrarlo a la madre fosa tierra. Susurran verdemente las hiedras que no me resista, es hora de morir. Duele menos dejarse arrastrar que resistir en la superficie, siempre es menos doliente la apatía y la rendición. Analgésicos naturales… Se debe a una sangre generacional ya vieja, pobre e insectil que empobrece los músculos y hace humanos lacios. Y medusas en su pensamiento. Pero no sé… No siento cansadas mis células, no veo porque se aferran a mí las malas hierbas. Tal vez sea el olor de unos trozos de carne podrida pegados a mí que excitan a la vegetación del infierno. La mente dice, vive y quémalas. Y la mente aún desea; me la quiero follar, la amo con todo mi óxido y aún me queda leche en los cojones, y fuerza para escupirla con un gruñido feroz en su monte de Venus terso y salado, cuasi sagrado. Y que extienda con sus dedos la crema pornógrafa con lujuria entre los muslos trémulos. En ese monte que he tatuado mis besos y marcado con los dientes la posesión de su alma y cuerpo… No me dejo convencer por ningún dios por mucho poder que tenga para elevar los sarmientos de las profundas cavernas de un infierno que no existe; pero me gustaría… Si al menos en la muerte existiera un poco de magia, compraría una entrada. Algo de magia en los cerebros para erradicar la mediocridad que asfixia como las plantas constrictor verticales como un rayo invertido. Soy un héroe misántropo, transparente, inexistente para nadie en medio de la nada. Es absurdo que los sarmientos me quieran arrastrar allá donde ellos viven, si nadie me quiere porque a nadie quiero; al menos, no en la cantidad suficiente para ser suficientemente humano. Soy el hermano que siempre quiso tener la vieja torre de hierro, herrumbrosa, retorcida por la hiedra, incinerada por el sol.
Si tuviera que suicidarme antes de padecer un dolor inenarrable llegaría tarde, moriría sin mi propia intervención. Tengo tan alto umbral del dolor que mis órganos se colapsarían sin que comprendiera cuan grave es la situación por ahí dentro. Además, cuando algo duele tanto ¿por qué prolongar la agonía? Es mejor morir libremente en tu casa o en el bosque, a la sombra de un árbol; puedes fumar sin que nadie te toque los huevos. Y nada me parece más humillante como que me vean morir. Incluso los animales se esconden cuando saben que van a morir. Pobrecitos… Que mi cadáver apeste no me importará lo más mínimo, y si lo viera un niño… Bueno, los pequeños deben aprender que los seres mueren, es tan habitual como follar o nacer. Es ley de vida, no pasa nada por ver un muerto y además, adquirirán una buena y necesaria madurez. Todo son ventajas muriendo en soledad, sin patéticas escenas. Has de morir como se debería vivir: oculto y secreto. Si vieras la luz al final de un túnel, no seas gili, es el chispazo final, el cortocircuito de tu cerebro por falta de sangre y oxígeno. Es bueno también no morir engañándose. No te despidas de nadie si tuvieras tiempo para ello; más adelante encontrarían una razón para reírse de ti, sobre todo los que te odian. Porque todos somos odiados, la vida es un catálogo de envidias y mezquindad. Sé oculto, secreto y desconfiado; que nadie estropee tu muerte. Lo digo porque quien más o quien menos hemos tenido alguna aproximación a la muerte y conocemos el negocio. Un elefante viejo en el oficio con la trompa se tapa el orificio.
Nadie sabe nada de nadie. Y por suerte es innecesario ese saber. Habitualmente, cuanto más sabes menos te gusta. Mejor no preguntar. Mejor aún, callar. Callar está bien, es relajante, te libera de presiones, te hace indiferente a todo. Y el pensamiento se inquieta menos. Y por eso ocurre que, cuando una simple brisa me acaricia la piel, los brazos, el rostro sudoroso, la espalda al filtrarse el aire fresco juguetonamente por entre la tela; de una forma instintiva pienso que es un consuelo. El planeta, su departamento del cariño, me dice que ya está, que todo fluye en la dirección adecuada, que me abandone a ella. Que descanse. Y es tan agradable y sensual la caricia, que se me pierde un latido cuando demasiado relajo incluso el corazón. Has de hacer las cosas bien, el follar o el matar, el trabajo o el reposo. Por eso me quedo en equilibrio al filo de la muerte y la vida cuando la brisa susurra ternuras en mi carne. Sería el mejor momento de mi vida para morir. Tranquilo, sereno, satisfecho, incluso feliz. Sin cansancio, solo porque ya está todo hecho; o dulcemente vivir. Así… Cierro los ojos para ver la luz dentro de mí. Siempre almacenamos un poco de sol aunque no queramos. Cualquiera que ha vivido momentos de hermosa soledad e intimidad lo sabe. Imagino que esa luz sirve para no perdernos dentro de nosotros. Saber que aún estamos vivos cuando desparecemos tan plácidamente la faz de la tierra al meternos dentro de nos. Tan plácidamente como yo escribo esto, sin ser consciente si estoy dentro o fuera de mí. Si acaso, solo el movimiento de los vellos de mis brazos, me indica que mi cuerpo está allá fuera. Que aún siente la caricia del departamento planetario del cariño. Puedo seguir un rato tranquilo, si le ocurre algo malo a mi piel lo sabré. Que me quede dentro de mí, si me place; me dice la brisa. Tranquilo, pasará lo que deba, susurra con un cariño. Y me quedo.
Siempre solo y con placer: un servidor (no sé quién soy, mejor no preguntes).
P.S.: No tardo, cielo, sabes que no puedo estar mucho tiempo sin ti.
Te puedes preguntar si has pasado en coma ocho meses y tras abandonarte en un paraje cualquiera, has despertado en un nuevo invierno. Y de paso, golpearte las sienes para asegurarte que el cráneo está lleno. Puedes preguntarle a la irritada comadreja temblona si le ha pasado lo mismo que a ti. Y la única explicación es la que recuerdo de hace unos minutos, cuando vi nevar a través de la ventana de la cocina salí de casa, de su calor y refugio. Y preferí el frío y fumar entre copos que el viento arrastra veloces, a millares; silenciosamente, como una melancolía que se deshace, deslizándose rostro abajo. La comadreja malhumorada me dice que estoy loco. Yo le respondo que no puede hacer daño, he vivido momentos peores; pero no tan bellos.