Y una encrucijada que conduce indefectiblemente al mismo lugar y tiempo; como un agujero negro de la vulgaridad. He emergido de la oscuridad de las montañas para aparecer aquí. Maldita sea mi suerte… La lluvia está afuera, pretende engañarme dándole un brillo imposible a lo que no es tierra, creando reflejos, espejismos de un misterio que no existe. La soledad, el frío y la noche, son dentro de mí. Las pequeñas luces no importan, soy impermeable a ellas. Y el puente mal disimula su humillación. Debería servir para salvar el agua del río y ahora es portador de ella. Avergonzado porque no cruza el Aqueronte, porque no hay barquero arrancando aburrido las monedas de las bocas y ojos de los cadáveres, y llevarlos a ninguna parte. Están muertos, no quieren ir a ningún sitio; la muerte tiene una lógica indiscutible. Los cadáveres no quieren nada; es un lugar erróneo para Caronte. Por eso llueve, para que el barro los hunda más profundamente en la tierra. Se me escapa una risa solitaria, como las de los locos que detonan dentro de si mismos y golpean la pared con la cabeza sin que nadie sepa porque. Hasta ahora… Es simple, les pasa como a mí, quieren escapar de si mismos. Me gusta impregnar la noche con mi frialdad, con mi oscuridad que vence a la luz. A veces hago estas cosas, alardear de lo que nunca he sido. Soy; pero no sé qué. He de dar media vuelta y volver atrás, la encrucijada es una trampa para la ilusión: todas las direcciones convergen en la grisentería. Ha sido un error aparecer en el asfalto. Ya he visto suficiente, vuelvo a la negrura. Adiós puentecito triste. Adiós lluvia tramposa. Adiós asfalto infecto. Adiós, río invisible, apenas audible. Adiós caminos que conducís todos a la desesperante y triste Roma.
Las flores y los colibrís deberían habitar la noche y así la belleza no nos abandone jamás. Sé que sería cansado para esos seres; pero mi horizonte es tan triste cuando llega el ocaso… Parece un adelanto de la muerte. En mis noches no hay auroras ni cielos plateados por estrellas. No hay fugaces… No es un buen lugar para disfrutar la noche una ciudad. Así que no pido imposibles ni riquezas, solo pequeñas cosas que combatan la fealdad de las sucias noches, caliginosas y monótonas. Un concierto de toses e inodoros descargando.
Ya no me queda más que ser tu nocturnidad. La luz no me permite ser la piel que te cubre. No me queda más remedio que ser un aire que te ama cuando el mundo cierra los ojos, cuando cierras tus ojos. Deambulo por los campos oscuros conjurándome a mí mismo. Elaborando un amarre nocturno con flores lilas que he recogido con los últimos rayos del sol en una esquina del horizonte y ramas de zarzamoras erizadas de púas para protegerlas de la maldad del día que me condena a vivir sin ti. No es perfecto, porque algunos pétalos se han manchado de sangre; pero les da un aire de hermosa tragedia. A mí no me duele y a ellas tampoco, no hay ningún mal en ello. Nadie me puede llamar vampiro por unas gotas caídas al azar de la desesperación. Seré un siseo sensual y nocturno en tus labios, en tu oído; un frescor en tus muslos. Lo que la luz me quita, se lo robaré en la oscuridad. Tengo mis recursos amatorios. No será fácil que alguien o algo evite que llegue a ti. No será tan fácil, amor. En la oscuridad de todas las noches, me convierto en una sombra más, en un invisible que una noche por fin, el amarre desesperado convertirá en aliento nocturno en tu boca. Dicen que los encantamientos no existen, si ese es el caso, deberán llamarlos de alguna forma que permita su existencia; porque no conseguirán encontrar mi cadáver, ni en los días ni en las noches, cuando mi conjuro me lleve a ti y me deslice siendo niebla por tus pechos, como oscuramente camino frente a las negras montañas nocturnas con el universo negando la posibilidad de cualquier magia. Cuando ocurra, no me confundas con un murciélago ¿eh? Si no te arranco una sonrisa es que soy un mierda, cielo.
Pareciera que la luna tiene sus días buenos y malos. Un día aparece serena, flotando suavemente, iluminando las cosas inanimadas fría y tétricamente. Y otro día parece desgarrarse en una lucha contra las nubes que la quieren asesinar en un desgarro tormentoso por pura maldad. Y ahí abajo, invisible para el universo, un poca cosa como yo observa con un cigarro y cierto cinismo la gloria y el drama nocturno. La luna no puede explicarme nada que no sepa yo. Ni las nubes. Ni siquiera el universo. Ni siquiera dios.
¿Hay errores fatales en el lugar y tiempo en el que se nace? ¿O el error está en dónde y cuándo debo buscar lo que deseo? No tiene importancia elegir una opción, cualquiera dará el mismo resultado. Todo se resume en que si ella existe. Y de ser así ¿Dónde? ¿Desde cuándo? Y si de alguna forma la encuentras ¿en qué condiciones te encontrarás para afrontar la trágica odisea de amar? Y reflexionando sobre las posibilidades, sientes el peso cada vez más asfixiante de la improbabilidad. Hay un tiempo límite para el amor, hay edades sin retorno de la soledad para aquellos que la sienten como una condena. Edades en las que solo cabe divagar y perder el sueño de una noche, pensando en lo que no pudo ser. Es tarde si el cuerpo está maltrecho y el pensamiento seco. El amor requiere cuerpos capaces de afrontar el ansiado contacto, el sexo y las emociones. Encerrado en el cuerpo, se halla el pensamiento. Las emociones son peligrosas para los corazones no educados en el esfuerzo y el cansancio vital diario. Aún tengo músculos, no sé cuanto durarán; pero no pienso en ello como fuente de preocupación de la misma forma que no pienso en la muerte y su decrepitud. Para amar debe haber una mens sana in corpore sano. Un recipiente duradero para mis emociones, para las de ella, para su corazón y el mío. Tienes que ser prácticamente un atlante para soportar el amor tan ansiado y tan doliente. Dicen que el amor no tiene edad. Es mucho decir, es una imprudente ingenuidad. Tengo que ofrecer lo mejor de mí. Pero solo existe lo que hay en mí. “Lo que ves en mí, realmente está en ti”, dice el hada nocturna de mi insomnio. Asiento feliz a esa belleza de imagen; pero no le digo que no acabo de ver en mí lo que ella esplende en el día y la noche. No entiendo el enigma del hada nocturna de mi insomnio. Al igual que a los grandes poetas, no los puedes entender, solo dejarte mecer por las imágenes de sus palabras y su sonoridad, que un día edificarán un pensamiento en algún lugar de tu memoria. “Lo que ves en mí”. Lo veo todo en un segundo. “Realmente está en ti”. Solo si te abrazara. Cuando no estás no hay luz dentro de mí. Porque mi insomne noche solo tiene un pabilo moribundo que alumbra una página de algo que leo sin prestar atención. Tal vez sea yo tu espejo. Y tú mi pensamiento. Y una noche en vela de cigarrillos, espiritualidad y cosas que no deben decirse para que la obviedad no las estropee. Hay cielos reflejando lo que somos, sin embargo tú reflejas lo que deseo. Es una redundancia de tu naturaleza, porque percibo tu mirada y tu piel, y el reflejo que de ellas emana. No quiero saber con precisión quien soy, requiere un tiempo que me robaría de estar contigo. Me conformo con la intuición de lo que soy. Y librarme de responsabilidades alegando ignorancia. No quiero entenderte, solo quiero atisbar tu alma deslizándome con desidia en tus palabras de místicas ternuras. “Lo que veo en ti, está en mí”. Gracias, cielo. No sabes del enorme alcance de semejante afirmación. Aun así, pienso que hay un error en el concepto de la reciprocidad de nuestras almas. Y un error de modestia en la sintaxis. Deberías decir: “Lo que ves en mí, es lo que toda la vida has buscado”. Y yo te diría con rapidez: “Sí”. Es tan difícil ponerse de acuerdo en el concepto de la experiencia acumulada durante todas esas vidas que no recordamos… ¿Qué elegir y reparar de lo malo? ¿De verdad crees que somos el reflejo que vemos en los ojos queridos? Es mucho decir. Yo no valgo tanto como tú. Una noche de insomnio. Tocata y fuga… De ojos enormes e intensos que hacen foco en la intimidad metafísica de la oscuridad de la noche. Una narcosis de irrealidad con los ojos abiertos. Es hermoso no dormir por ello. Hadas que crean mundos sutiles que tan solo requieren de un pestañeo para cambiar las grandes cosas feas por algo más tranquilizador, más esperanzador. Una noche de cuerpos que nos contienen y quisiéramos escapar de ellos. De lápices que deben escribir, porque si no escribes no queda registro de un hecho extraño, cuasi onírico. Lápices que no aciertan, que no dicen la verdad; las emociones son confusas y los lápices tienen una seria limitación para decodificar el espectro anímico. Requiere un tiempo tan grande, que no hay vida que dure tanto. Y todo sin tener que despertar. Zanjada la noche con un adiós que no entraña tristezas. No sé que pensar. Bueno, no quiero pensar más. Se acabó la tocata y fuga, la maestría del músico jaleada por las voces nocturnas de una magia serena. Que no cese… Hay templos que son cuerpos humanos y sus enormes y profundos ojos, los colosales vitrales que inundan el altar de paz. Y ella esparciendo su polen mágico en el aire de la insomne noche, que cae como polvo de plata y luz. Y alguna risa sincera que lo alborota. De alguna forma la filosofía de lo que escribimos da paz y arrincona al hastío vital que me provoca dolencias en forma de náuseas. Una tocata y fuga que resalta el silencio de los que escriben sus anhelos y verdades en una vigilia nocturna. Como en un sueño de narcótica realidad y del que no es necesario el despertar y su tristeza. No dormir es a veces un sueño de ojos abiertos, de infinitas posibilidades que no duelen. Dulces dardos de metafísica esperanza para lo que queda de vida. Y un inevitable galanteo que no hace daño. Es de día, hay que despertar de la noche insomne. La luz, la del sol, lo borrará todo. Otra vez.
Si no escribo ¿dónde lo guardo todo? Los que mueren solo dejan sus huesos, y no dicen nada. Tanto peso en mi cerebro… Margaritas a los cerdos cuando la pluma se seque aburrida de no escribir. Escribir en la calle, cuando el sol se oculta, cuando todos se apresuran hacia sus casas, como si el frío los empujara con su gélido índice. No es algo usual, no es popular hacer las cosas rodeado de oscuridad y soledad. No es festivo. Escribir así te hace extraño y ajeno a ellos. Y está bien, es lo que busco. Solo se muere mejor. Nadie debería morir acompañado o asistido, es humillante. Escribir frente a las montañas que se hacen negras, bajo la tísica luz de una farola que ilumina lúgubremente el papel. Pobres animalitos, encerrados en toda esa nada… En una jaula ciega. Pobre yo que no muero con ellos y me hace cobarde. El hecho… No, los hechos son que la vida importa una mierda, escribir no es fructífero, no tiene sentido especular sobre la oscuridad total. No hay nada que entender, la muerte no es prismática. Y dormir es el didáctico ensayo de morir. A ver si hoy lo hago bien y no sueño; sería perfecto.
Observar el cielo nocturno incontaminado por luces artificiales cercanas, provoca dos estados de ánimo:
1º. Asombro, admiración y cierta euforia ante la exultante belleza que forman miles y miles de estrellas y sus nebulosas.
2º. Insignificancia, pesar y tristeza. Tras unos minutos, cuando la visión se ha acostumbrado a esa oscuridad y se hacen nítidas las luces y sus agrupaciones; llega la sensación de ser pequeño, un insecto que a duras penas es consciente de su propia existencia. Tras un tiempo indefinido, mucho más corto de lo que pienso, llega el pesar, la pura realidad: no he visto nada del universo en el que me hallo o me contiene. Soy extraño en mi propio mundo.
Y por fin la tristeza, porque jamás lo podré ver, me falta vida para abarcar tanta multitud, tanta grandeza.
Moriré sin saber, sin conocer.
Entonces te busco, quiero que me localices en toda esa tristeza cósmica, amor. Porque me he perdido en el universo inmenso, en mi insignificancia misma.
Solo el calor de tus labios o la caricia de tu voz en mis sordos oídos pueden rescatarme y vencer el desaliento, el temor y la tristeza que me embarga.
Tus labios me darán la temperatura que necesito para seguir viviendo, la que las gélidas y lejanas estrellas me han robado. El frío universo me ha secado los labios y se me abren por un desconsuelo en esa helada y bella soledad.
Tu voz me devolverá en un susurro a la existencia, me hará hombre y ser vivo.
Por ti y ante ti, soy.
Tu existencia y tangibilidad es lo que me da vida.
No volveré a mirar jamás las estrellas, no tan profundamente si no estás a mi lado. Podría haber muerto ahí solo. Sin ti.
Me doy cuenta esperanzado, de que eres mi universo, el que hace bombear mi corazón y llevar la sangre donde debe.
Te amo con toda mi insignificancia.
Qué hermosa intimidad
con la madre noche
cuando el planeta duerme
y yo fumo.
Cuando el planeta despierta
y cierro los ojos a la luz,
negándola.
Soy oscuro, soy noche,
mi propio sueño tangible
milenario y ancestral.
Una erección lunar
una sangre maldita
una piel oscura y doliente.
Después de tanto tiempo,
de tanta lucha,
tantos años…
Oscuro y oculto
la más grande y discreta
íntima libertad.
A salvo de envidias
de dioses y gusanos.
Oscuro y oculto…
Ella duerme con esa piel tan caliente, con sus pesados pechos rozando la piel del vampiro, con las piernas entrelazadas tentando a su señor cruel.
Y él intenta romper su sueño y su descanso. Someter su conciencia a su voluntad.
Los dedos del sin nombre siguen y resiguen con insistencia las tiras de un tanga que convergen en un coño hambriento, un sexo húmedo y dormido que espera la caricia que lo ahogue en sus propios humores. La tela es un medio por donde circula el placer, lo amplifica, crea la expectativa, anticipa lo inevitable. Cuando se aproxima a las ingles o a su inmaculado pubis rasurado, la respiración de la hermosa se convierte en algo audible. Su coño exige más oxígeno y sus pezones más sangre para endurecerse.
Los dedos del vampiro tiemblan abriéndose camino entre las sábanas, buscando la piel, la suave carne de la vagina trémula y ardiente que palpita en la oscuridad y alcanzar la seda de los muslos internos, que pretendiéndolo, aplastan una vulva ya exaltada, jugosa y anegada de lujuria.
Es una violación impune en la noche, la invasión de una vagina indefensa ante lo nocturno y el sueño. Es posesión casi predatoria en la oscuridad.
Una violación que el instinto permite, que busca…
Algo atávico.
Orgasmos nocturnos, robados, vampirizados en el silencio de la madrugada, en las respiraciones oníricas.
Orgasmos sin luz ni conciencia.
Placeres que emanan de pliegues íntimos creando temblores incontrolables en las extremidades, desde un clítoris secreto que palpita cuando la conciencia duerme.
Escalofríos de una fiebre incontenible que agitan en un espacio que no hay, (los cuerpos están cosidos entre sí con suturas de deseos y fibras nerviosas) los brazos y las ingles en una agonía pornográfica, silenciando gemidos de placer para ocultarse a la conciencia. Ignorando lo que duerme y lo que invade; no hay control de las manos que se crispan, de los dedos que empujan a la mano invasora más adentro.
Más…
Está poseída.
Apenas rozan las yemas calientes y rudas los labios entre los muslos apretados, hambrientos de recibir castigo; cuando se le escapa el aire en un exhalación prolongada como un desmayo.
Se vampiriza el deseo, robando la voluntad y saciando el coño lenta y metódicamente; provocando un sismo que derrota el control de los brazos y las piernas.
Es una lujuria que anida descarada entre la nocturnidad llenando los oídos con jadeos difícilmente contenidos que solo la bestia puede percibir, amplificados en un glande resbaladizo a punto de estallar.
El vampiro convierte el aire de la madrugada en una niebla profunda preñada de un placer narcótico.
Sexos derramándose sin apenas un roce, la noche y sus pieles ardiendo.
Un vampiro hambriento e impío… Su pene rozándose con ella, latiendo…
«El coño es una víctima sin voluntad y mi pene una estaca temblorosa derramando un semen retenido durante una eternidad en unos cojones inflamados, colmados…»
El vampiro se arranca la ropa y con un puño que duele sacia su hambre derramando una lefa en las sábanas. Una marea blanca y espesa que empapa sus propios dedos, los testículos y la piel deseada allá done la toca.
El semen se enfría al tiempo que vampiro y víctima regulan su respiración para entrar en un sueño profundo.
La conciencia se siente engañada, algo se le ha escapado a su control, la vagina está tan empapada…
Una gota tardía de semen casi transparente, se desliza placenteramente del falo del innombrable al tiempo que sus párpados se relajan y la mano se hunde en el negro cabello que le condena a la luz y a la oscuridad.
Y todo está bien, el sueño no puede impedir lo inevitable, jamás pudo.
Bendita sea la condena de los seres de la noche.