
Sus sonrisas dejaban entrever unos dientes de color verde. De un intenso verde esmeralda.
Sus cabezas eran lisas como bolas de billar, sin pelo; al igual que en sus cuerpos donde no había rastro alguno de vello.
Una sonrisa de un vidafarense me llevó a preguntarme si esos dientes serían realmente piedras preciosas; imaginé que si aplastaba a uno bajo las ruedas del serpiente, saldría de la duda al instante.
Si fueran esmeraldas, no imagino la forma en que los de Barcelonamarenostrum Confederada intentarán hacerse con ellos. Aunque sí lo imagino: sus dientes serán arrancados de sus cadáveres calcinados. Calcinados en vida si es preciso.
Ojalá no supiera estas cosas y poder así alegar ignorancia cuando todos mueran. Aunque tampoco me preocupa mucho, es sólo una pequeña huella de cargo de conciencia heredada de viejos cerebros no mutados, una sombra de sentimiento.
Las mujeres eran obvias por sus pechos ostentosamente enhiestos. Sus pezones eran desproporcionadamente grandes y de un rojo intenso.
El contacto con los vidafarenses
Cuando le estaba dando un repaso a una de aquellas mujeres, se me puso dura y me sentí incómodo.
Un vidafarense se acercó hacia mí con un andar tranquilo y afable, sonriendo y exhibiendo sus verdes piños.
-¿Dónde puedo conseguir agua? -le pregunté apenas se acercó a mí.
Lo único universal para la vida orgánica es el agua. Esa tontería de las matemáticas como lenguaje universal, me la pela.
"¿La raíz cuadrada de ochenta y uno?", no me veo preguntando semejante idiotez.
Aquel sujeto me miró con atención y parpadeó verticalmente; movió sus labios y habló un galimatías indescifrable. Como mucho, fueron unos seis segundos lo que tardó mi cerebro en entender el significado de aquello. Fue un entendimiento ajeno a mí; como una frecuencia clarificadora oculta entre aquellos sonidos vocalizados. Subtítulos en español.
Aquella especie de invasión en mi mente me preocupó, me causó cierta desconfianza, cierta intranquilidad.
– Imagino que por agua entiendes un líquido para saciar la sed, aquí le llamamos treidia y tenemos fuentes. Sé bienvenido, extranjero. Mi nombre es Loster -eso fue lo que entendí de aquel ser.
Loster sonrió y me abrazó.
Había un tacto cálido en aquel ser. El abrazo me produjo bienestar, me hizo sentir cómodo, bienvenido.
Lo seguí y entramos en una de aquellas montañas a través de una de las cientos de puertas que se hallaban disimuladas entre la vegetación, una vez cerca de ellas se hacían bastante patentes, cada una de ellas tenía un cartelito.
Accedimos a un túnel iluminado de unos cincuenta metros de largo, las paredes lucían carteles publicitarios.
Loster emitió una sonrisa que parecía una tos asmática.
A los pocos segundos entendí:
-Ya no saben que anunciar. -y seguí su dedo para fijarme en la foto de una mujer que mostraba en sus pechos unos cubrepezones y en su cara una mueca de placer obsceno.
Loster me explicó que eran parches masturbatorios; por lo visto las mujeres tienen un fibrado núcleo nervioso en los pezones, que al ser acariciados se transforman en enormes clítoris. Por lo visto, un vidafarense tuvo la brillante idea de encargarse de suministrar instrumentos de placer a las mujeres de aquella colonia.
Me excité con aquella imagen de esa hembra caliente.
-Calentorro… -entendí que me decía Loster con complicidad.
Loster provocó en mí una inusitada simpatía hacia los vidafarenses. Reí dándole una palmada en el hombro. No recuerdo haber hecho una cosa así con anterioridad.
Salimos del túnel para desembocar en una colosal plaza rodeada de edificios de tres y cuatro pisos de altura que no sobrepasalían por encima de las montañas. Calculé que el diámetro de la plaza debía de rondar los diez kilómetros de diámetro, apenas eran visibles los edificios más lejanos en el horizonte. Había gente paseando, familias, parejas, solitarios…
Los niños chillaban al jugar como en cualquier otra parte de la Tierra; varios de ellos dejaron de jugar para abrazarse unos segundos a mí, algunos a las rodillas. Me sentí profundamente turbado.
Y pensé en el holocausto nuclear que podría crear. Tuve la certeza en aquel instante de que no lo haría.
Me condujo hacia una zona de juegos infantiles donde se encontraba una fuente de treidia refrigerada.
-Tu agua -Loster accionó un pulsador y manó un chorro de un increíble color verde, aquel líquido parecía tener una densidad similar a la del agua.
– Treidia -dije yo.
Loster sonrió y en el momento que me incliné sobre la fuente, me dejó solo mezclándose entre la gente. Bebí aquella agua verde con sed, tenía un ligero sabor a menta. Sacié mi sed y temí que mis dientes se hubieran teñido de color verde.
Pero no me importaba gran cosa. No soy delicado.
Un grupo de niños estaban jugando a pasarse de unos a otros una bola en apariencia metálica, pequeña y pesada.
Uno de ellos, en el instante de atraparla, sufrió un sobresalto y se le escapó la saliva de la boca. Sus compañeros reían a carcajadas y él exhibía sus dientes que habían virado al color rosa.
Reí con ellos sin poder contenerme.
El renacuajo de dientes rosados decía con la boca apretada:
– ¡La madre que os parió, cabrones!
Saber lo que decían aquellos enanos y ver a sus padres reír divertidos provocó en mí un feliz ataque de hilaridad. Me tuve que secar las lágrimas con las mangas de mi traje.
Euni, mujer bolcariana
Otro vidafarense me dio la bienvenida, sin mediar más palabra ni preguntar. Sabía de mi reciente llegada y me sentí bien.
Una pareja cogidos por la cintura, atrajeron mi atención. Bueno, mi atención la captó ella; tenía un culo respingón y bien formado, sus pechos eran firmes y opulentos, y cuando la pareja pasó ante mí y admiré de cerca a la mujer, sentí tal excitación que metí la mano en el bolsillo del pantalón y me toqué el pene excitado.
Se acercaron a un crío que trazaba símbolos y dibujos infantiles en el suelo con una especie de puntero láser. Le acariciaron la cabeza cariñosamente.
-Vamos a por eskelibol.
El niño apenas les hizo caso.
Se cogieron de la mano y siguieron caminando.
El hombre, de repente cayó desmadejado al suelo.
La mujer quedó paralizada a su lado, parpadeaba verticalmente y unas lágrimas negras se deslizaban por su rostro. Miraba a sus congéneres y éstos la miraban sin mover un solo músculo. Contenían una pena.
Lloraba de tal forma que mi puto corazón se encogió de pena.
Y me acerqué a ella, me arrodillé junto al hombre y lo toqué. Estaba frío como el hielo. Retiré asustado la mano de su cuerpo.
Me puse en pie y brotaron lágrimas de mis ojos.
Ella se acercó a mí, me desabrochó la parte superior del traje para que desnudara mi torso.
Y quedé con el torso desnudo.
El silencio flotaba como una nube en la plaza, nos miraban, nadie se movía. Un crío pequeño gritó y rompió por unos segundos la atmósfera dando un nuevo impulso al corazón pausado.
Luego nada, silencio otra vez.
Todos aquellos ojos, lejos de ser opresivos, me dieron apoyo ante aquella extraña situación.
La mujer se abrazó a mi pecho, sus senos se aplastaron contra mí. Me estaba matando de amor, me inundaba un torrente cálido las entrañas. No sabía que estaba ocurriendo. Llegué a querer morir sólo por secar aquellas negras lágrimas de los ojos de la mujer; porque dejara de llorar.
Me estaba volviendo loco de amor, mi mente insensible luchaba contra la emoción y a la vez se mecía en aquella droga que era un mundo inexplorado por mí.
Y sin pretenderlo la estreché con fuerza. Besé su cabeza y sus mejillas.
-¿Me quieres amar? -preguntó casi suplicante -¿Prometes amarme aún que estoy viva, hasta que muera? Mi vida, dime que sí.
Y dije que sí. Y la abracé con más fuerza. Me separó dulcemente a pesar mío.
Me cogió de la mano.
La gente rompió el silencio y reemprendieron sus actividades. Algunos nos felicitaban.
Dos hombres metieron el cadáver en una bolsa, entraron con ella través de una puerta negra con un círculo pintado en cuyo interior una raya cruzaba la cabeza silueteada de un vidafarense. Aquello era escesivamente obvio.
El pequeño corrió hacia nosotros, ella lo elevó para que lo cogiera entre mis brazos. Lo abracé, besé su pequeña cabeza; su cuerpo era menudo y cálido. Durante un micro-segundo mi corazón se detuvo.
-Es Jormen, nuestro hijo.
Yo sólo me dejaba llevar por todo aquello, todas aquellas sensaciones me estaban atrapando. Había allí amor en estado puro. Por alguna razón, mi mente me llevó a seguir esa cadena de sucesos, a integrarme en aquello.
-¿Cuál es tu nombre?
-Euni.
-Yo soy Néstor.
-Ahora debes amarme, Néstor; no dejes que muera sin amor.
Aquellas palabras me llenaron de temor, de pena. Había un triste final en ellas. La intuición de una tragedia.
-Si muero antes que tú, cuidarás de Jormen. Tú no morirás antes si estás sano, es casi seguro. Si muere Jormen, me consolarás para que no me muera de pena, me amarás hasta que tus ojos me supliquen que no muera. Y me darás otro hijo. Si muero deberás buscar a otra mujer y no llorar mi muerte durante más de dos horas. Si lloras mi muerte más de dos horas delante de ellos te matarán porque no pueden soportar el dolor tanto tiempo; no podemos. Morirían con tu pena. Uno de ellos convertirá su cariño en odio y te matará; lo hará para salvar al resto de la colonia. Para evitar sufrimiento.
Y pegó sus labios a los míos, su lengua increíblemente fina se hundió en mi boca asombrada y mi mente comenzó a desearla. Mis brazos sobreentrenados la apretaban fuertemente y noté que era feliz.
Hice feliz a aquella mujer que lloró negras lágrimas. Y yo me sentí amado. Me sentí tan querido que comencé a odiar mi pasado reciente.
Lamenté en ese mismo instante haber perdido cuarenta años de vida por no conocer este amor. Este nuevo sentimiento profundo y placentero.
-¿Cuál era su nombre?, el de tu hombre.
-Lorton, lo he amado durante nueve años. Y ahora te amo a ti, Néstor.
Había en aquellas palabras una sinceridad brusca que huía de la inocencia y puerilidad. Euni hablaba con una entereza extraordinaria a pesar de que un líquido negro amenazaba con rebosar de sus ojos.
Cogió mi mano y nos dirigimos hacia uno de los edificios que nos rodeaban, nos acercamos a una puerta blanca; las puertas eran una completa bacanal de colores. Abrió la puerta de una forma natural, sin llamar.
-Vamos a pedir comida.
Accedimos a una sala en la que tan sólo había un mostrador y un par de sillas alrededor de una pequeña mesa.
-Buenas tardes, soy Euni y necesito gorsna y treidia azul.
Habló aproximándose a lo que sin duda era un micrófono, una varilla cromada rematada con una pequeña bola blanca y pulida, pendía del techo.
No pasó mucho tiempo cuando apareció un vidafarense con una bolsa dorada en una mano y una botella azul en la otra.
Se las entregó a Euni y ésta acarició su mano brevemente. Me explicó que era el saludo habitual entre los amigos y conocidos de Bolcar, el nombre de este planeta al que conocía como Vidafaro. Acaricié la mano del bolcariano, su torso, y esa sensación de calidez me volvió a invadir. Cuando el hombre me devolvió el saludo me sentí bien.
Salimos al exterior y la noche avanzó de forma vertiginosa, potentes luces se encendieron para dar una claridad asombrosa a la ciudad; dos lunas amarillas se movieron veloces hasta ubicarse en el cenit.
Y cogí la mano de Euni con el corazón contrito por el vértigo de ese acelerado movimiento planetario.
Parecía el apocalipsis.
Yo era frío, cínico… Y ahora se encoge mi alma por la vida de este lugar.
Solo pensar en mi misión siento náuseas.
El contacto con estos seres me está trastornando.
Euni coge mis sienes y me lleva hasta su boca. Su lengua estrecha e inquieta me invade, me lleva a ningún lugar y floto abandonado en su cueva húmeda.
Vuelvo a sentir sus duros pezones en mi pecho y a medida que se estrecha más a mí, se contraen con más fuerza.
Me habla, me instruye.
– Néstor, morimos sin previo aviso, no envejecemos demasiado. Nacemos sin esperanza de saber durante cuantos años viviremos, no miramos más allá de lo que tenemos y no dejamos de desear. La tristeza está prohibida, nadie quiere morir llorando. Un día estaré a tu lado y moriré sin previo aviso, sólo sabrás de mi muerte cuando me veas inmóvil y fría. Son muy pocos segundos lo que tardamos en morir. No hay despedidas.
Recuerda lo que te dije, mi vida; que no te maten por lo que para nosotros es un exceso de tristeza. No mueras, busca a otra mujer y ámala como yo te he amado. Como te amo.
-Euni, por favor…
Un sonido de dolor puro, como llanto de ballena silenció la ruidosa noche de la ciudad.
Una madre sostenía en un ademán inconsolable a su pequeño hijo entre los brazos. Inerte, muerto.
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Iconoclasta