Vidafaro (5 de 5)

Publicado: 21 noviembre, 2009 en Reflexiones

Hay entrada libre para ver la ejecución; pero casi siempre es la víctima la única que asiste a la ejecución. Es la única capaz de soportar los alaridos y las demandas de clemencia del violador. De sí mismo.

Todos estos episodios de violencia y robo son muy raros, la gente muere sin tener una idea aproximada de cuando ni donde ocurrirá y no se molestan demasiado en envidiar a otros. Viven su vida intensamente.

Es toda una filosofía adaptada a una vida extraña y sin vistas de futuro. Tan apasionada como cruel en su final.

Y es algo a lo que jamás conseguiré acostumbrarme. No me acostumbraré, a ver morir a un amigo en su propia casa, en plena conversación. No puedo mantener un semblante grave y controlado ante la muerte de un bolcariano. A veces grito tanto que alguien avisa a Euni para que me venga a consolar. Y ella me lleva a mirar sus ojos, a besar sus labios y olvidar aquel cuerpo que se ha enfriado tan rápidamente.

Algo me corroe las entrañas cuando una madre bolcariana grita por su pequeño muerto entre los brazos. Me sujeto el vientre clavando las rodillas en el suelo de puro dolor. De puta pena.

Y todo ese sentimiento, a pesar del dolor, me llena, me hace sentir vivo y más hombre.

Pero ese dolor se acumula. Pesa en los hombros, en la espalda.

Soy feliz aquí, a pesar de que mis dientes se han teñido de verde y mis lágrimas son ahora más oscuras, como la orina. Nunca serán negras como las bolcarianas.

Lidris, un médico, me dijo que es algo normal debido a la alimentación, no se oscurecerán más. Me han implantado una membrana artificial en cada oído y ya puedo comprender los sonidos que salen de los aparatos artificiales e incluso silbo alguna música bolcariana.

Todo ha adquirido una deliciosa cotidianidad. No quiero que nada cambie.

Cuando observo a Euni leer o realizar cualquier actividad, mi mundo interior se torna líquido y tranquilo. Suave. Jormen mi hijo me llena de un estúpido orgullo; sólo cuando Jormen muera cumpliré mi palabra y fecundaré a Euni, nuestro hijo nacerá bolcariano. De alguna forma mi mensaje genético quedará anulado en el vientre de ella.

Ha sido todo tan extraño y tan rápido que este diario me servirá para recordar todos y cada uno de los momentos vividos con todos sus matices, hasta este mismo instante en lo que todo ha adquirido una tranquila uniformidad. Donde todo fluye tranquilo y mis sentimientos se desarrollan libres con mis amados y amigos bolcarianos.

Ya no siento necesidad de escribir en el diario. Ya no es necesario.

Lo tengo todo ya.

La vida en Bolcar

A pesar de los cinco años que lleva Néstor viviendo en Bolcar, no ha sentido el paso de los años, no ha envejecido ni arruga alguna se dibuja en su rostro.

Néstor sentía cierta inquietud por ello, temía a veces vivir demasiado tiempo.

Jormen ya había alcanzado su desarrollo de adulto y sobrepasaba en altura a Néstor en unos cuantos centímetros.

Acudían juntos al bosque para cazar y se separaban para así cada uno acechar y matar a su propia presa. Sólo lamentaron la pérdida del dedo meñique de Jormen, que fue dolorosamente arrancado y devorado por un dramor agonizante.

Euni y Néstor irritaban a Jormen llamándole "el sinmeñique tontín", Jormen montaba en una fingida cólera y los invitaba a que se fueran a follar a cualquier lugar lejano y remoto, dejándole tranquilo. También los llamaba "sádicos pervertidos". Al final de ese arranque, todos reían a mandíbula batiente.

A pesar de saber que en cualquier momento podían morir.

Euni y Néstor, como otros muchos días salieron a pasear por la Plaza Cósmica, a pedir unos bloques de música Jinga que estaban de moda. Y cuando dio comienzo el movimiento de los astros, Néstor apretó la mano de Euni y se sentaron en uno de los bancos para contemplar el ciclo diario. Fue Néstor el que acostumbró a Euni a este silencioso ritual diario, en el que admiraban el firmamento sobrecogidos por el decorado estelar.

Néstor sentía un vértigo que lo elevaba a un nivel de conciencia superior cuando los planetas cambiaban la faz de Bolcar. Se le encogía el alma y parte de él parecía ubicarse en el cenit junto con las dos lunas.

Ella murió allí, a su lado. Sentada. Néstor pensó en un principio que ella usaba su hombro de apoyo para la cabeza, como solía hacer en muchas ocasiones pero; percibió un extraño movimiento por el rabillo del ojo, Euni intentó tocar su pierna en un movimiento breve en el que no tuvo tiempo de recorrer aquella mínima distancia.

Néstor lanzaba alaridos como un animal, con la cara apuntando a las lunas bolcarianas con Euni fría entre sus brazos.

Le pedía a los astros que le devolvieran la vida. Parecía un dramor agonizante. Lágrimas de oscuro ámbar se deslizaban por sus mejillas.

Jormen corrió a abrazar a su padre, lloró con él unos minutos; se separó de Néstor cuando quedó en silencio y caminó por entre la silenciosa gente.

La gente aguantaba incluso la respiración ante aquella desgarradora desolación de Néstor. Los funerarios, tristes como siempre, esperaban pacientes que Néstor se separara del cadáver.

Jormen encontró a una joven entre la gente, debía cubrir el dolor como fuera; con un amor. Se abrazaron y el joven Jormen dejó de llorar.

La mano de la bolcariana se aferró a la suya con fuerza, le proporcionaba coraje y consuelo.

Algunos bolcarianos recogían las negras lágrimas de sus rostros con el dorso de sus manos ante el dolor de Néstor.

Jormen se acercó a su padre, con su compañera de la mano.

– Déjala Néstor, no la llores más, no aquí. Ve a casa y ámala, añórala tranquilo, sin llorar.

La joven pasó su mano por encima de la de Néstor, acariciándola con su peculiar saludo; y por unos segundos una especie de consuelo se apoderó de él.

Pero volvió a gritar desconsolado.

-¡Euni ha muerto! ¡Ha muerto mi vida!

Las lágrimas de Jormen brotaron de nuevo, negras como la muerte. Y Néstor comprendió el dolor que le estaba causando.

Se abrazó a él dejando a Euni en el suelo y lloró por unos segundos en su hombro, apretando en él la boca para ahogar los lamentos que salían de su interior.

Los funerarios realizaron su trabajo y Néstor marchó solo a casa; sin mirar la recogida del cadáver.

La gente retomó su ritmo y algunos rozaban la mano de Néstor al cruzarse con él. Algún niño se abrazó a sus piernas y se sintió mejor. Les sonreía agradecido a pesar de que su corazón se encontraba roto. Sinceramente agradecido por todo aquel cariño recibido.

Y el universo pareció borrar a Euni, como si jamás hubiera existido.

Cuando entró en casa todo olía a Euni y recordó sus primeras palabras. Recordó que debía encontrar otra mujer a la que amar.

Pero no podía, ahora no. Había tanto dolor y amor en su interior que se encontraba colapsado.

Y se meció en el amor tranquilo que sentía por Euni, en sus besos, en sus orgasmos, en su sonrisa, en sus bromas…

En sus enfados por pequeñas cosas que al final los hacía reír.

Y su alma se relajó; toda aquella agua que le inundaba por dentro, que convertía sus entrañas en algo viscoso, se fue secando con una sensación de calor; con un rubor en las mejillas.

Pasaron dos horas hasta que hizo acopio de ánimo para salir al exterior. Se sentó en el banco donde murió Euni y dirigió los ojos a las lunas. Se enfriaba, las sensaciones de amor se desvanecían poco a poco para dar paso a una indiferencia que devoraba las emociones. La pena y el dolor se estaban convirtiendo en anécdotas y aquella transformación, el retorno a una mente fría y cínica lo asustó. No quería volver a ser aquel humano cínico sin interés por nada ni nadie.

El poderoso deseo de sentir amor lo impulsó a ponerse en pie y caminar, buscar.

Se aproximó a una mujer bolcariana que lo observaba atentamente. La abrazó y ella a él. La mujer se separó atrás y asintió con la cabeza, en silencio.

– Soy Néstor, compañero de la muerta Euni. Tengo un hijo que ya tiene compañera. ¿Quieres amarme?

– Soy Zira y necesito amarte.- le dijo la bolcariana de ojos rojos.

Y se fundieron en un abrazo y un beso profundo y prolongado, las emociones corrieron por el cuerpo de Néstor como una descarga eléctrica; y a pesar de renacer otra vez todo aquel dolor por la muerte de Euni, amó a Zira con idéntica devoción; ayudándose de ese amor para combatir la cancerígena pena de haber perdido a Euni.

Zira quiso vivir en el hogar de Néstor y dejar su vivienda a Jormen y su compañera. Así no era necesario que Roniqueus les acomodara en otra vivienda.

Néstor dudaba de ser capaz de soportar otra desaparición. El temor le pesaba día a día en la mente, como si un tumor creciera. Sentía un miedo atroz a que Zira muriera. Le costaba un sacrificio enorme pensar sólo en la vida, vivir sin tener en cuenta la muerte súbita.

Esas muertes…

Cuando salía a cazar su mente se encontraba dividida entre la presa y Zira, la echaba de menos. Temía su muerte.

Jormen decidió no separarse de su padre en las cacerías; comprendía que el amor de Néstor hacia Zira no consolaba el dolor de la muerte de Euni. Eso no ocurría con los bolcarianos.

-No es bueno que ahora estés solo Néstor.

Pero Néstor temía que un día Jormen se tornara frío de repente. Temía la sobrecogedora y fría muerte de los bolcarianos.

Intentó vivir con esa desazón, se esforzó por acostumbrarse al miedo. Leía el diario de sus primeros días en Bolcar sólo por evocar a Euni.

Y a pesar de toda esa carga de dolor que ahora arrastraba, jamás volvería a La Tierra, jamás abandonaría a Zira ni a Jormen. Jamás se arrepintió de los muertos que provocó en Africa.

Su cerebro no era bolcariano, no podía obviar aquella vida de ruletas rusas. Su mente era increíblemente sensible ante aquellos seres.

Tan sensible que sería incapaz de matar a uno de ellos si de ello dependiera la vida del resto de la colonia. Aunque ese ser llorara años enteros, no podría convertir su pena en ira.

Había un exceso de dolor en su mente que no encontraba sitio hacia donde expandirse y comenzaron unos dolores de cabeza fuertes y continuos.

Sólo los abrazos de Zira calmaban esa presión, sólo la calidez de un roce bolcariano podían aliviar esa tensión interior.

En uno de esos espantosos dolores de cabeza, acudió al domicilio del doctor Lidris. Éste le aseguró que no era grave, que su mente con el tiempo se haría más fuerte. Le recetó una hierba llamada chala, aquello le proporcionaría un alivio instantáneo.

– Según los análisis de ADN que te he realizado, no sufrirás enfermedad alguna. Tu esperanza de vida se sitúa en los ciento cincuenta años. Posiblemente nos verás morir a todos, condenado hombre con suerte.

– No podré aguantar esto tanto tiempo, Lidris. Será excesivo, amigo mío -le respondió Néstor abatido.

Lidris tragó saliva y acarició su mano.

Néstor marchó tremendamente cansado a cazar. Solo.

Un tiro no suficientemente certero dejó malherido a un dramor.

– No me mates. Cúrame. Estoy sufriendo. Tengo familia -el dramor vocalizaba con voz gutural y agónica cada palabra. Sus ojos verdes estaban inyectados en sangre y no se correspondía ese brillo cruel con las palabras demandando piedad que vocalizaba. Las membranosas orejas del dramor se agitaban espasmódicamente, como las alas rotas de un ave que intenta volar.

Néstor apuntó a su cabeza.

– No me mates…

No pudo disparar porque unas lágrimas emborronaban su visión. Las oscuras lágrimas…

Y bajó el fusil.

El dramor saltó hacia él, sus garras mortales hicieron cuatro grandes cortes paralelos en su cuello, seccionando la carótida. Un pequeño surtidor enviaba la sangre al rostro y de ahí entraba en los labios, dulzona y acre.

Y mientras se ahogaba con su propia sangre, el dramor moría triturando su pie derecho. Néstor no lo sentía, no movía el pie.

– Zira, mi vida, muero amándote. Jormen hijo mío, me alegro de morir antes que tú. Me muero amandoos.

– Ciento cincuenta años… ¡Ja! -deliraba mirando los ojos ya muertos del dramor que apoyaba la cabeza en los restos de su pie.

Murió así Néstor.

Jormen encontró a su padre a las cinco horas de su muerte. Allí en el bosque, sin que nadie le viera u oyera lloró durante más de una hora.

Su prolongado llanto llegó a asemejarse a un canto de ballena, oyó las voces de los dramor, de ocho individuos, que parecían corear su dolor. Y prosiguió su llanto hasta que aquella frecuencia deshizo el cerebro de aquellas bestias.

Cargó el cadáver de Néstor en el Serpiente Verde y lo entregó él mismo a la funeraria entrando por la negra puerta, y respirando el hedor a carne carbonizada.

Acudió a la casa de su madre, Zira, y aguantó con entereza su llanto. La consoló abrazándola hasta que le dolieron los brazos. Bendito dolor comparado con el de la muerte.

Marchó a su hogar cuando Zira rozó su mano agradeciéndole su ayuda.

Cuando aún pesaroso llegó a su casa, su compañera Tiris le recibió con el cadáver de su hijo de tres meses frío entre los brazos.

Y abrazó el frío cadáver intentando darle su propio calor. Cambiar su vida por la de su pequeño hijo.

Lo dejó en el suelo y secó las negras lágrimas de Tiris, la abrazó con fuerza, amándola. Hasta que ella comprendió que no debían morir de pena. Jormen tragó en silencio durante todo el proceso, el dolor de la muerte de su hijo, la de su padre…

Como una píldora amarga y dolorosa de cristal molido.

Tiris vio súplicas de vida para ella misma en los ojos de su amado, le suplicaban que no muriera. Los grises ojos de Jormen, la confortaron.

Y la fecundó de nuevo; allí, olvidando toda aquella pena y convirtiéndola en amor.

Como tristes alquimistas transmutadores de plomo en oro.

Es la vida en Bolcar.

Iconoclasta

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