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Perros cansados

Publicado: 20 septiembre, 2011 en Reflexiones
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No estoy cansado, solo un poco harto.

Es psicológico.

El perro descansa con media oreja colgando frente al bordillo de la acera. Como si esa pequeña altura fuera insalvable con el peso del dolor. Él sí está cansado.

Hace frío y no se mueve, se conforma con respirar tranquilo todo ese daño que tiene en su cabeza.

Qué miedo da ver algo tan cansado.

Qué pena…

Pobre perro.

Pobres perros, él y yo.

No me duele nada y tengo el corazón apretado, no bombea bien. Tal vez sea algo de fatiga. O simplemente el cansancio del perro herido me ha contagiado el agotamiento de la vida.

¿O es la muerte lo que agota? Esa muerte lenta por hastío, no eres nada salvo para alguien en algún momento de necesidad. Funciona así esto.

Yo podría acercarme al animal y curar su herida, o acariciarlo mientras muere.

No quiero que muera. Ya está bien de cansancio.

¿Confundo cansancio con dolor?

¿Confundo la muerte con la tristeza, el dolor y la fatiga?

Ahora tiene sentido aquella canción que decía: “Partirá la nave partirá. Dónde llegará, eso no lo sé”.

Sí que lo sé. Ojalá que el perro y yo no lo supiéramos.

Pero somos valientes.

Un hombre con una niña en brazos que mira el mundo con curiosidad, eso es lo que soy. La niña es transportada por un cúmulo de años, de muerte. Ella no lo sabe, es correcto. Hay cosas que deberíamos callar y no enseñar.

Deberíamos callar como los muertos. No debería pensar, no debería escribir.

Soy un hombre que lleva un ser humano en el brazo y se encuentra con un perro agotado. Agotado está bien es un término correcto. Parece que le queda poca vida, pocas fuerzas. Hay mañanas tristes por ninguna razón en especial. Son muchas mañanas así y tal vez de ahí nazca el cansancio mío y del perro.

Apuesto lo que quieras a que no cierra los ojos porque tiene miedo a morir.

¿Qué reacción tendrán los que alguna vez hicieron el intento de amarme cuando aparezca con mi frente sudorosa y ensangrentada frente a una acera a la que no he podido subir?

Sería la segunda vez que ocurre. Prefiero directamente arder en una explosión o algo así. Es muy triste no alcanzar la acera y morir ante ella. Para morir solo hay mejores escenarios.

“Qué cansada está la humanidad”, sigue diciendo la canción.

He dejado a la pequeña en su colegio, a salvo de las infecciones anímicas de los perros cansados y de la mía.

El perro no se ha movido, respira tranquilo, pero la sangre sucia de su oreja llama a las moscas y no hay tranquilidad posible con ellas. Tengo órganos que se han podrido y las moscas son una constante desesperante. Por ejemplo: en mi cerebro hay moscas, a veces se las ve volar por el interior de mis ojos y asoman sus patitas por mis lagrimales.

Siempre llevo una navaja para abrir cosas, venas, cuellos y sobres vacíos de ilusiones y de palabras.

El perro era blanco cuando nació, antes de que toda la miseria de la tierra hiciera de su color mierda.

Hay una canción que dice algo sobre la orilla blanca y la orilla negra. ¡Me cago en Dios! Me jode cuando las cosas adquieren esa triste connotación de irreal realidad en mi cerebro podrido.

No me gusta el surrealismo cuando paseo.

—Hola compañero —saludo a esa inconmensurable bola de pelo manchado de dolor y miseria.

No es grande.

Me mira tranquilo, piensa como yo: nada me puede hacer ya más daño.

—Te subiré a la acera.

Nunca hay personas malas para matar cuando sientes necesidad de ello, siempre aparece algo que da pena dañar.

Cuando abro la navaja, mi pene se pone erecto, todo mi instinto corre por las arterias desde mi cerebro podrido hasta la punta de la polla que está más sana que dios.

Alguien camina por la calle sucia.

Es una mañana también sucia. Es un niño que va hacia el colegio con un tambor colgando y me mira fijamente, la navaja en mi mano le hace acelerar el paso. El perro lame la mano que lo va a asesinar. Le beso entre las orejas a pesar de lo sucio, lo acurruco entre mis brazos. Es bueno consolar al moribundo.

Aunque no a todos, soy selectivo. Los hay que viven cuando deberían estar muertos. Son perros de dos patas, como yo.

Debe doler mucho su golpe, porque cuando hundo todo el acero necesario para cortar la vida en su cuello, apenas lanza un gemido.

“Triste es el destino mi capitán” dice la canción.

Sabía yo que estaba reventado de cansancio el animal.

Cuando deja de respirar, lo dejo en la acera con cuidado, para que manche el lugar por el caminan muchos odiosos; para que toda esa sangre ensucie zapatos anodinos que caminan con prisa hacia un lugar en el que parece la misma escena de ayer a la misma hora. Que caminan con el pensamiento vacío, sin desear subir ni bajar de la acera.

Hay pequeños deseos que marcan la diferencia entre vivir y existir.

No volveré a esperar la acera salvadora, a mí nadie me hará lo que al perro, a mí me darán patadas para apartarme más aún.

Me han dado patadas.

Es lícito ayudar a morir y morir. Tengo mis derechos.

“Que vamos juntos para la eternidad”, continúa cantando el teléfono en mi bolsillo.

No hay eternidad, pero la idea es hermosa.

Ese perro tiene sus derechos.

Mi mano aún conserva el calor de su lengua cuando me alejo.

Hundo la navaja en la ingle a través del pantalón y corto hacia el intestino. Cuando la femoral seccionada se retrae parece que me arrancan un huevo. Duele y mi boca abierta se apoya en el suelo cuando caigo. No tengo la elegancia del animal aunque soy bestia.

Y siento una pena infinita por haber ayudado a subir la acera al perro, estoy a cinco pasos del animal muerto. Él no ha muerto solo como yo, eso me justifica.

Soy un perro bueno, iré al cielo de mierda.

Iconoclasta

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La garrapata

Publicado: 5 diciembre, 2010 en Reflexiones
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Hay un cansancio vital que parece enroscarse y cortar la circulación de sus piernas; la garrapata inocula con potentes latidos ponzoña de tristeza y soledad en su ánimo.

Pero ahora no llega a su cerebro, toda esa miseria va directamente a su pene, directamente, y allí se transforma en energía. En presión constante.

Estar solo no siempre es un privilegio, puede ocurrir que ames y no ser amado.

No es esporádico, suele pasar.

La mujer mantiene las manos apoyadas en el mármol de la cocina, su tanga está ligeramente ladeado por el pene que bombea en su vagina. El fino hilo de la prenda, roza su clítoris de forma irregular y sus rodillas tiemblan por la fuerza de la penetración y un placer que las debilita. Sus pechos se agitan furiosos por las embestidas del hombre. Y algún grito incontrolado se le escapa cuando las rudas manos los agarran, clava sus dedos y maltrata sus pezones.

El hombre siente la humedad de la excitada vagina bañar su bálano y todo se acelera. Sus testículos están empapados, el vello húmedo.

Follarla es un tratamiento contra el cansancio vital aunque sus piernas tiemblen durante el coito. Quiere llegar a su útero mismo. Quiere llenarla de él.

Nunca será amado y un litro de agua pesa un kilogramo. Las cosas son así.

Deja de penetrarla y con unos cachetes en los muslos interiores, la lleva a que separe más las piernas. Con un cuchillo corta las cintas del tanga y retira la prenda aún metida y mojada entre la vulva. Ella siente un escalofrío de placer cuando retira de entre sus labios esa tela provocando un delicioso roce. Sus nalgas se abren, la vulva brilla húmeda. El hombre saliva abundantemente.

La garrapata late en su ingle, succionando sangre dejando ir un torrente de ponzoñosa tristeza a cambio. No es parasitismo, es simbiosis. Al menos en cuanto al pene se refiere.

En cuanto a la mente, ni simbiosis, ni parasitismo. Es simple fiebre, infección que mata.

Aunque ahora no percibe en toda su magnitud ese torrente de pesar, puede observarse el irreparable daño del alma en su forma casi agónica de entregarse a la mujer que ama.

Él no hace caso del agotamiento que la tristeza lleva, simplemente folla. Es lo único que puede hacer para estar más cerca y dentro de ella.

Se arrodilla antes las nalgas y acaricia el clítoris masajeando el ano con la lengua. Penetra su vulva con los dedos y ella arquea su espalda acallando un gemido sin conseguirlo.

Se interna más en los muslos. La lengua busca el coño que derrama un continuo y viscoso placer.

Cierra los ojos evitando mirar el mundo. Evitando ver ese coño palpitante y dilatado de deseo para no quedar inmóvil ante la belleza del placer obsceno.

La mujer nunca lo amará, ha pasado demasiado tiempo desde que se prometieron amor inmortal. El amor no existe en ella, sólo es un cariño, una atracción sexual.

Él lo siente en el sabor de la baba que de su coño mana.

Ella nació para ser amada y él para amar. Ella llega excitada a la casa y él la folla enamorado.

La garrapata es su única amiga, la que no se quiere separar de él.

Hace dos semanas, tenía dos cucarachas, consiguió que se le subieran por el cuerpo y se posaran tranquilas en su cuello, en su frente; pero murieron pronto.

La soledad es buena para sentir aprecio por todos los seres del planeta.

Tal vez sea mejor así. Ser amado es una responsabilidad muy seria, está seguro que no sabría que hacer si fuera amado. Se sentiría agobiado. Importar tiene que ser una carga pesada.

Ser amado requeriría el convencimiento de ser digno de ello. Y a estas alturas de la vida, nada le hace pensar que pueda ser digno de semejante privilegio.

Amar está bien, hay gente que no lo hace nunca.

O piensa eso, o se pega un tiro en la boca.

La garrapata se hace enorme, está bien instalada en su ingle, a veces mueve sus pequeñas patas un poco inquieta y a él le gusta ese cosquilleo. Como si alguien que te ama te hace cosquillas en la piel con sus labios.

Y a pesar del placer que ahora le embarga siente bombear de la boca de la bestia el ácido cansancio de la tristeza en sus piernas cansadas.

Llegó demasiado tarde a su vida, las plazas para ser amado se han agotado. Ella ama a demasiadas personas. Él ha llegado con cientos de años de retraso.

Ella no tiene la culpa. Él tampoco. Empate.

Él la ama aunque tenga que esperarla semanas para tenerla esa media hora que dura el polvo. La follada de la quincena, del mes.

Se propuso amarla, a pesar de la certeza de que nunca sería amado. Pero era lo más parecido al amor que se le ofreció. Tuvo que aceptar.

Siempre es la misma pauta: él también ama a la vida, se aferra a ella como la garrapata a su piel; pero la vida no acaba de amarlo tampoco.

No acaba de quererlo lo suficiente.

La vida, igual que la mujer que ama, simplemente lo soporta. Ambas le regalan algún tiempo que tengan libre. De vez en cuando recibe alguna atención en pago a que ama tanto. Una gratificación que no vincula más allá de media hora, una hora a lo sumo si tiene suerte.

El amor está demasiado disperso en ella y en la vida, aman a muchas personas y en él apenas focalizan algo.

Se está masturbando con fuerza, recibiendo en su boca las contracciones de la mujer, cuyo hermoso cuerpo se tensa ante la proximidad de un orgasmo. Le gusta que ella se corra en su boca, le gusta ese jarabe que ella expulsa cundo llega al clímax.

Al mismo tiempo él escupe su semen salpicando las pantorrillas y los tobillos de la mujer, exprimiendo las últimas gotas que salen de su glande con una mano. La otra se ha cerrado en la vagina presionándola durante el placer sumo. Ella tiene su mano sobre la de él, obligándole a que contenga con más fuerza todo ese gozo que hace enloquecer su coño y su columna vertebral cuando la recorre el explosivo orgasmo. Sienten que sus sexos estallan.

Los jadeos de ambos ponen de manifiesto el absoluto silencio en el apartamento.

Ella le da un beso cálido y él se deja llevar por el momento. Ese roce de labios parece combatir todo su cansancio y la garrapata se siente celosa. Se remueve inquieta y rasga más la herida con su boca para castigarlo.

-Te llamo -le dice al hombre abriendo la puerta de la casa para salir.

-Gracias -responde él con verdadero agradecimiento.

El hombre se sienta en el sillón aún desnudo. El semen se enfría rápidamente en su pene y le da una agradable sensación de frescor.

Observa a la gorda garrapata inyectando ahora dosis masivas y casi mortales de soledad. Siente la presión en todas sus venas.

Y un poco de asfixia, que por extraño que parezca, con el cigarrillo alivia.

Suena el teléfono.

-Hola papá.

-Dime.

-Feliz cumpleaños. Te quiero. ¿Te han regalado muchas cosas los amigos?

¿De verdad hoy es su cumpleaños? ¿Cuántos cumple?

Tal vez dos mil, no importa.

-Aún no; pero esta noche tenemos una cena -le miente. No hay cena, no hay amigos.

Y acaricia el cuerpo repulsivo de la garrapata en un acto de repugnante ternura.

Está dura, parece de piedra.

-Te quiero hijo.

-¿Cuándo volverás?

Silencio…

-Nunca -dice el hombre con un dolor en el corazón.

-Un beso papá.

La garrapata ha crecido tanto…

Ya no hay nadie al otro lado del teléfono, la garrapata ha cortado la comunicación.

Está firmemente anclada sobre la femoral, muy cerca de los testículos.

El cuchillo está en el suelo parcialmente cubierto por el tanga roto, lo toma del suelo estirando el brazo casi con esfuerzo. Con cansancio.

Con el cigarro colgando de los labios y entornando los ojos por el humo que le ciega, apoya el filo entre la piel y la bestia. Y corta.

Un chorrito fino de sangre se escurre por el muslo y gotea el suelo.

La garrapata ha quedado pegada en la hoja del cuchillo. La hace estallar como una burbuja entre sus dedos.

La cabeza con su boca ha quedado enterrada en la piel. De ahí sale mucha soledad y tristeza acumuladas; un humor que tiene el color de la sangre gastada y vieja, casi azul.

Escuece.

Así que hunde la punta del cuchillo para extraer la boca, que como un aguijón dentado, se ha quedado firmemente metido en su carne.

Está cansado, está nervioso, hurga en la herida sin llegar a conseguir mover el aguijón. Profundiza, llega la ira de su propia torpeza, hunde el cuchillo con rabia y sin cuidado.

Hay demasiada sangre para que pueda haber un final feliz.

El cuchillo hiere la gran arteria y la sangre ahora le salpica la cara.

No hubiera sido nunca un buen cirujano.

Qué fácil es morir.

Fue un error adoptar la garrapata, cuando hace una semana trepó por su pierna buscando sangre y compañía, la miraba asqueado subir por la piel lenta y torpemente.

Y aún así le invadió cierta ternura. Era tan pequeña…

Estaba necesitado de algo de compañía, de alguien que no se avergonzara de estar con él; pero esa amistad ha resultado ser demasiado agresiva. Obsesiva.

Las cucarachas eran más distendidas.

Ahora no importa, está cansado, es mejor abandonarse.

Bueno, tampoco es nada extraño. Es normal morir de la misma forma en la que se vive.

No sucede que cuando te vas a morir, todos los amigos vienen a despedirte o te dice alguien que te ama.

Te largas igual de solo que has vivido.

Le da una última chupada al cigarro, con incomodidad; sus pies resbalan entre la sangre y no puede relajarlos.

Cuando el corazón falla, da un último ronquido.

Feliz cumpleaños. Feliz cumplemuerte.

Iconoclasta

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