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El asesino y la Palabra

Publicado: 2 junio, 2011 en Reflexiones
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Puedes estar cómodamente leyendo, escuchando música o escribiendo algo y aparecerá un/a testigo de Jehová que te molestará con la palabra del señor.

Y la siguiente reflexión es: ¿Cómo es posible leer algo tan aburrido, sin sentido y tan supersticioso como la biblia?

¿Es que no se cansan de lecciones pueriles?

Quien lee la biblia, y ante el empacho de leyes y parábolas, ¿no siente que se ahoga?

Cuando abres la boca para contestarles a algo, siempre tienen una enseñanza que darte.

Y eso me carga, ningún puto dios ni predicador puede enseñarme algo que no sepa, coño. Lo mío no es la palabra, son los números, las cifras que me pagan por mis servicios.

Así que le digo al jehovista que no tengo tiempo para charlas y me quedo con la revista que ofrece para que no me moleste más. Y su publicación me servirá para recortar palabras para enviar las amenazas de muerte y violación, que al fin y al cabo es a lo que me dedico sin que nadie me castigue.

Bueno, siempre ayuda dar una buena mordida o soborno al juez y a algún diputado; ayuda a tener impunidad aparte de mi habilidad.

Y por supuesto: no hay milagro que valga para que se libren mis víctimas de un tiro y de ser violadas, y no siempre por este orden.

Los hay que tienen fe en la palabra y yo en los recortes de revistas y prensa. Al final son palabras ¿no?

Y puede que un día, estos evangelizadores de pacotilla, se encuentren escrita la palabra o su palabra del señor en una bala 357 magnum que se alojará en su frente.

No siempre planeo mis asesinatos, a veces improviso. Es un buen ejercicio matar a alguien en la puerta de tu casa y por puro placer. Solo hay que cambiar el método. Nunca se me ocurriría reventarle la cabeza con un disparo; cuando has de matar a alguien en una zona poblada o donde vives, es mejor el silencio de una médula seccionada. Meter un estilete por la nuca requiere habilidad y precisión; pero es emocionante cuando te están hablando de la importancia de la palabra del señor, ver como sus voces callan y sus rodillas se pliegan muertas.

Incluso improvisando soy tan bueno como los beatos predicando la palabra del señor.

 

Amén.

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Semen Cristus (2)

Publicado: 1 junio, 2011 en Terror
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Semen Cristus cumplió catorce años masturbándose en el establo, y dejando que la ternera lamiera su pene con aquella lengua ancha y larga. La vaca deseaba lamer aquello, mugía plena de satisfacción.

Semen Cristus bien podría haber sido un San Francisco de Asís. Su podredumbre mental alcanzaba a los seres irracionales de la misma forma que llevaba a la irracionalidad a las mujeres que se masturbabanahora ante él.

La señora María se masturbó, en silencio espiando a su hijo. Cuando su niño eyaculó entre su puño y la lengua de la vaca, dijo:

—Bebe mi leche, y que se una a la tuya. Que mi divina leche de placer, espese la tuya —dijo sacudiendo el semen residual del cárnico y venoso hisopo hacia la cabeza de la ternera que no pestañeaba ante las salpicaduras de aquel líquido espeso y blanco.

Con los dedos mojados de su propio coño, la Sra. María se dirigió a su hijo y se puso de rodillas frente a su pene y lo limpió metiéndoselo en la boca.

El pequeño Leopoldo, que así se llamaba por aquel entonces, posó la mano en la cabeza de su madre y presionándola contra sí, la obligó a meterse todo el pene en la boca.

—Madre, bendita sea tu boca entre la de todas las mujeres. Chupa, chupa, chupa…

Ya hace dieciséis años, en algún pueblo de la península ibérica, al norte de África, una madre esquizofrénica gritaba obscenidades en una celda del convento de las Clarisas durante el parto.

Las hermanas acogieron a la enferma parturienta que había escapado de aquel manicomio que ardió por algún cortocircuito de sus viejos cables eléctricos. La abadesa hizo la promesa a Jesucristo, de acoger a aquella mujer que llamó a la puerta del convento, gritando el nombre de Dios al interfono de la puerta.

Sus dientes rotos eran cicatrices que revelaban su origen loco y muchas sesiones de estimulación cerebral eléctrica.

Clava los dedos en el indefenso pubis de su hijo crucificado, evocando recuerdos. Unas gotas de sangre aparecen entre las uñas clavadas en la delicada piel de Semen Cristus.

—Córrete, hijo mío. Como si te derramaras dentro de mí.

El vientre se hunde entre las cosquillas y el glande escupe un borbotón de semen. Un zumbido indica que el eyector de vacío se ha conectado.

La leche succionada se arrastra por el tubo translúcido que se pierde entre sus piernas.

La mujer frente a la cruz se palmea el clítoris con furia ante el placer que la hace sentirse puta en un pueblo sin apenas hombres, un pueblo sucio y aislado que casi todo el año huele a mierda de cerdo y mierda de vaca. Mierda de gallinas, mierda de ovejas.

Mierda de vida.

La madre de Cristus aplaca la tensión orgásmica de su hijo cogiendo sus calientes testículos, ha retirado el calefactor que estimula su producción seminal.

La madura desearía que fuera su mano la que acariciara aquellos testículos pesados y plenos. El semen sale disparado por una boquilla cerca de su cara y le impacta en los ojos. No se los limpia, sigue sobando su sexo hasta que siente doblarse por un orgasmo intenso. Con la lengua recoge el semen que ahora chorrea por la comisura de los labios.

Se limpia y con los dedos manchados de semen se santigua.

—Yo te bendigo, Severa —dice Cristus entre jadeos.

La madre saca de su delantal una jeringuilla.

—Hay dos devotas más esperando afuera, tienes que bendecirlas con tu leche, cariño. Sólo tres más y podrás bajar de tu santa cruz.

Ha encontrado la vena del brazo con facilidad, está dilatada por el esfuerzo de la crucifixión. Le inyecta una hormona de uso veterinario. Acomoda el calefactor en los testículos de su hijo y le besa en la mejilla.

Se acerca hasta la mujer que espera con las piernas cruzadas.

—Reza cinco minutos antes de echar las monedas, Candela. Reza por su alma y por su fuerza. Dios te quiere mojada.

—María ¿Cuándo nos tomará Cristus? ¿Cuándo lo podremos sentir dentro de nosotras?

—Cuando terminen las obras y la capilla del desván de casa se pueda usar tendréis su cuerpo también.

—En el pueblo los hombres no saben lo que ocurre; pero recelan de que vengamos aquí tan a menudo. Ve con cuidado, María, protege a tu hijo.

—Está protegido y vosotras también. En la cocina tengo a modo de decorado una mesa preparada con pastas y café para que os sentéis allí si aparece alguno de esos machos por aquí; para que vean normalidad. Y no te preocupes, puedo ver a quienquiera que se acerque a medio kilómetro.

María lleva la mano al sexo de Candela:

—Goza de Cristus ahora, moja tu chocho, disfruta. Él te bendice.

Cuando sale del establo, una adolescente espera a la puerta cogida del brazo de su madre.

—Cuando salga Candela, podéis pasar. Y recordad, cuando os haya bendecido a una de vosotras, que la próxima rece cinco minutos para que sus sagrados cojones se llenen de nuevo. Rezad por su alma y por su fuerza.

“Dadle tiempo a que las hormonas hagan su trabajo”, musita para si.

María se dirige a la casa.

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Los operarios daban martillazos en el desván, el estridente ruido de una taladradora apagó cualquier otro sonido, abandonándola a su propia insania.

María evocó los casi catorce años de liberación en el convento, viendo crecer a su hijo, sin las medicinas que en el hospital la convertían en una triste muñeca.

Veía a Cristo retorcerse en la cruz de la capilla, no podía apartar la mirada del crucificado. Aquel hombre bueno debería haber gozado de la vida y no morir como un miserable ladrón.

Miraba bajo la tela esculpida de los calzones con la esperanza de ver los testículos del Santo Crucificado. Se masturbaba en silencio, rezando un rosario de obscenidades e imaginando el acto sexual con el nazareno. Mamándosela en la cruz mientras sangraba. Su esquizoide mente encontró una vía de escape e inspiración en aquella capilla.

Su hijo se educaba en un ala del convento que hacía las veces de escuela del pueblo con la hermana Carmen como profesora.

Cuando el pequeño Leopoldo acababa sus clases en el colegio y ella terminaba su trabajo en la cocina, cogía a su hijo de la mano y juntos iban a la capilla.

—Debes ser como él, un hombre bueno.

—Yo no quiero que me hagan daño, mamá.

—Nunca dejaría que te hicieran daño, Leo. Tú gozarás en la cruz en la misma medida que Jesucristo padeció. Te lo juro, vida mía.

—Mira, Cristo me hace gozar —le mostró a Leo su sexo abierto y perlado por el abundante fluido segregado.

Leo miró con interés; sintió un placer extraño en sus genitales, y creyó ver un corazón sagrado latiendo entre las piernas de su madre. Con siete años estaba gestando su propia demencia.

Y así, cada tarde que podían se sentaban frente al Cristo Crucificado. Leo observaba a su madre llevar la mano bajo la falda, la escuchaba gemir con las rodillas separadas. Se sentaban en los bancos de la tercera fila, para estar cerca de Él y a la vez resguardados de su propia inmundicia mental.

El pequeño olía con delectación el cuerpo sudado de su madre, sentía como la madera de los bancos transmitía el estremecimiento al llegar al orgasmo.

—Huele, Leo. Es la saliva de Cristo —María acercó la mano humedecida y resbaladiza de humor sexual hasta la nariz de su hijo.

El niño frunció el ceño.

—Así es Jesucristo, mi vida. Así tienes que ser tú. Así lo tienes que hacer.

Llevó la mano de su hijo a la vulva y le enseñó como acariciarla.

Leo lloraba, algo no estaba bien. Su madre le daba miedo. Y él también sentía miedo de si mismo, sentía que algo no estaba bien en aquel ni sitio ni dentro de ellos; pero su primera erección y la mano de su madre calmándolo frente a Jesucristo, convirtió todo aquello en una realidad única. La única posible en su cerebro.

Leo crecía, en plena pubertad tuvo su primera visión, (una alucinación esquizofrénica para un psiquiatra). Un mensaje de Dios para el niño y su madre; el Cristo Crucificado abrió la boca y le dijo al pequeño Leo:

-Tu semenes maná para las mujeres, para suapetito más íntimo. Derrámalo sobre ellas, dentro de ellas. Que tu pene sea el camino de la redención de esta segunda venida.

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Semen Cristus (1)

Publicado: 30 mayo, 2011 en Terror
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Con los brazos extendidos y atados en el travesaño de la cruz y la maraña de cables y tubos que bajan desde sus genitales hasta perderse entre las pantorrillas, recuerda vagamente al Hijo de Dios. Un dios tecnológico y sexual que no llega al grado de aberración masoquista del mito cristiano: Jesucristo.

A la vibración del tubo de vidrio se ha sumado un vaivén, la masturbación lo lleva a gemir como un animal. Una corona de espinas que no toca la piel del cráneo, que tan sólo es un adorno, lo convierte en algo desdichado y triste. Mediocridad enfermiza.

La mujer que ha echado cinco monedas en el monedero del Semen Cristus, tras sentir los primeros gemidos del cristo sacrílego se santigua con la mano derecha. Con la izquierda masajea su sexo por encima de la falda negra. Llora ante el pene encerrado en aquel tubo y desea llevarlo a la boca.

Las rodillas de Cristus tiemblan ante el creciente placer y una gota de saliva de la boca del sagrado, cae en los labios de la excitada madura.

La mujer apenas ahoga un gemido y extiende con los dedos la baba del cristo lentamente por sus labios. En algún momento se ha arremangado la falda y sus dedos se mueven bajo la tela de la sutil braga negra con creciente fervor.

Otra mujer espera paciente tras ella, presionando su sexo con los muslos, cruzando las piernas con nerviosismo. Parece contener la orina.

La madre de Semen Cristus, sube por una escalera de mano hasta su hijo, las mujeres observan la escena con devoto silencio.

Los rayos de sol que se filtran por los listones de madera de las paredes del cobertizo no dan suficiente luz. El establo apenas iluminado, crea cientos de penumbras entre las balas de paja y los barrotes sucios de una pocilga. Gruesos cirios amarillos con una cruz roja pintada, intentan apagarse a si mismos. Las llamas tiemblan se encogen y cuando casi han desaparecido, vuelven a crecer y desafiar una atmósfera apestosa en la que no hay aire en movimiento y el calor hace sudar la madera y la mierda que hay en el suelo.

Un marrano ronca y parece dirigir las oraciones de las dos feligresas.

—Hijo mío, gime para esas rameras. Grita tu placer y dales tu leche. Que se bañen en ella y unten con tu sagrada savia sus agujeros sucios. Sus rajas pegajosas de su propio gel de follar —le susurra la Sra. María al oído.

Su mano acaricia el rasurado pubis de su hijo excitándolo.

En el tubo de cristal, el pene parece aplastarse por la virulenta erección que su madre está provocando.

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Mierdosas divinidades

Publicado: 23 marzo, 2011 en Reflexiones
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Si pudiera escribir a alguien que le importara algo de mi vida, le diría que la vida ha sido larga hasta ahora.

Que me siento un poco cansado.

Si ese alguien que me escucha, le importo de verdad, sólo puede ser alguien poderoso; porque sólo alguien importante podría interesarse por mis miserias.

Soy demasiado vulgar para despertar interés.

Le pediría que es hora de paz; que ha llegado el momento en el que yo, cosa inane, deje de tener protagonismo.

No valgo tanto como para que un dios de mierda me preste tanta atención, no necesito que me jodan las divinidades. Soy humilde y sencillo. Quiero pasar desapercibido para los putos dioses.

No necesito que nadie ni nada piense en mí. Sólo Ella.

No quiero que un dios de mierda con sus proverbiales y piojosos designios me siga prestando su atención. Los hay necesitados, los hay malos. Los hay que deben morir.

Yo quiero ser ignorado por ellos.

Si Cristo en persona me diera su bendición, le diría que no me amara, que no intentara redimirme. Que ni se me acerque con su mierdosa misericordia. Porque si existiera, él sería el responsable de mis años de frustración y soledad.

Le diría que gracias a mi humana fuerza y entereza, he encontrado el amor, a pesar de él, a pesar de todos los dioses y deidades de este jodido mundo.

No existo, eso les diría. Que me dejen en paz esas mierdosas divinidades.

 

Iconoclasta

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