
El impreciso amor, la desesperante imprecisión de puño y letra.
En Los manuscritos del Iconoclasta.

No te rías cuando te digo que me la pones dura.
Dices que soy tierno.
A pesar de todas mis obscenidades. Me quieres demasiado, mi adorada.
Yo quería ser feroz…
Amándote me salen las cosas maravillosamente al revés.
Te voy a arrancar ese sujetador negro a bocados, maldita.


Caminar despacio es tener tiempo para ver la vida volar y arrastrarse, corretear, zumbar y desmembrarse en lluvias de hojas. Es ver la muerte cada día, en pequeños seres que apenas se dejan ver.
Con un escalofriante detalle de trillones de megapixels.
Seres que te das cuenta que existían por su cadáveres que inspiran una inusitada ternura. Pensaba de una forma instintiva, que la ternura y la inocencia están a salvo de morir.
No han hecho nada malo.
¿Por qué me parte el corazón la tierna muerte? La muerte tiene una delicadeza excepcional, debe amar mucho a quien se lleva en estas montañas.
Parece que están dormidos, que han muerto en un sueño sereno y feliz. Yo he visto la muerte en otros lugares y no es así. Es despiadada, es un golpe en la cabeza que te deja vivir el instante necesario para que sepas que es cuestión de segundos que se acabe todo pensamiento tuyo.
Pero aquí, entre las montañas, es como si se relajara, como si acariciara el lomo de los animales y les dijera: «Ven conmigo, pequeño, ya estás cansado. Ahora tienes que dormir».
Y sí, parecen dormiditos.
Quiero que haga eso conmigo cuando estoy cansado, cuando duele la vida, cuando hay esa tristeza por las pequeñas tragedias de todos los días.
Quiero que me diga: «¿Nos vamos ya? ¿Verdad que ya has tenido suficiente intensidad?» Y morir dulcemente también con un cigarrillo consumiéndose entre mis dedos.
Mientras llega el momento, no dejaré de pasear despacio asombrándome y emocionándome por trascendencias sutiles y peludas.
He aprendido a ver la vida y la muerte. A amarlas ambas, con admiración y ternura.
Tal vez yo sea el cortejo fúnebre con mi caminar lento y pesado, la plañidera de los seres muertos que son ignorados.
Es un oficio bonito, nunca pensé esa posibilidad.
La hermosa soledad con muerte se paga.
Es un precioso trato.

¿A que estoy gracioso con esas gafas?
Parezco realmente tonto con los dedos en la sien, jamás podrán disparar.
Soy tan cómico denigrándome yo mismo, destruyendo cualquier asomo de dignidad.
Nadie se podrá quejar cuando me ría de otros, de todos.
De todo .
Un día tendré los dedos cargados con gruesas balas, gitaré: ¡Bang! Y se destruirá este cráneo y las gafas de idiota que sostienen. Y se os congelará la risa en el rostro cuando los trozos de mi minúsculo cerebro imbécil os salpiquen.
Seré un póstumo sociópata.
Las quejas: a vuestros dioses de madera y escayola.
No es por vosotros mismos esta inquina, es por lo que representáis; ego os absolvo.
Seguramente, nacisteis buenos y la abulia os hizo malos y mediocres (es una forma de consuelo muy discutida por filósofos).
Detestar es un acto ignominioso en las redes sociales; pero es legal y necesaria en mi red sináptica cortocircuitada por tanta banalidad. Un arco voltaico que pondría de pie al jovencito Frankenstein en décimas de segundo. Sin llantos por parte de Gene Wilder «Fronkonstin».
Hay cosas por las que una vez reí…
Yo también puedo ser banal. Banal como la lágrima que dibujan en los rostros de los cristos crucificados de las iglesias.
No… No se acercarán ni remotamente a imaginar la masiva destrucción neuronal de mi tejido cerebral antes de que mis dedos dispararan.
Concluirán que era tonto. Bien, yo me lo he buscado, es maravilloso el libre albedrío de mierda.
Podría meterme un pepino culo, como hacen los suicidas depresivos de Kenzaburo Oé; pero la verdad, soy pudoroso, padre Demenciano.

Hay algo que parte los huesos, los troncha como madera seca.
Es el vacío.
Cuando se abraza la nada en la que se forma el espejismo de un deseo, los huesos se astillan y sientes el lacerante dolor de lo que no hay.
Los sueños incumplidos tienen el terrorífico poder de la ruptura impía.
La ausencia parte el ánimo como una paja seca y el ánimo siempre está alojado en el tuétano, en la médula tan profunda como el amor que me destruye.
Es normal que se partan los brazos. Los levantadores de pesos no tienen que elevar el vacío, por eso no sangran cuando elevan los 200 kg. por encima de sus cabezas.
No es extraño despertar con los brazos colgando, como si fueran las alas podridas que el cuervo arrastra por el suelo.
Oyes el crujido y piensas que no es posible, que no pueden partirse tantas veces los huesos, que eres un Sísifo que apenas se recompone, se parte de nuevo.
Y lloras brevemente todo ese dolor antes de que el sol te ilumine el rostro. Con cierta vergüenza, porque ¿cómo explicas que el vacío te ha roto los brazos? Que no es cáncer.
«Es que ella está horriblemente lejos, médico de brazos rotos, y deja su vacío allá donde miras».
¿Es que nadie me va a entender?
Si mi pene tuviera huesos, se partirían. Eyacularía sangre que correría por mis muslos espesa, pornográficamente dolorosa…
Es como si el vacío pidiera mi médula para llenarse. No sé…
Duele madre, duele la vida que me diste.
Hiciste mis brazos de cristal…
El mundo me está destrozando en vida, coño.
Piensas que si usaras los pulmones para aspirar el olor de su cabello y su coño, las costillas se partirían y rasgarían los pulmones.
No existe nada tan letal como aspirar vacío.
Lo sé por las alas marchitas de los cuervos y las mías. Tan rotas que me hacen amorfo, me roban la humanidad y crean un gusano de mí.
Mierda…
El dolor no es espejismo, no es un vacío. Es la obscena y única materia que llena la nada con cúbitos y radios estampados con lunares rojos.
Habito un vertedero de huesos ensangrentados.
¿Cuántas veces podrán destrozarse mis brazos para llenar el vacío? Debe haber un final, una conclusión. No puede ser tan largo.
No hay mal que un millón de asquerosos años dure.
Lloras para liberar la presión osmótica que se crea entre la membrana del sueño y la de la fatalidad. Observando el cúbito y el radio asomar obscenamente, rasgando la piel que debería ocultarlos. Y piensas en el calcio y su deficiencia.
Y en que la única fe es la del absoluto e insaciable poder del vacío.
Duelen los oídos porque la baja frecuencia del sonido de un hueso al partirse, afecta al tímpano y a un puto corazón que está al borde del colapso.
Es lo mismo que decir que eres impetuoso muriendo…
En tu piel, en tu rostro y en tu coño deseado está mi protección. En tus labios entreabiertos que mi lengua invade.
Cualquiera de los dos pares.
Sin ti el mundo enmudece con un escalofriante chasquido y se parten los brazos allá donde abrazaban tu torso brillante.
Suave, suave…
Y se cierran los ojos lentamente con la más triste aflicción y las manos crispadas aún, intentando contener tanta locura.
Toda la locura.
Toda tú.

Iconoclasta

Aquí estoy ensayando mi pose y ademán más vanidoso, mi mejor lado. Sé que aparecerá mi efigie en una serie de sellos de correos y seré minuciosamente admirado por lupas de doctos filatélicos. Estaré en los sellos más caros, como es natural; pero como siempre llego tarde, cuando rindan homenaje a «moi»: Iconoclasta I, ya estaré muerto.
Y como conozco a la humanidad: su envidia y absoluto pésimo gusto, elegirán mi peor foto para molestarme por pura maldad mientras muero tranquilamente.
Así que me adelanto y dejo ya mi efigie perpetuada para los sellos de 20, 30 y 50 euros (éste último con obsequio de un condón ilustrado con una de mis genialidades: Soy lo que rima con joya de ingenioso, ego os absolvo (el latinajo solo para condones king size o 10XL, porque en los normales no cabe la cita entera).
Es un hecho probado científicamente que los que tienen el pene gigante es porque han sacrificado masa cerebral para alimentarlo.
A meditar sobre esto y me hacéis una redacción de 15 páginas mientras Iconoclasta I se retira a sus aposentos a dormir.
Joder… Por un momento pensé que no acabaría nunca de escribir. Soy tan locuaz…