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Semen Cristus (11)

Publicado: 29 julio, 2011 en Terror
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En el campamento de chabolas los drogadictos hablaban entre si un idioma desconocido, un farfullo solo comprensible para los cerebros hechos papilla. Sentados frente a las ruinosas casas se abrazaban las rodillas balanceándose, intentado contener el ansia por chutarse. El que le vendía las hormonas y otras drogas, suministraba en aquel barrio.

En uno de los callejones sin salida, se encontraba estacionado un Audi negro, y un chico tembloroso de “mono” se encontraba hablando con el conductor. Metió la mano en el interior del coche y la volvió a sacar para meterla enseguida en el bolsillo de la cazadora vaquera. Cuando salió a la calle principal, giró la cabeza a izquierda y derecha y emprendió camino cabizbajo.

El conductor del coche se encendió un cigarrillo.

María se mordía el labio inferior nerviosa dentro de la furgoneta.

Acercó el vehículo al bordillo y estacionó frente al callejón, delante del parachoques del Audi.

El conductor hizo sonar el claxon varias veces con enfado. Gesticulaba con las manos indicándole que aparcara a un lado, no allí delante.

Cuando María bajó de la furgoneta, el hombre dejó de hacer sonar el claxon tras reconocerla.

María, al igual que el yonqui, se agachó para hablar a través de la ventanilla.

El hombre accionó un pulsador en la puerta y la luna bajó rápidamente.

—Hola, Martín.

—Hola María. Menudo susto me has dado. No sabía si eras una poli o un mugriento yonqui de éstos. ¿Qué necesitas con tanta urgencia que te ha traído hasta aquí?

—Necesito unos cuantos sedantes, valium o diazepan. Y también que me digas cual es el chico más necesitado, el que se prestaría a venir conmigo para trabajar en casa. Alguien sin familia o que nadie pregunte por él.

—Puedes encontrar a patadas de esos por aquí, no tienes más que elegir uno al azar.

—Lo quiero muy joven, no he visto a ninguno así por aquí. Te pagaré seiscientos euros si me envías a un chico a casa de entre quince y dieciséis años. Que venga pensando en tareas de granja. Estará servido de cualquier cosa a la que esté enganchado.

—¿Se puede saber qué tramas?

—Estoy cansada para limpiar la mierda del establo y atender además a mi consulta. Y mi hijo quiere irse del pueblo y conocer otros lugares. No me quiero quedar sola.

—¿Sabes en lo que te vas a meter? Esta gente, en cuanto siente el mono, son intratables.

—No te preocupes por eso, lo tendré contento. Y sabes que siempre te he pagado, yo cumplo —le pasó un papel doblado.

—Esto es mi dirección y teléfono, que llame antes de venir.

—¿Y los seiscientos?

—Cuando el chico esté trabajando para mí, te compraré más mierda. Y en ese momento te pagaré lo acordado.

—Está bien, a ver si encuentro alguno entre toda esta basura. Te llamaré en cuanto sepa algo —le entregó una bolsita llena de pastillas a María—. Esto son ciento cincuenta.

María sacó el dinero del bolso y se lo entregó.

—Que sea rápido, Martín. Tengo prisa.

Cuando María ya se dirigió hacia su furgoneta, Martín arrugó la nariz con disgusto por el olor que desprendía María la loca.

—Te hace falta ayuda y jabón, so guarra —pensó.

María se volvió hacia él con una mirada de intenso odio y Martín temió haber pensado en voz alta; pero la mujer se subió a la furgoneta sin decir nada.

Cuando llegó a casa, el contestador acumulaba un gran número de mensajes. Eran las feligresas, querían su misa.

Llamó a Candela.

—¿Estás más tranquila, Candela?

—Estoy que me va a dar un ataque de nervios. No puedo ni dormir ni pensar.

—Necesitas a Semen Cristus.

—Necesito olvidar que mataste a tu hijo y yo lo enterré.

—Entonces date prisa en olvidar, porque no será bueno ni para ti ni para mí que alguien sepa lo ocurrido.

—¿Y qué harás cuando pregunten por tu hijo?

—Encontraré su reencarnación y volveremos a celebrar la misa del Gran Placer. Ten fe.

—Estás loca.

—Te avisaré cuando esté lista la próxima misa.

Candela colgó el teléfono y todo el autocontrol que había conseguido reunir se hizo añicos. Sintió su corazón palpitar con latidos arrítmicos. Estaba a punto de sufrir una crisis de ansiedad. Tenía que hacer cosas, olvidar.

Salió de casa con el carrito de la compra y en lo que menos pensaba era en lo que iba a comprar.

La única opción que tenía, era conservar su trato con María y convencerla de que no hablaría jamás de aquello.

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Carlos escuchaba la radio confortablemente sentado en su tractor, yendo y viniendo de un extremo a otro del campo, arando la tierra por enésima vez en seis meses, infinita en toda su vida. Pensaba en Candela, en la rápida depresión en la que se estaba sumiendo. Dando vueltas a la cabeza para encontrar las palabras adecuadas para convencerla que debía acudir al psicólogo. No sería la primera mujer de un agricultor que debía acudir en busca de ayuda médica.

Se desvió y llegó hasta situarse discretamente lejano de la casa de María. La mujer estaba apeándose de la furgoneta. Su hijo no iba con ella.

Debería hablar con ella. Comentarle que Candela se encontraba distante y triste, consultarla como cliente y conocer así más de cerca a la loca. No podía ser casualidad que Candela hubiera pasado de un estado de tranquilidad inicial cuando comenzó sus visitas y de pronto cayera en especie de apatía y tristeza.

Pero por alguna razón dejaría que el cura se informara discretamente, a un lugar donde solo van mujeres, un hombre aunque sea un vecino conocido, causaría desconfianza.

Esa misma mañana, se acercó a la parroquia y habló con el padre José.

—Buenos días, José.

—Buenos días, Carlos. ¿Qué te trae por aquí tan pronto?

—Tengo que consultarte algo, porque Candela se encuentra muy decaída. ¿Sabes por casualidad que tipo de tratamientos ofrece la María a las mujeres? Candela inició sus visitas hace ya meses y parecía que iba bien; pero hace unos días ya que va deprimida.

—Pues te parecerá extraño; pero con la cantidad de mujeres que acuden a casa de la María, no tengo ni un solo chisme de ninguna. Y María misma, es una asidua a misa. Pero no cuesta imaginar que siempre se trata de remedios caseros y un poco de cuento y supersticiones. En definitiva, creo que se curan por distracción, de tanto hablar entre ellas, que por las infusiones o pomadas que prepara.

—No sé que decirte, José. Candela anda muy triste y sigue acudiendo a la consulta de esa curandera, que por cierto, huele que apesta y se trae ese mismo olor a casa.

—Un día de la próxima semana tengo que ir a la parroquia vecina y me pilla de paso la casa de María, haré una visita de cortesía y de paso le pediré un remedio para el dolor de pies, y veremos que prepara. Te comentaré lo que vea. Pero yo no me preocuparía, Carlos.

—Gracias, José. Me dejas más tranquilo.

Cuando Carlos se metió en su auto, el padre José entró en la parroquia y se sorprendió al ver que Jobita, la mujer de Gerardo lo miraba con intriga.

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Semen Cristus 10

Publicado: 16 julio, 2011 en Terror
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Era imposible apartar de su cabeza la imagen de Semen Cristus sangrando, el pavoroso ataque de su madre. La locura que había en sus ojos, incluso en el ojo abierto del cadáver del mesías.

Tiene que resucitar, los mesías resucitan y dan una segunda oportunidad a la humanidad.

Se asustó de su propia locura.

Sonó el teléfono y se sobresaltó.

—¿Candela?

—Dime Lía.

—¿Sabes algo de Semen Cristus? María me ha dicho que está enfermo y no se pueden hacer misas hasta que nos avisen. ¿Qué puede tener?

—No tengo ni idea. Debe ser algo sin importancia; Nuestro Señor es un chico fuerte.

—Que el Señor te oiga. Lo necesito, no sé que me ocurriría si no pudiera sentir su hostia. Ya he tenido bastante mala suerte —la viuda lanzó un sonoro suspiro de paciencia.

—Mañana la llamaré. A ver si consigo que me explique lo que le ocurre a Semen Cristus y para cuándo podremos volver a celebrar la misa.

—Te noto cansada, tienes la voz tomada. Seguro que ya estás incubando una gripe.

Candela se secó las lágrimas de la cara y limpió la nariz goteante.

—Seguro que sí. A ver si acaban de una vez la dichosa capilla del desván. Hace mucho frío en el establo.

—No todo el tiempo; yo salgo sudando siempre —bromeó Lía riendo.

A Candela le fue imposible sonreír y se quedó muda en el auricular.

—Buenas noches, churri.

—Buenas noches, Lía.

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—Tú no te encuentras bien. Algo te está pasando. Te noto tensa, nerviosa.

—¡Que no, coño! Ya te he dicho que me ha de bajar la regla y me duelen los ovarios. Estoy cansada.

Carlos dejó de insistir y continuó cenando en silencio. Su hijo miraba la televisión y esporádicamente el plato para acertar a pinchar un trozo de beicon.

La mujer se levantó de la mesa para ir a la habitación.

—¡Qué rara está tu madre!

—Esta tarde no estaba cuando he llegado. Ha estado en casa de la María la loca. Parecía que lloraba.

—¿Ah, si? Pues normalmente viene de buen humor. Seguro que se ha discutido con alguien en el grupo.

Carlos sabía que no era así. Candela estaba pasando por un mal momento, se lo decían sus huesos que la conocían desde hacía muchos años.

Y se preocupó. Cayó en la cuenta, de que al entrar en casa, olió de nuevo, aunque levemente, ese desagradable olor a mierda y podrido que desprendía la María a pesar de la colonia con la que se duchaba. El mismo hedor que en el coche de Gerardo.

Recuerda a un anciano vecino que tenía cerdos y al que tenía que ayudar cada tres días a limpiar el establo. Era el mismo desagradable olor. Mierda y paja fermentada.

No le costó mucho imaginar que el establo tenía que ser el “consultorio”.

¿Y por qué le ocultó Candela que estaba allí cuando él llegó la mañana que el tractor se encalló en el barro?

No hay nada al aire libre que huela como un establo sucio.

Cuando vives cada día igual al anterior durante años y años, te sensibilizas a los cambios por pequeños e imperceptibles que puedan parecer.

Y lo peor, era que Candela, no era ella. Nunca la conoció como se encuentra ahora.

¿Y si los remedios de la María eran tóxicos? Muchos curanderos y sanadores recurren a hierbas con principios tóxicos o con alguna droga que pudiera afectar al organismo si se toma con demasiada frecuencia.

Durante la partida de dominó de aquella tarde en el bar, los amigos comentaban de nuevo cómo las mujeres del pueblo acudían con frecuencia a la curandera. María la loca…

Fue un comentario de Alberto el que despertó un pequeño recuerdo sin importancia.

—Será muy buena con las hierbas y curando; pero es una guarra de cuidado. Mi mujer vino a casa con olor a mierda fermentada. Ni que pasaran consulta en la cochinguera.

Se rieron y uno de los jugadores dio un fuerte golpe en la mesa al plantar la ficha y decir: Me doblo.

Algunos maldijeron y otros simplemente se levantaron de las sillas para ir a casa a cenar.

El olor a se hizo más patente al pensar en ello y cuando entró en la habitación, lo notó flotando en el aire como una presencia insana.

Tenía que informarse mejor de lo que ocurría en aquella casa, el párroco algo debía saber de aquello.

Y pensó que durante la mañana, se acercaría a la iglesia para preguntar al padre José si sabía algo por medio de las habladurías, de lo que realmente hacía María la loca en su casa.

Candela soñaba con Semen Cristus. Revivía sus placeres una y otra vez y se masturbaba incluso con el recuerdo de su cadáver: la piel pálida, la sangre contrastando vivamente. Su ojo partido en dos… Se frotaba el sexo con la tierra que cubría su cadáver. Y lloraba ante la desesperación de no sentir el milagro del placer.

Soñó que se revolcaba en el sucio establo entre paja podrida penetrada por Semen Cristus.

Jadeando como una cerda.

Soñó con su hijo. Fernando estaba clavado en la cruz y ella abría sus piernas a él.

—Madre bendita, lóame con tus gemidos.

Y ella se arrancó las bragas hiriéndose la piel. Y metió sus dedos en la vulva mojada y blanda, subió por la escalera a la cruz y puso los dedos en los labios de su hijo. Este los chupaba y succionaba, el zumbido del tubo que agitaba su pene era un crescendo que reverberaba en su vagina hirviendo. Cuando alcanzó el clímax, sus manos se aflojaron y cayó de la escalera. Su cabeza se clavó a un rastrillo y murió agitándose como una muñeca rota con la mano entre las piernas.

Despertó repentinamente y corrió al lavabo. No vomitó nada y su estómago se contrajo hasta el dolor.

—Candela, por el amor de Dios ¿Qué te ocurre? Voy a llamar al médico ahora mismo ¬—dijo José que entró en el baño al oír sus arcadas.

—No quiero que llames al médico, es un malestar de la regla, ya te lo he dicho. Vete a dormir, estoy bien.

No, no estaba bien, pensaba Carlos. Se metió en la cama sin dormirse.

La cabeza de Candela giraba en círculos en torno a Semen Cristus, María y todas las mujeres que disfrutaron de las misas del placer ante un chico de dieciséis años. Era el peso de la vergüenza lo que la angustiaba. Y aún así, no podía evitar sentir una triste sensación de falta. Aquella certeza de que no volvería a sentir el milagro del placer puro la hizo romper a llorar más que ninguna otra cosa.

Se acostó de nuevo al lado de su marido; pero tampoco durmió.

Por unos segundos le pareció que olía a podrido en la habitación y después llegó el amanecer y un terrible día lleno de comprensión y miedo iba a comenzar.

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María había despertado a las dos horas de su “alucinación”, el dedo le dolía horriblemente donde se había alojado la espina. Su cabeza estaba orientada hacia el pequeño televisor apagado que la reflejaba y sus ojos miraban directamente dentro de ella, a su locura.

Tras beberse una cerveza, quedó dormida de nuevo, arropada por Dios.

Cuando despertó a la mañana siguiente, seguía en la silla de la cocina y un intenso dolor lumbar provocó un quejido y una blasfemia cuando se incorporó.

Orinó y abrió la puerta del patio trasero, Semen Cristus no había resucitado. Su propio hijo había sido rechazado por Dios para continuar con su reinado del placer.

Ahora que su hijo era un simple cadáver, que ya no era la encarnación del Mesías, escupió sobre su tumba, cerró la puerta del patio y bloqueó cualquier sentimiento que alguna vez hubiera sentido por él.

Se vistió con unos vaqueros y una blusa vieja de cuello redondo con estampado a base de rombos negros y rosas.

Condujo la furgoneta hasta el centro comercial del pueblo vecino.

Apenas rebasó la batería de anuncios de tiendas que bordeaban la carretera, giró a la izquierda y se alejó de allí.

Cinco minutos tardó en el llegar hasta una barriada de chabolas, en las que los yonquis, algunos morían al sol y otros andaban gritando a algún ser invisible. Dos pequeños y sucios niños, se lanzaban piedras y las lanzaron también a la furgoneta.

Atravesó la única calle de aquel poblado y llegó hasta el vertedero ilegal.

Allí se reunían putas y chaperos de sangre venenosa, para ganarse unos euros por una mamada o una penetración. Muchas veces cobraban papelinas de caballo o cocaína y otras veces, cuando ya sus cerebros se habían deshecho, eran liquidados por algún sicario de un camello sólo allí poderoso.

Tan acostumbrada estaba al fuerte hedor en el que vivía, que cuando bajó la ventanilla, no sintió ofendido su olfato.

María necesitaba encontrar a Semen Cristus reencarnado. Lo necesitaban sus devotas amantes. Lo necesitaba el mundo entero para experimentar su mensaje de placer y gloria. Y en medio de su esquizofrenia, algo de lucidez le hizo saber que necesitaba el dinero para mantener su casa. Tenía que hacer creer que Leo seguía vivo.

 

Matar a Cándida que lo sabía todo.

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Semen Cristus (9)

Publicado: 8 julio, 2011 en Terror
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Cuando María abrió la puerta de su casa, se santiguó y esperó que la madre de nuestro Señor, la santificara y bendijera. Candela deseaba la bendición del Otro. María era solo un trámite por el que debía pasar.

María la acompañó hasta el cuarto de Semen Cristus. Este respiraba muy débilmente, sus tremendas ojeras no hacían más que acentuar su rostro demacrado por la fiebre y el dolor. Sufría breves espasmos musculares que le hacían lanzar las piernas al aire con un sobresalto.

Candela tocó su frente:

—Te amo mi Señor. María, tu hijo está ardiendo, hemos de llamar al médico enseguida o no pasará de mañana.

—No puedo, no quiero volver al manicomio.

—¿De qué me hablas?

—Me harán responsable de su muerte. Soy esquizofrénica.

—¿Entonces todo es una farsa? ¿Tu hijo es esquizofrénico también?

—No somos unos farsantes, mi hijo es Semen Cristus el nuevo mesías, al que habéis adorado tantas veces y os ha hecho mujeres cuando simplemente erais un objeto de trabajo, una sirvienta para vuestra familia. El os ha redimido de vuestra vida vacía. El ha hecho la alegría en vuestros coños. ¿Es un farsante? En tal caso, vosotras con vuestra gran devoción a su polla, no sois más que unas fariseas. Mi hijo y yo estamos locos a vuestros ojos; pero vosotras sois unas sucias putas que tan solo buscáis que llenen vuestra entrepierna de placer como ningún hombre lo ha conseguido.

Candela sintió el peso de la frustración y de su vergüenza ¿Cómo había llegado a adorar a una pareja de locos? ¿Cómo no se dio cuenta?

El sexo le palpitaba con tanta fuerza la primera vez que asistió con Lía a la misa de Semen Cristus, que tal vez borró toda duda. Tal vez ni siquiera se planteó si era cierto o no. Era puro placer.

Y la repetición constante del ritual, las maneras… Se crearon verdades y fe en base a la locura. Adoraban a dos seres enfermos de gran magnetismo.

Tenía razón María, eran unas hipócritas, unas zorras con el coño ardiendo.

Semen Cristus debía continuar su misión en la tierra.

No. Estaban locas.

—Basta ya María, hay que llamar a una ambulancia. Y tú tienes que curarte, has de medicarte. Tú eres la enferma, nosotras las zorras…

—Jamás volveré al manicomio. Ni por mi hijo ni por nadie.

Los ojos de María se tornaron brillantes de delirio. Metió la mano bajo la camiseta y sacó un cuchillo carnicero de la cintura del pantalón y lo clavó en el estómago de su hijo sin demasiada prisa. Fríamente. Y otra vez en el corazón, y en la cara. Semen Cristus despertó de su enfermedad con un grito de dolor. Candela se abalanzó sobre ella, María la empujó con fuerza y la tiró al suelo.

Cuando Candela se incorporó, Semen Cristus estaba inmóvil, con un nuevo y profundo corte en la cara y un ojo destrozado. Vomitó bilis y sintió el terror que la invadía y le quitaba la razón.

—¿Qué has hecho María? —Candela lloraba, tenía la blusa manchada de la sangre de Semen Cristus.

—No volveré al manicomio. Y si abres la boca, todo el mundo sabrá de nuestras misas, daré todos vuestros nombres, las horas y los días en los que habéis asistido a las misas de Semen Cristus ante su cuerpo menor de edad crucificado. ¿Qué te pensabas, puta? ¿Qué soy tan idiota? Ayúdame a esconderlo.

Todo se precipitó en la mente de Candela y el horror a la vergüenza superó el del asesinato.

Envolvieron el cuerpo de Leo con las sábanas ensangrentadas y lo llevaron al patio trasero de la casa. Ya había una fosa cavada. Lo tiraron dentro y María le ofreció una pala a Candela. En media hora cubrieron el cadáver y aplanaron la tierra cuanto pudieron con golpes de pala.

—Límpiate y ve a casa. No hables con nadie de esto, porque antes de matarme, lo escribiré todo y lo enviaré al cuartel de la Guardia Civil.

Candela se lavó la cara y las manos. María limpió las manchas de su blusa con jabón líquido y un poco de agua hasta que no resultaron tan escandalosas.

Cuando salió de la casa sin decir palabra, pensó que jamás llegaría a su casa, le flaqueaban las piernas y una náusea constante le oprimía el estómago.

De alguna forma llegó y entró en casa en silencio, sabiendo que su hijo estaba en su cuarto, seguramente escuchando música con los auriculares mientras hacía las tareas de la escuela.

Se fue a su cuarto y se desnudó con prisa para meterse en la ducha.

Con el pelo aún empapado se vistió con un pijama e hizo jirones la ropa que se había quitado, incluso la ropa interior y los calcetines. Lo tiró todo a la basura.

Hizo acopio de valor y abrió la puerta del cuarto de Fernando.

—Hola cariño ¿Tienes muchos deberes? —le dio un beso en la mejilla y Fernando torció la cara con disgusto, como adolecente que era.

—Como siempre —respondió con parquedad.

Temeroso de que invadieran su intimidad.

Candela sintió que rompía a llorar, el “como siempre” ya nada sería como había sido antes. El “como siempre” ya provocaba añoranza en ella; había dejado de existir y de repente sintió la urgente necesidad de despertar de aquella pesadilla. Abrir los ojos y pensar que todo fue una terrible alucinación.

Salió del cuarto de Fernando y se sentó en la mesa de la cocina a llorar lo que necesitaba.

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María, tras bañarse salió al patio de la casa y rodeó la tumba con tantos cirios encendidos como encontró.

Oraba a Dios pidiendo perdón, lloraba su propia desgracia y ofrecía la muerte de su hijo como un sacrificio.

Le rogaba al Nuevo Mesías que resucitaría emergiendo de esa tumba, que cuando llegara ante Dios Padre, intercediera por ella. Ante la sepultura se masturbaba evocando el necrótico pene.

Evocaba los momentos de placer, manteniendo la psicótica esperanza, de que de un momento a otro, aquel cuerpo resucitaría con un alma más pura y su pene erecto, de su glande manaría aquel fluido denso y viscoso que lo lubricaba.

Durante su orgasmo, los cirios parecían ser atacados por un viento que no había, su llama se estiraba, se encogía y cuando parecían apagarse, reanudaban su fulgor.

Su mirada quedó prendida en uno de aquellos pabilo, en ellos comenzó a entrever una figura formándose. Era Cristo Crucificado. La cruz suspendida de la nada, se colocó a unos centímetros a lo largo de la tumba.

María se santiguó el sexo y las tetas. La mano derecha de Jesucristo se estaba tensando, desclavándose de la madera, desgarrándose por la cabeza del clavo que la sujetaba. Jesús lloraba ante la tumba de su hijo mojando de lágrimas la tierra.

Su mano avanzaba a lo largo del clavo y la sangre caía espesa para formar un barro rojizo. Jesús suspiraba de cansancio y dolor.

Pidió ayuda a su Padre, pero nadie le respondió. Con un último esfuerzo, lanzando un grito apagado, la mano venció la resistencia del clavo y destrozando el dorso, por fin quedó libre.

La usó para acariciar la tierra, y untarse la cara con ella.

—Mi hermano… Voy a por ti, por tu espíritu. Te guiaré y juntos iremos con nuestro Padre y demostraremos con nuestras muertes y cicatrices que hemos hecho todo lo posible por el ser humano, que nada nos queda ya de sangre para poder ofrecer. Que nuestro Padre nos de perdón y descanso, Hermano mío.

Jesucristo giró la cabeza hacia María, al hacerlo su corona de espinas cayó encima de la tumba de Semen Cristus.

—Dios no te pidió esto, María. Mi padre no te pidió que asesinaras a mi Hermano. Eres una enferma, pudriste a tu hijo. Dios no quería que lo convirtieras en una máquina de placer carnal. Ni tu locura te absuelve de tus pecados. Te abandonamos a ellos, no velaremos por ti, tu alma está condenada, podrida María. Y que Nuestro Padre me perdone por tanto odiarte.

Jesucristo se esfumó en el aire gimiendo de dolor, con su voz grave y agónica, eternamente cansada por respirar crucificado; dejando la corona de espinas gotas de sangre en la sucia tierra de aquel inmundo sepulcro.

La cara de María estaba salpicada de la Sagrada Sangre.

Se asustó de su alucinación y lavándose la cara de sangre, le escocían los dedos, donde se clavaron las púas de la corona de espinas que retiró de la tumba de su hijo.

Y sólo por un momento, deseó que alguien le metiera mil voltios en el cerebro y borrara esa alucinación de su mente. Y que desapareciera la maldita espina que le dolía entre uña y carne.

Se durmió con el pecho apoyado en la mesa de la cocina comiendo tocino rancio con pan y aceite.

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Semen Cristus (8)

Publicado: 4 julio, 2011 en Terror
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Cuando María entró en casa, Leo se encontraba en la cama, se había tapado hasta la cabeza. Se quejaba de frío y sudaba copiosamente.

Le colocó el termómetro digital bajo la axila; marcaba treinta y nueve grados. Le hizo tomar un comprimido de paracetamol.

—Descansa, te has enfriado. ¡Malditas obras! ¿Es que nunca van a acabar?

Ese día no había obreros en la casa; quedaba por finalizar los trabajos de electricidad, agua y pintura; pero estaban a falta de materiales y se encontraban trabajando en otros lugares.

Tan sólo dos semanas más y podrían dar las misas de una forma más decente e higiénica.

Metió la mano entre las piernas de Leo sin que éste se moviera. Notó un bulto en la ingle del chico, era una garrapata.

Apartó la mano con repugnancia.

—No te muevas ahora Leo.

Leo estaba dormido, su pecho bajaba y subía rápidamente.

Encendió un cigarro y apoyó la brasa en el cuerpo de la garrapata durante unos segundos, acto seguido la cogió con los dedos y ésta se desprendió fácilmente, la dejó caer al suelo y la aplastó de un pisotón.

Apartó la colcha y la sábana y examinó detenidamente el cuerpo de Leo, cuando palpó los testículos encontró otro bulto; pero no se trataba de una garrapata, parecía una verruga. Los limpió con colonia y una gasa y le aplicó una pomada contra eccemas. De tanto tocar los genitales, el pene se había puesto erecto.

Se sobresaltó pensando que podría tener ella también una garrapata, se desnudó y se exploró el cuerpo como pudo, sobre todo en los pliegues de grasa. Estaba limpia.

Pensó en llamar al médico; pero no podía.

A la mañana siguiente, Leo intentó levantarse, pero su madre tuvo que ayudarle a llegar al baño.

—Mamá, me duelen mucho los huevos, me noto algo —dijo mientras orinaba.

María lo acompañó de nuevo a la cama y le hizo separar las piernas, la verruga se había convertido en llaga abierta que supuraba. La limpió y le aplicó más crema.

—No es nada, Leo, un eccema que ya está mejor.

—¿Quieres que te ayude a relajarte, cielo? —le preguntó cogiéndole el pene con dulzura.

—No, mamá. Me encuentro muy cansado, sólo quiero un poco de agua y reunirme con mi hermano Jesucristo.

María le dio de beber alzándole la cabeza y salió del cuarto.

Al día siguiente, la fiebre había remitido un poco, tan sólo medio grado y la llaga estaba enrojecida, supuraba pus. Tenían ocho misas para ese día.

—Tienes que levantarte, cielo. Hoy tenemos trabajo. Eva y Gloria están esperando frente al establo.

—Está bien; pero me pondré la túnica.

La túnica era de lana, la usaban durante los días fríos. Tenía un agujero abierto en la zona genital para poder sacar por él el pene y los testículos durante la crucifixión.

—Claro que sí. Y tengo también tu jersey de lana.

Cuando Leo se puso en pie, su piel parecía de cera y se pegaba a los huesos de las costillas dándole un aspecto famélico y enfermo.

Su madre se santiguó y le pidió a Jesucristo, que lo mantuviera vivo un poco más.

Al final del día, Semen Cristus olía a sangre seca. Sus testículos estaban negros y tumefactos y la necrosis se extendía a la base del pene.

Lo lavó, le hizo tragar tres comprimidos de antibiótico e intentó que dejara de gritar y retorcerse de dolor agarrándose los genitales. A su pesar, le metió en la boca cuatro comprimidos de analgésico y tras media hora más de gritos de dolor y delirio, Leo quedó dormido por puro agotamiento.

Llamó por teléfono al veterinario, el doctor Hipólito

—Doctor, al cerdo se le han puesto negros los testículos y no deja de quejarse.

—¿Hace mucho tiempo que se encuentra así?

—Va para tres horas.

—¿Huele especialmente mal, diferente?

—Sí, doctor.

—Es necrosis, hay que amputar esos órganos antes de que la infección se extienda.

-¿Y no le puedo dar un calmante para que se tranquilice? ¿Algo para la infección?

—Pásese por mi casa, le daré un tratamiento para que el animal no sufra hasta mañana que lo examine.

—Ahora mismo voy para allá.

Cerró la puerta de la casa y cogió el coche para recorrer los escasos dos kilómetros que había hasta el domicilio y consulta del veterinario.

La consulta estaba ya cerrada; pero cuando llamó al timbre, el doctor abrió la puerta, llevaba dos frascos en la mano.

—Aquí tiene María. Esto son calmantes y esto antibióticos de amplio espectro. No creo que sirvan de mucho, por lo que me ha explicado se están gangrenando; lo único que haremos con ello, es evitar que la infección avance. Y aún así, puede que muera.

El Dr. Hipólito no se ofreció a visitar al cerdo esa misma noche. Por experiencia sabía que la gente del campo prefería esperar unas horas, antes que pagar tres veces más por la visita de urgencia.

—Son sesenta euros.

—Muchas gracias Dr. Hipólito —dijo contando apresuradamente los billetes y entregándoselos.

—Buenas noches, María. A ver si hay suerte.

Cuando María entro en casa, subió a la habitación, incorporó a Leo y le obligó a tomar seis pastillas.

En la cocina se preparó una cena a base de ensalada y un bocadillo de longaniza. Se quedó dormida en el sillón frente al televisor hasta bien avanzada la madrugada.

Soñó que a su hijo se le caía el pene seco y al estrellarse contra el suelo, se rompía dejando salir orugas de una blancura virginal. Ella se las comía entre arcadas y vómitos.

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—Nuestro Señor está enfermo, llámame dentro de tres días. Si se encuentra mejor, ya os daré cita.

María hablaba por teléfono con las mujeres que ese día tenían cita para la misa. Hizo diez llamadas.

—¿Qué tiene nuestro Señor? —preguntó Candela tras escuchar las palabras de María al teléfono.

—El médico ha dicho lo de siempre, un virus o un trancazo.

—Me gustaría visitarlo y rezar por él.

—No Candela, está con fiebre y cansado, es mejor que esté tranquilo.

—Tienes la voz cansada ¿Seguro que no es grave?

Se hizo un silencio demasiado prolongado en la línea.

—¡María! ¿Qué le ocurre a nuestro Señor?

—¡Se está muriendo Candela! A mi hijo se le están pudriendo los testículos. El Señor nos castiga.

—¿Y el médico que ha dicho?

—No puedo llamar al médico, le he inyectado hormonas, me meterían en el manicomio otra vez.

—Voy para allá María, no entiendo nada.

Candela salió corriendo hacia la casa de María después de dejar una nota a su hijo en la mesa de la cocina, avisándole dónde estaría. Era una tarde radiante, nadie podía morir en un día así. Y menos aún el mesías: Semen Cristus.

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666 y la violencia de género

Publicado: 30 junio, 2011 en Terror
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Menos mal que en mi cueva no da el sol, nunca.

Jamás.

Las rocas se mantienen frescas, el tabaco es más aromático y mis recuerdos más vívidos. De hecho mi memoria no falla en ningún instante, como mi pene… Como mi sed de mal. Sólo pretendía hacerme más asequible a vosotros; un poco más cercano.

Mi pene permanece tranquilo en el fresco trono de piedra, pero durará poco, mi Dama Oscura está excitada porque le cuento algunas historias, y se toca. Coge la mano de unos de mis crueles para que le acaricie frente a mí, con su vagina abierta. Y poco a poco me excita…

El cruel, como buen malvado que es, excitado, le pellizca un pezón. Y mi Dama Oscura le arranca los ojos. Y me hace reír. Mi carcajada resuena en todas las rocas y los crueles se hacen un ovillo protegiéndose de mi agresividad. De mi maldad.

Me acuerdo de aquella muejer maltratada en la calle. Yo estaba buscando una mujer a la que convertir en ninfómana; vereís, la mejor forma de provocar destrozos matrimoniales y de parejas, es crear a una mujer tan sedienta de sexo que destruirá familias y hombres y mujeres.

Pero para convertirlas en ninfómanas se requiere un proceso sexual un tanto aburrido, sin violencia. Y eso me aburre un poco. Pero un día de estos ya os lo contaré, para que luego vayáis a joder con vuestras parejas, excitados y sudados.

Ahora os contaré de una mujer, (una primate) que me llamó la atención cuando su marido en mitad de la calle le dio un puñetazo en un pecho. Cuando cayó al suelo y él la levanto a tirones de cabello. A mí me gustó, me llenó; pero había algo en aquel mono, que me molestaba. Se creía más malvado que yo, más macho. Y ahí se equivocaba.

—Levántate hijaputa —le decía a su rechoncha mujer.

Debería rondar los cincuenta años, como él. Él era un tío bajito y delgado. Muy delgado, con una voz muy potente, de muy macho. Muy borracho. De muy muerto ahora…

No me importa una mierda los motivos. Los seguí ilusionados y aún oía a la primate pedirle perdón, que no la pegara más. Que no se pasaría con el gasto durante el resto de la semana.

—Paco, por el amor de Dios, no me pegues más.

Y él decía continuamente: «Malaputa, malaputa, malaputa…» Y de vez en cuando la golpeaba en la nuca con la mano abierta.

Un viento suave y fresco refrescaba mi frente sudada y de vez en cuando se me cerraban los ojos con placer. De ese refrescante aire; de ese dolor inhumano que infligiría con total impunidad. Con mi desmesurado poder.

Los seguí hasta su bloque de mil apartamentos, un bloque de incultos y pobres primates. Olía a fritanga de mierda, el olor se extendía de las mil cocinas como una muestra de la primate miseria. De adocenamiento revenido.

Y me metí tras ellos en el portal, ni me miraron porque a mí no me dio la gana.

Observé el piso que marcaron en el ascensor y subí más rápido que la máquina. Él abría la puerta del apartamento empujando a la mona adentro para darle una buena paliza, yo me acerqué raudo y los empujé a los dos. Al mono le di un puñetazo en la mandíbula y se la saqué de su articulación, se le quedó torcida y me miraba completamente aturdido. Ella comenzó a lanzar un grito y le destrocé los labios de un puñetazo. Quedó tendida en el suelo mostrándome sus bragas grandes y bastas. Metí la mano y exprimí su culo. Delante de su mono. Es un plus que les ofrezco a los amantes.

Como quiera que el mono intentara hablar, así con desmesurada fuerza su maxilar inferior desencajado y acabé de separarlo abriendo su boca salvajemente a la vez que extraía la mandíbula hacia fuera, un fuerte crujido y el primate sacó toda clase de líquidos por la nariz.

A la mujer le di una fuerte patada en el exterior de un muslo para que fuera espabilando.

Me acerqué mucho a sus ojos cerdos y le dije:

– De morir hoy, no te libras, mono de mierda.

Deberías ver lo gracioso que quedaba con los ojos abiertos y la mandíbula desencajada, cuando se movía por el dolor, la quijada se balanceaba de un modo que seguramente era doloroso. Es que me parto el rabo.

Por cierto, se me ha puesto duro como el acero y le indico con el dedo a mi Dama Oscura que venga y me lo chupe.

Tiene una boca…

Oigo un rumor y tras una cortina encuentro a un ángel, un enviado del jodido dios para intentar arreglar este matrimonio; para salvarles la vida.

Agarro al querubín por los cojones:

– Dile al maricón de tu jefe, que ha fallado, lo arreglaré yo. Y son míos. Estos monos me pertenecen, maricón.

El ángel mira con lágrimas en los ojos al mono y a la mona.

Le doy una patada en el culo para que aligere y se va cantando no se qué mierda clásica (Haendl) con su angelical voz.

Precioso de verdad; pero si vuelve lo descuartizo.

Agarro al marido por la cintura después de haberle roto un par de costillas a patadas y lo ato con su propio cinturón al radiador del pequeño y oscuro comedor. Un comedor deprimente con una sola ventana que deja las paredes interiores en penumbra, así que enciendo las luces y mejora un poco el ambiente.

Le separo las piernas sin preocuparme por los brazos, los cuales al doblarlos en sentido contrario a su articulación, le he reventado los codos. No los puede mover y he tenido que sacudirle de hostias para que no se me durmiera. Hostias como las que da dios, sólo que las mías son putas. ¿Entendeís?: Hostias putas.

Soy lo que rima con joya de ingenioso.

Silbando felizmente a los Rolling y su famosa Angie, saco mi navaja Laglioli de acero inoxidable pulido y clavo la hoja profundamente en su muslo, muy cerca de sus cojones, hago correr el filo unos cuantos centímetros hasta que un chorro de sangre a presión salta a borbotones rítmicos con cada latido de su miserable y cobarde corazón.

Con mi cinturón le practico un torniquete hasta que sangra justo lo que necesito para que se muera poco a poco; sin perderse nada del espectáculo.

Podría haber invadido su mente para que no sintiera dolor, pero no mola.

Desnudo a su mujer delante de él tras haberla despejado con ligeras palmadas en la cara.

Parece sumida en un marasmo intenso y queda desnuda y quieta, inmóvil.

Yo me desnudo también y la obligo a arrodillarse delante de mí. Le apoyo el pulgar en la barbilla para que abra la boca, le meto mi pene en la boca y muevo la pelvis. Mi mano le indica que ha de mover la boca y chupármela. Nos hemos colocado de perfil a su marido para que capte todo el detalle.

Mi pene se ha inflamado como si le hubieran metido aire a presión y su boca se llena.

En un momento dado, sale de su sopor y vomita al darse cuenta de lo que tiene en su boca.

Yo es que me parto.

Pues no es delicada la mona… Seguro que nunca le ha comido el rabo a su asqueroso macho.

La navaja amenaza su garganta y mi mano muy cerca de los ojos de su marido masajea su vagina seca, así que meto los dedos a ver si así corre un poco más de flujo. Ella no reacciona, continúa forcejeando con sus tetas gordas bamboleándose.

He visto cierto odio en los ojos de su marido, odio hacia a mí. A mí ni el puto dios me mira así.

Hay una grapadora en un estante de una librería, así que estiro de uno de sus párpados hasta pegarlo a la ceja y de un fuerte golpe le clavo una grapa. Hago lo mismo con el otro ojo. Y le dejo gritar porque me pone.

Le pego otra hostia a la mujer porque se resiste y mira a su marido con pena. Como si le quisiera, como si temiera por la vida de su verdugo…

Siento un odio ciego.

La planto encima de la mesa del comedor y la penetro sin miramientos, su coño está tan seco que me da un placer extremo, no hay lubricación por su parte y mi glande se frota contra unas paredes elásticas pero ásperas y disfruto. Y disfruto con el dolor y el asco de ella. Disfruto apretando sus pezones hasta el punto de cortarles la circulación.

Y el marido apenas se mueve, la sangre continúa saltando rítmicamente de su muslo y yo resbalo en ella.

Decido invadir la mente de la mujer para que él vea que ella disfruta de un verdadero macho. Me meto en su mente con brutalidad y allí huele mal, así que me tapo la nariz y comienzo a excitar su lóbulo derecho con mis poderosas ondas mentales. Mi otra mano amasa su vagina entera, mi mano exprime su vulva y se va deslizando por su interior, al cabo de unos segundos mis dedos están manchados de una baba fuerte, densa. Ella misma se ha acostado de lado en la mesa con una pierna en alto ofreciéndome su coño mojado. Meto mi polla y resbala suave allí, sus ojos lloran pero sus labios lanzan gemidos de placer, el marido llora sangre mientras la ve chuparse sus dedos con una lujuria intensa.

Y se toca su clítoris embutido en grasa mientras la follo…

Se da la vuelta, porque tiene el coño tan mojado que no nota ya el roce de mi pene. Y abre sus nalgas ofreciéndome su ano oscuro. Yo escupo en él y la penetro con una violencia salvaje, ella tensa la espalda y parece querer separarse de mí, la tomo por la cadera y empujo con fuerza. Mi polla resbala entre su culo ensangrentado. Y empiezan sus jadeos sincronizados con mis embestidas.

El marido parece próximo a perder el sentido, así que le saco la polla a la mona, y le reviento la nariz, el masivo derrame alcanza los ojos que han perdido el blanco.

Y la vuelvo a penetrar con mi pene ensangrentado, su culo está tan irritado que me excita hasta la eyaculación.

Y empujo su mente…

Y mis cojones se contraen, el semen está siendo bombeado al pene, y ella siente toda esa presión. Sus ojos tristes y aterrados, me miran profundamente cuando se lleva mi glande a la boca, pasando la lengua por él, succionándolo de rodillas ante mí, ante el Maldito.

Y me acaricia los cojones sin que su cerebro pueda evitarlo; me lleva hasta su verdugo y cuando la primera gota de semen le llega a la lengua, dirige el pene hacia la cara de su macho, y me corro en la cara del mono, en sus ensangrentados ojos, en su boca abierta y deforme. Y apenas se mueve, su sangre mana muy lenta ya.

Y le cuelgan hilos de blanco semen de su nariz.

Mi vientre se ha contraído tantas veces que me duele. Y mis piernas flaquean.

Ella con asco en los ojos limpia mi pene. Con la lengua.

Yo abandono su mente y vuelve a llorar, abrazándose a su cabrón de marido.

Le coloco la navaja en su mano y ella la mantiene obediente. La policía necesita huellas y entender lo que ha ocurrido sin prestar atención a los “desvaríos” de la primate.

Le penetro el culo sorpresivamente con cuatro de mis dedos y vuelve a sangrar. Grita llevándose las manos al ano destrozado. Y ensucio con su anal sangre los cojones de su puto marido. Para que metan a esta tarada en la cárcel.

Para que se pudra allí.

Acabo de escurrir la poca sangre que le queda a su verdugo introduciendo la mano en la herida del muslo y rasgándola más aún con un tirón seco.

Aúlla y acerco mi boca a la suya metiendo mi lengua en ella, sorbiendo su muerte. Convirtiéndome en muerte.

Tras vestirme y darle un golpe en el cogote a la mujer, como su marido le hacía, me largo cerrando la puerta suavemente.

—Mi Paco, mi Paco… ¿Qué te han hecho, mi vida? —la oigo con asco lamentarse, seguramente abrazando la muerta cabeza de su puto marido.

¿Sabéis lo que pretendía ese dios cabrón con ella?

La quería convertir en una mártir. Ese dios homosexual y folla-niños quería que ella cayera un día bajo el cuchillo de su mono macho.

Y les he jodido su puto plan de mierda.

Soy mejor que vuestro puto dios, al menos le he dado placer, le he dado más años de vida y más dignidad.

Pero sinceramente, estoy seguro de que no ha aprendido; estoy seguro de que un carcelero, día sí y día también la follará por el culo y le dará palizas, tremendas palizas. Pero no morirá pronto. Morirá vieja y apalizada.

No soy un ser bueno, soy un anti-dios.

Y mi Dama Oscura se está acariciando su sexo rasurado mientras mi pene palpita excitado en su boca.

Me voy a correr…

Ya os contaré más cosas otro día.

Secretos, secretitos…

Siempre sangriento: 666

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Semen Cristus (7)

Publicado: 23 junio, 2011 en Terror
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Carlos caminaba campo a través maldiciendo su suerte, el tractor se había atascado en un lodazal.

Se dirigía a la casa más cercana, en busca de ayuda: un vehículo que le ayudara a sacar de allí el tractor o un teléfono.

En aquella comarca no había cobertura para teléfono móvil todo el día. Y como no podía ser de otra forma, tractor y teléfono dejaron de ser útiles al mismo tiempo.

Sólo la temperatura moderada del día, no empeoró la mañana convirtiendo en una tortura aquella caminata de media hora hasta casa de María la loca.

La mujer estaba como una regadera; pero siempre había sido una buena vecina. Al menos, desde hacía cinco años que compró la casa y se instaló en el pueblo.

Salvo por su actividad de santera y curandera, no vivía de ningún otro trabajo. A los pocos días de aparecer en el pueblo con su hijo, se dedicó a colocar anuncios por las calles y algunas tiendas, ofreciéndose a proporcionar paz y felicidad a las mujeres por medios naturistas y religiosos.

Llamó al timbre de aquella casa de fachada de estuco, desconchada y pintada de blanco, era de una planta con desván o algolfas.

Una de esas casas baratas que se construía la gente del pueblo antes de que hubiera control alguno sobre la edificación y el suelo urbanizable. A diez metros y a la izquierda de la casa, un establo de madera parecía ser zarandeado por la suave brisa, amenazando plegarse sobre si mismo.

Presionó el pulsador varias veces más sin que nadie respondiera y se dirigió hacia el establo. La furgoneta se encontraba al lado de un viejo carromato podrido que ya carecía de interés alguno como decoración, antes de llamar a la puerta de la casa, observó si tenía la suficiente altura de bajos para poder entrar en los campos y tirar del tractor. Sólo necesitaba un pequeño tirón, no requería una gran potencia.

Aquella vieja Nissan serviría.

En el establo se encendió la luz roja que estaba conectada con el timbre de la casa. María se puso en pie y se limpió cuanto pudo los purines de la ropa y las piernas.

—Voy a ver quién es, cerraré y pasaré la llave bajo la puerta para que podáis abrir cuando estéis listos. Candela, hazme el favor de ayudar a Semen Cristus a bajar de la cruz, cielo.

Candela la escuchó, pero fue incapaz de emitir más sonido que unos gemidos mientras sus dedos se clavaban con ferocidad en su sexo. Con la mirada fija en el tubo de vidrio que con su vibración masturbaba a Semen Cristus.

María se santiguó frente a su hijo.

Cerró tras de sí la puerta y deslizó la llave por debajo con el pie.

Cuando giró para encaminarse a la casa, Carlos ya estaba acercándose al establo.

—Buenos días María.

—Buenos días Carlos.

—Necesito ayuda, el tractor se me ha atascado en un barrizal y necesitaría que te acercaras con la furgoneta para sacarlo de ahí. No necesitará mucho esfuerzo, en cuanto algo tire de él, las ruedas volverán a tener tracción por unos centímetros que se muevan. Siento molestarte; pero me ha pillado en la zona más cercana a tu casa y sin cobertura en el móvil.

—Dame unos minutos para que me cambie de ropa y cierre bien el establo, no quiero que se me lleven el cerdo. Mi hijo se ha ido al pueblo a comprar.

—Hacemos una cosa María; para que no dejes sola la casa yo me voy caminando, y tú esperas a que tu hijo vuelva. El tractor está en el camino del algarrobo, junto a la fuente. Lo verás desde muy lejos, no hay problema, yo estaré en el camino para guiarte y no meter la furgoneta en otro barrizal.

—Estupendo, allí estaré. Leo no tardará ya más de media hora y si viera que se retrasa iré a ayudarte y luego iré al pueblo a recogerlo en el mercadillo.

—Te lo agradezco mucho María, hasta pronto.

Carlos emprendió el camino hacia su campo con el olfato ofendido. Se alegró de no haberse metido en la furgoneta con aquella loca; aunque era buena mujer la pobre.

Tan pronto Carlos se alejó lo suficiente, María se acercó al establo y llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó la voz grave y cansada de Semen Cristus.

—Soy yo, abrid.

—¿Qué hacía aquí Carlos? —preguntó Candela con urgencia.

Echó un vistazo con discreción asomando la cabeza por la puerta y vio a Carlos alejarse; se escondió rápidamente tras la puerta del establo.

—No te preocupes, no preguntaba por ti. Se le ha atascado el tractor en el barro y me ha pedido ayuda —la tranquilizó María.

—¿No ha preguntado por mí?

—No mujer, ni te hemos nombrado, estaba preocupado solo por sacar del lodazal su tractor.

Candela se sintió aliviada.

—Gracias María. Me voy.

Acarició el rostro de Semen Cristus, se puso de rodillas ante él y le besó las manos.

—Bendíceme Señor.

Semen Cristus santiguó su cráneo en el aire.

—Que el placer te acompañe, que el paraíso se haga en la tierra y entre tus piernas.

Candela sintió que su sexo se hacía blando ante aquella bendición.

Se levantó con una pesada carga de vergüenza que la hacía mirar al suelo y se dirigió al pueblo camino a su casa presionando los muslos más de lo necesario, casi jadeaba sin estar cansada.

María ayudó a su hijo a caminar hasta la casa, estaba muy fatigado y los pies le pesaban como plomo.

—Leo, dúchate, yo voy a ayudar a Carlos con su tractor. Vuelvo enseguida. Hoy no creo que venga nadie más. Es día de mercado.

Candela caminaba por el pequeño camino polvoriento a punto de pisar la calle ya asfaltada que marcaba el inicio del pueblo, cuando una camioneta hizo sonar el claxon y se detuvo. Era Gerardo, un vecino que tenía el campo junto al suyo. Carlos iba con él.

—¡Candela! Pensé que estarías en el mercado —dijo su marido bajando del coche.

—Vengo de casa de María, me dolía la cabeza y he ido a buscarle un remedio.

—¡Qué casualidad! Se me ha metido el tractor en el barro y hace apenas veinte minutos que he estado en su casa para que me ayudara a sacarlo. Me he encontrado a Gerardo y ya lo hemos arreglado. Vamos a avisarla antes de que salga con la furgoneta.

—Os acompaño y así me dejáis en el mercadillo a la vuelta.

—Buenos días Gerardo —saludó cuando se acomodó en el asiento trasero.

—Buenos días Candela. ¿Así que vienes de casa de la loca? Mi Carmen también va a menudo allí.

—Sí, nos hemos encontrado en su casa varias veces.

—¿Qué es esa peste? —preguntó Carlos.

María se miró los zapatos, no los había limpiado de la porquería que había pisado en el establo.

—He pisado un montón de estiércol de vuelta de casa de la María. Lo siento Gerardo.

—No pasa nada Candela, esto no es un Rolls.

A los pocos minutos llegaron a casa de María; ésta se encontraba abriendo la puerta de la furgoneta.

—¡María! Que no vengo a por el remedio para el dolor de cabeza, ya sé que me lo tendrás mañana. Es porque Carlos ya ha arreglado lo del tractor con Gerardo —gritó Candela desde la misma puerta del coche.

María entendió al momento.

—Perdona las molestias —Carlos se acercó hasta ella—; pero el Gerardo ha pasado por el camino antes que tú y me ha echado una mano. Menos mal que hemos llegado a tiempo. Mañana te traerá Candela un saco de harina de primera.

—No hace falta Carlos, no me has molestado.

—Da igual, has sido muy atenta. Candela te lo traerá cuando vuelva. Adiós y gracias de nuevo.

Gerardo no bajó del coche, no le gustaba aquella mujer.

Ambos subieron al coche.

Durante el trayecto hacia el mercadillo hablaron del tiempo y de la necesidad de lluvia. Y de que los remedios de la loca, sólo curaban a las mujeres.

—Su hijo da pena. A ese chico se le ve enfermo; lo he visto sin camiseta por la ventana, está en los huesos.

—Me ha dicho que el chico estaba en el mercado del pueblo —contestó Carlos.

—Pues yo lo acabo de ver.

—Y así era, yo estaba hablando con ella cuando ha llegado Leo —terció Candela.

—Joder… Con lo pequeño es el pueblo, y no nos hemos encontrado ninguno de los tres por el mismo camino. Imagina lo que debe ser vivir en la ciudad —comentó Carlos encendiendo un cigarro y frunciendo el ceño por el desagradable olor que había en el vehículo a pesar de ir con las ventanas abiertas.

Era el mismo olor que desprendía María la loca.

Cuando llegaron al mercadillo Candela bajó del coche, estaba nerviosa y tensa. Entró en el bar a tomarse una tila y regresó a casa sin comprar nada.

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Semen Cristus (6)

Publicado: 16 junio, 2011 en Terror
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Mediodía, el calor era abrasador y el trigo apenas se movía, parecía que el aire se había cansado de correr. El olor inmundo del establo parecía pegarse al cuerpo. Semen Cristus descansaba en la cruz antes de dar su cuarta y última misa.

María le daba de beber de un vaso con una cañita de plástico, extrajo su pene del tubo vibrador y se lo lavó con cuidado. A pesar de haberlo acariciado durante la limpieza, no hubo erección. Llenó una jeringuilla y la inyectó en la vena del brazo.

—Esta es la última de hoy. Cuando acabes, nos iremos al centro comercial.

A los cinco minutos, el pene de Leo, de nuevo alojado en el tubo de vidrio, se puso duro y sus testículos, plenos y pesados.

Entró la última devota de aquella mañana que se prolongó hasta el mediodía.

—Luz, no te toques aún. Confiesa ante tu dios que eres una puta que por un poco de placer, se tiraría a ese cerdo.

—Soy la más puta, mi Señor. Si así lo deseas, dejaré que el cerdo me use. Que el cerdo se folle a la puta.

El cerdo roncaba nervioso y excitado.

—¿Me amas Luz? Si me amas, bebe mi semen. Gime conmigo y recita hasta que te estalle el coño de placer, que eres puta.

El pecho de Semen Cristus se hinchaba y deshinchaba con un mayor ritmo, parecía sincronizado con sus gemidos, y Luz sincronizada con él.

—Soy puta, soy puta, soy puta. Soy tu puta.

Recitaba la mujer sumida en trance al tiempo que se masturbaba frenéticamente.

—Eres puta, Luz. Eres la más puta entre las putas y serás bienaventurada en los cielos. Mi Padre te espera. El te guiará la mano hasta lugares que desconoces en tu sexo y vivirás eternamente en un continuo éxtasis. Mi hermano Jesucristo, murió en la cruz por tu coño.

Leo sermoneaba con gran esfuerzo, e imaginaba la capilla en la que próximamente haría las misas. Pidió a Dios que le aliviara de ese calor que parecía deshacerle los dientes.

—Soy puta, soy puta, soy puta. Soy tu puta, Semen Cristus. Preña a la zorra, métemela, hazme madre de tu carne.

Semen Cristus ahora gemía con los ojos cerrados, su pelvis se movía con movimientos de cópula y de tanta fuerza con la que movía el bálano en aquel tubo, se hirió el pubis. No sentía dolor alguno, tan sólo la percepción de que algo se había dañado ahí abajo.

Luz conocía bien cuando era el momento, conocía cada una de las expresiones de Semen Cristus.

—Soy la más zorra de entre todas las putas que venimos a adorarte, mi Semen Cristus. Dame tu sagrada leche, sáciame de sed y sexo.

Sin dejar de masturbarse y con el cuerpo desnudo de cintura para abajo. Luz se agachó frente a la boquilla por la que salía el semen expulsado y la cubrió con su boca.

—Bebe, puta. Bebe y revienta como tu sexo de guarra explota ante el placer que te doy.

Leo lanzó un prolongado gemido, el cerdo gruñó convirtiéndose en un coro insano.

El crucificado se estaba vaciando de leche literalmente.

Y algo de su vida, de su organismo, también salía diluida en el esperma.

María se encontraba fuera del establo observando por un agujero de la pared lo que ocurría en la misa. Sus piernas cortas y gordas, se movían con nerviosismo agitando la celulitis de sus muslos como si fuera de gelatina. Sus sucios dedos, pellizcaban hasta la lesión los pezones.

Luz, con la boca en el eyector, mascullaba que su coño sangraba por Semen Cristus, y quería beberse aquellos jugos divinos que estaba expulsando su Dios.

Se atragantó cuando el semen impactó con fuerza en su lengua y se deslizó con un sabor nauseabundo por su garganta.

Con la leche derramándose de su boca entre gemidos, tuvo tres orgasmos que la clavaron de rodillas en el suelo.

—Así, hijo mío. Santifíca a la puta —susurró María acariciándose con ferocidad.

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Eran las tres y media de la tarde cuando entraron en el restaurante. El camarero apenas podía disimular su disgusto ante el hedor que desprendían madre e hijo.

Pagaron con muchas monedas.

A las cuatro y media entraron en el cine.

Los zombis de la película gritaban y aullaban con una rapidez sobrecogedora en la pantalla. El sistema de sonido los envolvía y María sentía como se le erizaban los pelos de la nuca con cada ruido, con cada gruñido. Rezó a Dios porque ninguno de aquellos seres de la película la atacara.

Leo dormía desde que la sala se quedó a oscuras al inicio de la proyección.

Tenía que descansar, sin embargo, Jesucristo jamás descansó.

Debía ofrecer a su hijo en sacrificio. Ella era María, la madre de Semen Cristus, y no era su intención ofrecer descanso al Dios que salió de su coño, al hijo de un repugnante hombre que la follaba en lavabos sucios, que la obligaba a ponerse a cuatro patas encima de orines y agua sucia.

Su propio hijo era el sacrificio. Lo que nunca haría una madre cualquiera, lo haría ella para asegurarse el cielo y la vida eterna allá, con el Padre.

En el mundo hay demasiados sexos hambrientos, demasiadas fantasías que sólo quedan en eso. Demasiado semen derramado en soledad; discreta y angustiosamente.

Y las mujeres en los pueblos y ciudades, viven tan sometidas a sus maridos e hijos, que su vida está necesitada de todo lo prohibido.

Leo dormía profundamente en la butaca, gemía en sueños.

María acarició su cabello negro y rizado y deseó que la capilla se terminara pronto, Semen Cristus necesitaba descansar, demasiadas horas de crucifixión estaban deformando su columna y sus brazos aún adolescentes.

No podía morir aún.

Mientras tanto, la sangre de Leo corría por las venas y arterias contaminada de hormonas para ganado. Sus testículos se estaban endureciendo y secando, y una llaga en el escroto, enviaba bacterias a la sangre. Su pene tenía un tono amarillento. Y su mente estaba tan llena de basura como la de su madre.

Cuando acabaron los títulos de crédito de la película y las luces se encendieron, María despertó con ternura a su hijo.

Durante la vuelta a casa, condujo aterrorizada, era de noche y los zombis se escondían en la cuneta de la carretera. Debía ser cuidadosa.

Leo vomitó en la vieja furgoneta y María rezó a Dios rogando que no se convirtiera en un zombi. Aún no.

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A principios de mes, Candela disponía ya de dinero en el banco; la cooperativa agrícola pagaba los kilos de producción cereal que se habían entregado a lo largo de mes.

Carlos había ingresado el talón en el banco y ella sacó el poco dinero en metálico que quedaba.

Bajo la larga falda negra no había bragas; andar así la excitaba. El sujetador era liviano, de una blonda tan sutil, que no podía disimular sus pezones duros.

Cuando llegó al establo, María estaba atando a su hijo en la cruz.

Estaba caliente, dos semanas sin ir a misa. Dos semanas fregando tres y cuatro veces el piso, mirando la televisión. Tocándose, acariciándose con la imagen de Semen Cristus metida en su cerebro.

Tocando sus pechos e imaginando que extendía la caliente leche del Hijo de Dios lujurioso. A veces se corría con sólo pellizcar los pezones constantemente erectos.

—Buenos días Mi Señor y Santa Madre.

—Te hemos echado de menos estas semanas, seguro que has acumulado muchos deseos en ese chocho que nuestro Semen Cristus ha de hacer llorar.

—Ya sabes María, hay temporadas en las que tengo que ayudar a mi marido a recoger la producción. Maldito dinero.

—Maldito tu coño, Candela y bendita la mano que lo acaricie —Semen Cristus se encontraba pálido y ojeroso.

—¿Cómo avanzan las obras de la capilla?

—Siempre se atrasan. Esperemos que dentro de un par de semanas podamos comenzar a dar allí las misas —María llenaba una jeringuilla.

—Me he tocado tantas veces yo sola, mi Señor, que temo haber pecado; busco tu absolución.

Semen Cristus cerró los ojos cuando la aguja se clavó en la vena y el émbolo metió en su sangre todas aquellas hormonas.

—Te correrás en silencio, mascando tu lujuria. No quiero oír tus gemidos de puta condenada —contestó Semen Cristus con la boca pastosa.

Sus testículos ardían y el pene se endurecía provocándole un fuerte dolor en el glande.

—Puta de mierda, me bajaría de la cruz y te haría sangrar el ano por ser tan egoísta y no compartir tu placer con el Hijo de Dios, conmigo.

El sexo de Candela se empapó de fluido, la humedad invadía los muslos ante aquel reproche divino. Sintió deseos de ofrecerle sus nalgas para que la castigara.

María se metió en la pocilga y se arrodilló para rezar. El cerdo metió el hocico entre sus piernas y olisqueó, luego se tumbó en aquel barro sucio con un gruñido desganado.

Cinco monedas cayeron en el monedero de la cruz. Y el zumbido eléctrico de un motor pareció bajar el volumen del sonido del mundo.

Semen Cristus no jadeaba; se quejaba. Algo en sus genitales no funcionaba bien. A pesar de ello, el pene ya llenaba el tubo de vidrio. El calor del calefactor testicular se sumaba a la fiebre y sus piernas se tensaron como respuesta al dolor.

—Frota tu coño, límpialo, hermosa y puta Candela. Friégalo con la paja hasta que te duela, hasta que te sangre. Hasta que te corras.

Candela cogió un puñado del suelo, con una mano se subió la falda y separó las piernas, acto seguido, comenzó a frotar lentamente aquel manojo de paja en su vagina.

—Gime, gime como una perra. Gime como yo. Gime ante mi santa madre y ante el cerdo santo.

Toda aquella locura, todo aquel fanatismo esquizofrénico la llevaba a irremediablemente a la excitación. Aquel olor inmundo estaba presente en todos sus orgasmos. Frotó con fuerza la paja hasta que los labios mayores enrojecieron y sintió pequeñas heridas. Su sexo estaba tan húmedo que la paja se quedaba pegada en él.

Semen Cristus se excitaba por momentos, su pene parecía a punto de reventar el tubo que lo aprisionaba y con la cintura lanzaba el pubis queriendo penetrar a aquella mujer que se tocaba con fiereza a sus pies.

María masturbaba al cerdo.

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Semen Cristus (5)

Publicado: 10 junio, 2011 en Terror
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María despertó. Leo dormía plácidamente a juzgar por su pausada y regular respiración. La noche era negra y ningún tipo de luz entraba por los cristales de la ventana. Encendió un cigarrillo, le dio dos caladas y se lo apagó en el poblado pubis, con los dientes apretados y el cuello tensado por el dolor. El olor a vello quemado invadió la habitación. Con un suspiro se quedó dormida.

Su mente enferma le dio descanso hasta la hora de despertar.

María se despertó, dejó caer una sucia túnica blanca por su cuerpo desnudo y rechoncho y se dirigió al lavabo donde llenó una palangana con agua caliente. Vertió jabón y dejó caer una esponja. Volvió a la habitación y dejando la palangana a los pies de Leo, levantó la sábana hasta descubrir los genitales de su hijo.

—Buenos días, madre.

—Buenos días, hijo mío. Reza a tu hermano Jesús para que este día sea cuanto menos, tan hermoso como el de ayer.

Metió la mano en la palangana y cogió la esponja apretándola entre su puño para escurrirla de agua, cuando tocó con ella los genitales de su hijo, éste exhaló un suspiro perezoso y la erección matinal se acentuó. María bajó el prepucio para descubrir el glande y lo frotó con cuidado, besándolo a menudo. Los testículos se habían contraído y no tardó en cubrirse de un humor resbaladizo aquel trozo de carne sensible que tantas alegrías le había dado.

Si no tuviera la matriz tan podrida de tantas drogas y tan machacada de meterse toda clase de objetos, ahora tendría otro hijo, un hijo directo de Jesucristo.

—Dios de la bondad y el placer, soy tu siervo, soy tu báculo del placer. Bendice mi cuerpo para que tus hijas lleguen a ti por mi sacrificio de placer. Bendice mi semen y bendice a María, mi madre santa que vive por mí y para mí. Dios de la incomprensible volición, permite que ellas lleguen a ti con el sexo húmedo y dilatado. Preparadas y deseosas para recibir tu descomunal falo divino. Otórgales el placer supremo en sus agujeros pecadores. Llénalas, préñalas, dales alegría a sus almas grises. Que resplandezcan. ¡Oh Dios mío, al igual que mi hermano rindió su sangre ante ti, yo rindo mi semen! Dolor y placer, muerte y vida. Es tu voluntad —la oración que Leo declamaba con fervor, fue convirtiéndose en un apagado murmullo conforme su excitación llegaba a la cumbre.

—Madre, chupa la divinidad hasta que te llenes.

Y María abrió la boca, con los ojos cerrados cubrió el pene-hostia hasta que sintió como los pies de Semen Cristus se retorcían ante el orgasmo. Su boca apenas podía retener toda aquella cantidad de semen hormonado que bajaba ya por su garganta y expulsaba por la nariz para poder respirar.

Semen Cristus lloró sin derramar una lágrima, sin que María se enterara de su dolor. Cuando eyaculó sintió fuego en el meato, miró su pene temiendo haber eyaculado cuchillas y encontrárselo reventado.

Se levantó de la cama, apartó el semen de la comisura de los labios de su madre y le besó la boca.

—Te quiero, mi santa madre. ¿Desayunamos?

En el lavabo se tomó tres analgésicos para aliviar el dolor que sentía en los testículos y el pene.

Desayunando hablaban de la decoración de la nueva capilla del desván, de cómo la Candela se empapó los pantalones de tanto que lubricó. Cómo la madre de la adolescente condujo la mano de su hija para enseñarla a tocarse ante el Sagrado.

Contaron el dinero recaudado en los dos últimos días y si todo iba bien aquella mañana, se acercarían al centro comercial del pueblo vecino por la tarde a ver una película y cenar en el restaurante chino que tanto les gustaba.

María le dio a Leo un tubo de pomada y levantó la túnica mostrándole la quemadura del pubis.

—Cúrame, hijo mío.

La curó y su lengua la consoló hasta hacerla gritar las más sagradas obscenidades.

Cuando las visitas entraban en la casa, no eran conscientes del hedor a orina y semen agriado que emitían hasta las paredes, el suelo estaba sucio y pegajoso de porquería del establo y barro; esto era debido a que se habían acostumbrado a la peste del establo, donde los excrementos de animales y otras fermentaciones, hacían inverosímil que alguien pudiera respirar allí dentro más de dos minutos.

El espigado cuerpo de Semen Cristus, olía también a orina y sudor rancia. Y su melena crespa y negra, acentuaba su esquizofrenia hasta el punto que nadie se podía explicar cómo podía atraer a las mujeres.

María con su pelo corto y despeinado, era lo contrario de su hijo: bajita y rechoncha, una enorme barriga sobresalía tanto como sus pechos caídos y la suciedad de sus piernas provocaba repugnancia. No usaba compresas, y a menudo la menstruación bajaba por las piernas.

Apenas se acuerda del padre de Leo, un celador que se la metía cuando la medicación la dejaba adormilada. Cuando se dieron cuenta de su embarazo, la sometieron a electro-shock hasta tres veces por semana. Querían provocar un aborto accidental.

Dios la bendijo haciendo arder el manicomio.

María olía a podrida.

En madre e hijo, hasta sus almas olían a podrido.

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A las seis de la mañana sonó el despertador y Carlos masculló algo buscando a ciegas el reloj.

Candela se despertó también con él.

—Carlos ¿te apetece hacerlo? —le preguntó mirando su erección matinal.

A Carlos le pilló por sorpresa y aún adormilado no atinó a contestar suficientemente rápido, por lo que Candela se plantó entre sus piernas, bajó el pantalón del pijama y se metió el pene en la boca.

A los cinco minutos estaban desayunando y Candela se encontraba radiante. Carlos también.

Candela se había propuesto dejar de acudir a la misa del Semen Cristus, era cuestión de economía y discreción. Esa mañana se encontraba satisfecha y no sentía que su sexo latía buscando placer.

Se duchó y se frotó la vagina con la esponja más tiempo del necesario. El miembro duro y gordo de su marido dentro de ella, sus tetas agitándose con brutalidad y la onda expansiva de placer recorriendo su piel desde lo más hondo de su coño, aún daban vueltas en su cabeza.

Sonó el teléfono cuando se estaba vistiendo.

—Candela, voy a la misa. ¿Te vienes?

Era Lía.

—Hoy no voy a ir. Y tampoco me puedo gastar más dinero; Carlos se preguntaría en qué me lo gasto y con razón.

—Está bien, cariño. Lo comprendo. Cuando vuelva, te llamo y nos tomamos un café.

—Hasta luego, Lía.

Sintió envidia de la libertad de su amiga. Era libre, no tenía que rendir cuentas a nadie y tenía todo el tiempo para ella.

Por mucho dinero que le costara asistir a las misas de Semen Cristus tan a menudo, no podía negarse que había salido de aquella profunda depresión tras la muerte de Ignacio.

Imaginó a Semen Cristus en la cruz, padeciendo-gozando, mirando directamente a su sexo manoseado por su propia mano. La leche del crucificado en su piel. Cálida, espesa…

Cogió el monedero y contó el dinero que le quedaba; le costó un gran esfuerzo no salir corriendo hacia la casa de María la guarra, que así la llamaban las devotas a su espalda.

Salió de casa para ir a comprar, para no pensar, para no ir a la cruz y pedirle a Semen Cristus que la empalara hasta sentirse reventada.

Estaba loca; pero nadie lo decía en voz alta porque hubieran tenido que admitir, que todas ellas lo estaban.

La locura sólo puede tolerar a otra locura. Y la locura crea realidades y mundos nuevos; con sus dioses, con sus mismas incoherencias.

Y los bendecidos por esta locura, se contagian de esta realidad que les depara placer y el olvido de la amargura en lugar de sacrificio, hastío y dolor.

Los designios del Señor son inescrutables, los de Semen Cristus, llevan al placer.

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Semen Cristus (4)

Publicado: 7 junio, 2011 en Terror
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Candela deseaba y necesitaba volver a sentir el placer y la paz que sólo Semen Cristus había conseguido darle.

Su marido aún se encontraba en el bar jugando al dominó, y ella esperaba con la cena preparada a que entrara por la puerta para servirla. Su hijo estudiaba en su cuarto. Sentada en la mecedora frente al televisor apagado, tenía la mano metida entre las piernas, demasiado cerca del sexo.

Evocaba su última misa y la humedad en su vulva era constante. Había gastado mucho dinero en este mes con las misas, pero ella y su bienestar lo valían.

Al contrario que su hijo y su marido, Candela era una devota convencida, cuando Lía le contó que el hijo de la María tenía “algo” especial, ella pensó que se trataba de algo banal referido al físico o a alguna aptitud infantil anecdótica.

Tras mucho insistir, Lía consiguió que aceptara acompañarla a lo que llamaba misa del placer que por lo visto, organizaba la María cada día.

—De esto no se puede enterar nadie, y menos los hombres.

Ella asintió sin convicción, pensando que se trataba del exagerado entusiasmo de una viuda reciente que intenta por todos los medios apartar el dolor de la ausencia de su marido.

Cuando entraron llamaron a la puerta, María las recibió con un beso, vestía una túnica negra con una enorme cruz roja en el pecho.

Nunca olvidará Candela el momento en el que vio por primera vez a Semen Cristus. Un chico de dieciséis o diecisiete años se encontraba crucificado en una cruz de basta madera. Sus pies se apoyaban en una cuña y estaban atados con vendas, al igual que las muñecas en el travesaño de la cruz.

Cuando entendió que lo que asomaba entre las piernas del crucificado era el pene embutido en un tubo de cristal, toda su sorpresa y rechazo, se convirtió en una humedad que invadió su sexo.

Asistió a la misa de Lía y le sobrevinieron los orgasmos antes de que fuera su turno.

Salió de aquel establo avergonzada.

—Candela, no te avergüences de tu coño. Dios nos lo dio para que gozáramos con él. Jesucristo quería que nos tocáramos felices ante él y por él. Eres hermosa, ven mañana otra vez. Haz la comunión con Semen Cristus y abandónate al placer que sólo un dios bueno nos depara.

Al día siguiente acudió sola, y ante el Semen Cristus, se derramó, se deshizo y gimió a gritos su placer con el pecho salpicado de semen templado.

Entra su marido en el salón de casa y le besa rápidamente los labios.

—¿Cenamos ya?

Se sobresalta y todos las imágenes de su cabeza, se esfuman haciéndola sentir desdichada.

Su hijo apenas habla, está en esa edad en la que los niños parecen estar enfadados y ofendidos por el mundo. Esa edad en la que piensan que los mayores que les rodean, si no son idiotas o lerdos, poco les falta.

Así es cada día.

Así hasta que conoció a Semen Cristus y el milagro de su polla redentora.

Tantos años de monotonía. Tanta hambre sexual que no se saciaba con un acto al mes o cada dos meses. Con Semen Cristus abrió sus sentidos a una vida de matices ya olvidados. De deseos calientes y fantasías que ni ella misma hubiera creído que podría soportar sin sentir asco.

Semen Cristus la ha hecho mujer de nuevo.

Están viendo la serie televisiva de la noche cuando se levanta de la butaca.

—Me voy a la cama, estoy reventada. Carlos, no dejes que el crío se vaya tarde a dormir, mañana se ha de levantar temprano. Los llevan de visita al museo de la capital.

Las sábanas están frescas y su sexo palpita, se siente anegada de humor sexual. Los dedos se empapan de esa humedad con prisa, con urgencia. Con brutalidad. Muerde la almohada con el orgasmo, con la hostia blanca y cálida de Semen Cristus bañando su sexo. Cuando se duerme, aún suspira. Y durmiendo, los gemidos y ronquidos de placer del crucificado, la sumergen más aún en un mundo donde el placer ocupa el lugar del sacrificio. Un mundo en lo que todo está bien, en su lugar.

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Carlos ha oído cosas en el bar sobre la mujer y su hijo que compraron las casa de los Villarejo; son curanderos. Varias mujeres del pueblo acuden a su casa con asiduidad y algunas otras vienen desde el pueblo vecino.

—Todas nuestras mujeres han pasado por su casa. Dicen que les va muy bien, que tienen mucha parroquia. Lo que es cierto, es que mi parienta ya no se queja todos los días del dolor de huesos —hablaba a sus compañeros de juego eligiendo cuidadosamente la ficha de dominó y plantándola en la mesa.

—Por mí está bien —terció Carlos, examinando sus fichas—. Necesitan algo de distracción; este pueblo es cada día más aburrido y muchos de los críos ya han crecido suficiente para no necesitar a sus madres para que los recojan en el colegio.

Asintieron en silencio sin demasiadas ganas de hablar; con diez horas trabajando sus campos y cuidando de los animales, ya tenían suficiente distracción.

—¿Habéis visto a Lía, la viuda? Ha mejorado muchísimo. Si la María y su hijo las hacen sentir bien, me alegro. No hacen daño a nadie —Alfonso plantó otra ficha.

—¿Sabes qué ocurrirá con la María y su hijo? Que en cuatro días, aburrirán a las mujeres y se buscarán otra distracción. La María y su hijo van a tener que trabajar en algo de verdad —por primera vez durante la tarde César dijo más de dos palabras seguidas.

—Es verdad, como aquella temporada en las que se vendían y compraban las unas a las otras los potingues del Avon. Aún tenemos jaboncitos con forma de florecitas por toda la casa —Alfonso volvió a golpear la mesa al plantar otra ficha.

Los hombres rieron y se levantaron para ir a cenar a sus casas.

Carlos meditaba subiendo la empinada calle en la que vivía, sobre lo bueno que sería que Candela se distrajera un poco. Hacía ya tiempo que la encontraba desanimada y abatida; desde que Fernando ya no necesitaba que su madre lo acompañara al colegio y los amigos ganaron en importancia. Lo normal.

La monotonía del trabajo y el matrimonio no mejoraba las cosas.

—Vámonos ya a dormir, Fernando.

Ambos gruñeron una especie de buenas noches antes de apagar el televisor.

Candela dormía tan relajada y profundamente que no se revolvió en la cama cuando Carlos ocupó su sitio.

Sí, se alegraba de que acudiera a la curandera. Se la veía más relajada, un poco ausente; pero no había tristeza en sus ojos.

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María y su hijo dormían en la misma cama.

Leo lloraba en sueños.

—Jesucristo, hermano mío. Pronto estaremos juntos en el Cielo, con nuestro Padre.

María estaba inmersa en una pesadilla angustiosa. La lengua de su hijo se había convertido en un pene aplastado de cuyo meato chorreaba continuamente semen a modo de baba.

—Madre ayúdame; lo de abajo se me está pudriendo —decía su hijo en un tono muy bajo, al oído.

La luna iluminaba de blanco su cuerpo endeble y delgado, una estatua de cera que respiraba. Eso parecía Leo. La mano entre las piernas aferraba el pene con dolor y del glande emergió una abeja de ojos rojos, no voló, caminó por el balano hacia los testículos y allí le picó y murió.

Leo gritaba de dolor agitando su lengua-pene, salpicándola de semen.

María sujetó con las dos manos su cara obligándolo a mirarla a los ojos y le besó la boca para calmar su dolor. Se encontraron ambas lenguas y la madre sintió el agridulce sabor del semen bajar por su garganta.

Leo dejó de llorar a pesar de que una escolopendra le estaba arrancando trozos de pene con voracidad. Masticando la carne, los ojos del gusano se encontraron con los suyos. Los ojos verdes del gusano se estaban apagando. El veneno de la carne de su hijo, estaba matando a la escolopendra.

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Semen Cristus (3)

Publicado: 3 junio, 2011 en Terror
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Madre e hijo fueron expulsados cuando la hermana Marga los descubrió en la capilla, el joven Leo movía su brazo lentamente entre las piernas abiertas de su madre. No había un murmullo de oración, era un jadeo lujurioso y pornográfico.

—¿Qué hacéis? ¿Cómo podéis? —gritó la hermana.

Salieron esa misma tarde con una maleta y una buena cantidad de dinero que había acumulado María a lo largo de todos esos años de trabajo en el convento.

Compró la casa en un pueblo pequeño y con pocos habitantes que se encontraba a una buena distancia del convento. Estar loca de remate, no es lo mismo que ser tonta.

Su hijo era igual que ella de alto con catorce años. La misma forma de caminar y su porte orgulloso. Conocía su coño mejor que ella misma. Sus manos bien cuidadas y sin duricia alguna causada por el trabajo separaban los labios vaginales con precisión y se hundía en ella como un sagrado pene que le hacía arder las entrañas.

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La mujer está cansada de rezar, siente los pantis empapados y pegajosos. Frío en su coño y un deseo atroz de tocarse.

Deposita cinco monedas a los pies de Cristus, algún motor pequeño zumba en algún lugar tras la cruz y el tubo de vidrio donde el pene de Dios está metido, realiza un lento y controlado vaivén.

—¡Di que me amas! Grítame tu amor de puta.

—Te amo Semen Cristus. Párteme en dos con tu mandamiento fragante. Incinera la basura que tengo metida en mi coño de zorra.

Leo cierra los ojos, el calefactor de sus testículos parece hacer hervir el semen en los cojones.

Candela deja caer las bragas hasta los tobillos y se sienta encima de una bala de paja.

La mente enferma de Leo reza a Jesucristo, le pide ayuda y fuerza para crear su hostia de semen, para que comulgue con ella la mujer.

Una pornográfica comunión.

El ritmo de la vibración se acelera, falta espacio en el tubo, se comprime tanto el pene que parece que va a estallar.

Un gruñido ronco, el meato se dilata y un espeso líquido blanco sale casi dulcemente. De nuevo el vacío lo succiona.

Candela se frota con frenesí el clítoris frente al crucificado y cuando del eyector sale el templado semen, se estrella como un escupitajo en su vulva desflorada, entre gemidos y blasfemias Candela se extiende el semen por todo el sexo para acabar con un orgasmo que la lleva al paroxismo.

Leo siente náuseas, le ocurre cuando hay demasiadas devotas y su madre le inyecta más dosis de hormonas. No puede evitar vomitar y una bilis amarga cae sobre Candela.

—Cristus mío ¿Te encuentras bien? ¿Puedo hacer algo por ti?

—Si hija mía, bienaventurado sea tu gran corazón. Dame agua.

La mujer sube por la escalera y le lleva a los labios la botella de agua que se encuentra encima de una de las balas de paja, junto con jeringuillas y restos de comida.

—Te amo Semen Cristus, te amo más que a mi hijo —le susurra al oído antes de besarle los labios y sentir el amargo sabor de la bilis.

—Yo te bendigo —responde Leo con un hilo de voz.

Cuando Candela se cruza con la madre e hija que esperan su turno a la puerta del establo, agacha la cabeza y no saluda.

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A los catorce años, Leo bendijo a su primera mujer. Era la vecina más cercana, una viuda reciente. Aquel día, Lía se encontraba en el porche de la casa, sentada en los escalones de entrada. Lloraba con la vista fija en la calle desierta.

Leo y su madre pasaron frente a ella.

—¿Por qué llora?

—Su marido murió hace dos semanas, está destrozada.

—Quiero bendecirla, mamá; como hacía Jesús.

— Ve, hijo mío.

Leo avanzó por el camino de gravilla hasta la mujer.

—Buenos días, triste mujer.

—Buenos días —respondió Lía con cierto estupor, el crío hablaba como un adulto demasiado educado, demasiado formal.

—No esté triste, estoy aquí para bendecirla, para aliviar su dolor.

Los ojos de Leo, hicieron presa en los de la mujer, y ésta sin saber que estaba mirando directamente a los ojos de un pozo de miseria mental, abrió sus brazos al niño.

—Eres un cielo.

—Lo soy —respondió Leo abrazándose a ella.

Metió su rodilla entre las piernas y presionó el sexo de Lía.

No rechazó la presión, no podía apartar la mirada de los ojos del niño. Ni podía apartar aquella rodilla que presionaba rítmicamente su vagina.

La madre se mantenía a distancia, sonreía afable ante la escena.

Un escalofrío recorrió todo el cuerpo de Lía, estalló en su clítoris y se expandió por las piernas y los brazos, abrazando con fuerza al niño entre sus brazos mientras intentaba ahogar un gemido.

—Yo te bendigo, mujer triste.

El niño le besó los labios antes de separarse. Caminó hasta su madre y la cogió de la mano.

—Venga a nuestra casa cuando se sienta sola, no se quede ahí sufriendo, Lía.

La mujer sonrió avergonzada.

No pasaron tres días cuando Lía llamó a la puerta de la casa de María y Leo. Semen Cristus le arrancó el dolor de la muerte de su marido por segunda vez en el sofá del comedor, ante la mirada bondadosamente paranoica de María.

Lía habló con una amiga y ésta con otra amiga.

A los quince años, Leo le pidió a su madre que lo crucificara con vendas en el establo, quería ser lo más parecido a Jesucristo. Hicieron la cruz con maderas viejas y podridas, cuyas astillas laceraban continuamente la piel de Semen Cristus. Un aliciente más, otras infecciones.

Con el tiempo, perfeccionaron la maquinaria y los elementos necesarios para crear aquel santuario del placer insano.

El tubo de vidrio donde Semen Cristus derramaba su amor y su hostia blanca, era una probeta de una industria química. Restos de máquinas tragaperras que encontraron en traperías y desguaces formaban los diversos elementos que estimulaban el pene y la producción de semen.

Objetos sucios, que cada día acumulaban más miseria, que no se limpiaban.

Más adelante, cuando las feligresas acudieron en mayor número y con más asiduidad, María tuvo que consultar con un veterinario qué tratamiento podía darle a su cerdo para que rindiera mejor sexualmente y su semen fuera más abundante.

A los dieciséis años, Semen Cristus a veces eyacula semen con vetas rojas. Y cada día está más delgado.

El cerdo a veces mira con sus pequeños ojos las misas, y su pene largo y rizado se arrastra endurecido entre su propia mierda y meados. El cerdo huele más a muerto que a marrano.

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Su madre lo libera de la cruz y lo ayuda a caminar hasta la casa, donde lame su sagrado coño; la absuelve de sus podridas ideas con un cunillingus que la hace gritar como al marrano del establo que hace coro a las comuniones. Es la madre de Dios.

Y a medida que las hormonas pudren la sangre de Semen Cristus, el dolor de la cruz y los torturados testículos lo dirigen hacia una alienante paz espiritual.

Los genitales parecen absorber toda la locura del mundo, la de las pecadoras que acuden a su bendición, la de su madre, la suya propia.

Amasa y metaboliza la insania y la escupe de nuevo, pura y sin tapujos a la cara del universo.

Semen Cristus es dios y como así lo afirma, así lo cree.

Leo se ha quedado dormido en el sofá del salón, no ha comido la cena que su madre le ha preparado y ésta lo admira con infinita ternura. Acaricia suavemente sus genitales. Están calientes, demasiado calientes; pero no le da importancia.

Tampoco le ha prestado atención a una especie de dura verruga enrojecida que se está formando en la parte inferior del escroto. A su alrededor la piel se está ennegreciendo.

María sube al desván, las obras están llegando a su fin. Las dos habitaciones se han transformado en una grande para que quepan los bancos de madera de las feligresas, en el techo colgará una lámpara de cirios de hierro forjado. La cama que será el altar, estará cubierta por una sábana roja y en la cabecera un Cristo crucificado llorará sobre la cara de Semen Cristus emocionado por haber instaurado el reino de los cielos en la tierra.

Un bidé se instalará dentro de un confesionario y cuatro altavoces emitirán los gemidos de Semen Cristus cuando ofrezca en su comunión la hostia lechosa con la que perdonará los pecados de las feligresas.

En un armario empotrado, guardará las hormonas y las jeringuillas para que su hijo pueda cumplir con su sagrado deber.

—Madre, la cama no es para Jesucristo. Necesito la cruz.

María se ha sobresaltado, no lo ha oído subir. Está desnudo y su pene pende lacio. Los testículos se encuentran contraídos.

—No podrás soportar tantas horas en la cruz, debes descansar. Está aumentando el número de devotas. No puedes continuar así, aún no has acabado de crecer y tus huesos se pueden deformar. Tengo una sorpresa, sólo para nosotros dos.

María se dirigió a la pared izquierda donde se apoyaba un tablero, lo retiró y tras él se encontraba una habitación con el techo acristalado. Los agónicos rayos de sol de la tarde, pintaban de rojo las paredes.

—Esta será nuestra capilla. Cuando hayas acabado la misa y te sientas descansado, te crucificaré. Y no habrá tubos ni calefactores. Meteré cada anochecer en mi boca tu sagrado pene hasta que te derrames en mí, hasta que me cubras entera.

—Madre, bendita seas. Te amo. Te perdono en el nombre de mi santo padre —le respondió con una sonrisa afable santiguando el aire frente a ella.

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