Posts etiquetados ‘recuerdos’

Son pequeñas bombas que van estallando en mi cabeza. A veces detonan sin causa aparente creando una reacción en cadena. Una triste y melancólica fisión neuro-emotiva.
Es posible que la muerte esté cerca; cuando uno piensa mucho en sus recuerdos, es que se presiente el final. Es un examen de conciencia inevitable que ha de juzgar de si ha valido la pena vivir. Estoy convencido de ello, lo he experimentado, lo he sentido en los que han muerto.
Los duendes del pasado lejano y reciente detonan una mina situada en lo profundo y olvidado del cerebro y un torrente imparable de imágenes y de emociones colapsan mi sistema nervioso.
Pierdo un latido y muero un segundo.
Contengo la respiración porque el torrente de emociones me ahoga, me asfixia deliciosamente, narcóticamente…
Me tiemblan las manos porque las emociones son descargas potentes de nostalgia.
Un solo cigarrillo no basta para diluir en humo todas esas tristes alegrías que han muerto en el tiempo.
Cierro los ojos y los oídos al mundo para revivir aquello, para alargar una mano y tocar las emociones que maltratan mi sistema nervioso. Es desesperante, porque están ahí dentro y no puedo tocarlos, no puedo acariciar a mi hijo bebé, como no puedo dar la mano al hombre joven que fui y que me convirtió en lo que soy.
Me arañaría el cerebro para pringar mis dedos de esas emociones, como los pringo en el coño de quien amo. Mas los recuerdos son cadáveres de luz y color que se mantienen preciosos en mi cabeza, son mis tesoros: intocables y no pueden resucitar. No se les puede aplicar el desfibrilador para que vuelvan a vivir; solo se pueden añorar.
En cada uno de ellos, estoy yo muerto, sonriente y fuerte; mi hijo es un delicioso cadáver de bebé de ojos azules, y un adolescente alto y musculoso en otro instante, los cuerpos de mis recuerdos son hermosos.
Ahora son diferentes, son más bellos y perfectos porque aún están vivos, se pueden tocar y por ello no hay tristeza, solo franca alegría.
Pero malditos recuerdos traicioneros…
Yo quiero morir así: intentando no llorar hacia fuera con esas tristes alegrías pasadas, con toda esa melancolía que me haga olvidar que ya no puedo respirar, que no debo respirar.
Que se pare el corazón en ese instante de triste belleza.
Quiero morir bien, porque he vivido bien. Con tal intensidad que mi pene estará erecto sin saber por qué, pobre pene… Siempre ha sido un buen compañero, aunque sea idiota.
Tengo recuerdos de él, de su primer coito, de la primera mamada, de la primera masturbación, las primeras erecciones, tan extrañas, tan placenteras… Nada de lo que avergonzarse.
Es bueno, no puede hacer daño morir ahora que todo está bien, que el balance es positivo.
Da miedo la vida y apostar por más años y que el inventario pueda dar negativo; no quisiera morir así: triste y sin melancolía. Sin razones para sentirme satisfecho de lo vivido y sentido.
Un viejo video musical golpea como un ariete contra la barrera que pongo a las lágrimas. Me arrastra a evocar momentos felices. Los tristes están allí escondidos, son a prueba de bomba, para que no estropeen lo más hermoso. Mi cerebro es tan eficaz, que lo echaré de menos durante esa fracción de segundo que sabré que estoy muerto.
No quiero soñar, quiero cerrar los ojos escuchando la música y dejarme inundar, hasta sentir que lloro, que mi fortaleza no pueda evitar que las lágrimas salgan al exterior.
No quiero dormir, solo quiero cerrar los ojos y hundirme en mis recuerdos aunque duela, abrazarme a ellos y morir sin darme cuenta, siendo yo aquel, siendo yo un tiempo pasado y ya caduco.
Si sigo viviendo, crearé más recuerdos y no quiero más por hermosos que sean, porque duele la vida pasada, duele la belleza y la alegría que ya murió.
Es una putada, dios. Lo hiciste todo tan mal… Hasta tú te hiciste mal a ti mismo.
Yo soy dios y un tanto crítico conmigo mismo.
La alegría se acumula como el mercurio en el organismo, y los recuerdos anulan el tiempo y la perspectiva, es posible un viaje al pasado. El tiempo se fractura entre el pasado y el presente y crea solo una desconfiada incertidumbre del futuro.
Tengo miedo a esa nostálgica tristeza y a la vez busco el momento del silencio de mediodía cuando la comida se asienta y el organismo se relaja, cuando las defensas mentales se hacen permeables a los sentimientos y las bombas-recuerdos detonan sin piedad en esa preciosa semi inconsciencia de la tarde. No quiero recuerdos que me hacen débil y aún así, alargo la mano para tocarlos y acariciar el pelaje brillante de Bianca, la doberman llorona; de Megan, el gremlim; de Falina, la escapista; de Atila el bravo y desobediente; Demelsa la llorona…
Animales queridos…
La voz de mi padre, potente, perfecta, firme…
La alegría de mi madre, su amor avasallador y su orgullo de que caminara a su lado de pequeño y de viejo.
Ellos ya están muertos, solo hay alegría triste, solo hay momentos de un cariño inenarrable.
Las charlas, las travesuras e ilusiones con mis hermanos en toda su historia: niños, adolescentes, hombres y mujeres…
Esas charlas que no han acabado y hay otras por iniciar. Somos y seremos, pero lo pasado es tan hermosamente nostálgico…
Cuando esos recuerdos se convierten en drama, la melancolía desaparece instantáneamente. Porque mi cerebro es eficaz y no permite el trauma. Solo es un ejercicio, una práctica que me prepara a la muerte; una lección que me enseña a no tener miedo porque todo se ha hecho, porque mi vida está saturada de recuerdos tan bellos que son tristes por su condición de impalpables.
Eternas y orgánicas son las emociones que inocularon en mi sangre.
No me gusta ese momento en el que mi cerebro decide cortar el suministro de nostalgia: sin previo aviso me deja abandonado en el presente, sin siquiera un «hasta luego».
Es hora de morir, o tal vez no, pero no hay miedo. Está todo hecho, he hecho lo que debía, porque no hay nada de lo que me arrepienta.
El vídeo de U2 avanza tierno, mostrando un desfile de alegrías y esperanzas, sincronizando mis emociones mientras Bono canta a la cosa más dulce.
Pero no saben hasta qué punto es dulce, y por lo tanto adictiva.
Como el olor a nafta del gas que sale con un relajante siseo del fogón apagado de la cocina.
Podría fumar si no fuera por el gas, pero es un detalle sin importancia.
Hoy no será efímera: hoy será eterna la felicidad de mi nostalgia, hoy moriré con ellos. Mi cerebro no me arrancará de esa historia mágica que hay en mi pensamiento. Detonaré todas y cada una de las minas de emociones que están sembradas en mi cabeza, con la absoluta tranquilidad de que no volveré al presente y sentir la pérdida de lo que una vez fuimos.
Los cerebros se cansan de crear emociones y acumularlas en el pensamiento, pero gestionarlas es responsabilidad del dueño del cerebro y no sé donde guardarlas ya.
Digo yo que es un aviso para acabar ya con la vida. Y la vida debe ser como el dominó: quien acaba antes sus fichas, gana.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Es imposible no sentir tristeza por lo que una vez viví, por lo que sentí.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Son irrecuperables imágenes. Y ahí radica la profunda tristeza de lo pasado, de lo muerto.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Un beso y un abrazo a mis recuerdos, os quiero y no me arrepiento de haberos creado y atesorado hasta el umbral mismo de la tristeza.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
A vosotros, mis recuerdos, os debo lo que soy, os debo la vida y la felicidad que me causa esta melancolía, porque lo malo quedó desterrado en algún rincón oscuro de la mente.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Soy vuestra creación, mis entrañables recuerdos.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Moriré satisfecho de todo lo que hay en mi cabeza, de todas esas imágenes y emociones.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Fantasmas de seres vivos y muertos, dañaría mi cerebro para poder tocaros.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Ya tengo bastante emociones para la eternidad si existiera.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Si fuera más débil lloraría también por fuera.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Recuerdos: sois mi vida, sois yo, y yo soy vosotros.
¡Oh oh oh, the sweetest thing!
Os quiero con toda mi alma por haberme llenado de vida y vida y vida…
¡Oh oh oh, the swe…


Iconoclasta

Canciones de una infancia lejana

Publicado: 30 abril, 2012 en Reflexiones
Etiquetas:, ,

¿Te puedes creer, pequeño Iconoclasta ahora muerto, que siento ganas de llorar cuando las viejas canciones que escucho me devuelven a una edad de una ternura e inocencia ya desconocidas para mí? Cuando era tú…

Yo no me reconozco como aquel niño que llevó un come-discos de bandolera, pantalones cortos y el pelo peinado con raya. Que tenía miedo de los deberes que aún le quedaban por terminar algunos domingos a la tarde. Y al día siguiente ya no se acordaba.

Ahora el miedo dura días. La angustia es más profunda y no hay lágrimas que llorar. Ya no hay padres que te ayudan, te hacen reír o te dejan ver la tele aunque sea un poco tarde.

Da vértigo y pena haber perdido aquello por el camino. Porque lo que fue muriendo con el paso de los años, fue la fantasía, los sueños pueriles en los que imaginaba ser algo importante.

Metal Guru suena y estremece lo más hondo de mis recuerdos; cuando mi hermano y yo, subíamos el volumen hasta hacerlo atronador, lo repetíamos y lo repetíamos viendo girar el disco en el plato. Me acuerdo de aquellas portadas en los singles con el “Nº 1 en USA” o “Nº 1 en Inglaterra”. Peper Box sonaba en los autos de choque con Palomitas de maíz y un amigo sentado con chulería en el borde de la protección del coche cayó en la pista cuando lo embestí. Las risas…

Las risas tan sencillas, tan frecuentes. Deliciosamente banales.

Los miedos eran divertidos.

Es terrorífico reconocer mi ignorancia en aquella infancia mía. La falta de recursos intelectuales para poder vislumbrar siquiera, una fracción infinitesimal de lo que iba a ser y sentir de adulto. Y me alegro de ello, no necesitaba saber lo que ocurriría, porque nada hubiera cambiado; excepto la infancia: no hubiera sido tan feliz.

No quiero reconocer que cuando aquellas canciones se empezaron a olvidar, hay tanta muerte, que hubo tantos pesares.

Porque los primeros dolores son los que más se recuerdan, los más intensos. Los primeros desengaños y la pesada losa de la vergüenza de haber creído demasiado en lo bueno.

Dime pequeño Iconoclasta ya muerto, que entre las canciones de Mungo Jerry y Suzi Quatro no hay tantos hermosos momentos que no volverán. Dime que habrán otros, tan hermosos como aquellos. Dime que cuando pasen los años y mi cerebro se haga blando, lloraré por el presente, como lloro ahora por la infancia perdida.

Dime que siempre hay momentos felices, en cualquier edad. Que esta melancolía es solo un fallo químico y momentáneo en mi cerebro.

Engáñame, pequeño Iconoclasta ya muerto. Dime que padre vive, que la abuela aún duerme en la habitación pequeña, casi con un ojo abierto, que madre no está enloqueciendo y muriendo a cada instante llevada por la insania de un cerebro que se ahoga en sangre. Dime que aún mi hermana se enfada cuando le decimos con burla y voz repelente: “Tejanos John”.

Dime, tú que sabes de esas cosas, pequeño Iconoclasta muerto; que mi hijo me ama, que no se olvida de mí como yo no olvido a mi padre.

Dime todo eso mundo de mierda, dame algún motivo para estar seguro de que hacerse mayor es un triunfo en la vida.

Fórmula V suena barriendo el hoy para devolverme a un ayer en el que no exigíamos saber nada, solo vivir al momento; como si la muerte no fuera con nosotros a pesar de haber dormido en nuestra casa. Que la adolescencia nos hacia vigorosamente insensibles al desaliento.

No necesito retroceder al pasado, es volver a morir como niño. Es saber que jamás se repetirá toda aquella despreocupada vida. Aquella forma de sentir miedo por las pequeñas cosas. Y vuelvo allá aunque duela, me puedo permitir ese lujo, porque la infancia me hizo fuerte.

La vida me curtió con malos y buenos momentos, no puede hacer daño saber que una vez fui inocente y no sabía nada. Es hermoso… No me da vergüenza llorar un rato.

“Et j’ai crié…”, grité tanto a nuestro padre muerto en los momentos felices como en las desgracias…

Soy padre y he recorrido mucha vida, más de la que me queda y a veces pienso como un niño, es extraño. Porque nada en mi cuerpo ni en mi mente me hace suponer que un día fui un chaval. Fue un sueño…

Dime, pequeño Iconoclasta ahora muerto, que volveremos a fumar a escondidas, que descubriremos secretos, y palabras que están vedadas. Que disfrutaremos de fiesta en el colegio por la muerte de un dictador.

Todo aquello pasó y las preocupaciones hoy día son espantosamente aburridas, conservar un trabajo, vivir prisionero de una verdad que ha ido empeorándolo todo con los años: no soy nada, no trascenderá nada de mí.

Un tiempo, quiero pasar un tiempo oyendo canciones de una infancia ya fantasmagórica y no pensar. Dejar que las lágrimas se desborden por dentro de mi cuerpo por una nostalgia que me roba la respiración ante los recuerdos aún tan vívidos.

No quiero que todo hubiera ido mejor, estuvo bien así, estoy bien así; pero es inevitable rendir unas lágrimas a todo aquello.

Nos lo merecimos, nos lo merecemos.

Un beso, pequeño Iconoclasta ahora muerto.

(A mi hermano Paco, que evocando canciones me ha transportado repentinamente a una infancia que fue mía y nuestra, que no volverá; pero recordamos con una ternura infinita a lomos de viejas canciones).

Iconoclasta

Safe Creative #1204301552100