
“El contrato social es una hipótesis explicativa de la autoridad política y del orden social, basada en la idea de que los seres humanos acuerdan voluntariamente ceder parte de su libertad natural a cambio de protección y derechos bajo un Estado.”
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Donde habitan las bestias el amor es un acto que solo puede impedir la hipocresía que allá no existe.
Solo entre animales puros se dan las altas emociones.
Se ama y se odia sin remilgos sin piedad para ningún sentimiento. A bocajarro el amor y la ternura, el odio y la muerte.
Solo donde habitan las bestias, la ternura brota en los campos y bosques, porque no hay interés que la pudra.
Y donde habitan las bestias los malos y los buenos son devorados sin atender a más razón que su debilidad y torpeza.
Las bestias no entienden de ropajes, posesiones y palabras vacías, inútiles.
Donde habitan las bestias, los humanos viajan según el frío, según la sed, según el hambre, según la ilusión.
No es turismo y su adocenamiento, solo es el descubrimiento y su conocimiento.
Donde habitan las bestias, no siempre entierran a los muertos, hay cosas urgentes que hacer en las que gastar esfuerzo y tiempo.
Y repentinamente un día, por una cobardía indeterminada, se alejaron de donde habitan las bestias y perdieron la gracia de su especie.
El amor se medía, compraba, intercambiaba y adjudicaba.
Los débiles y torpes no eran alimento de bestias y treparon a puestos de poder entre los humanos que se despojaron de su gracia innata. De su dignidad.
La ternura ya no brotaba en los campos y bosques; solo surgía una pestilente condescendencia que ensuciaba el aire.
Y aquellos viajes del conocimiento se convirtieron en trashumancia cronometrada y dirigida por los débiles y torpes. El adocenamiento borró de sus rostros la ilusión y el saber de donde habitan las bestias.
Así sucedió el fin de la humanidad y empezamos a nacer en este tiempo y lugar podridos donde no habitan las bestias ni la nobleza.
Y el adocenamiento es virtud remunerada.
No hay aliciente para el conocimiento y la superación, su tragedia, su alegría, su orgullo. A la humanidad la cubre una pátina de grisentería que hace las pieles del color de una ceniza triste y anodina.
Ahora solo brota entre sus patas la cobardía, abulia y servilismo.
Y hombre y mujeres no saben bien qué son. Ni siquiera para lo que sirven.
Y miran a sus hijos sin saber también, qué son, qué utilidad tendrán.
Malditos sean los muertos y los vivos que me vendieron a los débiles y torpes sin siquiera haber nacido.
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Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.
