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El rorcual azul  mide entre 24 y 27 m.

Hay algo muy trágico en la muerte de una ballena.

El tamaño importa. Importa de verdad.

Un cadáver cuanto más grande es más lástima inspira, más piedad, más miedo, más repugnancia.

Los cadáveres de ellas no inspira repugnancia, el mar es rápido digiriendo la muerte, borrando los errores y delitos humanos y divinos si existieran.

Las ballenas son animales tan desmesuradamente grandes que otros se alimentan de sus carnes y no se dan cuenta que poco a poco son asesinadas y devoradas.

Pesa entre 100 y 120 t. 

Son un error de la naturaleza. Ningún animal ignora que es atacado y mutilado, todo animal defiende su más pequeño trozo de piel.

Las ballenas ni siquiera pueden defenderse de una muerte traicionera y cobarde. Tal vez sean los mártires de la naturaleza, los jesucristos de la fauna.

Es el animal más grande que ha existido nunca en la Tierra.

Las matamos y otras predadores se las comen vivas. Da pena, es una de las tragedias más grandes y silenciosas.

Las ballenas son el buffet libre del mar.

Hay algo pornográfico en ello, repugnante.

Sufren toda su vida por dominar un cuerpo que no pueden defender.

Es triste servir de alimento a alguien o algo mientras aún respiras.

No deberían existir seres que no pueden defender su cuerpo de ser devorado en vida. Es una crueldad de la naturaleza.

Las ballenas nadan y no pueden evitar que las ataquen decenas de metros atrás de ellas; demasiado lejos del pensamiento está la cola.

Ni siquiera pueden huir. Se cansan y se dan cuenta que son alimento vivo cuando ya es tarde, cuando ya están infectadas de miles de heridas.

Si se tiene en cuenta la selección natural, la ballena ha tenido suerte de durar hasta el siglo XXI.

Tal vez tengan algo especial que las salva de la extinción, además del activismo de Greenpeace, claro.

Su corazón pesa 600 kg.

La ballena y su ballenato nadan entre bloques de hielo con la misma paz de quien camina por una senda en la montaña en una templada mañana de otoño.

Son tan grandes… Y cuanto más grande es un ser vivo, mayor ternura inspira, salvo a los envidiosos que son casi todos. Los que no son envidiosos no tienen ningún peso ni responsabilidad en la sociedad. Los apartan como los judíos apartaban y apedreaban a los leprosos.

Por eso se cazan ballenas, porque es un ser más poderoso que el hombre y la envidia es muy mala para la preservación de la fauna.

La madre y la cría se mueven entre el hielo en silencio y sin grandes movimientos, como islas de ternura rodeadas de frialdad.

Y parece que cuanto más grande es un animal, más solitario.

A lo mejor se han ganado su soledad gracias a su tamaño.

Han tenido ese privilegio a cambio de ser masivos e imperfectos.

El ballenato nada tan cerca de su madre y es tan grande la desproporción, que es inevitable pensar en una delicadeza tal, que evite que el pequeño sea herido por su inmensa mamá.

El ballenato crecerá y arrastrará su masa por los mares del planeta si vive lo suficiente. Y será cuidadoso con los pequeños.

Dios creó al hombre a su imagen y semejanza; pero con las ballenas jugó sucio.

No es justo.

El ballenato busca la mama para comer y succiona de una mama herida que supura. Aprendes cuando una ballena está cansada y enferma, se mueven de otra forma, hablan de otra forma. Seguramente una orca la ha herido, o algún barco.

El pequeño se alimenta de infección .

Y no es justo, no me gusta.

A la madre, un pequeño tiburón le arranca un trozo de piel del vientre y al ballenato le hiere un banco de sardinas, son como pellizcos suaves, tal vez cosquillas, pero le arrancan piel. Así es su día, cada día.

Dicen que hablan, se lamentan y cantan con sonidos de muy baja frecuencia, con una frecuencia parecida a la de los terremotos conque la tierra derriba las montañas y edificios sobre sus habitantes. A la frecuencia de las explosiones de las bombas.

Las ballenas y la tierra son parasitadas y devoradas por la vida, en vida.

Disparamos sobre sus carnes y profundas rocas con arpones explosivos y barrenas profundas.

Solo que la tierra está muerta y no gime ni sangra. La tierra no inspira pena, solo incertidumbre sobre cuanto tiempo soportará el peso de la sociedad humana en su corteza.

Las ballenas sufren su peso y magnitud.

He sido certero, el arpón se ha clavado profundamente en el espiráculo, es rápido y mortal. Explota y brota violento y alto el inconfundible géiser rosado, una mezcla de agua, aire y sangre.

Su lamento de baja frecuencia rebota contra el casco del barco, lo siento en los pies que mantengo tensos aún aferrando el cañón arponero. El operador del sonar y radar, desde la torreta me mira asintiendo sin alegría, reconoce la vocalización de las ballenas heridas y en agonía.

Su lengua pesa 2,7 t.

­— ¡A toda máquina! ¡A por ella antes de que se hunda demasiado! —grita el capitán.

Me alegro de mi buena puntería, me alegro de que el animal haya muerto. Primero como castigo a la humanidad que no se merece tan hermosa criatura. Segundo: por ahorrarle los cincuenta años que aún le quedan de vida de ser atacada y devorada por todos los seres del mar, sin que pueda defenderse.

Puede vivir más de 80 años.

El ballenato golpea su madre en las barbas para que se mueva, no sabe que ha muerto.

El lamento de la cría llega nítido y claro, es un poco más agudo. Sobrecoge el corazón, literalmente, lo hiela. El altavoz del sonar y sus lamentos que llegan rebotando por encima de las pequeñas olas provocan sensación de tragedia en mis dedos que no pueden relajarse ni soltar el cañón. Sus gritos están llenos de miedo, incomprensión y desamparo.

Al nacer miden 7 u 8 m. y pesan 2,7 t., como un hipopótamo adulto.

—Desconecta el sonido, por favor ­—le pido alzando la voz al operador.

Y ahora lo más penoso. Cargo un arpón sin explosivo para no destrozar la presa que es cuatro veces más pequeña que la madre.

Disparo y cometo mi segundo asesinato de la temporada. El arpón se ha clavado en la cabeza del pequeño que muere al instante.

Que se joda la humanidad, extinguiría todas las ballenas del mundo para castigar a todos los seres humanos.

El tamaño de su garganta no permite tragar objetos más grandes que una pelota de playa.

Dios creó a las ballenas imperfectas e indefensas en un mundo de hienas y carroñeros.

Se asfixian con poca cosa. Malditamente indefensas.

Yo castigo la Divina Torpeza con cada arpón que cumple certero su cometido.

El operador del sonar me observa por un momento sin poder mantener sus ojos en los míos, siempre se le escapa alguna lágrima con los primeros asesinatos de la temporada.

—No está bien, no es bueno lo que hacemos.

—No lo es, amigo, pero nos toca ser los matarifes. Mejor nosotros que otros carniceros que sabes que las matarán lentamente, con mil arpones hasta cansarlas —respondo sorbiendo café, sin confesar mi gran dolor, mi profundo desprecio a la humanidad.

Puedo ser frío como el mar donde ahora flotan muertas las ballenas.

Estamos sentados en la mesa de la cocina. El cocinero siempre sabe de nuestra depresión cuando asesinamos, así que nos prepara abundante café tras la caza.

—Jamás entenderé como puedes hacer esto. Sé que algo hay de dolor en tu mirada con cada pieza que cazamos, pero mejor que tú, no lo hace nadie. Estoy contigo.¡Salud arponero!

—¡Qué Dios reviente, compañero! —siempre brindamos tristes con nuestro café, siempre le deseo la muerte a Dios.

Chocamos nuestras tazas mientras en cubierta gritan y corren marineros y carniceros; ya están subiendo a la madre y al hijo para cortarlos en pedazos.

La puta gran tragedia no ha hecho más que comenzar esta temporada.












Iconoclasta

Un tipo camina lentamente mirando el suelo y lo que no hay en él. Un tamalero pedaleando en su triciclo amarillo con sombrilla azul, parece luchar contra la monocromía de la calle de gris asfalto roto, paredes despintadas y charcos eternos de agua que hacen espejo para las nubes de plomo. Se detiene junto al hombre que refleja en su rostro la gama de grises del mundo y el cielo.

-Buenos días, mi jefe. Tengo ricos tamales de rajas de pena y asco, con dolores pulsantes en las sienes.
– ¿Y para qué quiero eso? No tengo esposa a quien regalárselo para el desayuno. Es que me meo…
-Es mejor que esa indiferencia que le pesa en los hombros, güero. El dolor y la pena dan intensidad y color a la vida, es mejor lo malo que la nada.
-Ya he tenido de todo eso, tamalero. Me ha costado mucho tiempo y desengaños ser neutro. Me va bien la vida con la indiferencia, me gusta más. Yo elijo.
-Cómpreme aunque sea uno de frustración con salsa roja, es el último que me queda.
-No. No me apetece, ya he tenido bastantes emociones a lo largo de mi vida. Soy mayor. Sé lo que digo y tú no tienes ni puta idea de nada.
– ¡Qué triste acabar así!
-Mira tamalero, lo triste es amasar cada día toda esa basura para hacer alimento con ella. No sigas convenciéndote de que la mierda es buena. Has fracasado y de ello haces un manjar, no tienes nada que contar más que la vulgaridad tuya de cada día.
-Es usted muy duro hablando, mi jefe, se nota que no es de aquí. ¿De dónde viene?
-Ni lo sé, ni me importa.
– Está bien, güerito, me tendré que comer este tamal y además solo.
-Tampoco me importa, tamalero. Cuando tengas de mole dulce, mi indiferencia y yo te compraremos uno en torta.
– ¡Ándele, mi jefe!
-Vete a la mierda con tus penosos tamales, falso romántico.
-Si es que un pesito cuesta mucho de ganar y quería vender antes los que se pasan más pronto. Todas las emociones mueren rápidas. Tengo uno de mole como a usted le gusta.
-Pues dámelo y déjame en paz.
-Parece que va a llover, mi jefe.
-Me suda la polla, los hay que van a morir y no importa.
-Tenga… ¿Quiere un vasito de atole?
– ¿También está hecho con penas de mierda?
-No, mi jefe, es puro maíz endulzado con piloncillo, leche y cacao. Si le digo la verdad, como el atole lo hago yo, no quiero mancharme las manos con dolores; porque de alegrías apenas hay ingredientes y van muy caros. Es mi mujer la que hace los tamales y el champurrado, que está aromatizado con enfermedad y pobreza.
-Dame un vaso; pero es que tomar maíz con maíz es lo mismo que hacerse una torta rellena de torta.
-Tiene razón, pero es barato… Acá entre nos, güero: la vida no es intensa, es siempre más de lo mismo. Tamal tras tamal, atole tras atole. Voy aprendiendo, mi jefe. Lo del dolor y la pena es pura publicidad, no le voy a engañar.
-Es tan gris este atole como yo me pensaba, precioso. No me gustan los colores banales. Me largo, no tengo nada que hacer y no quiero estar aquí más tiempo.
-Adiós, mi jefe. Cuando sea viejo, quiero ser como usted.
– ¿Y qué importa? Tal vez mueras antes.
-Estamos muertos los dos, mi jefe.
-Lo sé, está bien. Adiós.

Iconoclasta

Perros cansados

Publicado: 20 septiembre, 2011 en Reflexiones
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No estoy cansado, solo un poco harto.

Es psicológico.

El perro descansa con media oreja colgando frente al bordillo de la acera. Como si esa pequeña altura fuera insalvable con el peso del dolor. Él sí está cansado.

Hace frío y no se mueve, se conforma con respirar tranquilo todo ese daño que tiene en su cabeza.

Qué miedo da ver algo tan cansado.

Qué pena…

Pobre perro.

Pobres perros, él y yo.

No me duele nada y tengo el corazón apretado, no bombea bien. Tal vez sea algo de fatiga. O simplemente el cansancio del perro herido me ha contagiado el agotamiento de la vida.

¿O es la muerte lo que agota? Esa muerte lenta por hastío, no eres nada salvo para alguien en algún momento de necesidad. Funciona así esto.

Yo podría acercarme al animal y curar su herida, o acariciarlo mientras muere.

No quiero que muera. Ya está bien de cansancio.

¿Confundo cansancio con dolor?

¿Confundo la muerte con la tristeza, el dolor y la fatiga?

Ahora tiene sentido aquella canción que decía: “Partirá la nave partirá. Dónde llegará, eso no lo sé”.

Sí que lo sé. Ojalá que el perro y yo no lo supiéramos.

Pero somos valientes.

Un hombre con una niña en brazos que mira el mundo con curiosidad, eso es lo que soy. La niña es transportada por un cúmulo de años, de muerte. Ella no lo sabe, es correcto. Hay cosas que deberíamos callar y no enseñar.

Deberíamos callar como los muertos. No debería pensar, no debería escribir.

Soy un hombre que lleva un ser humano en el brazo y se encuentra con un perro agotado. Agotado está bien es un término correcto. Parece que le queda poca vida, pocas fuerzas. Hay mañanas tristes por ninguna razón en especial. Son muchas mañanas así y tal vez de ahí nazca el cansancio mío y del perro.

Apuesto lo que quieras a que no cierra los ojos porque tiene miedo a morir.

¿Qué reacción tendrán los que alguna vez hicieron el intento de amarme cuando aparezca con mi frente sudorosa y ensangrentada frente a una acera a la que no he podido subir?

Sería la segunda vez que ocurre. Prefiero directamente arder en una explosión o algo así. Es muy triste no alcanzar la acera y morir ante ella. Para morir solo hay mejores escenarios.

“Qué cansada está la humanidad”, sigue diciendo la canción.

He dejado a la pequeña en su colegio, a salvo de las infecciones anímicas de los perros cansados y de la mía.

El perro no se ha movido, respira tranquilo, pero la sangre sucia de su oreja llama a las moscas y no hay tranquilidad posible con ellas. Tengo órganos que se han podrido y las moscas son una constante desesperante. Por ejemplo: en mi cerebro hay moscas, a veces se las ve volar por el interior de mis ojos y asoman sus patitas por mis lagrimales.

Siempre llevo una navaja para abrir cosas, venas, cuellos y sobres vacíos de ilusiones y de palabras.

El perro era blanco cuando nació, antes de que toda la miseria de la tierra hiciera de su color mierda.

Hay una canción que dice algo sobre la orilla blanca y la orilla negra. ¡Me cago en Dios! Me jode cuando las cosas adquieren esa triste connotación de irreal realidad en mi cerebro podrido.

No me gusta el surrealismo cuando paseo.

—Hola compañero —saludo a esa inconmensurable bola de pelo manchado de dolor y miseria.

No es grande.

Me mira tranquilo, piensa como yo: nada me puede hacer ya más daño.

—Te subiré a la acera.

Nunca hay personas malas para matar cuando sientes necesidad de ello, siempre aparece algo que da pena dañar.

Cuando abro la navaja, mi pene se pone erecto, todo mi instinto corre por las arterias desde mi cerebro podrido hasta la punta de la polla que está más sana que dios.

Alguien camina por la calle sucia.

Es una mañana también sucia. Es un niño que va hacia el colegio con un tambor colgando y me mira fijamente, la navaja en mi mano le hace acelerar el paso. El perro lame la mano que lo va a asesinar. Le beso entre las orejas a pesar de lo sucio, lo acurruco entre mis brazos. Es bueno consolar al moribundo.

Aunque no a todos, soy selectivo. Los hay que viven cuando deberían estar muertos. Son perros de dos patas, como yo.

Debe doler mucho su golpe, porque cuando hundo todo el acero necesario para cortar la vida en su cuello, apenas lanza un gemido.

“Triste es el destino mi capitán” dice la canción.

Sabía yo que estaba reventado de cansancio el animal.

Cuando deja de respirar, lo dejo en la acera con cuidado, para que manche el lugar por el caminan muchos odiosos; para que toda esa sangre ensucie zapatos anodinos que caminan con prisa hacia un lugar en el que parece la misma escena de ayer a la misma hora. Que caminan con el pensamiento vacío, sin desear subir ni bajar de la acera.

Hay pequeños deseos que marcan la diferencia entre vivir y existir.

No volveré a esperar la acera salvadora, a mí nadie me hará lo que al perro, a mí me darán patadas para apartarme más aún.

Me han dado patadas.

Es lícito ayudar a morir y morir. Tengo mis derechos.

“Que vamos juntos para la eternidad”, continúa cantando el teléfono en mi bolsillo.

No hay eternidad, pero la idea es hermosa.

Ese perro tiene sus derechos.

Mi mano aún conserva el calor de su lengua cuando me alejo.

Hundo la navaja en la ingle a través del pantalón y corto hacia el intestino. Cuando la femoral seccionada se retrae parece que me arrancan un huevo. Duele y mi boca abierta se apoya en el suelo cuando caigo. No tengo la elegancia del animal aunque soy bestia.

Y siento una pena infinita por haber ayudado a subir la acera al perro, estoy a cinco pasos del animal muerto. Él no ha muerto solo como yo, eso me justifica.

Soy un perro bueno, iré al cielo de mierda.

Iconoclasta

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