
Ayer vi a un tipo con el bozal prendido del codo, preparado para colgárselo en el hocico ante una posible situación de peligro.
Me subió una náusea por el hedor de su cobardía, mezquindad y mansedumbre vacuna; pero encendí un cigarro y no vomité.
Pensé en la extinción de los seres serviles y cobardes como única forma de acabar con la miseria y la indignidad humanas, que son epidemia. Lo imaginé en una fosa a cielo abierto cortado a piezas, junto al hacha ensangrentada contaminada con su humanidad repulsiva.
Y me sentí dos veces bien.
En una sociedad decadente y cobarde, la imaginación es pura terapia para la serenidad, la mía.