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Nueve largas e interminables horas en una ciudad de mierda, ¿y cuál no lo es?
Nueve horas… Ese número de horas no es mágico, es lógico. El número oficial y oficioso para agotar el cuerpo trabajando; pero por encima de todo, para agotarlo bailando, metiendo en sangre el suficiente licor para despreocuparse de que hay un ejemplar de ganado porcino esperando en la casa, tras las puertas del antro.
Me gustan las guarras borrachas con vestido corto que meando entre dos coches con las bragas en las rodillas, se caen sobre su propia orina riendo como subnormales.
Nueve horas es el tiempo perfecto para beber, cantar, bailar y rozar los cuerpos hasta quedar sexualmente satisfecho, o con las pollas y los coños debidamente lubricados.
Nueve horas que son las necesarias para asentar los fracasos, las carencias y las frustraciones de las parejas que nunca llegaron a amarse. Solo frustrados soñadores con pretensiones de amor ultra terreno. Nueve horas marcan el ridículo y la vergüenza entre gritos, copas y música mala y aburrida solo para idiotas.
¡Chum-chunga, chumba, chum! Y así infinitas veces.
El borracho saca su ridículo pene del pantalón para mear en las ruedas de un contenedor de basura en las sombras de una calle.
Nueve horas son las justas y necesarias, para que el ser despreciado sepa que causa repulsión, nueve horas son las necesarias para librarse de algo que no quieres y romper las cadenas de un amor que no lo es, viciado de terceros amantes, de ascos y decepciones.
Nueve horas para fumar veinte cigarrillos y toser sangre y mierda puta.
Un coche con cuatro borrachos ensangrentados, humea contra un pilar de hormigón, la muerte no siempre es romántica, suele ser muy aburrida también.
De seis de la tarde a nueve de la noche, los falsos amantes y sus mentiras prensadas con besos secos y sexos desganados, se relajan. Se olvidan en una descendente y suave curva, la basura que son, la tontería que han hecho durante años juntos, la porquería a medio construir que no pueden acabar.
De nueve de la noche a las doce, los impostores del amor se embriagan con copas de alcohol y bailes sensuales que creen realizar, para olvidar completamente lo que les espera al salir de ese antro encajado entre las calles de una negra, sórdida y aburrida ciudad. Como ellos… Ellos lo saben en el fondo de sus pequeños cerebros.
Se empeñan en ser indiferentes a lo que les espera en el mierdoso hogar, en la novena hora.
Hay vulvas sudadas y empapadas sentadas en las plásticas sillas, gotas de rancio sudor en escotes atrevidos, penes con restos de orina manchando los calzones y los pantalones. Hay una música estridente que alimenta el ridículo y la lástima en las tardes y las noches de las ciudades de los amores muertos.
De las doce de la noche a las tres de la madrugada, sus coños y penes están tan resbaladizos de deseo y de roces con otros cuerpos como ellos de miserables, que acaban follando o mamando los sexos de otros que no desprecian como lo que volverán a ver cuando sean las tres y un minuto.
El apestoso y mentiroso hogar…
Nueve horas son las justas para que miles de idiotas intuyan y asimilen con sus mentes ebrias, la vida fecal que se han creado.
Solo unos pocos elegidos, entienden que esas nueve horas son una liberación a un infierno de vulgaridad, cotidianidad y cobardía. Para ellos, el nueve, la novena hora , se convierte en un número mágico.
Como una bomba que estalla en esa hora tras haber estado corriendo el temporizador durante años. Reventando el techo de una caverna formada por rocas de decepciones, tristezas y amores que no pudieron ser.
Amores que intentaron ser suplantados con otros falsos en un ciclo vicioso cada vez más desalentador.
Cavernas con suelo inundado de guano; eligieron las menos malas dentro de lo malo. No tuvieron valor para aguantar la soledad el suficiente tiempo.
La novena hora tiene dos filos…
Nueve horas para los frustrados y mediocres que rozan sus cuerpos cuasi clones en danzas animales para consolarse en rebaño.
Nueve horas para la liberación de una larga prisión que pudre la confianza, el cariño y la tranquilidad.
Nueve… Un número de mierda y un número sagrado para percibir la realidad y escapar del engaño y la ponzoña.
Nueve horas pueden destruir un calvario si eres hábil.
Son las tres de la madrugada: ¿tendréis inteligencia y valor? ¿O volveréis con vuestras embriagadas y deficientes mentes al apestoso agujero del que salisteis para rozaros y emborracharos al son de una música patética en el antro del plástico y los humores rancios?
Solo sé, con una precisión absoluta, que tendréis hijos que harán lo mismo. Y vuestros nietos serán otros enfermos de vulgaridad y falacias.
Son las tres de la madrugada y algunos miramos la liberadora luz de la caverna, con el rostro lleno de mierda.
Como odio esa metralla asquerosa…
¡Bum!

Iconoclasta

No hay drama en la soledad, solo descanso y serenidad.

Soledad no es un país o un lugar, es mi pensamiento sabio que todo lo sabe.

La vida se tuerce sola y lo único recto en mi horizonte es mi pene, directo y firme. Animal sin raciocinio pegado a mí. Me da placer cuando orino y cuando eyaculo.

No pide nada, solo usa la sangre que compartimos.

No quiere saber nada del cerebro, mi polla es una buena compañía. Sin complicaciones.

No os habréis fijado bien, porque lo bueno acabó apenas comenzó. Hay que ser observador: el cáncer y todos los males se activan con el nacimiento, al igual que la muerte.

Mi vida no solo se tuerce, se rompe.

Y mientras se desarrollan los embriones de las enfermedades, las desgracias, la pobreza y los desamores; la peña se cree que es feliz a pesar de la planicie de su vida. Les han enseñado que la ausencia de males y desgracias, es felicidad. Y mejor que lo crean, porque de lo contrario, se deberían suicidar.

Plano es el electrocardiograma de los que están muertos. Lo plano es inactividad, con optimismo podría ser una alucinación que hace pensar que se vive.

La humana mediocridad diaria es el súmmum de lo que obtendrán. Si acaso, sueñan con viajes en los que no conocerán nada.

Somos el reflejo de la vida en el planeta, una mecha chispeante y rápida.

Y todo lo que tocamos, sentimos, y amamos u odiamos está acorde con ello.

Follar son solo unos segundos entre tantos años de mierda.

Hay fetos que sirven de comida a las ratas y las ratas no aportan beneficio alguno. No le veo la gracia. Solo  tiene moraleja: no existe justicia alguna para los que sufren y aún no ha hecho más que comenzar el tormento.

Durará mucho más que un millón de putas mechas.

Los humanos tenemos una imaginación que no lo es, simplemente nacemos locos.

Alucinando…

Lo único que me mantiene en la realidad, lo único tangible es el semen entre mis dedos.

Y es gris…

El semen entre los dedos es placer, no reproducción. Aunque el planeta necesitara una gota de mi leche para seguir con la especie humana, la tiraría por el inodoro.

No es por misantropía, simplemente protejo la soledad, que es lo único real junto con el semen y la tos que me produce el tabaco.

Hay cosas buenas a pesar de todo, aunque duren eso: un puto cigarrillo.

Es algo que todos lo saben…

Porque… ¿lo sabéis verdad?

Tampoco es la cochina novedad del día, simplemente la locura a veces provoca idiocia y eso impide pasar un rato real con el semen entre los dedos, hasta que se seca.

Hasta que evapora.

Auto-ordeñarse no es malo ni bueno, solo necesario.

No puede hacer daño.

Iconoclasta

Está tendido en la acera, boca arriba, su cabeza ha golpeado contra el bordillo al caer con una arteria que se ha roto en su cerebro por culpa de una genética defectuosa. La cucaracha le rinde honores untando con repugnante baba sus labios ya púrpuras.

No hay nada sugerente ni misterioso en la muerte. Simplemente es algo sórdido y con escaso interés. Justo como siempre he pensado que es un cadáver tendido en la calle, aunque al contrario que con las vidas, no hay dos muertes iguales. Solo la muerte rompe con su magia durante un instante la monotonía de la vida.

Hay ronquidos, quejidos y estertores de todo tipo. Hasta los silencios de los que mueren son distintos en cada fiambre.

El último suspiro es lo que marca la diferencia entre los millones de vidas. Aunque este hecho, no llega ni siquiera a la categoría de consuelo. Una vida de mediocridad no puede ser indultada por una agonía singular que dura escasos segundos. La muerte no mejora la vida pasada de los cadáveres por mucho que sufran en sus últimos instantes de vida.

Enciendo un cigarrillo observando como el insecto explora su nariz. Reflexionando sobre la dignidad y la muerte.

No hay conclusión alguna porque no hay dignidad. La muerte y las cucarachas son indecorosas.

Un hombre se acerca para curiosear y se santigua.

— ¿Qué ha pasado?

— Es un muerto.

Expulso el humo por la nariz y la ceniza cae en el pecho del muerto. Sus brazos están extendidos en cruz, una pierna flexionada y otra recta. Como los cadáveres en el campo de batalla de las viejas películas de la segunda guerra mundial. Tampoco es que sea digno de fotografiarse, su barriga es antiestética, viste una camisa barata de color blanco crudo en cuyo bolsillo lleva un bolígrafo de usar y tirar y una cartera vieja. No es algo que aporte dramatismo.

— ¿Lo conocía?

— Os conozco a todos; pero no sé como os llamáis.

No me gusta conocer a nadie, pero es algo que ocurre. Miras un cadáver y sabes qué era, qué hacía y lo que no hacía. Luego lo imagino follando sin ninguna gracia y acaba todo mi interés por él. Follar no es una buena coreografía, nada parecido a las películas porno.

— ¿Ha avisado a la policía?

La cucaracha se ha metido por los labios entreabiertos del fiambre y asoma sus antenas como una repugnante exploradora.

Hay tanta dignidad en todo ello…

— A mí no me importa el muerto —le respondo sin apartar la vista de la cucaracha—, no es mío. Y no me molesta, algo más de mierda en la calle no importa.

— Es un ser humano —me reprocha.

“Es una mierda”, pienso y me esfuerzo porque mis labios no lo pronuncien.

Me encojo de hombros.

—Todos lo son.

— ¿A usted qué le pasa? —enojado saca su teléfono del bolsillo.

— El muerto es él, a mí no me pasa nada.

Y comienza a irritarme este tipo.

Las moscas se agolpan en la nariz y los ojos del muerto. Beben sus mocos y sus lágrimas.

Precioso.

—Quiero informar que hay un hombre muerto en la calle Tirso, a la altura de Espronceda.

— No. No hay señal de violencia, ni presenta heridas… Claro que está muerto, llevo aquí cinco minutos y no se ha movido ni ha respirado —vuelve a contestar nervioso a su interlocutor.

Pienso que hay funcionarios que aunque no estén muertos, tienen el cerebro lleno de cucarachas.

La gente muere, es algo normal y cotidiano. Que alguno quede tendido en la calle a las once de la mañana cuando el sol comienza a calentar, no es tan anómalo.

Es algo carente de atractivo que solo invita a la reflexión.

Lo único que sobresale de un cadáver es su extrema fealdad, su cuerpo átono y su piel cerúlea. Los cadáveres llevan el estigma de una vida mediocre y anodina y los únicos que tienen verdadero interés en ellos, son las ratas y los gusanos. La muerte al final, es el reflejo de la vida.

Es hipnótico ver un cuerpo vacío que ha llevado una vida tan triste. Un anónimo que no deja más que unos pocos recuerdos en un poco de gente, y será por muy poco tiempo.

No vale la pena la resurrección.

Ni volver a reencarnarse en otro cuerpo para vivir lo mismo.

—No, no lo conozco —contesta el calvo indignado—. Pensé que estarían más interesados en enviar rápidamente una ambulancia para hacerse cargo del cadáver.

Se guarda el teléfono cagándose en dios.

Un par de coches se han detenido para interesarse por el cuerpo tendido.

Aunque hay poco tráfico en esta calle, suenan varias bocinas de conductores impacientes.

— ¿Qué le pasa a este hombre? ¿Puedo ayudar en algo? —se ofrece un hombre tras salir apresuradamente de su coche.

Yo no respondo, me interesa más ver como evolucionan los insectos. A lo mejor podría ver su alma saliendo de su cuerpo para decirle: “Adiós, que te vaya bien. No vuelvas, no parece que hayas sido muy feliz. Piensa que vivir de nuevo sería para empeorar”.

—Me he encontrado a este hombre muerto y este señor mirándolo tranquilamente mientras fuma. Inaudito…

De la manga de mi camisa sale otra cucaracha que despliega sus élitros para hacer un vuelo feo y caótico de mi mano al rostro del cadáver.

Ahora son dos las cucarachas jugando al escondite en la nariz y en la boca.

Se agolpa más gente, se empuja para hacerse paso y poder curiosear el cadáver. Alguien dice conocerlo; por lo visto es un vecino que vive tres edificios atrás.

La hostia puta de interesante.

Yo le digo al putrefacto: “No se te ocurra resucitar, amigo, mira todas esas caras que te observan, no vale la pena volver”.

Por lo visto, su vejiga ya no retiene, se ha formado una mancha oscura en el pantalón y un pequeño charquito amarillo entre sus piernas.

Tampoco el esfínter retiene nada y se están vaciando los intestinos, dada la peste que parece flotar ahora entre la gente apiñada.

Tuve un tío que al morir, se cagó también y además con un ruido como a tela rasgada. A mí me dio un poco de risa; pero mi tía vomitó.

Parece ser que cuando te mueres no tienes otra cosa mejor que hacer.

No hay muerte digna. Y vidas, muy pocas que sean merecedoras de repetirse.

Para conseguir algo de dignidad deberíamos llevar una lavativa en el bolsillo y que el cura, en lugar de la extremaunción y la absolución, nos haga un buen lavado de intestinos a fin y efecto de mejorar la imagen del finado u occiso.

Se me escapa la risa y la chusma piensa que estoy histérico por la visión del muerto.

Si hubiera estado solo, habría orinado en la cara del difunto para que su alma mortal y efímera se convenciera de que la vida es una mierda.

Me largo, este despojo no tiene nada que contarme ya y me he aburrido.

Hay un programa especial en la televisión dedicado a las aventuras de Epi y Blas en Barrio Sésamo, mi episodio favorito es: Diferencia entre vivo y muerto.

Mola.

No importo nada y nadie me presta atención cuando empujo los cuerpos vivos para salir del corrillo.

Yo tampoco le presto demasiada atención a la humanidad. Solo que yo lo hago a conciencia; ellos no saben que ignoran, simplemente se mueven como los animales, por algún instinto. Posiblemente el mismo que les hace rezar y creer en cosas extraordinarias o les hace follar para reproducirse sin tener la suficiente cultura o una buena economía.

Padres y madres lo son los puercos también.

“Mierda, el cadáver apesta siempre menos que los que le rodean”. Me lo apunto en mi libro de citas.

Que se queden ahí todos los curiosos. A mí me aburren tanto los cadáveres como los vivos. Me da dolor de cabeza tanta vulgaridad.

Si cayeran ahora todos muertos, me importaría lo mismo que el precio del kilo de algarrobas.

No hay nada más deprimente que encontrarse en la calle rodeado de gente cuando se está disfrutando de un muerto.

El muerto y yo estábamos tan bien… Todo se jode.

En casa estaré mejor, a salvo de encontrarme con vivos ajenos a mí.

— ¡Hola! ¡Ya estoy en casa!

— ¡Hola! —responde mi hijo desde su habitación, seguramente viendo videos en yutup— ¿Has encontrado muchos muertos hoy?

— Solo uno que ha congregado una manada de quince vivos.

— ¿Y no sientes cerca ningún cadáver más?

— Ninguno. ¿Y tú?

— He sentido a primera hora de la mañana la muerte del que tú has encontrado y nada más. Es muy aburrido.

Me acerco hasta su cuarto, en efecto se encuentra haciendo tareas del colegio y en el monitor hay un video de un grupo de rock que desconozco. Me siento en su cama encendiendo un cigarro.

— No te preocupes, con la entrada de la primavera mueren más. Ten paciencia.

Yo también era tan impaciente como él.

— ¿Y si muero yo? —hay un deje de tristeza en su voz.

— Evitaré que te entren cucarachas por la boca —intento bromear.

Hay un silencio tranquilo que no me apetece romper, mi hijo es el único vivo que soporto.

— Papá… ¿Aumenta la capacidad de encontrar muertos con la edad? Quiero decir, si hay un momento en el que todos los días tendremos que encontrar uno o dos en la ciudad.

— Con el tiempo solo se aprende a identificar mejor los mensajes sensoriales que nos indican donde se hallan los cadáveres solitarios. El número de muertos no varía, no tenemos nada que ver con su abundancia.

— ¿Llorarás por mí cuando muera? —ha dejado el bolígrafo en la mesa y se ha dado la vuelta hacia a mí para hacerme la pregunta.

— No.

— Yo por ti sí lloraré.

— Aún eres muy joven. Cuando yo también tenía catorce años, a veces lloraba a los muertos.

— ¿Siempre tenemos que buscar muertos para detenernos ante ellos y despreciarlos? ¿Y si un día no lo quiero hacer?

— Si un día no lo quieres hacer y puedes evitarlo, no lo hagas. No pasaría nada, pero está en nuestra naturaleza de necroasistentes. Al final uno siente la necesidad de cumplir su tarea. Somos una herramienta natural, hemos de evitar que las almas de esos que mueren solos se reencarnen. Tenemos que convencerlos de que su muerte es intrascendente, que no importan a nadie. Con ello nos aseguramos de que no quieran volver a vivir.

—Hay mucha gente en el planeta —continúo— y aunque sean pocos a los que podamos convencer, ayuda a mantener algo el equilibrio. ¡Ah! Y aunque no te gusten, las cucarachas son necesarias como golpe psicológico: cuando se les mete en la boca, suelen desechar la idea de reencarnarse. Siempre da asco ver el cuerpo recién abandonado con la boca llena de bichos.

— ¿A mamá la despreciaste al morir?

— No murió sola, estaba acompañada por ti cuando tenías cuatro años.

— ¿Y si hubiera estado sola?

— Le hubiera dicho que su vida era lo más importante para nosotros; pero habría convencido a su espíritu que era mejor no volver a vivir. Con el tiempo nos encontraríamos allá fuera del cuerpo, ya libres.

Mi hijo mira al suelo pensativo, está tranquilo.

—Le hubieras mentido…

— Sí, solo con tu madre y contigo puedo sentir la suficiente piedad como para mentir.

— No hay nada ¿verdad, papá? Cuando las almas salen del cuerpo, si no se reencarnan desaparecen.

— Desapareceremos —le contesto sin demora.

— A veces es todo tan vulgar…

Se parece tanto a mí…

— Vamos, te invito a pizza y después buscamos un buen cadáver de postre para denigrarlo. ¿Llevas suficientes cucarachas?

— ¡Qué asco…! Yo no voy a llevar nunca cucarachas, te aviso.

Me río de verdad, ahora sí, con él sí.

Se acabó la mediocridad por hoy. Y los jodidos muertos y todos esos vivos…

Y aún así, espero con ansiedad encontrar otro fiambre al que menospreciar. Me gusta mi trabajo.

La necroasistencia no da mucho dinero; pero ayuda a desahogar la tensión nerviosa diaria.

Iconoclasta

Un salto al vacío

Publicado: 18 septiembre, 2012 en Reflexiones
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¿Qué te parece un salto al vacío sin soltar tu mano, sin dejar de morder tus labios? No sabemos dónde acabaremos; pero si fuera un mal lugar no importaría.

Tampoco importaría que fuera un paraíso.

Importa que tu calor se transmita por cada una de las terminaciones nerviosas de mi cuerpo.

Contigo no importa el lugar, mi reina.

Solo importa el tiempo que ya me corre deprisa. Y cada día hace mi piel más negra, más escamada. Me hace más tullido.

No importa el esfuerzo, ni el hambre o la sed.

Importa solo el ahora contigo.

Coge mi mano y saltemos, mi amor. Es hora de conquistar otros mundos, otros tiempos presentes. Porque para los futuros no estoy seguro de tener tiempo.

Hay cocaína con vidrio molido en un estante de la cocina para que nuestro salto sea sangriento: héroes que vuelan dejando una hemoglobínica estela en un cielo azul de mierda.

Podemos extender nuestros brazos de venas marchitas…

Clávame la jeringuilla con la esperanzadora heroína en la vena gorda que desaparece al llegar al glande.

Yo la clavaré en la arteria que surca tu pecho en una curva sinuosa que parece desaparecer bajo tu pezón.

Es urgente que saltemos en el ahora . Tú y yo, y los recuerdos deshechos.

Esperar es morir.

Es hora de conquistar otros mundos, otros ahora.

Pegaso correrá por nuestras venas creando universos fractales, caleidoscopios de tus pechos goteando mi baba.

No habrá dolor, ni soledad, ni muerte.

Solo descubrimiento. Y estaremos aferrados de las manos. No puede ocurrir nada malo.

Una gota de sangre que cae de tu nariz a mi pubis y se enreda entre el vello. Llévate mi polla a la boca. Salta, mi amor…

Este ahora lo conocemos, ya está todo descubierto. Es un marco demasiado vulgar para nosotros.

Un decorado raído.

Lo difícil pasó. El mundo se ha hecho pequeño.

Tú haces lo que me rodea minúsculo y las catedrales tornas en horizontales casas de muñecas. En tumbas sin nombre…

Tu ausencia era lo que hacía infranqueables las distancias.

Hay una pipa con cristales azules para prender y que devaste los pulmones entre sueños craquelados. No importa el color. Importa tu calor, tu presencia.

No dudes un segundo, no sueltes mi mano cuando salte al vacío y sígueme. No caeremos, estaremos, continuaremos. Seguiremos siendo.

Y por muy asolado que esté el paraje, crearemos vida que manará de tu sexo derramando mi semen.

Y ahora, soberana de mi vida, es hora de caer arriba o abajo, a izquierda o derecha.

La muerte y el dolor quedaron atrás en nuestras soledades.

Un émbolo nos lanzará al vacío, una sangre correrá venenosa y narcótica creando mundos que no es posible conocer sin el Gran Salto.

Solo es un paso y comenzaremos la vasta tarea de colonización y polinización de nuevos mundos.

Nuestra biblia es mi pene tatuado con un código de barras que dice “eres mi puta”. Tu clítoris dilatado por mi boca infame, insaciable… Tu coño ungido y pleno de mí… Somos pornógrafos evangelizadores. Apóstatas de la sociedad que nos pudre de monotonía y tradición.

Somos invencibles, lo hemos demostrado.

Solo queda romperse juntos y así unirnos más, fundirnos, mezclarnos. Ser caos entre piel, saliva y semen.

Una raya blanca directa al cerebro, como un rayo de esperma en tu monte de Venus…

Y tampoco sería doloroso. Vencimos el tormento de kilómetros de mar y tierra. Y no nos mató, nos hicimos dioses.

Vencimos.

Es hora de saltar, cielo.

Con todo el valor, con toda la pasión.

Con todo el veneno necesario para destruir toda esta puta y jodida realidad que nos han metido como una cochina puñalada.

Esnifa en mi polla la raya que nos lanzará al universo y yo clavaré en mis ojos toda la heroína necesaria para deshacer todo lo que nos rodea.

Salta al vacío conmigo, aquí no hay nada para nosotros.

Iconoclasta

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Una vieja cabeza rota

Publicado: 9 enero, 2011 en Reflexiones
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A veces parece que el día se viste a juego con el color de mi humor.

Es un día de los que me gustan: gris.

Ni un rayo de sol atraviesa un cielo macizo de nubes, de tal forma que es una sola nube.

El cielo pesa.

El frío es tan intenso que las manos se hacen torpes y encender un cigarrillo es una hazaña; los dedos no acaban de cerrarse y no hay precisión en los movimientos. Algo así como tener una deficiencia mental. Pero no lo soy, porque no creo en nada y tampoco siento respeto alguno por nada. Yo lo hubiera hecho todo mejor.

Y en medio de toda esa uniformidad, frente al viejo cementerio constantemente actualizado por nuevos muertos, dos notas de color: mi perro de un blanco impoluto y más limpio que cualquiera de los mediocres con los que me cruzo en este paseo, y una mancha de sangre fresca en el suelo. Es de un rojo tan brillante (y clara, ya que deja ver el pavimento), que me pregunto si no será que a alguien se le ha roto una botella de vino barato o de algún refresco de la marca del supermercado que compran los viejos para no gastarse el dinero en un bueno y con buen sabor.

En fin alguna ordinariez que se vende a precio de mierda en los supermercados.

Me he convencido de que es sangre de verdad porque hay un decena de jubilados atendiendo a la dueña de la sangre que algún perro lamerá (o mi propio perro si me descuido) con glotonería.

La anciana tiene una buena brecha en la añeja frente que se prolonga hasta la ceja del ojo izquierdo, le da el aspecto de un cíclope arrugado. Me pregunto cuánto tiempo ha estado sangrando ahí tirada. Porque el charco es grande. ¿Tanta sangre tiene alguien tan viejo? ¿Cuánto tardará en morir?

Está con la boca abierta mirando con los ojos en blanco mi precioso cielo gris. Alguien no le ha bajado el vestido negro y muestra sus feos muslos. Bajo la mirada con cierta incomodidad y vergüenza ajena.

Alguien seriamente herido debería cuidar su estética.

Uno de los diez jubilados que le roban el aire, llama a una ambulancia, lo sé porque grita mucho, y estoy a punto de decirle que para gritar así, que no use el teléfono que ya le escuchan en cinco kilómetros a la redonda. El hombre no sabe decir en que calle se encuentra, hasta que llega el sabio del grupo y se lo dice para que lo repita a los de la ambulancia.

Es curioso y da esperanza de pensar que de vez en cuando algo es lógico y correcto, el que la vieja haya muerto tan cerca del cementerio. Aún respira; es más se queja con pequeños lamentos cansinos pronunciados como una oración. Pero si no soy optimista conmigo mismo, con los demás menos.

El que haya caído desmayada y se haya abierto la cabeza contra el suelo frente al cementerio es una premonición. No me extrañaría que un cuervo se posara en su hombro, le picara la cabeza y le sacara un trocito de cerebro.

A la vieja le quedan dos suspiros más.

Continúo al borde del charco de sangre con un miedo mortificante a que esa sangre aguada me ensucie los zapatos.

Se ve, salta a la vista que es sangre vieja. Le cuesta coagularse, casi color calabaza ahora.

La mía es mucho más espesa y su color más sólido, es granate y hace costra enseguida. Bueno, supongo que también ayuda el nivel de alquitranes que tengo en la sangre.

Qué tristeza de sangre la de los viejos.

Un perro se acerca y chapotea alegremente en el charco. Luego se lame las patas sentando los cuartos traseros y cuando su dueño le grita, el animal huye dejando un simpático rastro de huellecitas rojas.

A un viejo le sobreviene una arcada, la verdad es que un perro lamiéndose la sangre de las patas, no es una estampa agradable. A mí no me molesta, como mucho, me dan ganas de fumar.

Si mi perro hiciera eso, le pego un correazo que le parto la espina dorsal y aprende de una vez por todas a no meterse en charcos de sangre si no es la mía. Yo no me llevo porquería a casa por muy colorida y liviana que sea.

Los viejos repiten una y otra vez la misma historia: el «viejazo» que ha dado de frente contra el suelo, el estremecedor ruido, y sobre todo lo mucho que les acostado levantarla del suelo.

Llevo treinta segundos aquí y ya lo sé todo de ellos. De la vieja accidentada no sé nada, salvo que sangra copiosamente y cada vez está más blanca.

Me largo de aquí, me aburren. Hasta la muerte me aburre. Que alguien se casque el cráneo tampoco es algo que estimule mi conversación.

Aunque no puedo dejar de imaginar como será cortar esa vieja carne y medir los litros de vida que contiene.

Cosa que me convertiría en un forense de no vivos. Insisto en que la vieja no está del todo viva ni del todo muerta. Da mal fario.

Definitivamente, no llegaré a casa nervioso por compartir esta experiencia.

Es más, es algo que ocultaré como una vergüenza, algo embarazoso; porque no reconoceré jamás que mi vida es tan pobre como para que me entretenga una vulgaridad como una cabeza de vieja rota.

El ambiente es húmedo y ya no los oigo gritar, el cielo es tan pesado, que hace presión en las palabras y estas caen muertas en el suelo. Muertas como seguramente lo estará enseguida la mujer.

No soy optimista, no tengo ninguna razón para serlo.

Cuando doy la vuelta a la esquina mi perro aúlla, siempre lo hace, imita el sonido de las sirenas. Y suena una tan cerca que cuando levanto la mirada, está a unos metros pocos metros de nosotros.

El conductor detiene el vehículo y salta de la cabina el sanitario corriendo hacia a mí.

­-Nos han avisado que por aquí hay una mujer mayor accidentada ¿La ha visto?

-Sí, pero se encuentra cinco calles más arriba. Girando a la derecha, allí encontrará un grupo de gente atendiéndola, les esperan.

-Gracias.

Y corriendo se sube a la ambulancia y ésta arranca con el molesto ruido de la sirena.

Mi perro aúlla de nuevo y le doy una patada para que calle.

La ambulancia pasa de largo la calle donde se encuentra la vieja.

No es por maldad, pero creo que si su destino es morir, que muera. Y si ha de vivir, esos minutos de más que tardará la ambulancia en llegar no le representarán ningún mal.

Pero vamos, que si he de ayudar de alguna forma en la selección natural y en evitar que seres ya viejos agoten recursos en el planeta, lo hago sin ningún problema.

Incluso con una sonrisa en la cara, mientras me enciendo con cierta felicidad un cigarrillo en este hermoso día gris.

Esta pequeña broma tampoco la contaré en casa, no entenderían mi sibarita, sarcástico y refinado humor.

Y si por mí fuera, que una vez haya llegado a casa, llueva mierda.

Una vez, en un examen psicotécnico me dijeron que mi empatía era nula y que debería hablar con un psicólogo para tratar de paliar este defecto.

Bueno, pues lo que para ellos es un defecto, para mí es mi puta virtud y me he tomado mi interés por no sentir interés alguno por los seres que me rodean.

Creo que lo que es malo para la chusma, es bueno para mí.

Llueve… pero no es mierda.

Aunque no estoy seguro.

Iconoclasta

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