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A la mañana siguiente se despertó relajado, sin recuerdos sobre el día anterior, como si hubiera sido un difuso sueño. Cuando intentó orinar, sintió que su cabeza daba vueltas y se hacía todo oscuro, un ataque de pánico le cortaba la respiración.

No tenía pene, ni testículos. Sintió náuseas pero no vomitó nada, solo bilis amarga y el estómago le dolió.

Venciendo el pánico se miró al espejo, no había nada entre sus piernas, solo un agujero profundo en el pubis, allá donde antes estaba su pene. Había sangre seca en el pantalón.

Intentando no gemir con fuerza, conteniendo miedo y llanto, entró de nuevo en la habitación. Usando la pantalla del móvil iluminó el interior de la cama para no despertar a a su esposa.

Las sábanas tenían pequeñas gotas de sangre seca; pero no veía sus genitales allí. De pronto, Pilar dejó escapar un gemido débil y separó las piernas. Fausto alzó la sábana para iluminarla: sus bragas estaban enredadas en la pierna izquierda y en su sexo se encontraba algo encajado, llenándolo de una forma obscena. Otro nuevo gemido se escapó con sensualidad de los labios de la mujer y en su vagina captó el movimiento de un pene allí enterrado y unos testículos agitados, contrayéndose espasmódicamente. Eran los suyos.

Sintió que el mundo le daba vueltas y lo abandonaba. Intentó levantarse, pero quedó tendido en la cama.

Sonó el despertador de Pilar, eran las siete treinta, una hora y media había pasado desde que despertara por primera vez.

Se palpó rápidamente y sus genitales se encontraban allí, donde debían estar. Quiso llorar de alivio.

Pilar no se despertaba, dormía plácida y profundamente.

— ¡Cariño, despierta! Es hora de levantarse.

Su esposa se dio la vuelta y le besó profundamente.

— ¡Qué me has hecho, cabrón! Házmelo otra vez, métemela en el culo también porque me corro solo de pensarlo —hablaba con la voz adormecida y aferrando el pene de su marido a través del pijama.

Ella nunca se había expresado así.

Fausto no pudo responder, su visión se hizo oscura, un dolor fortísimo se instaló en su bajo vientre como un cólico y notó con terror sus genitales separarse de él con un sonido líquido y la sensación de perder sangre.

La mujer se había abrazado a su cuello y le besaba la boca. Él estaba en algún lugar oscuro y cuando su mujer lanzó un gemido de placer solo pudo imaginar vagamente lo que ocurría.

Separó las piernas y el pene entró en su vagina reptando por el muslo, estaba tan excitada que no se daba cuenta de que el cuerpo de su marido estaba completamente inmóvil.

— ¡Te ha crecido, mi amor! La tienes enorme —susurraba moviendo su pubis contra el de su marido.

A Pilar se le detuvo por unos segundos la respiración y dejó ir un suspiro profundo, se separó de su marido y se colocó a cuatro patas sobre el colchón, sus pesados pechos se agitaban con una respiración ansiosa. Los ojos de Fausto estaban abiertos, pero no veía nada en su conciencia. El pene, arrastrando los testículos, se deslizó por la vagina hasta el ano y allí retorciéndose como un gusano, consiguió alojarse. Pilar sudaba y sus puños estaban cerrados. Comenzó a respirar rápida y brevemente para acomodarse al dolor y al placer.

Sus ojos observaban cada detalle; pero no era para su disfrute, eran los ojos del pene. Mientras tanto, Fausto el hombre, evocaba las imágenes de dos seres en un vientre materno. Uno de ellos aún incompleto, sin pene. El otro ser era unos genitales alimentándose de la misma placenta, un pequeño cordón umbilical, como una raíz, entraba en el meato de aquel minúsculo miembro que flotaba ingrávido muy cerca de su rostro aún no formado.

Era una pesadilla, era un horror…

Pilar hundió la cara en la almohada para no gritar, sus glúteos se agitaban suavemente con el movimiento del pene. De pronto, los testículos se contrajeron y lanzaron el semen hacia el glande enterrado. El esperma comenzó a rezumar lentamente entre los glúteos para caer en la sábana resbalando por los huevos que colgaban ahora pesados. La mujer se desmayó y el pene se desprendió del ano. Usando los ojos de Fausto, se dirigió reptando al pubis y se instaló de nuevo entre las piernas provocando un ligero dolor. Los ojos del hombre se cerraron y quedó inconsciente.

El despertador volvió a insistir a los diez minutos. Y fue Pilar la que se despertó.

— ¡Amor, se nos ha hecho tarde! Cómo me duele el culo… Lo repetiremos.

Encendió la luz de la mesita de noche y vio la sangre.

—Quien me iba a decir que volverían a desvirgarme a mi edad…

Fausto se puso en pie, todo parecía irreal, su mujer, su voz, sus comentarios, su cuerpo y su polla. No estaba bien, no conocía nada de esto. Era él quien se sentía lejano de su cuerpo.

En apenas media hora, Pilar se había duchado, vestido y ya salía taconeando rápidamente por la puerta de casa. Trabajaba como funcionaria en el registro de la propiedad intelectual.

Pilar pasaría todo el día pensando en el acto sexual de esa mañana de una forma obsesiva.

Fausto salió diez minutos más tarde y se despidió de Maricel sin entrar en su cuarto, tocando a la puerta.

—Me voy que he hecho tarde. Que te vaya bien en la facultad. ¿Vendrás tarde?

—Como ayer —contestó su hija con voz somnolienta y tapándose la cabeza con la almohada.

Iconoclasta

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Algo no era normal en el pene y los testículos, no parecían ser un todo en su cuerpo.

Las sensaciones que percibía en la piel de los genitales no eran directas, parecían retardadas, lejanas; la impresión de entumecimiento cuando una mano se duerme por una prolongada inactividad.

Eran las seis de la mañana cuando orinaba tras despertar para empezar una jornada laboral. Dejó caer en el inodoro unas gotas de sangre, cosa que le preocupó; pero la jornada laboral lo mantuvo distraído de ese temor y a lo largo del día no hubo más sangre.

Fausto y Pilar estaban cenando en el comedor, en el televisor emitían las mismas aburridas noticias de cada día.

—Es extraño. Esta mañana he orinado unas gotas de sangre y no he sentido ninguna molestia.

Su mujer tragó la porción de ensalada que estaba comiendo.

—Sí que es raro, deberías ir al médico y comentarlo.

—Si vuelvo a mear sangre, iré.

—No te costaría ir mañana cuando salgas de la fábrica.

—Ya veremos. Si tengo ganas…

—No irás —respondió Pilar desviando la mirada al televisor para acabar la conversación.

Se le cayó la aceituna del tenedor, rodó por el escote y se detuvo entre los pechos.

—Eso te pasa por tener esas tetas tan grandes —bromeó Fausto tomando la aceituna y llevándosela a la boca antes de que Pilar se limpiara.

La mujer se sintió halagada y le besó los labios.

Fausto tuvo una sorprendente erección, fue tan rápida que no se dio cuenta del proceso, no fue consciente de su excitación hasta que sintió la tensión en el pantalón del pijama que vestía.

Y volvió con más fuerza la sensación de que sus genitales estaban “despegados” de su cuerpo y las señales sensoriales llegaran retardadas, diluidas. Pensó que no llegaba bien la sangre a esa zona de su cuerpo, de ahí ese adormecimiento. Sin embargo su pene, cabeceaba excitado, henchido de sangre, sin duda alguna.

— ¡Fausto! ¿Te dijo Mari a qué hora llegaría? Son casi las diez.

Su mujer lo miraba furiosa, era la segunda vez que le preguntaba lo mismo durante el tiempo que Fausto pensaba en sus genitales.

—No, no me dijo nada —respondió sorprendido.

Pilar cambió de canal para ver un programa de entrevistas a famosos.

Su marido se estaba tocando el pene discretamente bajo la mesa. En efecto, tenía menos sensibilidad. Pensó en la próstata, tenía cuarenta y ocho años.

Eran las diez de la noche cuando recogieron los restos de la cena y se sentaron en los sillones de la sala para ver la tele cuando escucharon el ascensor llegar a su planta. En unos segundos la puerta de casa se abrió.

— ¡Buenas noches! —saludó Maricel al entrar en el comedor.

Se acercó a su padre y a su madre para saludarlos con un beso.

— ¿Cómo te ha ido en el gimnasio? —preguntó su padre.

—Como siempre: lo más duro la bici, lo más delicioso la piscina.

—Sírvete pan con tomate y tortilla, la he dejado en la encimera tapada.

—Ya he cenado, mamá. Me comido una ensalada con Mario al salir del gimnasio.

Fausto sufrió una repentina punzada de dolor en el interior del pubis y su pene se endureció aún más, hasta el dolor.

Se dio cuenta que estaba observando fijamente el inicio de los desarrollados pechos de su hija. La blonda de su sujetador color crema asomaba entre el cuello de pico de la camiseta que vestía.

— ¿Dónde está el pijama blanco? —le preguntaba a su madre al tiempo que se sacaba la camiseta camino a su cuarto.

Fausto tomó el control de su voluntad, dejó de mirar a su hija y cruzó las piernas para ocultar la erección.

El dolor había disminuido, pero sudaba abundantemente.

Cuando escuchó que Maricel cerraba la puerta de su habitación al final del pasillo, se levantó para ir al lavabo. Se desnudó de cintura para abajo, orinó y dejó caer un par de gotas de sangre de nuevo. Entre sus dedos sentía extraña la carne del pene.

Un súbito movimiento en lo profundo del pubis lo alarmó. Sentía que algo se conectaba y desconectaba allá dentro, en su carne, en sus cojones. Pensaba concretamente que se le iba a “caer la polla al suelo”.

Se sentó en la tapa del inodoro y encendió un cigarrillo que sacó del cajón bajo el lavabo.

Pensaba en infecciones y en cáncer, en operaciones y muerte.

Se obligó a serenarse y observó como el pene se relajaba y encogía recuperando su tono de piel normal. Porque hacía unos segundos, se encontraba amoratado, casi negro. Como si un torniquete en sus tripas le hubiera cortado el flujo sanguíneo.

El movimiento en el pubis cesó y el miedo se diluyó; el miedo venía de la posibilidad de que el pene se le desprendiera del cuerpo. Así de brutal, así de imposible.

Las molestias ya habían cesado por completo cuando casi había consumido el cigarrillo. Tomó el pene con la mano y lo agitó para convencerse de que estaba sólidamente pegado a él. Tiró del prepucio para descubrir y el glande: se encontraba rosado, con buen color y una capa brillante y resbaladiza de fluido lubricante como era habitual por una erección.

Respiró aliviado, se subió los pantalones y abrió la puerta del lavabo topándose súbitamente con su hija que iba a entrar en ese mismo instante.

— ¡Papá, no fumes en el lavabo! Huele fatal.

— ¡Déjalo, Mari! ¡Se lo he dicho cientos de veces pero ni caso! ¡Fausto, tira ambientador al menos! —gritó Pilar desde el salón.

Maricel vestía un tanga amarillo y un sujetador de algodón sin costuras, los pezones de diecinueve años ponían a prueba la integridad de la tela. Entró en el lavabo y cerró la puerta.

Con una nueva punzada de dolor, visualizó en su mente el pene alojado entre sus pechos. La imaginó gritando aterrorizada con la vagina a punto de reventar llena de su pene, como un dildo de carne y sangre removiéndose en su coño, inquieto, sin pausa. La imaginó cambiando su miedo por placer a medida que el pene tomaba un ritmo más intenso y violento, entrando y saliendo de su sexo como una monstruosa oruga empapada en la mezcla de sangre y fluido que manaba de la vagina desgarrada.

Se apoyó en la puerta del lavabo agarrándose los genitales e intentando borrar aquellas imágenes de su cabeza. Cuando el pene quedó fláccido, se dirigió al salón.

—Me voy a meter ya en la cama, Pilar.

—Yo me quedo a acabar de ver el programa —dijo levantándose de la butaca para darle un beso —. Descansa.

—Buenas noches, cariño.

Se metió en la cama pensando que pasaría la noche en vela preocupado por lo que le estaba ocurriendo; pero apenas se estiró en la cama, sus ojos se cerraron y su respiración se hizo lenta y profunda.

Iconoclasta

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El pene asoma fláccido por el agujero de una pared, una mampara de madera pintada de vivos colores azules, rojos, amarillos y verdes con multitud de pequeños penes en las más diversas posiciones, algunos con sonrisas y otros con pequeños pies. Una niña lo acaricia hasta que se agita por un momento, tiene quince segundos para conseguir la erección; unos electrodos insertados en la base del pene transmiten la intensidad de placer a un ordenador y éste lo traduce a señales eléctricas que van a un enorme marcador de luces verticales, vistosas e intermitentes en la tarima, frente al público.

La gente asiste al espectáculo como las polillas a la luz de una farola. Muchos se deciden a pasar por la taquilla para comprar un boleto, mientras una multitud de críos ríen, gritan y lloran a sus padres por encima de la megafonía porque quieren probar suerte y llevarse el importante premio.

La niña de unos seis años va vestida con un pantalón rosa y suéter de cuello alto de piel roja con un reno navideño en el pecho. Calza botas altas de color rojo y lazos de navidad en la caña. Hace unos instantes estaba nerviosa y ansiosa por acariciar ese trozo de carne que cuelga de la pared, su madre la ha animado y aconsejado que sea cuidadosa para que el pene se ponga erecto y se enciendan las luces de premio.

—No lo agites bruscamente, no tengas prisa. ¿Ves esa piel que cuelga un poquito? Ténsala hacia atrás y verás como se agita para hacerse más grande, dura y gorda.

Y así la niña ha acariciado con cuidado el pene y torpemente ha retirado un par de veces el prepucio para descubrir el glande.

Transcurre el tiempo sin conseguir la erección y el feriante la separa amablemente del pene; el marcador indica que ha logrado dar un bajo nivel de placer. Solo se han encendido las luces azules. El máximo son las rojas, que cuando se muestran intermitentes indican eyaculación.

La madre dice “¡Oh!” con fingida tristeza y sube a la tarima a buscarla.

—Lo has hecho muy bien, niñita, vuelve a probar suerte de nuevo y es posible que te lleves el implante ocular para juegos virtuales —dice a través del micro el dueño de la atracción.

La niña sonríe y la madre la conduce a la taquilla de nuevo.

Los transductores en la base del pene, al otro lado de la pared aún registran ondas de un ligero placer, por ello las luces del marcador siguen azules.

— ¡Que pase el siguiente jugador! Y recuerden que el certificado de sanidad y su vigencia pueden verlo justo encima del pene. No hay ningún problema, nuestros mongoles transgénicos son especialmente seleccionados y criados. Higiene y profilaxis garantizada. ¡Vamos, papás, mamás, niños y niñas, el placer está ahí aún, aprovechad para elevarlo!

— ¿Quién conseguirá la erección? ¿Quién conseguirá el mayor premio con la eyaculación? —sigue el feriante animando a la gente que observa el espectáculo desde el suelo embarrado que cubre todo el terreno donde se asienta la feria ambulante.

El pene pertenece a un joven SD (síndrome de Down o trisonomía 21), que se mantiene quieto porque por su espalda pasan unas cintas anchas de cuero que lo aplastan contra la madera. Está desnudo, babea y sus ojos idiotas miran sin interés la madera basta contra la que se aprieta su carne, mientras percibe emociones de placer que llegan con más o menos fuerza a su cerebro. Es un individuo de unos diecisiete o dieciocho años, rechoncho y macizo. Sus nalgas átonas se contraen cuando su pene transmite algún gozo que podría venir de una simple corriente de aire fresco. Los transductores adheridos en la base del pene, tocando el rasurado pubis miden los impulsos eléctricos para ser monitorizados en el luminoso de la atracción.

Son las navidades del 2020 y la gente está alegre, la crisis a nivel mundial ha comenzado a superarse y hay una euforia que hace años no se percibía por estas fechas.

Hace tres años se consiguió clonar y modificar transgénicamente a los mongoles (ya nadie los llama síndrome de Down, han vuelto a ser llamados mongoles debido a su gran popularidad por el Córrete-Córrete, el juego de erecciones y eyaculaciones). Tras unos meses de intenso debate político y social y manifestaciones más o menos violentas, la gente aceptó a estos seres creados para formar parte de un juego barato que ayudaría a elevar el ánimo del populacho.

Unos nueve meses antes de la aparición del Córrete-Córrete, se usaron jóvenes latinos presos en reformatorios (los negros solo se pueden ver ahora esclavizados en las minas de diamantes y los chinos trabajan exclusivamente en circos donde mueren muy jóvenes por los arriesgados espectáculos que llevan a cabo) para que pelearan a muerte entre ellos en circos ambulantes; pero la gente sumida en una profunda depresión no encontró que este espectáculo tipo gladiador, lo entretuviera suficiente , ya que la violencia resultaba aburrida por el exceso cotidiano y además era más caro.

Se impuso el silencio imbécil de los mongoles transgénicos y el morbo de sus grandes penes, que sumado a los avances de la sanidad, no ofrecían riesgo alguno de enfermedad. De hecho, la parte final de la atracción requiere hacer una felación para asegurarse el premio.

Sus penes miden diez centímetros en reposo y unos tres centímetros de diámetro. Cuando alcanzan la erección, llegan a los diecisiete centímetros y unos siete de diámetros. El agujero en la pared es un poco más pequeño que el pene erecto para que corte ligeramente la circulación sanguínea durante la erección y sea más llamativo. Cuando la erección es potente, el glande vira al color cárdeno y palpita con fuerza.

— ¿Qué edad tienes? —le pregunta el feriante al niño que acaba de subir a la tarima con dos boletos en la mano.

— Once años.

— Y llevas dos boletos… Estás decidido a llevarte el premio ¿eh?

El niño afirma vehementemente con la cabeza mirando a su padre entre el público.

— Pues adelante con tus treinta segundos y mucha suerte.

Un zumbador suena y el niño toma el pene fláccido con su puño y comienza a agitarlo, de arriba abajo con fuerza. El marcador de placer sube dos luces y se sitúa en el amarillo. Un zumbido indica que han transcurrido los primeros quince segundos. El tamaño del pene ha crecido ya visiblemente y el puño del niño apenas lo puede rodear, necesita las dos manos, que se han cerrado con fuerza. Con semejante rigidez ya puede masturbar el pene con un movimiento de vaivén.

El padre aplaude con fuerza dándole ánimos.

—No te canses, chaval, el idiota ya es tuyo —grita alguien del público.

El desagradable sonido del zumbador indica que se ha agotado el tiempo y el niño baja desanimado los cuatro escalones de la tarima para reunirse con su padre.

Las cuatro luces amarillas se han iluminado y se mantienen en el límite de la primera roja. El próximo que pruebe suerte es muy posible que se lleve el premio.

El cuidador de los mongoles de la atracción se acerca al ordenador y observa los datos: indica que con dos tandas de quince segundos, llegará la erección total. El dueño de la atracción le ha dado instrucciones para que la erección se retrase lo suficiente para que suban al menos diez clientes por mongol. Del cajón de la mesa del ordenador saca una jeringuilla y separando el pubis del mongol de la madera con una barra de hierro, le inyecta brutalmente en el pene un retardador eréctil especialmente diseñado para estos seres, su erección actual no bajará; pero se mantendrá en el mismo estado por unos diez minutos más. El joven ni siquiera parpadea a pesar de lo dolorosa que es la punción.

Genéticamente han sido diseñados para no sentir dolor ni placer (un requerimiento de la OMS para que en su momento aprobara el uso de estos seres para la atracción), su respuesta eréctil es casi puramente vascular.

— Ánimo idiota, dentro de diez minutos puedes soltar tu carga; pero ahora tranquilo —le dice en voz baja dándole una fuerte palmada en la nuca que hace que la nariz se estrelle contra la pared provocándole una hemorragia.

El idiota ni siquiera se mueve por el golpe y sigue manchando de baba la madera.

Bajo el suelo de la atracción hay una jaula con diecisiete mongoles apiñados entre sí. Si intentaran moverse, no tendrían espacio para alzar los brazos. El cuidador los rocía con agua; alguno que posiblemente es defectuoso, se lamenta con una especie de berrido por la frialdad del agua.

Mientras tanto, dos niños y una niña han subido a la atracción sin llevarse el premio.

Dentro de un par de horas, la gente se irá a sus casas a celebrar la Nochebuena y todos ambicionan poder llegar con el premio. En la taquilla hay una cola de más de treinta personas.

Un hombre de unos treinta y pocos años sube a la atracción.

— Y aquí tenemos un papá que va a probar suerte para su bebé… —grita por el micrófono el feriante.

El hombre saluda a una mujer que tiene a un niño de dos años en los brazos y se arrodilla frente al pene.

— ¡Ah, no! No puede usar la boca hasta que la erección sea completa, lo siento señor. Son las reglas.

Hay gente que exclama decepción entre el público, la parte del espectáculo donde chupan el bálano del imbécil es la más esperada.

Se pone en pie, y suena la señal de inicio. Aferra el pene cubriendo el glande completamente y con gran velocidad imprime el movimiento de vaivén. En diez segundos el pene ha adquirido toda su dureza y se han encendido las cuatro luces rojas.

— Ya tenemos al ganador del premio a la erección —anuncia el feriante haciendo entrega al hombre de un implante ocular.

La gente aplaude y silba.

Ante el durísimo masaje, el mongol, al otro lado de la pared ha detenido su respiración y sus puños se han cerrado con fuerza en un movimiento reflejo.

Desde el suelo enlodado frente a la atracción pasa desapercibida la sangre que cae del pene; el frenillo del prepucio se ha rasgado por la fuerza de la masturbación. El dueño de la atracción lo limpia con un pañuelo de papel.

—Ante todo limpieza. ¡Que suba el siguiente! Y veo que ya se puede practicar la felación —grita mostrando un condón al público.

La primera niña vuelve otra vez a subir a la atracción.

— Vamos a ver si esta belleza de niña se lleva por fin el premio gigante.

— ¡Con la boca, Dori! —grita la madre entre el público.

— Lo quiero hacer con la boca —dice con timidez la niña.

— ¡Qué niña tan atrevida! Pues que sea con la boca —responde el dueño de la atracción entre los aplausos del público.

El hombre rasga con los dientes el envoltorio del condón y sujeta con una mano el pene que está duro y parcialmente estrangulado en el agujero de la pared, el prepucio se ha retraído y el glande asoma amoratado, congestionado de sangre. El meato se encuentra entreabierto como la cuenca vacía de un ojo. En pocos segundos, el pene queda revestido por una capa de color púrpura que se agita con breves espasmos por la fuerza de la presión sanguínea que lo llena.

La pequeña Dori se arrodilla pero así no llega con la boca al pene, el feriante coloca un sucio cojín para que gane altura.

Suena el zumbido de inicio de tiempo y la gente rompe a gritar lo que más espera de la atracción: “Córrete-Córrete”.

La niña abre la boca todo lo que puede para poder meterse ese pene que apenas le entra. Respira a duras penas por la nariz moviendo la cabeza para provocar la fricción del pene contra sus labios, tal y como ha visto que mamá hace con papá.

La gente ríe y aplaude:

— ¡Córrete-Córrete! ¡Córrete-Córrete! —la gente no cesa de corear al ritmo de la mamada que la niña está haciendo con esa gracia infantil.

El mongol encoge los labios presionando la cabeza contra la pared, su impulso natural es penetrar más profundamente, por ello sus nalgas se contraen con fuerza e intenta empujar.

Respira entrecortadamente provocando un sonido asmático producto de sus deficientes pulmones, los labios se han azulado por la falta de una buena circulación sanguínea, ya que el corazón de estos transgénicos es débil y defectuoso.

La boca de Dori es tan pequeña, que el roce es realmente recio contra el paladar, y los dientes. La estimulación es tremenda. No tardan los conductos seminales en llenarse con un semen que sale a presión por el meato. El mongol golpea su cabeza contra la pared sin saber por qué.

Las luces empiezan a parpadear lentamente, quedan apenas dos segundos de tiempo, cuando el semen hincha el depósito del condón, la niña lo siente en la lengua como algo más blando y padece una pequeña náusea. La gente aplaude a sus espaldas: las luces rojas se han encendido parpadeando rápidamente y unos coros con música festiva anuncian por la megafonía: “Se ha corrido, se ha corrido”.

— ¡Ya tenemos a la ganadora!

El feriante le entrega a la niña una gran caja: es un módulo cerebral para videojuegos, con conexión directa al sistema nervioso.

La madre sube saltando de alegría para recoger a su hija.

— ¡Un momento, mamá! —anuncia el feriante— Tenemos que entregarles el trofeo final.

Tras la pared, el cuidador de los mongoles ha desabrochado las cintas de cuero que inmovilizan al chico, y lo ha obligado a tenderse en el suelo boca arriba. Saca y guarda los electrodos del pene en el cajón de la mesa del ordenador, le arranca el condón y con un cúter, de un rápido tajo amputa el miembro aún sucio de semen.

Mete el bálano ensangrentado en el robot embalsamador del tamaño y apariencia de un microondas, y se limpia las manos de sangre con un trapo que lleva en el bolsillo trasero del pantalón. Al cabo de quince segundos el aparato emite una señal. Tras colocarse una mascarilla antigás, abre la puerta y lo toma con la mano: parece una figura de plástico brillante recién fabricada. Es gracias al gas Epoxicloro, con el que actualmente se embalsaman los cadáveres en segundos y a precios de risa, de tal forma, que pueden tenerse en casa como una decoración más. La crisis ha llevado a las familias a ahorrar en todo tipo de gastos. Se saca con precaución la careta antigás olisqueando el aire por si hubiera algún resto que el ventilador del aparato no hubiera eliminado.

Apresuradamente saca de una caja de cartón una funda de terciopelo gris claro con el nombre de la atracción en letras negras y lo lleva al escenario donde le espera el jefe y la niña ganadora con su madre.

— Y aquí tienes el triunfo: el pene que has conseguido dominar —grita con el micro en la mano al tiempo que saca el bálano embalsamado para mostrarlo al público.

— Y que no lo use mamá ¿eh? Es solo tuyo.

La madre ríe feliz ante la broma y la gente aplaude cuando madre e hija bajan con los premios que han ganado.

— Y ahora, niños y niñas, papás y mamás: vamos a por el siguiente Córrete-Córrete. En cinco minutos tendremos preparado otro mongol con el que podréis participar para ganar los grandes premios que hay para los más hábiles y rápidos. Daos prisa en sacar vuestros boletos en la taquilla. Cuantos más compréis, más oportunidades tendréis de ganar.

El cuidador da la vuelta al escenario para llegar hasta el mongol que se está desangrando en silencio sin mirar a ningún sitio en concreto. Sus ojos están llorosos y le cuesta respirar; pero no hay expresión alguna.

—Bueno, muchacho, ahora a descansar.

El hombre clava una navaja en la nuca del transgénico y la gira hasta que de repente el mongol deja de respirar; de la misma forma que descabellan a los toros. Pisa un pedal cerca de la pared y una trampilla se abre haciendo caer el cuerpo inanimado en una bolsa negra.

Se dirige a la jaula, y elige al mongol más cercano. Lo saca agarrándolo por su pelirroja cabellera, son todos exactamente iguales. El chico que antes se había quejado por el agua fría, intenta balbucear algo y el cuidador, sin soltar al que tiene sujeto se lleva la mano al bolsillo de la camisa y lo marca rápidamente con un rotulador permanente en la frente para cambiarlo otro día por uno bueno que no tenga sensibilidad.

—Sois todos iguales, coño… —dice tirando del cabello del mongol escogido para una nueva ronda de juego.

La pequeña Dori y su madre se dirigen a casa exultantes de felicidad, la pequeña ha insistido en llevar la caja grande con el premio. La madre lleva la bolsa gris con el trofeo. Ambas ríen y esperan que papá haya llegado ya a casa para darle la buena noticia y contarle todo.

Entran en el aparcamiento subterráneo donde tienen el coche estacionado y un hombre les sale al encuentro en el rellano de la escalera mal alumbrada de la segunda planta.

Sus ojos, a pesar de ser oscuros brillan en la penumbra, de su espalda extrae un puñal manchado de su propia de sangre, en su antebrazo supura pus y sangre sucia de unos números escarificados profundamente en la carne: 666.

Una mano de uñas negras cubre la boca de la madre y la inmoviliza clavándole lentamente una fina daga en el pulmón derecho.

La niña apenas grita cuando el filo le corta la garganta. Y aún no ha muerto cuando siente su vagina estallar con un tremendo dolor por el miembro plastificado que ese ser le ha metido tras arrancarle los pantalones rosas y las braguitas de Barbie.

La oscura dama que sujeta y amordaza a la madre, la obliga a arrodillarse frente a los genitales del hombre que ha matado a su hija. Este se saca el pene del pantalón y se lo mete en la boca que derrama sangre con cada respiración.

— ¿Así va bien? ¿Crees que me correré en quince segundos?

La dama oscura hace correr el filo de la daga en dirección al corazón haciendo un corte más largo en el pulmón.

La agonía de intentar respirar, los jadeos entrecortados que la mujer sufre por la perforación del pulmón, provoca en el bálano de 666 un placer salvaje e intenso. La dama oscura roza su vagina excitada contra la cabeza de la mamá al ritmo con el que el pene se mueve en su boca.

Cuando 666 eyacula, la madre ya está muerta y la sangre del pulmón sale por la nariz.

—Siempre he deseado tener un juego de éstos, pero no los venden en ninguna puta tienda que conozca —dice golpeando suavemente la caja del video juego.

La Dama Oscura se arrodilla sobre el cuerpo de la madre muerta para limpiar la sangre del pene con la lengua, con lengüetazos largos y lentos que acaban en el glande, haciendo especial énfasis en el meato.

— ¿Me ahogarás también así, mi Dios?

Iconoclasta

Triojidanius observa el cosmos desde el asiento de vigía de la antena de comunicaciones.

Un pequeño asteroide pasa veloz trazando una estela plateada a medio millón de kilómetros al este de la nave, provocando con su turbulencia una corriente de gases inertes que agita sus antenas, formando pequeñas gotas de hielo de amoníaco en su exoesqueleto verdinegro. Acaba de despertar de su periodo de descanso.

Necesitaba salir al espacio exterior antes de proseguir con su trabajo en la estación orbital y sentarse frente al acuocular del arqueotelescopio. Le gusta sentir el frío del vacío en su recubrimiento queratinoso antes de trabajar. Sus mandíbulas enormes y fragmentadas en tres piezas, se abren y cierran dando chasquidos que no se propagan por el espacio, expulsando una baba espesa que se convierte en filamentos que no llegan a congelarse; una telaraña caótica que avanza ondulándose como las medusas en el mar. A su mente llega el pensamiento de su pareja, en la estación. La hembra provoca impulsos eléctricos en sus antenas: es hora de empezar a trabajar.

Antes de pulsar la liberación del cinturón de sujeción del asiento y desplegar sus élitros de quince metros de envergadura, gira su cabeza ciento ochenta grados con lentitud y los dos puntos negros de sus enormes ojos verdes intentan adentrarse más allá de la cosmogonía del Primigenio Artrópodo. Conoce bien aquel conjunto de planetas y las inusitadas ondas psico-luminiscentes que de allí proceden, traduciéndose en imágenes y sensaciones que le contagian algo que no puede definir; pero provoca que hiera sus ojos al acariciarlos con sus patas erizadas de púas para calmar cierta ansiedad. Cierta pena. Las lágrimas, siempre se contagian aunque no se tengan glándulas lagrimales.

El humano piensa a menudo en ello: en penas y alegrías; pero sobre todo en la melancolía. No entiende sus palabras, no puede asimilar ningún lenguaje; pero los artropocarios son excelentes analizando y decodificando las ondas mentales de cualquier ser del universo. Mimetizándose con los estados de ánimo ajenos, es la única forma de entenderlos.

Cuando accede al interior de la nave por la esclusa, la hembra lo recibe lanzándole sus peligrosas patas como amenaza por su demora. Sus mandíbulas se mueven veloces provocando un chirrido agudo que rebota por el metal de la nave molestando el único oído de su tórax.

Toma asiento en la espaciosa y enorme sala del observatorio. La hembra empuja el acuocular hacia a su ojo izquierdo hasta aplastarlo. Es un momento de dolor que dura un segundo, luego llega la imagen y las emociones.

Sus antenas han dejado de percibir lo que le rodea para centrarse en las imágenes y datos del programa. Se agitan espasmódicamente ante la intensidad de la información que recibe. Su ojo libre parece muerto, la niña ha quedado en la base del ojo, descolgada. Como la de un muñeco roto.

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Es hora de sentarse cómodamente en el sillón, la digestión pasa factura y los párpados pesan como grandes cortinajes de grueso terciopelo granate. No hay cansancio solo un atávico sueño de cuando éramos cazadores. El reposo del guerrero; un premio que se ofrece a si mismo.

Es tiempo de no hacer nada.

Se abandona totalmente, el pene se siente libre. El placer de una erección lo hunde en el sopor con sensualidad. El televisor habla de noticias que no le importan y aunque le importaran, carece ya de voluntad para prestarles atención.

Es su armonía y ninguna desgracia, alegría o anécdota extraña a él puede romperla. Es su tiempo, sus sentidos no permiten interferencia alguna.

Hay una creciente sensación de melancolía, es dulce y evoca paz. Hundiéndose en el sueño araña esa emoción intentando descubrir que hay tras ella, intentando frenar el descenso a la inconsciencia.

Descubrir el génesis.

La historia de esa deliciosa inquietud.

No quiere esforzarse en entender, porque lo racional mata la magia. La ansiedad le haría salir del cálido sopor.

Siempre es delicada y efímera la calma.

Esa dulce añoranza de un equilibrio desconocido le hace pensar que todo estuvo bien, que todo está bien. Da importancia a la vida.

La hace perfecta.

Se rebela ante el sueño, no quiere dormir más profundamente, teme perder la paz, necesita estar en la frontera de lo onírico y la realidad. Desespera por identificar qué momento de su vida es la causa de esa dicha y pedir a los dioses que lo guíen. No se permite llorar.

Necesita conocer el origen para repetirlo, para disfrutarlo en toda su magnitud y no pensar que es una alucinación. Para seguir así siempre.

En un susurro inaudible, le ruega a su cerebro que lo guíe, que lo lleve al recuerdo certero que lo explique todo.

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El humano está en paz y le proporciona equilibrio. Sus antenas se agitan suavemente, al ritmo de una música serena, sin que se dé cuenta. Sin música.

La hembra recoge los restos de su baba que rocían algunos de los controles secundarios del arqueotelescopio y le mete en la boca uno de sus hijos que recientemente ha salido del huevo, de los miles de huevos que tienen en la bodega de la estación. Triojidanius se lo come involuntariamente y los pequeños chirridos de la cría no producen efecto alguno en los dos adultos. El arqueotelescopio se alimenta de ellos y es necesario mantener un alimento constante en el operador durante la prospección psico-luminiscente del sujeto que estudian.

Geneva revisa las constantes vitales de Triojidanius en el monitor, verifica la correcta grabación de la sesión. Luego, sin novedades, queda inmóvil al costado de su pareja, con el abdomen paralelo al suelo y sus peligrosas patas plegadas en oración. Su mirada es hostil y observa el espacio a través de la panorámica cristalera de la nave.

Existe más de un millar de estaciones espaciales operando con arqueotelescopios. La misión es comprender el funcionamiento cerebral y nervioso de los humanos para una próxima invasión. Su enorme planeta Mantis Plata se ha agotado y el nivel de canibalismo entre la población hace peligrar la especie.

El arqueotelescopio indaga en la luz que viaja a través del infinito; la luz de cada lugar y tiempo tiene su propia frecuencia propagándose en forma de cintas invisibles por el espacio, mostrando la historia íntegra del universo. Hay lugares del cosmos donde las mezclas de gases sirven de reflejo y pantalla para la luz. Ahí enfoca el arqueotelescopio. Este equipo puede viajar a través de esa luz, descubriendo el pasado. Es la máquina del tiempo que tanto soñaron muchas civilizaciones, solo que el futuro no existe.

No hay nada más rápido que la vida. No hay rastro más perenne que el de la muerte.

Los extraños cerebros artropocarios procesan la información para su visualización y análisis. Son predadores hostiles cuya única misión es vivir como sea y donde sea.

En función del origen de la luz, se puede conocer su edad. Triojidanius está analizando a un individuo que vivió hace mil doscientos años en el planeta Tierra. Suficiente para conocer con seguridad la naturaleza humana actual, ya que en un milenio, apenas hay evoluciones notables en las especies.

El humano transmitió potentes ondas psico-luminiscentes que entran como un estilete por su ojo dejando una brecha abierta de recuerdos confusos. Está zarandeado dulcemente por la melancolía que embarga a su espécimen.

Solo que él sí puede conocer el origen, retrocediendo en la frecuencia, en el tiempo. Un rastreo de ondas coincidentes a lo largo de cincuenta años no dura más de medio minuto.

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Con calma, evitando premura como tantas otras veces, indaga en sus recuerdos sonriendo para si. No hay prisa y le pide a su cerebro que abra archivos, que los mueva a zonas más visibles y accesibles. Nunca lo consigue, el cuerpo se relaja demasiado, se sume en el puro sueño con felicidad y cuando despierta, esa paz es solo un recuerdo amable. ¿Dónde te escondes, paz mía?

Se levanta del sillón con esfuerzo. Su brazo enfermo le duele de tanto que ha trabajado y de una infección que le está robando la vida. Es hora de pasear, de distraer el pensamiento. De buscar paz mientras muere de una infección que nadie le puede curar. De una gangrena que avanza imparable desde que la sierra eléctrica quebró su hueso con un estruendo de dolor tras arrancarle la carne. Los antibióticos le cansan, le mantienen vivo; pero el pus es imparable y el vendaje de su brazo por las noches, huele igual de mal que el primer día.

Se acabó la armonía por hoy. Es hora de seguir muriendo. A veces no puede creerse que vaya a morir por algo así. No tiene miedo, ya solo queda la curiosidad.

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Ha dirigido el foco del arqueotelescopio unas nanomicras de segundo desplazadas de los cincuenta años del humano. Encuentra una coincidencia en la subfrecuencia. Es el mismo hombre, veinte años más tarde.

Se encuentra trabajando y al igual que hoy, se siente tranquilo, en paz. Trabaja sin pensar en preocupaciones, dentro de unos minutos acabará su jornada y saldrá a la calle contento: tiene trabajo, gana suficiente dinero para permitirse vivir con holgura y además goza de cierto carisma en su puesto de trabajo.

Se dice que todo irá bien, ha llegado su momento como solía decir su padre. Jamás se estropeará, ha trabajado demasiado. Ha sido engañado y defraudado demasiadas veces y cuando te topas con la verdad, la reconoces.

Todo irá bien, se dice para sí mismo encendiéndose el último cigarro de la jornada en el taller. No tiene prisa por salir de allí, está bien.

Que todo irá bien ha sido una afirmación contundente, no hay asomo alguno de consuelo, no hay duda. Es la ley más rotunda del universo.

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El cerebro de Triojidanius ha detectado el nexo, el recuerdo. El origen de la melancolía. Y lo que es más, ha dado con un pequeño puente de luz fino como el filamento de una lámpara que une las dos épocas del individuo. El pensamiento, la verdad del hombre joven, saltó treinta años adelante. Algo de paz desde el pasado, cuando más lo necesita.

La emoción lo embarga y transmite a Geneva su necesidad de descansar. Se siente bien, como el descubridor de un tesoro. El investigador que ha encontrado uno de los secretos más importantes de su vida.

Geneva retira el acuocular de su rostro.

Se levanta del asiento y abre sus élitros en un abanico agresivo para desperezarse, la hembra da un paso atrás haciendo chirriar sus mandíbulas.

Antes de salir al espacio exterior, se dirige a la bodega y devora cuarenta huevos con glotonería.

Después de tres horas en la estación, el paisaje ha cambiado. Ahora dos soles lucen al este y al oeste, dando sensación de calor en el vacío si ello es posible. Su cuerpo crea dos sombras en el fuselaje de la estación espacial.

Todo irá bien es la emoción que reproduce su pensamiento una y otra vez.

En lugar de sentarse en el asiento del vigía como hace unas horas, su pata se abraza a uno de los cables de comunicaciones para evitar que una corriente cósmica lo arrastre, dejando que el cuerpo sea mecido por la nada. Mientras tanto, su sistema nervioso central crea ondas eléctricas que relajan su cuerpo y su pensamiento.

Y piensa en la luz, en la vida, en la muerte y en la paz que se encuentra tan escondida y es tan sencilla. Chasca sus mandíbulas y otra telaraña de baba queda suspendida en lo negro del universo. Tampoco es una maravilla, el cosmos tiene desperdicios. No hay nada perfecto, salvo la luz que lo transmite todo.

Que nos hace eternos.

Geneva vuelve a transmitir prisa a sus antenas: hay trabajo, ya ha descansado suficiente. Es hora de enviar los resultados del día.

Con pereza se desprende del cable al que se sujeta y abre sus élitros para planear hacia la esclusa. Los ojos enormes y hostiles de la hembra lo miran a través de la escotilla con acritud.

De nuevo siente su ojo reventar, el programa entra como una descarga a través del mismo, cargándose en el sistema nervioso y convirtiendo sus patas en los controles virtuales más importantes del equipo de prospección arqueóloga-cósmica. Las antenas vuelven a transmitir datos al banco informático. Avanza el control de la psico-luminiscencia; en respuesta el arqueotelescopio enfoca un día más adelante en la vida del hombre mayor; con el puntero, empuja el pequeño filamento de luz entre el pasado y el presente del hombre para avanzarlo la milésima parte de un nanosegundo tras hacer zoom en la escala para obtener mayor precisión.

Geneva observa el monitor sin interés, siente emociones extrañas que provienen de su pareja; se ha contaminado de alguna luz extraña.

Mueve sus mandíbulas con malhumor e impaciencia. De la central de Datos Psico-Lumínicos, se les exige el envío de los datos procesados. Es tarde. Golpea la cabeza de Triojidamius con una pata para que se apresure en su trabajo.

Triojidamius parece no sentir nada, está inmerso en el hombre que tras comer, se sienta para hacer una pequeña siesta y buscar la armonía. Su brazo luce un nuevo vendaje limpio.

Hace miles de años, hace distancias de eones que su vida se propaga por el espacio. ¿Alguien lo observa a él también?

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Fumando aún recuerda las palabras de ánimo del médico “Esto cada vez está mejor”; pero la forma en la que arruga la nariz ante el olor y la mirada de preocupación que le dedica a la herida tras sacar el vendaje viejo, lo desmiente. En secreto le agradece los ánimos y que le duplique la dosis de antibiótico.

Cierra los ojos, el televisor funciona a bajo volumen como siempre, le gusta porque parece el murmullo de quien habla de un secreto.

Una canción de repente le eriza la piel: Speed of Sound. Están emitiendo el video de Coldplay. Como si un fusible se hubiera repuesto, como si su cerebro hubiera abierto un archivo recóndito por fin; así actúa la música en todo su ser.

Ha de haber algún acorde musical que emociona a sus torpes oídos en esa canción; sus pies subidos encima de una silla siguen el ritmo. Eso no importa, porque todo está bien, aunque se muera.

La añoranza es ahora alegría y emoción. La música es la banda sonora de la comprensión y la respuesta se expone tan clara y sencilla…

Por fin lo entiende, lo identifica, lo sabe.

Había mucho tiempo sepultando el mensaje, cubriéndolo de otros actos. Veinte años representa un trillón de cosas hechas, sueños y pesadillas. Estratos arqueológicos de una vida que es larga o corta en función del grado de placer o sufrimiento.

Variable…

El recuerdo se abre instantáneamente. Es inmediato y siente que su corazón se desboca. Se incorpora en el sillón y sube el volumen del televisor, Speed of Sound atruena en el salón llenándolo todo, las vibraciones duelen en su hueso infectado, cosa que no le molesta demasiado.

Se ve a si mismo cuando era más joven, veinte años atrás. Recuerda con precisión aquel momento en el que se encontraba trabajando. Se dijo que ya lo había logrado. A partir de entonces todo sería fácil.

Estaba cableando las mamparas de aluminio y cristal que formaban los cubículos de la empresa en la que trabajaba. Lo hacía a gusto, se sentía en su momento.

Aquel día no ocurrió nada especial, simplemente lo supo: había configurado su vida, se encontraba en fase de expansión. No dependía de nadie ni de nada, solo de él mismo, su fuerza y valor.

En ese instante afirmó ser el hombre completo, sin miedo y con más fuerza que conociera jamás. “Todo irá bien”, afirmó al universo.

Y ahora, con cincuenta años, sabe que le debe un abrazo a aquel hombre más joven. Reconoce que le debe el mensaje de fuerza y ánimo. La convicción que lo ha llevado hasta aquí.

Tenía razón, todo ha ido bien, incluso ahora que muere. No ha necesitado jamás de nadie, todo ha sido producto de su voluntad y esfuerzo.

Ahora sí que llora, porque desespera por viajar al pasado para abrazar a aquel hombre que lo ha convertido en lo que es hoy.

Lo tiene dentro, lo saluda.

Por fin nos vemos, joven amigo. Te debo la vida toda.

Y te aseguro, que todo seguirá bien.

Tenía la razón, la suprema razón.

Le envía besos a su interior, a esa imagen cuasi onírica que era él de joven.

Aquel día, con aquella fuerza impresionante, envió a través del tiempo su mensaje de seguridad. Qué cojones tuvo…

La canción ha acabado en la televisión; pero su corazón y su ánimo continúan el ritmo.

Antes de levantarse del sillón, se enciende otro cigarrillo. Levanta la tapa del portátil y busca en internet la canción de Coldplay para reproducirla de nuevo.

En la cocina escoge un afilado cuchillo, sin vacilar clava la punta en la vena del codo prolongando el corte hasta el antebrazo para que la sangre mane regular y abundantemente. Para que la vena se abra como se ha abierto su mente.

Sigue fumando el cigarrillo con los dedos manchados de sangre.

Todo irá bien, mi amigo, no dejaremos que nada de lo que hiciste con todo tu esfuerzo degenere en un final deprimente; no moriremos así, con un largo sufrimiento, tristes y sin ánimos. Tenías razón, todo ha ido bien y es imposible que nada pueda salir mal.

Un abrazo, jefe.

Recuerdo nuestra camisa azul de trabajo abotonada hasta el cuello por presumir. El bolsillo lleno de bolígrafos, destornilladores y una libreta de notas. Así me acuerdo frente al espejo aquel día antes de acabar la jornada. Estábamos guapos iluminados por la seguridad y la fuerza.

No lo permitiremos. No lo permitiré, hoy es mi responsabilidad, hoy demostraré la valentía que tú me diste.

Tal vez algún ser de una galaxia lejana, nos observará felices dentro de cien millones de años a través de su arqueotelescopio cósmico de óptica plasmática.

El hombre se marea por la hemorragia. Al cabo de unos minutos cae al suelo, el cigarrillo se apaga crepitando en el charco de sangre que se ha formado en la cocina. La sangre mana ya más lenta, como su respiración, como el pus que mancha el vendaje.

Fin de la vida, fin de la transmisión.

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Triojidamius ha enviado las imágenes al banco de datos, trabajo realizado.

Geneva retira de su cara el acuocular.

Se siente bien, se siente cargado de fuerza, casi de alegría.

Todo ese cariño hacia un recuerdo…

Cuanto valor tiene la vida…

No imaginaba que pudiera haber agradecimiento hacia una edad pasada. Lo importante que es el pasado para el presente.

El tiempo nos hace desconocidos de nosotros mismos.

Le duele el ojo, todo a de ir bien. Se han filtrado emociones en su sistema nervioso que no debieran estar. Geneva lo mira con extrañeza, con sus patas delanteras moviéndose nerviosas.

Él no quiere que nada vaya mal, ha aprendido.

Salta sobre Geneva, sobre su espalda para penetrarla.

Geneva intenta zafarse de su embestida; pero él es más poderoso y da inicio la cópula. Ante lo inevitable, la hembra adopta una actitud pasiva y estática esperando que el macho se derrame.

Llega el orgasmo; da un adiós a la vida cuando la hembra gira la cabeza ciento ochenta grados hacia él. Ha apresado su cabeza para devorarlo durante la parálisis que le da el orgasmo. Su mandíbula cruje entre las fauces de Geneva.

Está muriendo en paz, sabiendo que en lo que restaba de su insectora vida, jamás hubiera podido experimentar algo así. La valentía, el honor, la fuerza… Ha aprendido que es bueno morir bien.

Es hora de convertirse en un buen recuerdo.

Tal vez, dentro de mil años, alguien lo admire desde un arqueotelescopio más cómodo, donde nadie te tenga que aplastar el ojo para realizar tu trabajo.

La hembra ya ha devorado sus mandíbulas y ahora, cuando le arranca uno de los ojos, Triojidamius asegura al universo por medio de sus antenas, que nada puede salir mal.

Geneva deja caer el gigantesco cuerpo decapitado al suelo y lo transporta arrastrándolo hasta la bodega, para que se alimenten de él las crías que están naciendo.

Es hora de descansar de seguir existiendo sin demasiado interés.

Sus antenas reciben el mensaje de que un nuevo operador viene en camino. Aunque no recuerda porque.

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Ganchos (final)

Publicado: 25 junio, 2011 en Terror
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Su angustia era más soportable.

La tercera dosis de la mañana se la inocularon en la recepción de la fábrica de computadoras orgánicas y se le borró todo rastro de angustia de la memoria.

Aún así, pensó en la tristeza que decía sentir el carnicero, a él le estaba pasando igual. Tal vez fuera por el efecto de la conversación con el doctor.

Tal vez fuera porque le acababan de entregar la carta para el sacrificio junto con las órdenes de trabajo de la jornada: en febrero del 2348 comenzaría sus vacaciones con su esposa, durante ese tiempo debían de ganar quince kilos de peso. En abril del 2349 serían sacrificados. Un largo mes para iniciar las vacaciones, un año para dejar de vivir.

Violeta sería sacrificada un año más joven; cosa normal, los matrimonios suelen elegir pasar juntos su año vacacional.

Se encontraba inundando en plasma de médula espinal una bandeja de acero inoxidable con cincuenta transistores fabricados con materia gris de hembra alemana. Luego metió los componentes en un liofilizador-conductivo para tratar las materias orgánicas y conseguir su conductividad tan característica.

La materia orgánica había sustituido a los superconductores. Y los ordenadores se adaptaban y aprendían costumbres y comandos de los propietarios. Ya no se medían sus velocidades de procesamiento ni su memoria. Los ordenadores se elegían en función a su tamaño y estética.

El silencio era absoluto en su sala, como absoluta era la pureza del aire, la esterilidad del ambiente. Se encontraba en la sección más delicada y crucial de la fábrica. Su cuerpo desnudo estaba cubierto por una membrana elástica y transparente de silicona, tan adherida a su piel que debía trabajar a cinco centígrados de temperatura para no liberar sudor.

—Indi, he recibido la carta —le habló Violeta directamente a su implante interno auditivo.

—Lo sé, me acaban de entregar la copia.

—No dicen donde pasaremos las vacaciones.

—Nos lo comunicarán cuando acudamos a la Junta de Vacaciones y Sacrificios junto con el plan de engorde y las fechas concretas.

—Estoy contenta.

—Yo siento náuseas —respondió Índigo cortando la comunicación.

Violeta arrugó el ceño sin entender el malhumor de su marido, programó limpieza general de la cocina y acudió al médico de familia para implantarse una prótesis sensitiva en el clítoris que le diera más volumen.

Se masturbó cinco veces antes de que llegara Índigo, el clítoris sobresalía entre sus labios vaginales y no tenía que separar las piernas ni meter los dedos para masturbarse. Astro la masturbó tras la comida.

Violeta estaba radiante de felicidad.

A media mañana, Índigo recibió a un joven de veintidós años para adiestrarlo durante el próximo mes en la operativa de los “seso-transistores”, como así los llamaban entre los compañeros de trabajo.

Ciudad Bella lucía unos edificios sutilmente brillantes para favorecer la visión y evitar el duro contraste de un cielo nítido, las pupilas no sufrían bruscas dilataciones y contracciones. Las retinas se usaban para el tratamiento óptico de las pantallas de televisores y monitores.

Mientras miraba la ciudad durante su tiempo de descanso desde la ventana de su pequeño cubículo, Índigo se pinchó con la punta de la pluma la esclerótica de su ojo derecho como acto de rebeldía.

Lloró una lágrima ensangrentada sin dolor, era una simple reacción física.

Astro se encontraba en casa de sus próximos padres, el colegio lo había enviado durante dos horas, era parte del programa educacional.

Se trataba de un matrimonio de veinte y pocos años, aún tenían mucha vida por delante. Era una pareja estéril, que lo mimaban más que sus padres. Los padres artificiales siempre se esfuerzan más por ganarse a los niños.

Gilda había programado en la cocina un costoso pastel de chocolate y nata con pequeños trocitos de trufa. Astro se lo comió y luego le masajeó los pechos hasta que Gilda se atrevió a pedirle que hundiera los dedos en su vagina.

Debido a la torpeza de Astro, no consiguió llegar al orgasmo y ella lo consoló diciéndole que era muy joven que ya aprendería y que ella no se encontraba muy bien.

—Tus padres serán sacrificados el año que viene, me lo acaban de comunicar como a ellos. Ya pronto estaremos juntos siempre. ¿Estás contento?

—Un poco sí, mi papá parece un poco cansado y aburrido últimamente. Ya son viejos.

—No se lo digas, para lo que les queda no es necesario que se sientan mal.

—De acuerdo, Gilda.

—Llámame mamá.

—Sí, mamá.

Astro volvió a su colegio en un aero-taxi que había recogido a otros seis niños en sus próximos hogares.

Violeta, Índigo y Astro cenaban viendo un programa de televisión sobre la caza de focas. Estaban prácticamente hipnotizados con las imágenes de las crías apaleadas.

—Yo quiero cazar crías de foca, papá. ¿Cómo lo hago?

—Mañana puedes comentarlo con tu profesor. Matarifes, cazadores y perseguidores de hombres aprenden en lugares que se encuentran fuera de Ciudad Bella, deberían trasladarte lejos. Tus próximos padres deberían darte permiso para ello.

—¿Y si no quieren?

—Les dices que pedirás unos padres nuevos, que no quieres estar con ellos —respondió Violeta.

En el televisor un hombre vestido con un traje térmico que se fundía en su cuerpo como una segunda piel, asestaba golpes en la cabeza de una cría de foca con un bate de béisbol. La piel de la madre se salpicaba de sangre en vano intento de proteger a su hijo.

—Es precioso el contraste de la sangre en la nieve. Es pura libertad —comentaba Índigo repelando con el cuchillo la carne de la mejilla de su cabeza horneada.

Violeta pellizcó un trozo de grasa dorada que colgaba de la nariz.

—Indi… Estoy un poco nerviosa por el sacrificio. ¿Cómo será morir?

—Morir es simplemente cerrar los ojos y no ser. No hay misterios. Simplemente pensaremos que dormiremos y cuando nuestro cerebro deje de tener impulsos eléctricos, ya no sabremos ni siquiera que un día fuimos. No es complicado.

—¿Dónde pasaréis las vacaciones, papá?

—En las islas Fidji, nos han destinado un bungalow en el interior. Dispondremos de quads para traslados a la playa.

—¿Podré visitaros un día? —preguntó emocionado por la perspectiva de conducir un quad.

—Sabes que cuando seas hijo de tus próximos padres, no nos podrás volver a ver.

Astro guardó silencio llevándose un trozo de hígado poco hecho a la boca.

Violeta se subió la bata y le mostró su enorme y recién remodelado clítoris a Índigo, éste lo mordió y lo mutiló entre los profundos gemidos de placer de su mujer y compañera de matadero.

El doctor Guerrero hizo lo que pudo por dejar el clítoris como nuevo y aunque quedó una pequeña cicatriz, seguía sobresaliendo con una gran sensibilidad.

Febrero 2348

Un aero-taxi de la Comisión de Vacaciones y Sacrificios transportó a Índigo y Violeta hasta el aeropuerto internacional de Ciudad Bella, sin equipaje. Antes se despidieron para siempre de su hijo Astro.

Astro guardó sus cosas más personales y durante los diez minutos que esperaba a que sus nuevos padres lo vinieran a buscar a casa, se sintió solo y pensó que echaría de menos a sus verdaderos y primeros padres.

Con el tiempo, Gilda y Sebastián, convencieron al pequeño para que se implantara una mano natural. Se destruyeron todos los archivos de voz, sonido y texto que habían sido creados durante su vida con sus primeros padres.

Era una norma del Código de Vida Ciudadana.

Violeta se encontraba más animada que su marido y no cesaba de hablar durante el trayecto del vuelo que les llevaba al archipiélago de Melanesia, al este de Oceanía. Índigo leía sobre las trescientas islas que formaban el archipiélago y se preguntó si podrían salir de las Fidji para visitar otras.

Minutos antes de aterrizar, pidió una dosis doble de Reposo. No tenía hambre, no quería engordar y por ello, su ración de costillas de macho afgano (recomendadas por la práctica ausencia de grasa), seguía intacta cuando el avión aterrizó.

Todo en aquel complejo turístico, estaba pensado para que no tuvieran que hacer ejercicio físico. Los bungalows, a pesar de aparentar ser de madera y techo de paja, eran auténticas casas con todos los equipamientos, y una red subterránea de servicios de bebidas y comida, enviaba los pedidos a cada bungalow por medio trenes y ascensores robotizados.

La oferta en pornografía era abundante, pero a Índigo le sorprendió la increíble calidad de los programas de sexo de realidad virtual. Ya no habían sensores en manos o genitales, a través de lo que parecía un auricular, se excitaban todas las partes del cuerpo.

Eyaculaba sin tocarse, su pene se endurecía ante la visión de la mujer que se penetraba el pene cortado de un hombre recién sacrificado (se suponía que ella era la matarife en esa película) y los impulsos eléctricos generados en su oído, bajaban directamente a su glande, creando un manto levemente electrostático en todo su sensible tejido. Violeta a menudo se masturbaba observando con los dientes clavados en el labio, cómo aquel pene se expandía y se agitaba a pesar de que Índigo parecía dormido.

El médico que examinaba a los turistas, mantuvo una charla con Índigo.

—¿Por qué no quiere engordar? Se ha de sentir muy decaído para no comer en suficiente cantidad las exquisiteces que sirven en este paraíso. Con los dos meses que lleva aquí, ya debería haber ganado siete u ocho kilos.

—Tengo algo de miedo, tengo inquietud por el momento del sacrificio. He soñado que gritaba y lloraba, que sentía algo horrible en mi cabeza cuando me aturdían antes de degollarme para el desangrado.

El médico observó sin demostrar preocupación visible, los globos oculares de Índigo: las escleróticas estaban irritadas y presentaban multitud de abrasiones, pequeños pinchazos que incluso llegaban a tocar el iris.

—No se preocupe por eso, es sólo una idea sin fundamento, algo normal en muchos de los que están próximos a ser sacrificados. La verdad es que no habrá ningún dolor y cuando llegue el momento, no sentirá ningún tipo de miedo ni temor. Toda la vida ha estado preparándose para el sacrificio, y le aseguro que siempre funciona como está previsto.

El médico del complejo turístico le inoculó una dosis de Paz y Amor por los lagrimales y por fin Índigo se sintió más tranquilo y en paz.

Paz y Amor es una droga ansiolítica y sedante que solo se administra en los últimos meses de vida, ya que es adictiva y baja el rendimiento físico y mental.

A partir de ese momento, toda bebida y comida que tomara estaba servida con Paz y Amor. Durante aquellos diez meses de vacaciones su humor mejoró y salvó algún día aislado, no volvió a pincharse los globos oculares como acto de rebeldía.

Todo el resto de su vida permaneció sumido en una controlada y artificial alegría y paz espiritual.

Al cabo de cinco meses ya habían hecho las suficientes amistades como para participar en las orgías y en los cuartos oscuros.

A partir de una orgía en un cuarto oscuro, Índigo comenzó a ganar peso con velocidad.

El matrimonio fue invitado a una fiesta negra, donde los participantes desnudos y llenando las habitaciones de uno de los bungalows, tocaban e intentaban tener actos sexuales con todo aquel que pasara cerca de ellos.

Violeta fue la primera en sentir que algo no iba bien: su pezón derecho había desaparecido, había sido limpiamente seccionado. Se dio cuenta de ello por la humedad que sentía, cuando salió al exterior pudo ver la gran cantidad de sangre que bajaba por su estómago desde el pecho mutilado.

Índigo salió unos minutos más tarde, también había sentido una humedad anormal en la entrepierna: tenía un solo testículo colgando que se quedo en su mano al tocárselo. El otro debería haber caído en la casa.

Llamaron al médico rápidamente para que les curara la hemorragia y denunciaron el hecho en la recepción del complejo turístico.

La mutilación sin permiso, como acto vandálico estaba severamente castigada.

Violeta exigió un pezón electro-orgánico, había oído hablar de ellos, de su extremada sensibilidad: provocaban de cinco a seis orgasmos con sólo chuparlos. El secreto se hallaba en que el implante del pecho llevaba dos electrodos que se conectaban directamente a los labios vaginales, muy cerca del clítoris.

Índigo quiso que al menos, por estética, le cerraran la bolsa testicular con algún relleno anti-alergénico.

En ambos casos las autoridades negaron los implantes, ya que dado el poco tiempo que les quedaba de vida, no era razonable.

A Violeta le cortaron un trozo de glúteo para modelar un pezón. A Índigo le cerraron el escroto vacío con láser azul y le implantaron vello en gran cantidad.

Los agentes que velaban por el Código de Vida Ciudadana, observaron las escenas grabadas en la casa oscura. En todas las casas se grababa constantemente a sus ocupantes. En plena oscuridad las cámaras cambiaban al modo de infrarrojo.

Allí, sin ningún tipo de investigación más que la observación de la grabación, dieron con el mutilador.

Era un hombre de mediana estatura, obeso y calvo. Vivía dos casas más a la izquierda de Índigo y Violeta. Apenas habían cruzado palabra con él. Era un soltero huraño que apenas hacía vida social.

La policía pudo ver como entre sus adiposos glúteos sujetaba un cuchillo de filo de diamante, de hecho es un filo virtual, ya que se trata de luz láser con una longitud de onda mortal.

Tocó a Violeta en su sexo y ésta torpemente a oscuras, lo rechazó empujándolo con la mano en el pecho. Luciano, el agresor, se sacó el cuchillo de las nalgas y con un arco luminoso, cortó el pezón de la mujer sin que ella se inmutara.

Índigo caminaba tras ella. Luciano lanzó la mano de nuevo para herir el sexo de la mujer, pero esta ya se había desplazado y el corte se lo llevó el marido.

Un testículo fue limpiamente seccionado por la mitad junto con el escroto, dejando abiertos y al exterior los conductos seminales, nervios y vasos sanguíneos.

Cuando la policía se presentó en el bungalow de Luciano, apenas había pasado una hora de la agresión y aún estaba trabajando el médico en la herida de Índigo.

Un policía llamó a la puerta de su bungalow.

—Señores Lerva, el caso está resuelto.

El médico seguía trabajando en el escroto sin prestar atención.

Colocaron en el reproductor de Virtuosismo el disco con la grabación de los hechos. Violeta se excitó ante la violencia a la que había sido sometida sin darse cuenta y se acarició el voluminoso clítoris durante los quince minutos de grabación. Disfrutó tres orgasmos en medio del silencio de los hombres.

El médico trabajó la herida con dificultad, ya que Índigo tuvo una fuerte erección con aquellas imágenes.

—Es su vecino, el señor Luciano. Soltero y de profesión guardia de tráfico. Vive dos casas más allá —señaló con la mano en dirección oeste— ¿Desean asistir al acto de justicia que se llevará a cabo en diez minutos aproximadamente?

—Por supuesto —respondió rotundo Índigo.

—Pues yo voy a vestirme y vamos allá —terció Violeta animada.

Llegaron a la casa de Luciano como una pequeña comitiva: el médico que se ofreció para grabar el acto de justicia, el policía, Violeta e Índigo. Pegados al cercado del jardín se encontraban una docena de curiosos.

Un agente de policía sujetaba a Luciano por un codo, desnudo ante los espectadores. Luciano era un tipo con una voluminosa barriga que casi ocultaba el pene en su totalidad. Sus testículos no se podían apreciar porque estaban enterrados entre la adiposidad de los muslos.

Un juez estaba situado a la derecha del obeso con expresión aburrida, mirando continuamente el reloj.

Su papada se sacudía en una respiración forzada, sus ojos estaban enrojecidos y húmedos. Sus labios temblaban con nerviosismo, en sus costillas había grandes hematomas, con el inconfundible color verde de las porras químicas, diseñadas para provocar el dolor que no podían sentir los humanos tras su nacimiento y posterior extirpación del gen del dolor.

Las porras químicas, con cada golpe, inyectaban un ácido irritante que penetraba en las fibras musculares para llegar al hueso, causaba una profunda irritación en el sistema nervioso. Humanos sin tara alguna, es decir con capacidad para sentir el dolor, habían muerto de dolor. El corazón no soportó esa descarga química.

Luciano supo lo que era el dolor a sus cuarenta y cinco años y a quince días de su sacrificio.

—¿Son ustedes víctimas y testigo-grabador?

—Sí señoría —respondió el agente cumpliendo el ritual y presentando al matrimonio y al médico.

—Pasemos entonces a la sentencia. Por la amputación del pezón de la señora Lerva, se condena a Luciano a la extirpación de sus dos tetillas mediante láser e irrigación epidérmica de Dolor Químico en las heridas ocasionadas. Por la mutilación de los testículos del señor Lerva, se condena a Luciano a la castración total de sus órganos genitales mediante láser e irrigación epidérmica de Dolor Químico.

Se considera que la glándula mamaria de las mujeres es mucho más importante que las falsas mamas de los hombres. En un intento de justicia, un servidor, juez y jurado, ha intentado equiparar el daño que ha ocasionado este delincuente. ¿Están de acuerdo las víctimas?

El policía habló en voz baja con Índigo y Violeta.

—Señoría, no están de acuerdo, agradecen su deferencia con la sentencia de la mutilación de las dos tetillas. Pero exigen también la lengua que se podrán llevar para cocinar y que se le mantenga en hemorragia durante cuatro minutos.

—Lo encuentro justo, así pues que se cumpla la sentencia. Oficial, corte primero la lengua para que no se la muerda y se estropee la cena de nuestras queridas víctimas.

El policía colocó una mordaza en la boca de Luciano que se accionó hasta separar al máximo las mandíbulas. Con unos pequeños alicates pinzó la lengua de Luciano y tiró de ella hasta que el hombre parecía a punto de vomitar. Sacó de su bolsillo un láser pequeño y al pulsarlo emitió un haz de luz azul que cortó la lengua, mantuvo la mordaza en la boca para pulverizar en ella Dolor Químico. Luciano se derrumbó entre gritos de dolor. El policía que estaba con el matrimonio y el médico, cruzó el jardín para ayudar a su compañero a poner en pie a Luciano.

La sangre manaba por su pecho y sus grasas se movían espasmódicamente con cada sacudida de dolor.

El agente que cumplió la sentencia, guardó la lengua en una bolsa, practicó el vacío y se la entregó al juez.

Ante la experiencia, los policías decidieron maniatar a Luciano a uno de los postes que aguantaban el techo que formaba el pequeño porche para que no volviera a derrumbarse por el dolor. El agente que ayudaba cogió con los mismos alicates el pezón y la areola del hombre y tiró de ella hasta que el tejido se tensó. El otro agente cumplió la sentencia y cortó la tetilla. El tejido que quedaba volvió a su sitio de repente, quedó una mutilación del tamaño de un puño. Con la otra tetilla hicieron lo mismo; acto seguido se le pulverizó Dolor Químico y se pudo apreciar como la sangre hervía en sus masivas heridas. El hombre se golpeaba la cabeza contra el poste al que estaba atado intentando soportar el dolor.

Con cierta dificultad, los agentes separaron las enormes piernas y accedieron a sus genitales, la sangre que manaba del pecho y la boca les obligaba a limpiar continuamente la zona para poder tener una buena visión. El público no pudo observar la operación puesto que los agentes ocupaban el primer plano. En unos segundos el verdugo lanzó el pequeño pene a los pies del juez e instantes después la bolsa testicular.

Aplicaron Dolor Químico y Luciano se destrozó el cráneo contra el poste ante la locura incontrolable del dolor. Lo liberaron de sus ataduras y dejaron que cayera al suelo, se podía observar pequeños trozos de cerebro entre el pelo de la parte posterior de la cabeza.

Durante cuatro minutos esperaron antes de que un agente médico, cerrara las heridas para evitar la masiva pérdida de sangre.

Luciano se encontraba en estado de shock y apenas se movía. El médico decidió cerrar la herida de la cabeza tras meter con el dedo el trozo de cerebro que asomaba.

Los presentes aplaudieron y el juez y los policías hicieron una reverencia a modo de saludo. Se marcharon todos charlando animadamente. Luciano quedó tirado en el jardín sin consciencia.

A partir de aquel momento, Índigo engordó rápidamente, su voz se tornó más suave y su deseo sexual se inhibió.

Violeta tuvo que satisfacer sus deseos sexuales en casa de amigos y en los locales destinados a ello. Su clítoris sobredimensionado pedía continuamente más atenciones y a medida que se acercaba la hora del sacrificio, dedicaba más horas al sexo.

Por su parte Índigo desarrolló una gran afición por la caza. Al sur de la isla y en el interior, se encontraba un coto de caza, donde se podían elegir piezas grandes, pequeñas o bien, participar en competición junto con otros dos tiradores.

Un aero-quad que reproducía las irregularidades del terreno, era su transporte habitual, Virginia prefería los aero-taxis.

El coto disponía de crianza propia, y por el camino que conducía al campo de tiro, se podían ver aborígenes de la isla en distintas tareas o bien fumando algún canuto de marihuana. Los pequeños correteaban desnudos y de vez en cuando, era fácil golpearlos con el quad cuando saltaban al camino.

El campo de tiro era como un coliseo romano en miniatura, los niños, mujeres y hombres caminaban aburridos mirando de vez en cuando a las gradas, donde los tiradores escogían a sus presas, que tenían un número tatuado en su espalda.

Cada tirador tenía que elegir rápidamente el número de su víctima, no se permitía disparar a una presa ajena. Parte del juego era elegir con rapidez el hombre, mujer o niño más apetitoso para así ganar puntos. Puntos que servirían para comida extra. La castración eleva el apetito.

Los fusiles utilizados eran las clásicas armas de fuego, de gran estampido y pesadas. Las gruesas balas provocaban grandes mutilaciones en los cuerpos. Cuando se disparaba a un presa pequeña de tres o cinco años, en cualquier punto que se apuntara era muerte segura.

Si tras el primer disparo, la presa era herida y en los siguientes cinco disparos no se conseguía matarla, un empleado del campo de tiro, acudía con un cuchillo tradicional y la sacrificaba clavándoselo bajo la nuca.

Los aborígenes no se inmutaban ante los disparos, se encontraban sedados y su única actividad era tumbarse en la arena o caminar en círculos. Algún niño corría o daba algún grito, otro reía por algo que nadie veía.

Olía mal, en el ambiente se respiraba a podredumbre. A matadero.

Índigo eligió una grada para disparar estirado con el cañón apoyado en un trípode. En el mando control de su puesto tecleó: 18. Se trataba de una mujer joven como todas, desnuda; pero destacaban sus pechos menudos y tersos. Sus pequeños pezones a través del monitor de la mira telescópico, se veían erectos. Sus muslos estaban sucios de sangre de menstruación.

Apuntó a la cabeza, presionó el gatillo y falló. No le dio de lleno, sino que le arrancó la oreja derecha. Accionó el cerrojo del fusil para cargar otra bala y disparó de nuevo. Cayó como si se desmayara, no hubo empuje, la bala actuó como si desconectara el conmutador de vida de la presa.

La bala entró por debajo de la nariz y salió por la nuca. El monitor del campo de tiro reprodujo el disparo desde distintos ángulos y se podía observar con total nitidez el agujero de entrada de la bala.

Ganó tan solo quince puntos, por un buen tiro se otorgaban cincuenta puntos como máximo.

Apenas tenía para un riñón español al jerez. Y tenía hambre.

A los pocos minutos, mientras fumaba un puro habano, salió a la arena el grupo folclórico de la islas, se componía de cuatro hembras, cinco niños de cinco a quince años y diez machos adultos de diversas edades.

Cada uno llevaba su propia puntuación pintada en pecho y espalda, era caza libre.

Por la acústica comenzó a sonar la música y el grupo empezó a bailar con una estudiada coreografía, todos sonreían y cada veinte segundos se lanzaban en carrera para formarse en otra parte del campo. Sólo se les podía disparar durante el baile.

Alguien disparó a una niña cuando corría a la formación y se le quitaron los puntos que tenía acumulados.

Eran aproximadamente unos cincuenta tiradores. Los silbidos de las balas no provocaban inquietud en las presas y cuando alguna caía abatida entre ellos, procuraban evitarla y en el intento perdían el equilibrio los más pequeños, algunos de ellos eran tiroteados en el suelo y no se levantaban.

Durante el tercer baile, fue abatida la última presa.

Índigo se llevó aquel día seiscientos puntos y pasó la tarde en un restaurante de buffet libre mientras Violeta practicaba sexo escatológico (una disciplina a la que había cogido afición por una íntima amiga que hizo) con un grupo de adictos al sexo compulsivo.

Abril 2349

Después del desayuno se presentó el aero-transporte que los llevaría al matadero. Un agente llamó a la puerta de su bungalow.

—En cinco minutos tienen que subir al transporte, van a ser sacrificados en quince minutos. Desnúdense y suban al aero-transporte.

Índigo sintió un inmenso vacío en su enorme estómago, ya pesaba ciento cincuenta kilos y le temblaron las rodillas. Violeta había ganado veinte kilos y su piel estaba sucia y maloliente, lanzó un suspiro de tristeza.

El agente les inoculó en el oído una dosis triple Droga del Reposo y en pocos segundos sus semblantes se relajaron.

El aero-transporte tardó cinco minutos en llevarlos al matadero.

El ambiente en la sala blanca alicatada era frío.

—No les proporcionamos abrigo porque esto será muy breve —dijo como todo saludo el matarife abrigado con una parka de pelo artificial.

—¿Quién va a ser primero?

—Quiero ser yo —dijo Violeta rápidamente acercándose al matarife —. Perdona, cariño; pero no me apetece nada ver como te sacrifican.

—Está bien, mujer. Ha sido una buena vida, te amo.

—Te amo, Indi.

—Vamos Violeta, túmbate de pecho en el suelo y relájate —le dijo llevándola al centro de la sala el ayudante del matarife.

Cuando la mujer se extendió en el suelo, el hombre atravesó cada tobillo con un afilado gancho con cadenas al extremo, cuando estuvieron firmemente asegurados, tras unos segundos, se accionó el torno elevador y lentamente se elevó el cuerpo de la mujer desde los talones, dejando caer un reguero de sangre que caía por sus piernas para inundar su vagina y rebosar por espalda y pecho.

Cuando su cabeza se encontraba a un palmo del suelo, se desconectó el torno. El ayudante sujetó su cabeza por la nuca y el matarife le golpeó con gran violencia la sien izquierda. El rostro quedó deformado por la rotura del cráneo y todo su cuerpo se convulsionaba provocando un estridente ruido de cadenas.

Con dificultad, el ayudante, sujetó la mandíbula de Violeta tirando de ella hacia el suelo para mostrar el cuello tenso y accesible. El matarife hundió el cuchillo bajo la papada y abrió el cuello en toda su longitud.

Durante el tiempo que exprimían las piernas para facilitar el desangrado, Índigo pareció sufrir una crisis de ansiedad, temblaba y sudaba. Incluso una lágrima corría por sus mejillas. Gracias a la video-vigilancia, un funcionario del matadero, entró en la sala con un nebulizador y le administró cinco dosis de Droga del Reposo.

Sus ojos y su respiración no mejoraron, pero ya no sufría esos violentos temblores. El cuerpo ya desangrado se dejó caer por una rampa de acero inoxidable que descubrió una trampilla automática bajo la cabeza de Violeta.

—Índigo, es tu turno. Ya sabes lo que hay que hacer.

Cuando Índigo se tiró con dificultad en el suelo, sintió con una sensación inexplicable cómo se desgarraba la carne de sus tobillos al ser atravesados por los ganchos.

—Me duele…

—Vamos Índigo, sabes que eso no es posible.

Cuando la cadena tiró de su cuerpo, sus gritos hicieron que los matarifes se taparan los oídos. Índigo sacudía su cuerpo con violencia. Hasta que el golpe con el mazo en la sien lo dejó mudo. Sentía el dolor; pero ya no era capaz de dominar su cuerpo, su cerebro estaba demasiado dañado.

Cuando le abrieron la garganta sintió cada latido de su corazón lanzar las últimas gotas de sangre. Se volvió loco de dolor mientras sus piernas eran masajeadas para el desangrado total. Su agonía fue intensa hasta que sus pulmones dejaron de coger aire.

La Droga del Reposo en dosis masivas, en algunos individuos causaba una recidiva del gen del dolor. Índigo no tuvo suerte.

Mayo 2349

Astro estaba a punto de cumplir los catorce años y su madre Gilda, le pidió que fuera a comprar algo de carne para comer.

Ya no vivía en Ciudad Bella, hacía seis meses que sus nuevos padres decidieron trasladarse a Costa Perfecta, un estado situado a cuatrocientos kilómetros de su ciudad natal. Le gustaba por el mar.

Sintió su corazón acelerarse, la cabeza de macho era grande y pesada, y sus ojos sin párpados miraban por encima de su cabeza. El blanco de los ojos tenía multitud de pequeños cráteres.

—¿Cuánto cuesta la cabeza?

El carnicero la pesó.

—Sesenta lúmenes.

Llamó a Gilda a través de su implante para pedir permiso para comprarla. Su madre se lo autorizó de buen grado.

Por la puerta entreabierta de la cámara alcanzó a ver los cuartos inferiores de una hembra; de su vagina sobresalía un enorme clítoris. Sintió un ataque de inusitada nostalgia.

Cuando llegó a casa, su madre preparó para él solo la cabeza en el horno robotizado. En cinco minutos humeaba con un delicioso olor a tomillo, ajo y pimiento. Los ojos se habían empequeñecido y parecían dos canicas negras.

Astro los pinchó y se los metió en la boca haciéndolos estallar, un líquido delicioso impregnó su paladar y cerró los ojos de placer. Eran los ojos de su padre. Nunca olvidaría a aquel hombre pincharse las escleróticas distraídamente mientras veía la televisión, no se acordaba ya de su nombre. Cuando acabó de comerse la carne de la quijada, le pidió a su madre que se lo congelara. Le había gustado mucho y al día siguiente se comería el resto.

La pena y el dolor, parecían compartir el mismo gen. Si extirpaban el dolor, la capacidad de sentir pena, también se evaporaba.

Los Estados del Bienestar Ciudadano habían alcanzado un equilibrio perfecto de convivencia y muerte.

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Ganchos (1)

Publicado: 25 junio, 2011 en Terror
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Índigo observaba fijamente la cabeza despellejada que le miraba desde el aparador: sus fibras rosadas, la grasa blanca que se confunde con hueso. Los ojos sin párpados negros, opacos y sin vida.

Las pupilas se dilatan mucho con la muerte, pensó.

—Póngame medio kilo de lomo —le pide al carnicero.

—¿Quiere también un cuarto de callos? La tripa está muy bien lavada y es fresquísima. Acompañan muy bien con una carne tan magra.

—No gracias, no me gustan las vísceras.

Índigo seguía con la mirada fija y un poco perdida en los ojos fríos de la cabeza, un tanto ausente. Por el tamaño, estaba seguro de que sería de macho.

—La cabeza bien horneada es un plato exquisito ¿la quiere?

—No sé, no me acaban de gustar los ojos, me recuerdan los de mi hermano.

—Tal vez lo sean; yo el otro día me comí unas manos y algo me hizo pensar que eran las de mi hijo mayor que murió hace tres semanas. El vino ayuda a pasar los malos pensamientos.

—Bueno, me la llevo; pero quítele los ojos.

El carnicero tomó la cabeza y con la punta del cuchillo extrajo los globos oculares. La metió en una bolsa de plástico transparente y la pesó.

Los labios rosados y la lengua roja eran prueba de que había sido correctamente desangrado.

—No es mi hermano, lo sé por los dientes.

—¿Dónde vivía su hermano?

—En este mismo estado, a unos doscientos kilómetros al sur.

—La ley obliga a que los sacrificados sean vendidos en otro estado a una distancia no inferior a trescientos kilómetros de sus límites —dijo el carnicero recitando una ley básica en su trabajo.

—Lo sé; pero he oído casos de quien se ha comido a sus padres.

—Siempre puede haber un error en los envíos. Es mejor no pensar en ello.

El carnicero colocó en la tabla una gran pieza de lomo que sacó de la cámara refrigeradora. Cuando abrió la puerta, Índigo pudo ver que tenía al menos cuatro piezas sin cabeza colgadas por los talones de los ganchos.

Cortaba las rodajas de lomo del mismo espesor y cada una iba a la balanza mientras charlaba con Índigo.

—¿Qué edad tiene si no es mucho preguntar?

—Cuarenta y cuatro.

—¿Y cuánto pesa?

—Ochenta y cinco.

—Pronto le tocará…

—Lo sé, no estoy nervioso.

—Yo ya he recibido la carta. Para el año que viene, durante las vacaciones tengo que ganar quince kilos. Por una parte estoy impaciente por pasar ese año entero de vacaciones en ese paraíso tropical; pero me deprime que me sacrifiquen. Tengo pesadillas.

—Yo creo —respondió Índigo con tono de voz confidencial y observando a su alrededor— que en muchos casos no aciertan a suprimir el gen del deseo de vivir de nuestro ADN al nacer. Son unos inútiles a pesar de tanto avance que dicen haber conseguido. Propaganda basura.

El carnicero asintiendo, se cortó el dedo índice con el cuchillo; lentamente cortó media uña y dejó al descubierto la punta del hueso. La carne quedó prendida en el cuchillo.

—Se ha cortado —le avisó Índigo.

El carnicero tiró a la basura su trozo de dedo, metió el cuchillo en la solución desinfectante y cogió un puñado de carne picada para ponérsela en la sangrante herida del dedo mutilado.

—Al menos han acertado con el dolor. De hecho sabemos que estas cosas duelen porque nos lo enseñaron —dijo el carnicero mostrando su dedo herido coronado por el pegote de carne picada.

—Sí, alguna cosa hacen bien. Hace cuatro meses, mi hijo en la cocina, se carbonizó la mano en la plancha; estaba muy resfriado y cuando notó el olor a carne quemada, la mano era irrecuperable.

—¿Le han trasplantado una nueva?

—No. Ya sabe como son los críos; quiso una garra metálica de esas que tienen tanta fuerza.

—¿Y el médico no le aconsejó un sacrificio en lugar de esa operación?

Índigo, antes de responder, señaló en el aparador una bandeja de hígado (de africano, decía la etiqueta).

—Los niños, la carne tierna está muy valorada. Mi mujer y yo lo pensamos durante dos días: nos ofrecían por nuestro hijo, dos años más de vida a cada uno y un año y medio de vacaciones pre-sacrificio —sintió que había hablado demasiado e hizo una breve pausa de cortesía.

—La verdad es que apreciamos a Astro, y decidimos no darlo en sacrificio —continuó explicando Índigo en vista de que no respondía.

El carnicero hizo un gesto de indiferencia.

—Yo daría a mi hija ahora mismo por un año más de vida.

—Si a nosotros nos hubiera llegado la carta para el sacrificio, también hubiéramos cambiado a Astro por los dos años de vida. Es normal.

Índigo pensó en las historias antiguas que hablaban de padres que se sacrificaban por sus hijos. No lo podía entender.

Le parecía que la vida era muy corta y los niños abundaban en exceso. Los viejos no, salvo algún presidente de un país o un millonario que con dinero hubiera conseguido comprar mucho tiempo, no conocía a ninguno. Sólo los había visto en la televisión.

­El carnicero le alcanzó por encima del aparador la bolsa con su compra e Índigo pagó con la tarjeta de crédito.

—Gracias y que mejore ese dedo.

—Esperemos que durante las vacaciones sane, ya me tocan pronto. Pero para lo que me queda de usarlo…

—No hay que pensar en ello, a todos nos llega nuestra hora. Adiós.

—Cuídese —le despidió el carnicero alzando la mano del dedo herido, la carne picada rezumaba sangre que resbalaba por su muñeca para meterse dentro de la manga de la bata.

Cuando Índigo salió de la carnicería, sintió frío. Caminó hacia casa cerrando su chaqueta y ordenando en el monitor interno que se activara el sistema calefactor.

En seguida sintió el alivio del calor. Estaba a punto de nevar, las nubes estaban altas y muy densas. Casi podía sentirse el eco del mundo que rebotaba en aquel cielo. Era un día “sordo” donde el sonido pierde matices y no se puede asegurar de qué dirección llega.

Los coches levitaban silenciosos en un tráfico denso en la pista inferior, la superior estaba casi vacía, llevaba al norte, a los pueblos cercanos a la capital. Los que vivían más lejos eran los primeros en acabar su jornada y los primeros en empezarla. Una especie de justicia idiota e inservible que nadie entendía bien para que servía.

Un aero-móvil pasó a gran velocidad en la pista superior, apenas pudo distinguir el modelo. Cuando alcanzan los setecientos kilómetros por hora, es difícil fijarse en detalles. Era enero del 2348 e Índigo no estaba cansado de trabajar en la fábrica de computadoras orgánicas; la Dosis del Reposo que le inoculaban cada día a través del oído (y a todos los trabajadores) al acabar la jornada, le proporcionaba algo parecido a la paz.

Pero era una paz triste. Era apatía.

El espacio de calzada delimitada como paso de peatones se iluminó y el semáforo inmovilizó los aeromóviles al instante; los conductores de la primera fila, a pesar de que seguramente habían recibido su Dosis del Reposo, golpeaban el timón o bien decían alguna cosa entre dientes mirando con hostilidad a los peatones que habían provocado su detención.

El ruido de la calle provenía de los zapatos de la gente que caminaba por ella y alguna música con un volumen correcto y constantemente corregido por la Red de Control Ambiental.

Eran casi las siete y las paredes de los edificios se iluminaron con una tenue luz anaranjada que iba ganando potencia a medida que el sol se ocultaba en el horizonte.

A Índigo le animó aquella luz. Le gustaba. En los días nublados los edificios eran neutros, grises. Cuando empezaba a anochecer, parecía que uno pisaba el mismísimo crepúsculo.

A pocos metros de su casa, un edificio de trescientas plantas, había un corrillo de gente entre el que destacaba un agente de policía con su uniforme azul marino.

—Solo me he roto una pierna, dentro de dos meses me voy a mis vacaciones pre-sacrificio.

—Ya sabe la ley, señora. Si alguien mayor de cuarenta y dos se rompe una pierna, ya no se justifica el gasto de su sanación, traslado a domicilio y rehabilitación; es un gasto inútil.

La mujer había caído desde el balconcito de su casa, por lo visto estaba regando unas macetas con flores digitoplásmicas que tenía instaladas en el tejado del balcón, cuando la banqueta que usaba para elevarse, se movió y cayó al vacío.

Bajo la bata blanca térmica, no llevaba más que unos calcetines. La tibia se había fracturado y el hueso astillado había salido a través de la pantorrilla. No había mucha sangre. Hablando con el agente, empujaba el hueso para poder ocultarlo de nuevo en el músculo gemelo sin conseguirlo. Reducir esa fractura requería dos personas.

—Yo quiero disfrutar de mis vacaciones, no es justo. Puedo ir en silla de ruedas, no es necesario que me curen. Incluso me la pueden amputar.

El agente habló por el monitor de su muñeca. Con rapidez se arrodilló frente a la mujer que aparentaba tener veinte años y le inoculó Dosis Masiva de Reposo con un aerosol nebulizador. La mujer dejó de hablar y se recostó más tranquila en el inmaculado suelo de la calle.

Índigo se mantenía a unos cincuenta metros de aquel corrillo de gente, el sonido llegaba claro ante la ausencia de ruido. Como en el agua, no tardaría en nevar.

No pasaron dos minutos cuando una aero-patrulla y un aero-matadero llegaron al lugar.

Los cinco agentes que bajaron del vehículo rodearon al grupo de gente.

—¡Atención, ciudadanos! Por el artículo 159 del Código de Vida Ciudadana, están obligados a presenciar el sacrificio y ser testigos de que la ley se cumple con rigor y agilidad. Durante el proceso pueden hacer grabaciones y podrán hacerlas públicas en la red para que ayude así en la educación cívica de los habitantes de Ciudad Bella.

Algunos sacaron el monitor de entre sus ropas y empezaron a grabar lo que sucedía ante ellos.

Del aero-matadero bajaron tres matarifes y deslizaron una plataforma cerca de la mujer de la pierna rota.

—¡Qué rabia! A solo dos meses de mis vacaciones… ­—dijo resignándose cuando casi le rozó la plataforma.

El agente se agachó para hablarle.

—¿Es católica?

—Sí.

Se sacó el monitor de la muñeca y tecleó durante unos segundos, para luego mostrarle a la mujer la pantalla.

Un sacerdote (según rezaba en el título de crédito bajo el busto parlante) le preguntó su nombre. Y tras esto le dio la extremaunción y se cortó la comunicación.

El agente sacó un frasco del bolsillo y le dibujó con aceite una cruz en la frente diciendo “amén”.

El policía se hizo a un lado para dejar paso a los técnicos matarifes.

El suelo de la plataforma era en realidad una cubeta y en ella había dos puntales de acero inoxidable en cuyas puntas se asentaba una barra horizontal con cuatro ganchos carniceros.

Dos matarifes elevaron a la mujer cabeza abajo y clavaron los tendones de los talones en los ganchos, la mujer quedó suspendida de las piernas, balanceándose desnivelada, ya que la parte del cuerpo que era sostenido por la pierna rota, era mucho más flexible y parecía que de un momento a otro se iba a desgarrar, la punta del hueso roto desapareció entre el tejido sometido a la tensión.

La bata le cubría la cara y su larga melena rubia caía sobre la cubeta.

Uno de los matarifes rasgó un poco la bata con el cuchillo y tiró de los extremos hasta partirla en dos.

Los enormes pechos se mantenían erguidos por los implantes de silicona y los retocados labios de su vagina, dejaban asomar un clítoris terso y brillante.

Uno de los operarios sujetaba en ese momento su cabeza, otro la golpeó en la sien con un mazo de madera. La mujer cerró los ojos y todo su cuerpo se convulsionó. El cerebro estaba ya desprendido. El tercer matarife ocupó el lugar de su colega y abrió la garganta en toda su longitud con un cuchillo tan brillante como el platino.

Las convulsiones de la mujer y las manos de los matarifes presionando las piernas y los brazos, ayudaban a que la sangre saliera con más rapidez del cuerpo.

En cuatro minutos dejó de sangrar y los operarios matarifes succionaron los cinco litros de sangre con un aspirador.

Le clavaron un marchamo en la oreja derecha, con los datos de nombre, edad, y domicilio. Cuando partieron el cuerpo por la mitad (separaron el tronco de las piernas cortando por la cintura con una sierra eléctrica), la metieron en la zona refrigerada del aero-matadero y se alejaron con rapidez.

Los agentes dispersaron el grupo de gente ahora completamente silenciosa y observaron que no hubiera ningún resto biológico en el suelo.

Índigo llegó al portal de su casa y tras un cortés saludo electrónico, la puerta se abrió y entró directamente a uno de los treinta ascensores que se desplazaban horizontal y verticalmente.

Violeta se encontraba tendida y desnuda en el diván mirando un programa de televisión cuando el ascensor se detuvo en el interior del apartamento.

—Buenas noches, Sr. Lerva —le saludaron las paredes.

—¡Hola Indi! ¿Cómo ha ido hoy el día, cariño?

—Acaban de sacrificar a una mujer aquí mismo.

—¿Ahora? ¿Lo has grabado? ¿Por qué no me has llamado?

—Ahora mismo y no lo he grabado. Y tampoco he pensado en llamarte para compartir esa mierda.

—Mira que eres soso.

—La mujer quería disfrutar de sus vacaciones, tenía cuarenta y dos.

—¿Qué le ocurrió?

—Cayó desde un segundo piso y su tibia se quebró.

Violeta se arañó el pubis y deslizó un dedo en la vulva.

—¿Crees que le dolió? —hablaba excitada.

Índigo se sacó el pene del pantalón y lo acercó hasta la cara de Violeta.

—No le dolió, sólo se sentía triste.

—¿Sus tetas eran grandes?

—Enormes y tersas —respondió Índigo llevando el pene a los sensuales labios de Violeta.

El glande estaba lleno de cicatrices, había varias recientes. Incluso en la base, se podía observar la merma de carne.

Violeta lo succionó y sus incisivos se clavaron profundamente en la carne. No había dolor, todo era placer.

Índigo llevó la mano al pubis arañado, que presentaba también un sinfín de cicatrices. Había cráteres en la suave piel producto de cigarrillos apagados.

Clavó las uñas en los muslos interiores, dañando también los labios vaginales.

Ambos suspiraban con excitación.

De una cajita de espejo y con un display que indicaba la presión sanguínea por el contacto de los dedos, entre suspiros de placer, Violeta extrajo tres agujas cortas y de grueso calibre.

Índigo había introducido el dedo corazón e índice en su vagina e intentaba lacerar con las uñas la húmeda y elástica carne interior sin conseguir hacer daño debido a la masiva lubricación de su mujer. Una mancha húmeda se extendía en la tapicería del diván bajo el sexo de Violeta.

—Le golpearon la cabeza para atontarla con un mazo. Su cerebro se hizo papilla, un matarife sujetaba su cabeza…

Violeta respondía con gemidos, cada vez más excitada. Girando lo que pudo el torso para enfrentarse a los testículos, clavó la aguja en el escroto, en la parte superior donde la piel tenía contacto con el pene y lo atravesó con rapidez y decisión.

Manó sangre y la bolsa testicular pareció llenarse de repente, posiblemente había dañado un vaso sanguíneo y provocado con ello hemorragia interna.

Le ofreció una de las agujas a su Índigo y éste sacó los dedos de su vagina, se arrodilló frente a ella y atravesó uno de sus labios vaginales, de tal forma que la cabeza de la aguja, rozaba el clítoris continuamente.

Violeta separó las piernas todo lo que pudo. Índigo lamió las heridas de sus muslos y cogió la otra aguja que le ofreció su mujer.

La clavó en el perineo, en diagonal, de tal forma, que la punta dañó el conducto rectal.

Tal vez fuera la ausencia de dolor, lo que aquel daño estimuló un violento derrame de flujo, como una eyaculación transparente y viscosa que se mezclaba con alguna gota de sangre que se filtraba entre el metal de la aguja y el tejido.

Sus gemidos obscenos crecieron en intensidad. Índigo tiró de la cabeza de la aguja que rozaba el clítoris y la soltó de tal forma que lo azotó. Los ojos de Violeta se pusieron en blanco, su espalda se arqueó y sus uñas se clavaron en el escroto. Índigo jadeaba, sentía como una caricia el daño que los dientes infligían al glande. Y él movió su pelvis para hacer más profundo el roce.

Los dientes de su esposa estaban sucios de sangre, y de la comisura de sus labios se escurría una saliva rojiza.

Se subió encima de Violeta y la penetró violentamente, hundiéndose en ella hasta que los pubis quedaron completamente aplastados. Ella pedía más, con las piernas le rodeaba la cintura y le obligaba a profundizar más. La aguja del escroto erosionaba la vulva. El daño, la herida, como en un milagro, se convertían en placer.

Su naturaleza pervertida a nivel genético exigía placer a costa del cuerpo, de la sangre y de la carne.

La penetró por el ano y en el bálano se hizo un profundo arañazo con la punta de la aguja que atravesaba el perineo y dañó alguna vena.

Ella se sacudió con una serie de orgasmos interminables, y ante el movimiento desenfrenado y la violenta crispación del placer, se desgarró el labio vaginal desprendiéndose la aguja que presionaba su clítoris.

Índigo eyaculó en el ano, con la punta de la aguja inmovilizando su pene en aquel estrecho agujero. Para poder extraer el pene, tiró de la aguja. Del ano de Violeta rezumaba semen rosado.

Tras recuperar el aliento, Índigo hizo una video-llamada a uno de los quince médicos que atendían aquel edificio.

—Hemos realizado el acto, doctor. Necesitamos cura y profilaxis —dijo mostrando su pene herido, ensangrentado y lleno de excremento.

—En dos minutos estaré en su casa, señor Lerva.

Violeta e Índigo se encendieron dos cigarrillos de marihuana y coca y esperaron al médico compartiendo el diván.

—¿Nos harán lo mismo que a esa mujer?

—Sí, solo que será en un lugar más íntimo, y estaremos más sedados. No estaremos tan nerviosos.

—Bueno, sea como sea, lo importante son las vacaciones —Violeta acababa de aspirar dos bocanadas de su cigarrillo y sus palabras tenían ya una entonación narcótica.

El ascensor se abrió y dejó pasar al médico de guardia.

—El doctor Guerrero ha llegado.

Violeta e Índigo continuaron tendidos en el diván hasta que apareció el médico en el salón.

—Buenas noches, doctor.

—Buenas noches. ¿Han sido heridas muy profundas? ¿Se sienten débiles por hemorragias?

—En absoluto, doctor, no hemos sido muy agresivos.

No era un médico amable, sólo era eficiente. Los médicos eran la única clase social a los que se les había instaurado el gen del dolor. El médico ha de conocer el dolor, para reconocer el daño ajeno.

Y eso no les hacía tener una buena consideración de los actos de sus pacientes.

Ni como doctor, podía entender aún bien, como la ausencia de dolor podía llevar a que una persona fuera tan cruel con su cuerpo.

Posiblemente es el mismo sistema por el que el torturador es capaz de despedazar a sus víctimas; si el torturador hubiera sentido en su propio cuerpo todo ese dolor, es muy posible que se dedicara a cosas más amables.

Del maletín extraño un separador que colocó entre los muslos de Violeta. Revisó su vagina con una lupa luminosa y unió la herida del labio desgarrado con sutura química. Cicatrizó la herida con láser azul.

Para reparar el perineo, introdujo una pequeña sonda por el ano, mediante el control remoto, y a través del monitor, introdujo una cánula extremadamente corta y aplicó desinfectante y un tejido artificial a presión, este se hizo una masa dura que taponó el agujero. Era un lugar delicado, ya que los excrementos podrían infectar rápidamente la herida.

Por último, aplicó loción con colágeno y cortisona en el monte de venus.

Atendió a Índigo tras practicarle un lavado de pene. Cicatrizó la herida del escroto y con láser cerró la vena que en su pene se había rasgado con la punta de la aguja.

A pesar de los años que llevaba curando heridas, no podía hacerse a la idea de cómo era posible hacerse tanto daño sin sentir dolor. Sentía que a él mismo le dolían las operaciones y curas que realizaba; pero en las caras de sus pacientes solo se podía observar aburrimiento.

Guerrero, mientas realizaba su labor, pensaba que si la gente viviera más allá de los cuarenta y pocos años, no podrían reponer más tejido. Después de sus prácticas sexuales y deportes violentos, llegaban a faltar grandes trozos de piel y carne irrecuperables. Aún no se podía cultivar tejido humano para restaurar los trozos que llegaban a faltar. Al menos, no para la gente normal, esos cultivos estaban dedicados a gente con mucho poder y gran nivel adquisitivo.

El sistema acústico avisó de la entrada de Astro.

—¡Hola! —saludo chasqueando su poderosa garra mecánica.

Era un niño de abundante pelo rizado, de piel morena y musculoso, dentro del rango de peso y talla de los demás niños.

—¡Hola Astro! ¿Cómo ha ido el colegio? —preguntó Violeta

—¡Genial! Pero se me ha soltado un nervio de la garra y no puedo mover el meñique —dijo con una sonrisa en la boca mostrando el engendro mecánico en su brazo izquierdo.

—¿Le podría dar un vistazo, doctor Guerrero?

—Vamos a ver esa garra…

Astro se acercó al doctor y éste con unas pinzas extrajo el nervio que pendía suelto desde un desgarrón de carne muy cerca de la muñeca.

—¿Qué edad tienes, Astro?

—Doce.

Guerrero pinzó el nervio con un electrodo, sacó de su maletín un hilo de titanio del grosor de un cabello y lo sujetó a otro. Las dos puntas iban a parar a un fusionador de tejido y titanio. Tras una breve descarga verdosa, el tejido nervioso y el titanio quedaron soldados. En la muñeca se creó una fea quemadura que el médico trató con plástico orgánico.

—Gracias doctor — dijo Astro haciendo chascar los dedos metálicos.

—¿Eres buen estudiante?

—Sí señor. Mis segundos padres son una familia rica, subiré de escala social.

—Ya va a visitarlos dos veces a la semana y algún fin de semana lo pasa con ellos. No tardaremos en recibir la carta para las vacaciones y el sacrificio —explicó Violeta al doctor.

—Desde que cumplí los cuarenta y tres, la Junta de Sacrificios buscó los nuevos padres de nuestro hijo —aclaró Índigo.

—¿Sois los padres originales?

—Por supuesto, Astro es muy joven para haber tenido otros —contestó Violeta.

—No es raro que a su edad algunos niños, por la muerte de sus padres, vivan con otros de adopción. De cualquier forma me alegro mucho de que todo vaya tan bien. Y yo me voy que tengo aún un par de pacientes que visitar. Buenas noches, familia.

—Buenas noches, doctor Guerrero —respondió casi al unísono la familia.

Astro se acercó a su padre y observó el pene aún enrojecido tomándolo con su garra izquierda con sumo cuidado. A Índigo le sobrevino una erección.

—Esta vez no te lo has estropeado mucho.

—Apenas nada. Si quieres practicar sexo con tu madre, ella también está curada, no ha de guardar dos horas de reposo como otras veces.

Violeta separó las piernas para mostrar la vagina curada a Astro.

—No me apetece ahora, quiero ir a jugar con la computadora.

La madre hizo un mohín de desencanto y le dio un beso en los labios.

—Tienes dos horas de juego antes de cenar.

—Suficiente —contestó Astro ya corriendo hacia su cuarto.

Al cabo de dos horas cenaron viendo un programa de caza humana y sacrificios ilegales. No tuvieron ningún tipo de conversación en las tres horas que duró el programa.

Índigo soñó que era sacrificado en plena calle y que Astro y Violeta le besaban los labios despidiéndose. Tras su beso, su mujer le asestaba un golpe en la sien con un pesado martillo. Su hijo le abrió la garganta con un cuchillo adaptado al dedo índice de su garra. Cuando le clavaron el marchamo en la oreja, le dolió.

Cuando despertó, se inoculó dos Dosis del Reposo y su humor mejoró.

Iconoclasta

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