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Fausto estaba tendido en la cama con el televisor encendido sin sonido, un cigarro se quemaba en el cenicero, dormitaba cuando llegó Pilar con la puta.

—Hola cariño, te presento a Sara, la secretaria personal del señor Solovióv.

No intentó fingir su malestar, su falta de ánimo. No saludó.

—Como ves la habitación es muy pequeña, nos sentaremos en la cama y tú me indicas dónde se encuentra la casa de tu jefe y cómo llegar —habló Pilar a Sara mostrándole con un guiño que estaba fingiendo.

—Te voy a escribir las indicaciones y su número de teléfono… ¡Uy, se me ha manchado la blusa con la tinta! —exclamó con sensual fingimiento Sara desabrochando un par de botones de la blusa gris que llevaba muy ceñida.

Pilar se sorprendió por la rapidez y la indisimulada falta de espontaneidad de la actuación de Sara, solo sabía hacer de puta.

—Voy a por una toallita húmeda a ver si podemos disimularlo un poco —se ofreció Pilar.

Antes de ir al lavabo, abrió el cajón de la mesita y sacó la videocámara, guiñándole un ojo a Sara.

Fausto las observaba con aire aburrido sin mover un solo dedo de la posición en la que se encontraba cuando llegaron.

Tras colocar la cámara en la pila del lavabo de tal forma que enfocaba la cama y conectándola en grabación, volvió  con un paquete de toallitas húmeda y metió la mano por dentro de la blusa de la puta rozando los duros y operados pechos, cosa que no le pasó desapercibida a su marido.

—Caramba, qué hermosos pechos tienes, Sara. Qué envidia.

—Tú no estás nada mal —respondió pasando las manos por su pecho y asomando la lengua entre los labios.

El dolor apareció de pronto en lo más profundo del pubis, su pene se había puesto tan duro que se marcaba en la prieta tela de sus pantalones vaqueros. Se llevó la mano a los genitales intentando no gritar.

Su mujer lo observaba y se excitaba ante la perspectiva. Se mentalizó para besar a Sara, nunca había besado a una mujer; pero tampoco nunca había estado tan caliente. Abrió los labios y metió la lengua en la boca de la puta, que la recibió con fingida gula.

Fausto luchaba contra el dolor y no perder el control de si mismo, su erección se hizo completa y su voluntad se relegó irremediablemente a un segundo plano convirtiéndose en espectador de sus propios genitales.

Pilar había desabrochado la blusa y la cremallera del pantaloncito de Sara. Se había acostado encima de ella rozando su pubis con el de la puta para evitar que pudiera ver lo que le estaba ocurriendo a su marido.

Fausto, de forma mecánica desabrochó el pantalón y se lo bajó hasta las rodillas junto con los calzoncillos que ya aparecían manchados de sangre.

Pilar había metido los dedos en la vagina de la puta, que se había abandonado a su iniciativa.

Fausto ya no se movía, solo había un extraño movimiento en sus genitales que su mujer observaba fascinada.

—Sigue… —jadeó Sara tomándole la mano que se había quedado inmóvil en su sexo.

Pilar le hundió de nuevo la lengua en la boca y prosiguió el masaje en la vagina de. Su sexo estaba completamente anegado, estaba segura de que llegaría al orgasmo sin necesidad de tocarse; el hermano de Fausto la excitaba hasta el paroxismo.

El pubis de su marido se tensó como si una mano invisible tirara del pene; una grieta de piel ensangrentada podía verse a través del vello del pubis.

Con cierto esfuerzo el hermano se desgajó de entre las piernas.

Pilar creyó que iba a perder el sentido llevada por el placer y la hipnosis que le provocaba aquel proceso.

—Te voy a tapar los ojos, Sara. Ya está muy cachondo y te he dicho que es un poco tímido.

—Si… —suspiró la puta con su pelvis en rotación guiada por la mano de su clienta en su coño.

El pene se arrastraba por la cama hacia las mujeres. El único movimiento en el cuerpo de Fausto era el de los globos oculares y en algún momento, una ligera corrección del ángulo de visión con un breve movimiento automático de la cabeza.

Entre las piernas del hombre había un insondable agujero negro por el que salían unos pequeños nervios negros como rizados como raíces.

Pilar había cubierto parte de la cara y los ojos de Sara con la blusa que le había sacado. Se desabrochó la suya, se sacó el sujetador y se bajó la falda beige junto con las braguitas que lucían una gran mancha oscura de humedad.

Se acercó al lavabo para verificar que la cámara siguiera grabando.

Cuando llegó de nuevo, el pene ya estaba cabeceando en la entrada de la vagina de Sara, se acarició el clítoris excitada observando como el gran pene se retorcía y se abría paso en el sexo de la puta.

Sara suspiraba y jadeaba.

—Para ser tan introvertido, lo haces de maravilla —dijo entre risas y gemidos Sara.

Pilar se acercó a ella para lamerle los pezones para evitar que accidentalmente se le cayera la blusa de la cara. El pene ahora se agitaba bruscamente entre sus piernas y Pilar se metió la mano en el sexo para sacarla untada de fluido.

Le metió a la puta los dedos pringados en la boca.

—Mira lo que me haces derramar, estoy empapada Sarita.

Sara estaba próxima al orgasmo, su cuerpo se comenzaba a tensar, Pilar le tomó una mano para que le acariciara el sexo. El hermano ahora se había retirado de la vagina e iba a reptar por el vientre para llegar a la boca. Pilar lo tomó con la mano para que no sospechara nada raro y retirándose a un lado, le dijo a Sara:

—Fausto quiere su mamada, necesita correrse en tu cara y en tus tetas.

Le acercó el pene en los labios y sintió que se moría de placer por un orgasmo que le sobrevino cuando aquella cosa se acomodó en la boca de la puta haciéndole abrir desmesuradamente la boca.

Pilar se retorcía de gusto recordando la extraordinaria sensación de tener esa carne en la boca, del momento de la eyaculación y cuando el semen se le derramó garganta abajo enamorándola.

Sara expulsó mocos por la nariz cuando los testículos se contrajeron y soltaron su carga en su boca, abrió las piernas y comenzó a masajearse bruscamente el clítoris mientras el pene daba sus últimas sacudidas vaciándose de leche.

La puta quedó dormida, exhausta de placer. Pilar se apresuró a quitarle el pene de la boca y lo besó, lo lamió durante un rato.

—Tienes que volver a tu cuerpo, la zorra se va a despertar y es mejor que no sepa nada y si puedes mantener a tu hermano dormido un poco más de tiempo, mejor.

La media melena rubia de Pilar estaba revuelta y ocultaba parcialmente sus intensos ojos miel.

Acercó aquella monstruosidad a las piernas de su marido, tomó la cámara del lavabo y filmó muy de cerca como ambos se acoplaban. El proceso le parecía tremendamente excitante.

Revisó la grabación, extrajo la tarjeta y la guardó en el monedero. La cámara la ocultó en la maleta, se sentó en la silla al lado de Fausto y se encendió un cigarrillo esperando que despertaran los dos.

Fausto salió o fue expulsado por la vagina de su madre hundiendo en la memoria todo lo que ocurrió durante su formación como embrión y feto. En la cuna y sin que su padre se diera cuenta, la madre le daba pequeños golpes llenos de rencor cada vez que evocaba su violación.

Mientras tanto, su hermano el pene, solo existía como un virus, un ente que solo vivía para crear una red neuronal que conectara con el cerebro general.

La puta despertó aturdida, el hombre aún dormía o intentaba recuperar su voluntad y conciencia.

—Te juro que ha sido el mejor polvo de mi vida —le decía desperezándose en la cama a su clienta en voz baja para no despertar al macho—. La próxima vez no te cobro nada. ¿Quieres que vuelva esta noche? A partir de las dos de la madrugada estoy libre.

—Salimos esta tarde hacia Barcelona, otra vez será —respondió Pilar entregándole ciento cincuenta euros.

—Pues anota mi número de móvil y no llames a la agencia para la próxima vez.

Fausto empezaba a removerse inquieto en la cama. Pilar le había cubierto las piernas y los genitales con la sábana.

Las mujeres se despidieron con un beso en el umbral de la puerta de la habitación.

Pilar se apresuró para vestirse y maquillarse en el baño, cuando salió Fausto estaba fumando en pie. Su semblante estaba furioso y confuso.

— ¡Eres una puta cerda! ¿Cómo has podido contratar a una puta? Nuestra hija se está pudriendo en nuestra casa. ¡Sola! ¡Puta zorra! —gritó lanzando un puñetazo a la cara de su esposa.

El golpe no llegó, una rápida erección lo dobló por el estómago. La mujer sonrió satisfecha.

—Voy a comprar algo de comida y bebida, ahora vengo. Y no era una puta, era la secretaria del señor Solovióv. Pero ocurre algo con tus cojones, cariño: nos pone cachondas a las mujeres, sin siquiera verlo. Debe ser hormonal… —mintió cerrando la puerta tras de si.

Fausto se tumbó de nuevo en la cama colapsado por el dolor. Y pensó en amputación, suicidio y asesinar a la “puta de su esposa”.

Iconoclasta

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Monto los dedos de la mano el uno sobre el otro en un ejercicio de elasticidad, coordinación y habilidad para formar una figura que no sirve para nada; me recuerda una caracola rota y duele un poco. Duele la hostia puta.
A según que edades, no hay que hacer este tipo de ejercicios. No es extraño que los dedos se hayan roto. Los huesos han rasgado la piel, pero no sale sangre; solo un polvo amarillento que se acumula en un montoncito encima de la página del cuaderno donde escribo.
Soy una momia que no debería haber sido expuesta al aire.
Conservo la mano derecha porque aún tengo locura que contar: «Padre, ahora sí te amo. Te perdono mi primer sufrimiento en la cruz. Las humillaciones que me hiciste pasar».
La vida se acaba cuando no queda ya nada que romperse.
Cuando me quito la ropa, en el pantalón hay piel pegada de mis nalgas, una calcomanía macabra que me recuerda que es hora de acostarse cómodamente en un ataúd y esperar que alguien cierre y selle la tapa.
Mirar parte de mi culo pegado en el pantalón es un aviso como el de los dedos frágiles de la izquierda mano.
Me sentaré a la diestra de Dios, y esta vez sonreiré.
Han eclosionado huevos en mi reseco tuétano, oscuras cucarachitas de nerviosas antenas salen por los extremos de la falanges rotas y se detienen curiosas para examinar las palabras de la degeneración escritas en el papel, para después ocultarse deprisa entre las mangas de mi camisa.
«Si una vez busqué el perdón de los hombres, hoy ejecuto su destrucción desde la más sórdida y mediocre existencia, nadie creerá en nosotros, Padre. ¿Lo hago bien? Bendíceme Dios mío.»
Supongo que la piel, la externa (la interior, el alma, es un cuero viejo y duro), tiene algo más de sustancia que la tinta seca que asusta a la humanidad.
Las cucarachas pueden elegir lo que comen como yo elegí: mi Santo Padre me dio a escoger entre redimir de nuevo o castigar e ignorar el dolor. Elegí lo segundo y sonrió.
No me puedo quejar, hubo un tiempo en el que violaba, asesinaba y desmembraba mujeres y niñas. Cuando disfrutas, la vida corre a velocidad super lumínica. Ahora me descompongo para llegar a Mi Padre sin la humillación de una crucifixión que no sirvió para nada.
En un mundo de idiotas y cobardes me he hecho mi propio y discreto espacio y paraíso (uno aprende de los errores si no es demasiado imbécil).
Si pagas tus impuestos y consigues hacer creer que trabajas hasta el desfallecimiento por unas miserables monedas, puedes follar y asesinar todo lo que quieras y jamás pensarán que eres un predador; o un Jesucristo en su segunda venida.
Solo hay que ser cuidadoso a la hora de dejar el cadáver, si puede ser, que no lo encuentren. Ni a mí cerca de ellos.
Me he rascado, siento comezón en mi costado izquierdo, cerca del corazón (esas cicatrices son eternas). Se ha levantado la piel de las costillas y la carne. Un trozo de pulmón negro ha salido formando un globito que se hincha y deshincha con cada inspiración y expiración.
Lo cierto es que hay más expiraciones que inspiraciones. Se nota que ya no se airea bien la sangre: una oruga ha salido royendo la ampolla pulmonar en busca de un aire más rico en oxígeno y con menos locura.
Es fácil llamar a esto locura cuando no se entiende la degeneración y la degradación divina.
La oruga se arrastra por mi costado para caer al suelo y con sorprendente agilidad, llega hasta el cadáver de la pequeña Lourdes de ocho años, se arrastra por su pierna izquierda y llega a su sexo impúber y macilento por la muerte de dos días para alojarse en su raja ensangrentada por la impía dureza de mi falo. Se toma un tiempo de diez minutos para hacerse mariposa y desplegar sus negras alas mojadas, esperando que este aire infecto las pueda secar.
Ha preferido hacerse crisálida en un cadáver apestoso antes que en el cuerpo del Hijo de Dios. Mi Santo Padre tampoco es infalible.
Me levanto y dando una patada al coño infantil, aplasto a la mariposa de la muerte.
No tengo porque sacar el cadáver de aquí antes de que mi Padre me llame de nuevo a su lado. No me gusta el olor de lo podrido aunque sea yo la causa; pero no molesta. Será un muerto testimonio, como todos los de la biblia.
De la fosa izquierda de mi nariz se escurre una baba rojiza y espumosa que cae en el diario, encima de la frase: «Los he matado con tanto placer, Padre mío, que mi pene incircunciso no descansa de una erección eterna».
Padre me apoya en cada acto de asesinato, en cada descuartizamiento.
Quemé un millón de judíos.
Ojalá hubieran sido aquellos que me apedrearon y me arrastraron hasta el bueno de Pilatos, que los despreciaba.
Lancé trescientos mil niños vivos a los hornos crematorios, yo era un soldado alemán que creía en su trabajo. Y me ascendieron a cabo del servicio médico donde arranqué más de diez mil penes circuncisos.
«Me gustaba especialmente ver a las preñadas judías a través de la pantalla de rayos X, y me fumaba cigarros mirando el feto, pensando en cómo se achicharraba en la barriga de su madre. Te lo debo a ti, Padre Mío. Te doy gracias por esta segunda oportunidad».
Metí cosas en los coños judíos deseando impúdicamente la venganza de aquellos hijos de puta que me asesinaron en Jerusalén.
Y se creían que mi segunda venida sería para dar nuevas esperanzas…
Idiotas.
Mi parusía ocurrió hace más de cien años, nadie lo supo. Mi Padre me dijo: Esta vez no sufrirás, gozarás, Hijo Mío. No hay que redimir, hay que castigar.
Nací en el seno de una mediocre e ignorante familia, y muy pronto, al cumplir los catorce, violé a mi madre con el pene de mi padre; se lo seccioné limpiamente mientras dormía y como hiciera dos mil años atrás, le di paz espiritual a mamá y la penetré con el pequeño pene mientras le hacía una gran herida en su seno izquierdo para arrancarle el corazón y ahogar a su marido con él.
Yo no la follé, me daban asco sus negros muslos ennegrecidos en las grasientas ingles. Su raja estaba casi siempre abierta por el peso de una barriga repugnante.
Disfruté más masacrando a mis padres que convirtiendo el agua en vino o caminando por encima del mar.
Durante decenas de años he matado todos los seres que he podido, viviendo en la oscuridad, en la ignorancia de la humanidad. No he sido líder, solo una bestia que acecha y mata.
Matar niños es la burla, venganza y escarmiento por aquella estupidez que una vez mi Padre me hizo decir: Dejad que los niños se acerquen a mí.
«Santifiqué su muerte hundiendo los dedos en su sexo virgen y pinté la cruz en sus pechos apenas desarrollados con la sangre de su virgo roto. Luego le abrí la garganta con mis dientes. Llené un cáliz bendecido con su sangre, con su vida».
Yo he dicho ya cientos y cientos de veces: Dejad que raje a vuestros hijos y después os quemaré vivos a los padres.
Ahora muero ya agotado, cien años y pico son demasiados, incluso para Jesucristo resucitado.
Mis apóstoles son las ratas que alimento en el sótano de la casa. Les lanzo pequeños trozos de carne de pecadores para que coman, para que aprecien el amargo sabor de la humanidad.
Me acerco hasta el coño de la niña. Es sexo sin vello, me pregunto si a su edad pensaba que un día su vagina se tornaría peluda, que tendría tetas. Seguramente estaba a punto de pensar en esas cosas.
Le arranqué los ojos con un cuchillo sucio y mal afilado de cocina, no sé si gritaba por el dolor o por la violación, estaba demasiado ocupado derramando mi semen sagrado en ella.
Aparto a la mariposa que se debate en agonía medio aplastada entre sus pocos desarrollados labios mayores y metiendo el dedo en la llaga de mi costado para mortificarme, la lamo.
El sabor de la orina no es peor que el vinagre en los labios cuando estás muriendo en la Cruz.
Me sangra la lengua, está a punto de caer. Mi Padre no deja que mi degeneración física duela demasiado, solo un poco; pero no puede controlar la ponzoña que he acumulado a lo largo de estos años en mi mente prodigiosa y ejecutora de los más letales milagros.
Escribo: «La pequeña Lourdes es mi última víctima y la ofrezco en sacrificio a Dios, mi Padre. Me siento bañado por el Espíritu Santo. Me ha pedido cientos de veces en su cautiverio,que no le hiciera daño. He llorado con ella, porque he sentido su horror en mi propia carne».
Cierro el cuaderno con toda mi vida detallada, para que la humanidad sepa que se llevó a cabo la Segunda Venida. Y que el anticristo era solo un cuento de las mentes drogadas de mis apóstoles ignorantes.
A los ignorantes los has de alimentar con mentiras para que funcionen como quieres.
Morticia, la rata más vieja y gorda (está conmigo desde mi adolescencia) muerde el dedo pulgar de mi pie derecho porque ya está muerto. No me molesta, además, pretendo dejar un cuerpo completamente abominable para que se joda la humanidad entera.
Una luz blanca inunda esta casa en ruinas de suelo sucio y mugriento. Los rostros de tantos seres que he asesinado lloran en un sufrimiento eterno: reviven su tortura y muerte eternamente.
Mi Padre sabe ser impactante.
Morticia se lleva mi uña a lo oscuro y se la come sentada sobre sus patas traseras, observando como la luz me lleva al trono de la diestra de Dios Todopoderoso. Observando atentamente como mis brazos y piernas se desgajan como ramas podridas de mi tronco.
Había anotado en el cuaderno, escribiendo sobre la baba rojiza que se desliza de mi nariz corrupta: «Volveré si Mi Padre lo pide, y cuando me lleve por tercera vez a su diestra en el Cielo, os arrastraré a todos al infierno, judíos y hombres de mierda.»
El cardenal Juan Bautista, recogerá mi diario por un mandato de Dios y será incluido en la biblia como el libro llamado Verdadero Testamento, a continuación del Nuevo.
El cuerpo de Lourdes será embalsamado y ocupará un lugar preferente en el Vaticano, para que todos sepan que se cumplió la parusía y que el apocalipsis solo era una colección de postales infantiles comparadas con lo que Yo Jesucristo , he ejecutado en el nombre de Dios Padre, del Espíritu Santo y de Mí Mismo en un misterio que no es tal.
Soy libre, soy Dios y soy Espíritu. Me llevo la sangre de la humanidad como un sabor dulce en el paladar y en el alma.
No sé si volveré de nuevo; pero no lo deseéis jamás.
Una última anotación, antes de que se desprenda mi mano derecha:
«Ego no os absolveré jamás, jamás existió el perdón, judíos».

Iconoclasta

5

Pilar conducía el ya viejo Renault Megan tranquila y segura, mientras Fausto divagaba perdido en sus pensamientos con la cabeza apoyada en la ventanilla, intentando combatir ideas y recuerdos que literalmente le llegaba ahora desde los cojones con un cosquilleo molesto.

Antes de salir de la ciudad, Pilar sacó dinero de un cajero automático.

Pronto se encontraron en la autopista conduciendo a una moderada velocidad. A las doce de la noche, se encontraban a trescientos kilómetros de Barcelona, en la provincia de Zaragoza.

Estacionaron en un autoservicio de la autopista y compraron un teléfono móvil de prepago y algo de cenar

—También quiero una tarjeta de memoria SD de ocho gigas —le pidió al cajero del autoservicio mirando por el cristal del aparador el auto.

Fausto no había bajado del coche.

Antes de apagar  y extraer las tarjetas sim de su teléfono y el de Fausto, llamó a sus padres y a sus suegros avisándoles de que saldrían de fin de semana esa misma noche hacia el Pirineo, porque habían tomado el viernes como día de asuntos propios. Así evitaría llamadas inoportunas o extrañeza cuando no respondieran al teléfono, por lo menos hasta el domingo.

Pilar se sentía fuerte, optimista y segura de sí misma. Sabía lo que tenía que hacer, no tenía miedo. La muerte de su hija apenas le afectaba en esos momentos. Tenía claras las prioridades: amaba al hermano de Fausto y no deseaba ir a la cárcel. Tenía planes inmediatos y una nueva vida que preparar.

Se detuvieron en la localidad de Alfajarín, a unos veinte kilómetros de Zaragoza, para pasar la noche y parte del día descansando en una pequeña fonda que les indicó el dependiente de una gasolinera a la entrada del pueblo. Era la una de la madrugada y Fausto se había convertido durante el trayecto en el auto en un ser depresivo, en un muñeco desmadejado que apenas tenía voluntad más que para dormir. Los ojos de Pilar estaban radiantes de energía y su entrepierna tan mojada que calaba el pantalón vaquero, Hubiera deseado seguir conduciendo toda la noche, todo el día, toda la vida…

Al entrar en la habitación, Pilar le hizo tomar un par de analgésicos a Fausto a falta de otra cosa que lo serenara más. Se quedó dormido de nuevo en posición fetal ocupando un pequeño espacio de la cama. Pilar se duchó y con un albornoz se sentó en la butaca al lado de la cama con su bolso en el regazo. En una libreta anotó datos de la agenda. Fumó un par de cigarrillos viendo la televisión sin volumen. Sudaba evitando la tentación de excitar el pene de Fausto y disfrutar otra sesión de sexo; pero no creía que fuera buena idea, tenía que descansar, al fin y al cabo, de su marido se alimentaba su hermano.

Fausto se despertó  hacia las nueve de la mañana, hacía mejor cara.

—No veo un final a esto, Pilar, no sé como seguirá el día. No consigo imaginar nada. Solo sé que Mari está muerta. Nos buscarán, nos deben estar buscando ya.

—No descubrirán nada hasta que algún vecino llame a la policía o tus padres o los míos denuncien que no nos pueden encontrar. Aún tenemos tiempo, no te preocupes. Vete a duchar cariño.

— ¿Me lo dices a mí o mi polla eso de “cariño”?

Pilar hizo una mueca de disgusto y observó con desprecio a su marido cuando se dirigía con lentitud de cansancio hacia el baño.

Cuando escuchó el agua de la ducha, tomó el teléfono y marcó un número que había anotado en la libreta.

— ¿Señor Volodia Solovióv? —preguntó cuando respondieron.

— Habla con su secretaria. ¿Con quién tengo el gusto?

—Pilar Abad, de la Oficina del Registro Intelectual.

—Le paso con el  señor Solovióv. Buenos días, señora Abad.

—Dígame señora Abad —era una voz con un fuerte acento ruso, ya familiar para ella, en la oficina del registro intelectual había tratado varias veces con él.

—Supongo que se acuerda de mí, y me he tomado la libertad para llamarle por un asunto personal que podría ser de interés para usted.

—Adelante.

—Tengo algo que revolucionará el mercado de la pornografía. Y créame que sé lo que digo, he visto sus producciones de revistas y videos y son de una gran calidad, pero no se diferencian gran cosa del  resto de las demás obras.

— ¿Y qué puede ser tan novedoso en este mundo que ya se ha filmado todo?

—Prefiero no avanzarle nada. Si me da una dirección de correo suya particular, una que solo usted revise, le enviaré una pequeña muestra de lo que le hablo. Para avanzarle algo, le diré que no hay efectos especiales en la cinta, por mucho que no lo pueda creer. Y si al fin le llama la atención, le puedo hacer una demostración en vivo para que lo vea.

—Confío en que sabrá sorprenderme. Dado su trabajo, creo que es una buena crítica para juzgar sobre la originalidad de las creaciones; pero recuerde, la pornografía es un mundo sórdido y sin glamur.

—No se preocupe, señor Solovióv, yo me encargaré de mi propio glamur si hacemos negocio.

Volodia le dictó dos veces la dirección de correo electrónica y se despidieron hasta una nueva llamada telefónica. El ruso se encendió un cigarro pensando que nada le podría sorprender a estas alturas y que seguramente, todo quedaría en  alguna escena amateur con alguna violación mal detallada como tantas le enviaban. Aún así, confiaba en la rubia Pilar Abad. Si ella iba a protagonizar ese video, seguro que con su cuerpo iba a tener bastante interés la “novedad”.

Pilar se sintió satisfecha tras la conversación, sacó de la mochila una videocámara, colocó la tarjeta de memoria que había comprado y la guardó en el cajón de su mesita de noche. También marcó un número de teléfono de un servicio de putas a domicilio y empresas, que según el folleto que se encontraba en el mismo cajón, hacía servicios todo el día; les dio rápidamente instrucciones precisas y colgó.

—Mari se está pudriendo sola en casa, es nuestra hija y hemos huido como ratas —dijo Fausto al salir del baño desnudo y mojado.

Su semblante parecía más decidido, no había ya ese decaimiento en su mirada, ahora era un asomo de ira.

Pilar observó su oscura barba de tres días, estaba delgado aunque había un marcado tono muscular en sus brazos y piernas. Su cabello castaño era abundante y ahora le caía lacio por el agua que aún goteaba. En su rostro redondeado destacaba una nariz aguileña que hacía feo su perfil. Le parecía en ese momento, el de un extraño.

Su pene era distinto, más grueso y más largo. Los testículos parecían inflamados, y seguramente plenos de ese delicioso semen que descargó en su cuerpo dos veces ayer. Se excitó ante el reciente recuerdo y la vagina se le inundó de flujo.

Aún así, sus ojos oscuros se empaparon en lágrimas ante el reproche.

— ¿Y qué querías hacer? ¿Cómo explicar lo que ocurrió? Hubieras acabado en la cárcel. Y aunque demostraras lo que te ocurre, ¿puedes imaginar qué vida nos esperaría? —respondió llorando.

—Te has encoñado con mi polla, te ha drogado con sus babas, con su semen.

—Es tu hermano, lo sé todo.

—Es asqueroso. Me lo arrancaré y lo partiré en pedazos. No voy a vivir con ésto toda la vida —gritó aferrando y sacudiendo el pene ante ella.

—Él te oye, no es una cosa. No tienes derecho a hablar así. Ha vivido a tu sombra toda la vida.

—Me parasitó como una solitaria.

—Tú te llevaste todos los nutrientes, no le diste oportunidad.

—Resulta que soy el malvado… Estás loca. Esto es solo un error, una mutación. Los restos tarados de un violador tarado que preñó a mi madre.

Pilar le lanzó una mirada hostil y Fausto comprendió que su esposa estaba profundamente turbada por su “hermano”. Cuanto más atacara y menospreciara su polla, más odio le tendría. Y sintió asco por  ella y su amante.

Bajaron a desayunar al pequeño comedor restaurant, eran los únicos clientes.

Estuvieron en silencio hasta que la dueña de la fonda les tomó nota del pedido y les trajo la comida rápidamente.

—Tenemos que explicar lo sucedido. Nos pondremos en contacto con la policía por teléfono y volveremos a Barcelona de nuevo para aclararlo todo.

—Nadie te creerá. Y yo también me pasaré una temporada encerrada por ser tu cómplice. Yo no voy a acabar así.

—Pilar… No tenemos dinero, no tenemos medios para subsistir más de una semana y dentro de pocas horas nos buscará la policía.

—Me he puesto en contacto con una persona que conozco para que nos aloje en su casa durante unos días, hasta que sepamos cómo actuar. No te precipites, tenemos que hablar con un buen abogado, y ésta persona, nos pondrá en contacto con él.

— ¿Y quién es esa persona que nos va a ayudar?

—Es un importante editor al que ayudé con unos derechos de autor. Le hice un buen favor y pudo editar antes que sus competidores una exclusiva literaria —le mintió Pilar—. Dentro de un rato, aproximadamente a las doce, llegará su secretaria para darnos instrucciones de cómo llegar a su casa.

— ¿De verdad no te sientes una mierda por la muerte de nuestra hija? Eres tan fría que ni te conozco.

Pilar no le hizo caso y siguió comiendo los huevos fritos con chorizo que había pedido.

Fausto se encendió un cigarro mientras sorbía el café.

—Está prohibido fumar —le dijo su mujer.

Él se encogió de hombros y siguió fumando.

Se encontraban viendo en silencio un programa de televisión cuando sonó el móvil. Pilar contestó rápidamente.

— ¿Señora Abad? Soy Sara, de la agencia de acompañantes. Ya me encuentro en el centro del pueblo, en las mesas exteriores del bar La Maña de la Plaza Mayor. Soy morena de melena larga y short vaquero con medias de raya negras.

—Estaré allí en media hora.

—No hay prisa, el tiempo ya ha empezado a contar.

Pilar se apresuró a salir de la habitación y a la salida le preguntó a la dueña de la fonda sobre cómo llegar a la plaza mayor del pueblo y si había algún cajero automático.

—Podría ir a pie, está a diez minutos de aquí. En coche tardará más para estacionarlo —le explicó rápida y brevemente como llegar—. Y en la misma plaza hay un par de sucursales bancarias.

En quince minutos ya se encontraba en la plaza mayor, dirigiéndose al cajero para retirar dinero. En el centro de la plaza había una pequeña feria de vendedores de miel y productos naturistas. Tuvo que dar media vuelta a la plaza para poder ver a la puta que la esperaba. Había bastante gente y bullicio.

—Hola Sara. Soy Pilar Abad —se presentó.

Ambas mujeres se saludaron con un par de besos en las mejillas.

Ambas se volvieron a sentar, Pilar encargó un vermut sin alcohol para acompañar a Sara que bebía una jarra de cerveza.

— Somos un matrimonio liberal y buscamos hacer tríos. Tú y yo pondremos cachondo a mi marido tocándonos y luego él se unirá a nosotras; pero es un tanto fetichista. Quiero que asumas el papel de secretaria, que entres conmigo como si despacharas algún asunto con unos clientes. Él hará ver que duerme, así que será pasivo y luego te vendaré los ojos, tú lo harás todo con él y conmigo, te ayudaré.

—Me parece bien. Es mejor que aguantar las bofetadas de algunos cerdos que andan por aquí y se piensan que por pagar tienen derecho a llevarse también un trozo de mí.

Acabaron sus bebidas y camino al coche Pilar entró en una papelería para comprar una libreta y un bolígrafo para que la puta los llevara en la mano al entrar en la habitación.

Iconoclasta

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4
Lo despertó Pilar hacia las siete de la tarde.
-Hola amor. ¿Te encuentras mal? -le acarició la cara besándole en la boca.
Estaba desorientado.
-Me he venido a casa porque no me encontraba bien -dijo sin saber como explicar lo demás.
-Pues no lo parece…
Pilar había tomado con su puño el pene erecto, aunque él no lo había notado.
Se colocó encima de Fausto besándole, se arremangó la falda y se bajó hacia el vientre haciendo un camino de saliva por el pecho de su esposo, por fin se metió el pene en la boca, succionando y lamiendo mientras se sacaba el tanga. Se hizo tan grande que le dolían las mandíbulas. Y su vagina estaba empapada como nunca.
El dolor acudió como un relámpago al vientre de Fausto y Pilar confundió el quejido y el espasmo con placer.
-Tiene que dolerte esto tan duro, mi amor.
Usó sus pechos para masajear el miembro, olía fuerte y la excitaba.
Apenas hubo un segundo de sorpresa cuando se dio cuenta de que el pene ya no estaba unido a su esposo. El meato era una sonrisa ruin presionada entre sus pechos. No comprendía aún; pero estaba tan excitada que no importaba.
Se acercó el pene a la cara y lo acarició con sus mejillas dejándose un rastro de aquella baba excitante en los labios.
– No sé qué está ocurriendo, amor; pero me haces feliz -dijo tumbándose en la cama con aquellos genitales entre sus manos.
Separó las piernas elevando los glúteos sobre la cama y llevó aquello a su sexo, lo metió todo lo profundo que pudo y se dejó hacer.
Sus pechos se agitaban con las embestidas que daba aquel bálano casi negro en su sexo, sus pezones estaban erizados hasta el dolor. Su vientre era un amasijo de nervios que estaban desatando un orgasmo incontrolado. Como a la mañana…
– ¡Otra vez, por favor! ¡Házmelo otra vez, hijo de puta! -decía golpeándose con brutalidad el monte de Venus.
Tardó años en conectarse, en crear la red nerviosa que uniera el micro cerebro que se alojaba en cada testículo con el central. Años de oscuridad, de dependencia total. Mientras tanto, Fausto crecía como un niño cualquiera. Cuarenta y ocho años fueron necesarios para que el hermano-pene pudiera conectarse al cerebro, usarlo y poder tener, aunque fuera breve, autonomía lejos del cuerpo. La parasitación fetal fue perfecta y rápida, la del cuerpo y la mente tardó medio siglo casi. Toda esa información se la lanzaba ese pene-hermano como un reproche y un alarde de su poder.
Fausto ya no podría olvidar esos recuerdos ahora inducidos y absurdos que de repente convirtieron su vida en un simple proceso parasitario de otro ser. Su vida parecía haberse acabado en ese momento, le tocaba vivir al otro.
Pilar extrajo el pene cuando lo notó a punto de eyacular, quería bañarse la cara, la boca y los pechos con aquel magma blanco.
El meato se dilató abriéndose como si fuera un grito mudo y soltó su carga de semen. La mujer se retorcía en la cama sin prestar atención a su marido. Acariciaba delicadamente la cabeza del pene convulsionándose con los últimos ecos de los orgasmos.
Pilar se durmió y el pene se arrastró con cansancio hacia su hermano para acoplarse de nuevo. El hombre cerró los ojos y su conciencia empezó a emerger lentamente.
Cuando tomó el control de su cuerpo, sacudió a Pilar por los hombros. Se encontraba profundamente dormida, tuvo que insistir durante casi cinco minutos hasta que respondió a sus estímulos.
-Maricel ha muerto… No he podido hacer nada. Se metió en su boca y la asfixió.
Pilar parpadeó sin entender, miró la habitación como si recordara lentamente donde se encontraba. Se levantó repentinamente, entendiendo las lejanas palabras de su marido. Corrió hacia la habitación de su hija, por sus muslos Fausto veía resbalar el semen ya frío de su hermano.
Se incorporó intentando correr tras ella, pero se sentía mareado, avanzaba por el pasillo aguantando el equilibrio con las manos en las paredes mientras oía llorar a Pilar.
– ¡Mi niña! ¡Mi niña! La habéis matado…
Fausto la abrazó.
-Hemos de avisar a la policía, hay que hacer algo. Soy un peligro.
Pilar lo observó y los rasgos de su rostro se endurecieron repentinamente. Intentó hablar; pero sus labios se movieron sin decir nada.
-Tranquila, cielo. Esto no nos está pasando… -lloraba Fausto abrazándola.
-No eres un peligro, ni tu hermano. Mari tuvo su oportunidad y no lo aceptó -dijo por fin con la voz serena y fría.
-Estás loca, esa cosa no es mi hermano -gritó negando lo que él mismo sabía.
-Me lo dijo él. Me dijo que durante el coito, hablaron mente con mente y no lo hubiera aceptado jamás. Dijo que lo denunciaría a quien fuera. Amo a tu hermano, Fausto. Lo siento en el alma.
-Esto es una pesadilla y tú estás drogada, algo te ha hecho esta polla de mierda -gritó sujetándose los genitales con los puños crispados.
-Vámonos, huyamos no puedes explicar lo ocurrido y de cualquier forma, tú eres el responsable de su muerte. No sé si acabarás en una cárcel, en un manicomio o en una feria de monstruos. No tienes futuro, Fausto. Y yo necesito estar con vosotros. Con él…
– ¡Estás como una puta cabra, idiota! -le gritó al tiempo que le daba una bofetada- ¿No ves que entre los dos hemos matado a tu hija, nuestra hija?
En su pubis sintió otro trallazo de dolor y sangró el pubis en la zona de acoplamiento, aunque el pene estaba fláccido. Pilar escupía sangre por el labio partido.
-Es tú hermano, acéptalo. Tiene el control. Yo sé de su pesar, ha permanecido casi medio siglo pegado a ti sin ser nada, sin ser nadie. Quiere vivir, es un ser vivo -le dijo acariciándole el pene por encima del pantalón, calmando el dolor.
-Vámonos. Estamos a tiempo… Lejos de aquí pensaremos mejor.
Aunque el cerebro de Pilar ya pensaba donde ir y a quien acudir.
Confuso y derrotado, su esposa lo guió de la mano a la habitación de matrimonio. Se vistieron, hicieron dos mochilas con equipaje y se dirigieron en ascensor al garaje donde aparcaban su vehículo que solo usaban algunos fines de semana.

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3

Tomó el metro y transbordó en el tren de cercanías. Trabajaba como especialista en una prensa de moldes de plástico. Llegó dos horas tarde, se sentía mal, con el vientre dolorido y una sensación de náusea.

Lo rutinario y monótono de su trabajo apenas lo abstrajo de sus pensamientos y miedos. No podía dejar de ver a su esposa como en un sueño, a través de una gasa, penetrada por su propio pene oscuro, como si fuera un animal venenoso.

El intenso ruido de la maquinaria pesada no era suficiente para acallar sus miedos.

La prensa bajaba con fuerza haciendo temblar el suelo. Lo hacía miles de veces a la semana; por fin, algo se había roto en toda aquella rutina y se arrepintió de haber deseado muchas veces que algo cambiara en la monotonía de su vida. Ya no sabía si aquello era realidad o un sueño que se repitió hasta el engaño. Lo real era su pene alejándose de su cuerpo, su miedo, la locura…

— ¡Fausto! ¿Qué te pasa? Ve a descansar —le ordenó Sánchez, el supervisor de la planta—. No deberías haber venido, amigo. Ve al médico, porque haces muy mala cara.

Fausto se encontraba inmóvil ensimismado en sus pensamientos y la prensa se había detenido; el personal de la cadena de montaje necesitaba sus piezas.

Lo que verdaderamente le obsesionaba era su propia imagen en el vientre materno. De alguna forma tenía la certeza de ser él aquel feto que flotaba compartiendo útero y placenta con un pene que era su hermano. Dos seres en un mismo vientre, algo imposible que no puede ocurrir.

Si estuviera loco, no habría aquella sangre; si estuviera loco, su esposa lo habría notado. Si estuviera loco, no sería tan extraño todo.

—Lo siento Sánchez. No me encuentro nada bien. Voy a recursos humanos para avisar que voy al médico.

—Tranquilo, ve y descansa. Que te mejores.

Por supuesto, no acudió al médico. Era la una del mediodía del jueves cuando llegó a casa, se metió en la ducha y se estiró desnudo en la cama. Tenía una extraña comezón en el pubis, muy adentro.

Tomó el pene y tiró de él para separarlo. Le produjo un dolor tan intenso que volteó sobre sí mismo en la cama cayendo al suelo. Entre el bello del pubis surgió sangre dibujando el contorno donde se alojaba el bálano-móvil.

La puerta de casa se abrió Se apresuró a meterse en la cama y apareció Maricel en el umbral de la puerta.

— ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué has llegado tan pronto? —le preguntó su hija sorprendida.

—No me encontraba bien, estaba mareado y con dolor de estómago. He pedido permiso por indisposición.

Maricel se acercó y le dio un beso en la mejilla.

— ¿Quieres que te prepare algo o vaya a la farmacia?

— No, esto con un poco de descanso se curará. No te entretengas y ve a comer, que te queda poco tiempo para la próxima clase.

—Sí y hoy comienza un poco más pronto. ¿Lo sabe mamá?

—No la he llamado, no tiene importancia.

Su erección se hizo potente y le dolía, sentía vivamente como el miembro intentaba desprenderse.

Y se desprendió dejando un pequeño rastro de sangre, el último acto de voluntad propia de Fausto fue llevarse las manos al punto de dolor que era el pubis. El pene reptó bajo las sábanas entre sus piernas, su conciencia quedó en un segundo plano y su cuerpo lacio. De una forma impersonal observaba el avance del pene con sus testículos encogiéndose y estirándose con cada avance.

El pene en el vientre materno viajó lentamente desde cerca de su rostro hasta alojarse entre sus incipientes piernas. Recordó aquello como su primer contacto con el dolor, cuando una especie de boca dentada se abrió en la base de aquel pene y rasgó su tejido aún fetal para clavarse a su pubis vacío. Su madre padeció una pequeña hemorragia a la que los médicos no dieron importancia.

Esas visiones las vivía de una forma directa y dolorosa, con todos sus sentidos. Recuerda el miedo, la repulsión que le inspiraba aquella cosa que estaba encerrada con él.

Maricel ya estaba en la cocina preparando la comida del refrigerador para calentarla en el microondas. Vestía un pantalón vaquero ajustado con el botón de la cintura desabrochado y una camiseta de cuello redondo estampada. Su cabello liso y negro estaba recogido en un moño en la coronilla, atravesado por dos lápices con goma de borrar.

El pene entró en la cocina, y se acercó hasta el pie calzado con unas sandalias de tiras de cuero. El glande lucía brillante y mojado, dejaba pequeños hilos de baba enganchados en el suelo que se rompían con el avance. El meato parecía una sonrisa de alma podrida o un ojo ciego del diablo.

Cuando rozó la piel del pie, Maricel se sobresaltó y lanzó un grito de horror ante aquella monstruosidad. El pene la acechaba siguiendo el movimiento de su piel, hasta que le dio una patada lanzándolo fuera de la cocina.

— ¡Papá, papá! —gritaba corriendo hacia la habitación de su padre.

Su padre estaba inmóvil con los ojos abiertos mirando nada.

— ¿Qué te ocurre? —le gritaba zarandeándolo.

La sábana cayó dejando desnudo a su padre, observó con un escalofrío que no tenía genitales y que del gran agujero de su pubis, manaba aún un poco de sangre.

El pene ya se encontraba en el umbral de la puerta. y subió a la cama, reptando por la sábana caída en el suelo.

Maricel subió a la cama, al lado de su padre y le palmeó las mejillas para intentar devolverlo a la conciencia; pero no respondía. Buscaba por el suelo aquella cosa repugnante. No quería separarse de su padre ni para llamar por teléfono para pedir ayuda.

Oyó que algo rozaba la sábana a su espalda y cuando se giró para enfrentarse a lo que fuera, el pene erecto y sobre sus testículos se encontraba en la almohada, casi a la altura de su rostro; le escupió un líquido incoloro y espeso en la cara pringándole los ojos y la boca. Se sintió invadida por un denso olor a orina. Saltó por encima de su padre al suelo, gateó y al llegar a la puerta de la habitación se detuvo. Se puso en pie y se bajó los pantalones y las bragas, para luego acostarse en la cama. Sus dedos acariciaron el monte de Venus depilado, se acariciaba los bordes de los labios de la vagina anticipándose al placer, esperando el pene que reptaba entre sus piernas hacia su coño.

Fausto observaba desde la bruma a su hija con las piernas abiertas y una sonrisa de placer lasciva en la boca, sus labios lucían brillantes por la sustancia que le había escupido su pene, no se limpiaba el moco que se había formado en sus ojos.

El pene presionó su glande empapado contra la vagina y retorciéndose la penetró. Maricel acariciaba aquello que se metía en ella.

— ¡Qué zorra soy! ¡Siempre me ha gustado que me jodan! —gritaba a medida que el bálano profundizaba y se retorcía entre las paredes de su vagina.

Su padre la observaba sin emoción alguna. De su sexo abultado y lleno sobresalían obscenamente unos testículos que se agitaban y acariciaban con el golpeteo el ano rítmicamente.

En el vientre de su madre, su cuerpo ya estaba casi formado y el pene se había integrado plenamente en él. Ya no sentía miedo, estaba alimentándose tranquilo. Oía el sonido exterior a través de la piel del vientre de su madre, como todo crío se familiarizaba con breves mensajes sensoriales del mundo en el que tenía que vivir.

Su pene se agitó y tuvo una pequeñísima erección y le llegó claro el llanto de su madre.

—Yo no quiero este niño, Juan. Es el hijo de quien me violó, sácamelo. Ayúdame a abortar, por favor.

—No lo hagas, Isabel. Yo lo acepto, acéptalo tú, porque si lo haces, un día te arrepentirás y yo también. Somos católicos.

No era un sueño, era un recuerdo latente durante su formación intrauterina, un regalo de su “hermano”. Su madre estaba ya embarazada cuando fue violada, pero el matrimonio no lo sabía. Eran dos hermanos de distinto padre compartiendo un mismo útero. Se sintió furioso y confuso sin que pudiera hacer nada más que estar prisionero en su propio cuerpo.

El pene era el hijo del violador, con toda su tarada genética.

El problema era qué hacer con aquello que se estaba follando a su hija, cómo escapar del pozo donde su conciencia se hallaba y tomar el control de su cuerpo.

Y se colapsó dentro de sí mismo ante la carga emocional. Su existencia se había limitado en ese momento a ser los ojos de los genitales que estaban violando a su hija. Lloraba por dentro.

Maricel estaba llegando al orgasmo y llevó sus manos entre las piernas para acariciar los testículos y meterse el pene más adentro, con más fuerza de lo que lo hacía.

— ¡Hijo de putaaaaaaa…! ¡Por el amor de Dios, me estás matando de placer! ¡Así, así, así…!

Su espalda se arqueó cuando los testículos soltaron su carga seminal, llevó los brazos tras la cabeza. Su pelvis estaba alzada y su sexo chorreaba semen entre los resquicios del coito. Sacó aquella carne oscura de su vagina, se encontraba cubierto de esperma, resbaladizo. Tomó con las dos manos el pesado glande, abrió la boca cuanto pudo y se metió esa carne hirviendo de calor y sangre, lo lamió hasta que no quedó rastro de esperma.

— ¡Es delicioso! Dame más —dijo sosteniéndolo entre sus manos en alto, observándolo con admiración.

Y en una fracción de segundo, los ojos de Maricel se llenaron de horror. La realidad se hizo patente con un fogonazo de luz en su cerebro y sintió asco y rechazo.

A punto de lanzar aquella obscenidad lejos de sí, el pene se revolvió entre sus manos para hundirse en su boca de nuevo. Maricel tragó aquella baba narcótica y volvió al estado de excitación sexual en apenas unos segundos. En un principio se pellizcó los pezones excitándose de nuevo por la felación que estaba haciendo y de repente pataleó desesperada intentando sacarse aquel trozo de carne que estaba obstruyendo su garganta, casi dos minutos después murió asfixiada. Una nueva andanada de semen bajaba por la comisura de sus labios, por el mentón regando el cuello ya muerto.

El pene cayó exhausto en la cama, y lentamente se dirigió a su alojamiento entre las piernas de Fausto. Cuando se acopló, quedó lacio y los ojos del hombre se cerraron.

Pasaron cinco minutos hasta que por fin pudo adquirir conciencia y se apresuró a hacer el boca a boca a su hija, le hizo masajes cardíacos como había aprendido en los cursos de primeros auxilios de la empresa; pero a cada segundo estaba más fría.

Escupió restos de semen que había en la boca de su niña y se derrumbó llorando y abrazándola.

Apenas eran las dos de la tarde.

Arrastró el cuerpo de Maricel a su habitación porque no sabía que hacer y debía hacer algo, lo que fuera. Debía alejar a su hija de él mismo, lo debería haber hecho antes, cuando se excitó la noche pasada viéndola en ropa interior.

Intentaba pensar con claridad, cómo actuar, cómo explicar lo ocurrido. Porque la única explicación posible era que él había violado y matado a su hija.

El dolor y la confusión eran abrumadores. Se estiró en la cama y durmió porque su mente estaba completamente dislocada.

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2

A la mañana siguiente se despertó relajado, sin recuerdos sobre el día anterior, como si hubiera sido un difuso sueño. Cuando intentó orinar, sintió que su cabeza daba vueltas y se hacía todo oscuro, un ataque de pánico le cortaba la respiración.

No tenía pene, ni testículos. Sintió náuseas pero no vomitó nada, solo bilis amarga y el estómago le dolió.

Venciendo el pánico se miró al espejo, no había nada entre sus piernas, solo un agujero profundo en el pubis, allá donde antes estaba su pene. Había sangre seca en el pantalón.

Intentando no gemir con fuerza, conteniendo miedo y llanto, entró de nuevo en la habitación. Usando la pantalla del móvil iluminó el interior de la cama para no despertar a a su esposa.

Las sábanas tenían pequeñas gotas de sangre seca; pero no veía sus genitales allí. De pronto, Pilar dejó escapar un gemido débil y separó las piernas. Fausto alzó la sábana para iluminarla: sus bragas estaban enredadas en la pierna izquierda y en su sexo se encontraba algo encajado, llenándolo de una forma obscena. Otro nuevo gemido se escapó con sensualidad de los labios de la mujer y en su vagina captó el movimiento de un pene allí enterrado y unos testículos agitados, contrayéndose espasmódicamente. Eran los suyos.

Sintió que el mundo le daba vueltas y lo abandonaba. Intentó levantarse, pero quedó tendido en la cama.

Sonó el despertador de Pilar, eran las siete treinta, una hora y media había pasado desde que despertara por primera vez.

Se palpó rápidamente y sus genitales se encontraban allí, donde debían estar. Quiso llorar de alivio.

Pilar no se despertaba, dormía plácida y profundamente.

— ¡Cariño, despierta! Es hora de levantarse.

Su esposa se dio la vuelta y le besó profundamente.

— ¡Qué me has hecho, cabrón! Házmelo otra vez, métemela en el culo también porque me corro solo de pensarlo —hablaba con la voz adormecida y aferrando el pene de su marido a través del pijama.

Ella nunca se había expresado así.

Fausto no pudo responder, su visión se hizo oscura, un dolor fortísimo se instaló en su bajo vientre como un cólico y notó con terror sus genitales separarse de él con un sonido líquido y la sensación de perder sangre.

La mujer se había abrazado a su cuello y le besaba la boca. Él estaba en algún lugar oscuro y cuando su mujer lanzó un gemido de placer solo pudo imaginar vagamente lo que ocurría.

Separó las piernas y el pene entró en su vagina reptando por el muslo, estaba tan excitada que no se daba cuenta de que el cuerpo de su marido estaba completamente inmóvil.

— ¡Te ha crecido, mi amor! La tienes enorme —susurraba moviendo su pubis contra el de su marido.

A Pilar se le detuvo por unos segundos la respiración y dejó ir un suspiro profundo, se separó de su marido y se colocó a cuatro patas sobre el colchón, sus pesados pechos se agitaban con una respiración ansiosa. Los ojos de Fausto estaban abiertos, pero no veía nada en su conciencia. El pene, arrastrando los testículos, se deslizó por la vagina hasta el ano y allí retorciéndose como un gusano, consiguió alojarse. Pilar sudaba y sus puños estaban cerrados. Comenzó a respirar rápida y brevemente para acomodarse al dolor y al placer.

Sus ojos observaban cada detalle; pero no era para su disfrute, eran los ojos del pene. Mientras tanto, Fausto el hombre, evocaba las imágenes de dos seres en un vientre materno. Uno de ellos aún incompleto, sin pene. El otro ser era unos genitales alimentándose de la misma placenta, un pequeño cordón umbilical, como una raíz, entraba en el meato de aquel minúsculo miembro que flotaba ingrávido muy cerca de su rostro aún no formado.

Era una pesadilla, era un horror…

Pilar hundió la cara en la almohada para no gritar, sus glúteos se agitaban suavemente con el movimiento del pene. De pronto, los testículos se contrajeron y lanzaron el semen hacia el glande enterrado. El esperma comenzó a rezumar lentamente entre los glúteos para caer en la sábana resbalando por los huevos que colgaban ahora pesados. La mujer se desmayó y el pene se desprendió del ano. Usando los ojos de Fausto, se dirigió reptando al pubis y se instaló de nuevo entre las piernas provocando un ligero dolor. Los ojos del hombre se cerraron y quedó inconsciente.

El despertador volvió a insistir a los diez minutos. Y fue Pilar la que se despertó.

— ¡Amor, se nos ha hecho tarde! Cómo me duele el culo… Lo repetiremos.

Encendió la luz de la mesita de noche y vio la sangre.

—Quien me iba a decir que volverían a desvirgarme a mi edad…

Fausto se puso en pie, todo parecía irreal, su mujer, su voz, sus comentarios, su cuerpo y su polla. No estaba bien, no conocía nada de esto. Era él quien se sentía lejano de su cuerpo.

En apenas media hora, Pilar se había duchado, vestido y ya salía taconeando rápidamente por la puerta de casa. Trabajaba como funcionaria en el registro de la propiedad intelectual.

Pilar pasaría todo el día pensando en el acto sexual de esa mañana de una forma obsesiva.

Fausto salió diez minutos más tarde y se despidió de Maricel sin entrar en su cuarto, tocando a la puerta.

—Me voy que he hecho tarde. Que te vaya bien en la facultad. ¿Vendrás tarde?

—Como ayer —contestó su hija con voz somnolienta y tapándose la cabeza con la almohada.

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1

Algo no era normal en el pene y los testículos, no parecían ser un todo en su cuerpo.

Las sensaciones que percibía en la piel de los genitales no eran directas, parecían retardadas, lejanas; la impresión de entumecimiento cuando una mano se duerme por una prolongada inactividad.

Eran las seis de la mañana cuando orinaba tras despertar para empezar una jornada laboral. Dejó caer en el inodoro unas gotas de sangre, cosa que le preocupó; pero la jornada laboral lo mantuvo distraído de ese temor y a lo largo del día no hubo más sangre.

Fausto y Pilar estaban cenando en el comedor, en el televisor emitían las mismas aburridas noticias de cada día.

—Es extraño. Esta mañana he orinado unas gotas de sangre y no he sentido ninguna molestia.

Su mujer tragó la porción de ensalada que estaba comiendo.

—Sí que es raro, deberías ir al médico y comentarlo.

—Si vuelvo a mear sangre, iré.

—No te costaría ir mañana cuando salgas de la fábrica.

—Ya veremos. Si tengo ganas…

—No irás —respondió Pilar desviando la mirada al televisor para acabar la conversación.

Se le cayó la aceituna del tenedor, rodó por el escote y se detuvo entre los pechos.

—Eso te pasa por tener esas tetas tan grandes —bromeó Fausto tomando la aceituna y llevándosela a la boca antes de que Pilar se limpiara.

La mujer se sintió halagada y le besó los labios.

Fausto tuvo una sorprendente erección, fue tan rápida que no se dio cuenta del proceso, no fue consciente de su excitación hasta que sintió la tensión en el pantalón del pijama que vestía.

Y volvió con más fuerza la sensación de que sus genitales estaban “despegados” de su cuerpo y las señales sensoriales llegaran retardadas, diluidas. Pensó que no llegaba bien la sangre a esa zona de su cuerpo, de ahí ese adormecimiento. Sin embargo su pene, cabeceaba excitado, henchido de sangre, sin duda alguna.

— ¡Fausto! ¿Te dijo Mari a qué hora llegaría? Son casi las diez.

Su mujer lo miraba furiosa, era la segunda vez que le preguntaba lo mismo durante el tiempo que Fausto pensaba en sus genitales.

—No, no me dijo nada —respondió sorprendido.

Pilar cambió de canal para ver un programa de entrevistas a famosos.

Su marido se estaba tocando el pene discretamente bajo la mesa. En efecto, tenía menos sensibilidad. Pensó en la próstata, tenía cuarenta y ocho años.

Eran las diez de la noche cuando recogieron los restos de la cena y se sentaron en los sillones de la sala para ver la tele cuando escucharon el ascensor llegar a su planta. En unos segundos la puerta de casa se abrió.

— ¡Buenas noches! —saludó Maricel al entrar en el comedor.

Se acercó a su padre y a su madre para saludarlos con un beso.

— ¿Cómo te ha ido en el gimnasio? —preguntó su padre.

—Como siempre: lo más duro la bici, lo más delicioso la piscina.

—Sírvete pan con tomate y tortilla, la he dejado en la encimera tapada.

—Ya he cenado, mamá. Me comido una ensalada con Mario al salir del gimnasio.

Fausto sufrió una repentina punzada de dolor en el interior del pubis y su pene se endureció aún más, hasta el dolor.

Se dio cuenta que estaba observando fijamente el inicio de los desarrollados pechos de su hija. La blonda de su sujetador color crema asomaba entre el cuello de pico de la camiseta que vestía.

— ¿Dónde está el pijama blanco? —le preguntaba a su madre al tiempo que se sacaba la camiseta camino a su cuarto.

Fausto tomó el control de su voluntad, dejó de mirar a su hija y cruzó las piernas para ocultar la erección.

El dolor había disminuido, pero sudaba abundantemente.

Cuando escuchó que Maricel cerraba la puerta de su habitación al final del pasillo, se levantó para ir al lavabo. Se desnudó de cintura para abajo, orinó y dejó caer un par de gotas de sangre de nuevo. Entre sus dedos sentía extraña la carne del pene.

Un súbito movimiento en lo profundo del pubis lo alarmó. Sentía que algo se conectaba y desconectaba allá dentro, en su carne, en sus cojones. Pensaba concretamente que se le iba a “caer la polla al suelo”.

Se sentó en la tapa del inodoro y encendió un cigarrillo que sacó del cajón bajo el lavabo.

Pensaba en infecciones y en cáncer, en operaciones y muerte.

Se obligó a serenarse y observó como el pene se relajaba y encogía recuperando su tono de piel normal. Porque hacía unos segundos, se encontraba amoratado, casi negro. Como si un torniquete en sus tripas le hubiera cortado el flujo sanguíneo.

El movimiento en el pubis cesó y el miedo se diluyó; el miedo venía de la posibilidad de que el pene se le desprendiera del cuerpo. Así de brutal, así de imposible.

Las molestias ya habían cesado por completo cuando casi había consumido el cigarrillo. Tomó el pene con la mano y lo agitó para convencerse de que estaba sólidamente pegado a él. Tiró del prepucio para descubrir y el glande: se encontraba rosado, con buen color y una capa brillante y resbaladiza de fluido lubricante como era habitual por una erección.

Respiró aliviado, se subió los pantalones y abrió la puerta del lavabo topándose súbitamente con su hija que iba a entrar en ese mismo instante.

— ¡Papá, no fumes en el lavabo! Huele fatal.

— ¡Déjalo, Mari! ¡Se lo he dicho cientos de veces pero ni caso! ¡Fausto, tira ambientador al menos! —gritó Pilar desde el salón.

Maricel vestía un tanga amarillo y un sujetador de algodón sin costuras, los pezones de diecinueve años ponían a prueba la integridad de la tela. Entró en el lavabo y cerró la puerta.

Con una nueva punzada de dolor, visualizó en su mente el pene alojado entre sus pechos. La imaginó gritando aterrorizada con la vagina a punto de reventar llena de su pene, como un dildo de carne y sangre removiéndose en su coño, inquieto, sin pausa. La imaginó cambiando su miedo por placer a medida que el pene tomaba un ritmo más intenso y violento, entrando y saliendo de su sexo como una monstruosa oruga empapada en la mezcla de sangre y fluido que manaba de la vagina desgarrada.

Se apoyó en la puerta del lavabo agarrándose los genitales e intentando borrar aquellas imágenes de su cabeza. Cuando el pene quedó fláccido, se dirigió al salón.

—Me voy a meter ya en la cama, Pilar.

—Yo me quedo a acabar de ver el programa —dijo levantándose de la butaca para darle un beso —. Descansa.

—Buenas noches, cariño.

Se metió en la cama pensando que pasaría la noche en vela preocupado por lo que le estaba ocurriendo; pero apenas se estiró en la cama, sus ojos se cerraron y su respiración se hizo lenta y profunda.

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Estaba agonizando, Dios estaba casi muerto convulsionándose débilmente tirado entre dos coches. Las puntas de sus dedos estaban cárdenas como si la sangre se retirara hacia atrás, como si ya no quisiera regar la carne.

Que fuera Dios, lo supe porque lo decía una placa de identificación barata que se encontraba en el suelo prendida por la cadena de bolas, como la de los tapones de lavabo, de su cuello:

DIOS CREADOR TODOPODEROSO

RH: DIVINO. GRUPO: CÓSMICO

DOMICILIO: OMNIPRESENTE

—Tú no eres Dios, eres un fraude.

—Siempre lo has creído así, es tarde para convencerte. Eres mayor.

—Nunca me has visto, no me conoces.

—Soy Dios.

—Te mueres, no eres nada, ni nadie. Los dioses no pueden morir porque no existen. Es así de fácil.

—Deberías ser Dios, todo lo sabes.

—Yo no sé nada de mierda. Solo afirmo. ¿De qué estás muriendo?

—El cuerpo humano no soporta tanta divinidad, la sangre se seca por el calor de mi poder.

—Y una mierda. Eres el drogadicto que el martes me pidió un cigarro. Te has metido una sobredosis o bien el sida te está pudriendo.

—Estoy muriendo en este cuerpo. Si soy un drogadicto, alguien que muere, podrías ser más cordial.

—No estoy de humor para cordialidades. La piedad es una cuestión moral que no me afecta. No creo en Dios, ni siento amor por el prójimo. Solo hago lo necesario para que la vida sea cómoda. Y la muerte es tan vulgar como todo lo que me rodea.

— ¿Te quedas conmigo hasta que muera?

—No, tengo prisa.

—Verás a mis ángeles ayudándome a desprenderme de esta carne.

—Mira, si quieres te doy un cigarro y me largo. Me espera una tía buena en el motel y voy justo de tiempo.

No respondió nada. Sonrió, cerró los ojos y dejó de temblar como un maldito gato mojado. Quedó muerto.

Cuando lo toqué no había ningún exceso de calor por divinidad alguna en su piel.

Seguí mi camino tras escupir en su infecto pecho. Giré por la calle en la que se encontraba el motel y me crucé con tres tipos con alas en la espalda. Los tres muy altos y corpulentos, muy rubios. Toda esa mierda de nórdicos y modelos maricones que no me impresionan ni aunque sangren. Ni siquiera me hubiera fijado en ellos de no ser por el disfraz.

Di media vuelta y los alcancé.

—Vuestro amigo está entre aquellos dos coches.

—Gracias. Un vecino que lo conocía nos ha llamado al hospital. Nos ha dicho que se había caído y que un hombre le hacía compañía. Es usted muy amable —dijo uno de ellos sacándose la peluca para lucir una generosa calva bronceada.

—Un huevo —pensé.

—Es inofensivo. Está muy mal y se ha escapado del ala psiquiátrica con el ajetreo de una fiesta de pacientes —añadió otro de los ángeles, también quitándose la peluca que le hacía sudar copiosamente.

—Pues ahora es más inofensivo que nunca. Está muerto —respondí sin ningún tipo de teatralidad ni emoción.

—¡Pobre Enrique! Vaya día de cumpleaños ha tenido —se lamentó el tercer ángel.

—Estaba ya consumido por el sida y deliraba. Gracias de nuevo por acompañarlo en el final.

—Ya he conocido sus delirios. Me ha contado que vendrían unos ángeles a recogerlo. Yo iba a llamar a la policía cuando me he encontrado con ustedes —les mentí sin entusiasmo.

Les di un número de teléfono falso con prisa y volví a ponerme en camino hacia el motel Salto del Tigre.

En la recepción pregunté por Valeria Gutiérrez.

—En la 314 —respondió con desgana un tipo gordo y sudoroso.

—Has llegado un poco tarde —me dijo cuando entré la potente morena de larga melena rizada.

—Me ha entretenido Dios muriendo.

—¿Sabes? Cuando ayer nos conocimos, a los pocos minutos me enamoró ese sarcasmo tuyo tan cruel —decía acercándose hasta que me besó la boca.

—Y a mí me la pone dura tus tetas y tu boca. La mamas bien, fijo.

—Puedes estar seguro, Sr. 666 —respondió sensualmente acariciando mi escarificado tatuaje.

La desnudé y la obligué a que se metiera la polla en la boca agarrando un mechón de su cabello con el puño.

No le gustaron mis modos.

—No soy una puta ¿eh? Podrías ser amable.

—Ni con Dios si existiera.

Le pegué un puñetazo en la mandíbula y quedó aturdida. La desnudé de cintura para abajo, la obligué a apoyar los brazos en la cama y tras separarle las piernas con las mías, le rasgué el ano penetrándola.

Unos segundos antes de eyacular entre sus excrementos, le hundí el filo del cuchillo en el cuello hasta que las vértebras frenaron el avance.

Me quedé en la habitación de ese asqueroso motel observando con amabilidad y cordialidad como se vaciaba de sangre. Mi pene aún sufría espasmos por el orgasmo cuando la hermosa Valeria dejó de hacer ruidos líquidos intentando respirar.

Me limpié la mierda pegada en el glande con las sábanas y me largué de allí.

Al recepcionista le saqué un ojo.

A la mierda la educación y la amabilidad.

Ya os contaré más cosas de urbanidad, buenos modos y piedad.

Siempre sangriento: 666.

Iconoclasta

El verano.

 

Es verano, cosa mala para el trabajo.

 

El viento no trae aromas de esperanza y libertad. En las ciudades no hay de eso. No se puede ser poético e histriónico con este tiempo y lugar.

 

La ciudad y sus ciudadanos es todo lo contrario a la libertad, es la síntesis de la ganadería.

 

Es un problema de hacinamiento, el espacio entre las pieles es insuficiente para una existencia relajada. Hace años era más grave, ahora han muerto muchos.

 

El viento corre entre las calles y trae olores de comidas baratas, guisos recalentados y maderas y hierros que se retuercen bajo el sol.

 

El viento llega sucio a azotarme la cara con toda su pestilencia y calor.

 

Lo peor son las voces arrastradas desde las ventanas de los apartamentos: mil expresiones urbanas, intrascendentes y molestas, unas de la televisión, otras salen simplemente de bocas idiotas y acobardadas.

 

Las cosas hermosas se dicen con la voz baja y al oído que amas, como confidencias que el viento no tiene tiempo a arrancarnos y arrastrar.

 

¡Pobre viento! Corre entre las calles sucias y las pieles de hombres y mujeres que no pesan, no importan. Seres que se hacen más notorios muertos. El viento arrastra la Mente infecta como un esclavo las cadenas.

 

No quisiera que murieran, no con este calor y este viento.

 

Arrastro los cadáveres que encuentro para ocultarlos en rincones y portales oscuros donde el viento no pueda entrar y no arrastre la fetidez de los muertos; ni que el sol caliente sus carnes.

 

Una vez los he retirado del sol y el viento, me relajo más para la recogida. Hay que organizarse. Los amontono y apilo siguiendo una ruta para luego cargarlos en la camioneta en un recorrido cómodo y lógico. A veces caen los enfermos con sus ojos casi cubiertos por un velo ponzoñoso delante de mi parachoques y no tengo más remedio que detenerme para recogerlos.

 

Mueren de una infección rápida. Se toman las sienes entre las manos crispadas porque dicen que les parece que les va a estallar la cabeza. No lo dicen, lo gritan desgarradamente.

 

En ese momento de sus lagrimales mana pus sucio de sangre. Cuando han muerto se les escurre también por la nariz y las orejas. Por el culo no les sale nada, lo sé porque durante un tiempo los desnudaba antes de triturarlos. Si no fuera por esos agujeros naturales, estoy seguro de que estallarían las cabezas por presión. No es agradable.

 

Una vez muertos se secan las secreciones como si fueran legañas. Tan duras y afiladas que cortan como filos de sílex tallado por antepasados más idiotas que sus descendientes. Si les abres el cráneo, se derrama perezosamente una baba amarillenta. Tras la infección ahí dentro no queda nada sólido, el cerebro se les hace papilla. Literalmente.

 

La mortandad de la Mente infecta, también conocida como peste china por las legañas y el amarillo del pus que segregan los orificios de la cabeza, es del noventa por ciento de individuos infectados. Yo pertenezco al exclusivo diez por ciento de inmunes.

 

Peste china… “Solo” la llaman así los más ignorantes, el grupo social más nutrido de toda sociedad. Debido su bajo nivel cultural, no saben que significa infecta, posiblemente tampoco sepan lo que es la mente. Mueren muy rápidamente, casi diez segundos antes que los individuos con los que vale la pena hablar. Como tienen menos cerebro, tarda menos en licuarse.

 

Esas bacterias son amigas mías (cosa que me parece bien y agradezco, ya que el enemigo de mi enemigo es mi amigo) y de unos pocos de miles de inmunes como yo repartidos por el planeta.

 

De vivir como un obrero, he pasado a ser un hombre millonario. Tengo adjudicada la concesión de recogida de cadáveres en la vía pública desde hace tres años. El año pasado renové el contrato por cinco años por el triple de precio.

 

No tengo competencia, no hay nadie inmune en varios centenares de kilómetros a la redonda. Tampoco tengo ayuda, no hay inmunes suficientes. Y a pesar de las mascarillas y los trajes herméticos, los contratados mueren en menos de una semana.

 

Los cadáveres infectan a los sanos, mueren familias de hasta diez miembros en menos de dos minutos: tienen esa desagradable costumbre de abrazarse a los muertos. Incluso los besan y les limpian las legañas ensangrentadas que se forman en los ojos de los infectados.

 

Es algo que todo el mundo calla, pero cuando transportas a una víctima de Mente infecta, su cabeza hace un sonido líquido, como una botella medio vacía. A la gente no le gusta saber ni imaginar que cuando mueren, parecen sonajas de agua.

 

Primero era embarazoso, ahora se me escapa la risa y la gente gira avergonzada la cabeza cuando se escucha el ruido de los sesos licuados de sus queridos muertos.

 

Los inmunes vivimos sin que nos maten para usar nuestra sangre porque no hay tiempo para tomar ningún tipo de antibiótico: cuando la cabeza empieza a doler, la muerte llega a los cuarenta segundos, los hay que duran un minuto, pero no es bueno, porque vomitan su propio cerebro y el resto de tiempo que les queda de vida, parecen gallinas dando vueltas sin cabeza.

 

No soy demasiado cruel, creo que hubiera bastado con que todos esos muertos hubieran callado en su momento, no era necesario que murieran; pero lo cierto es que la humanidad no calla jamás y lo mismo que la mixomatosis controla la población de conejos, el planeta necesitaba un control de humanos. Y ahí la Mente infecta cumple su labor con una rapidez informática.

 

Me gustan las marionetas porque son mudas, les encuentro semejanza con los cadáveres “frescos”, porque una vez han pasado veinte minutos ya parecen lo que son: muertos.

 

Hace tiempo, usé el cadáver de una mujer madura de grandes senos para maquillarla como marioneta, le clavé clavos en las manos, muñecas, tobillos, codos y cráneo. Até cuerdas de color negro y las uní a una doble cruz de madera.

 

Le hice una serie de fotos espectaculares. Luego la metí en el triturador sin limpiarla.

 

Soy fuerte, alguien tiene que arrastrar a los muertos en días de viento y sol.

 

Prefiero arrastrar bebés antes que cadáveres adultos, pesan menos. Además, puedo cargar en un solo viaje a tres niños de meses en mis brazos.

 

A pesar de que ya estamos en pleno dos mil cien, muchos familiares meten monedas en mis bolsillos buscando que les proteja con mi inmunidad de una forma mística y mágica.

 

Los hombres y las mujeres son tan cobardes que se aferran a una cochina moneda por evitar el dolor.

 

No queda dignidad.

 

Nunca la hubo.

 

A mí me está bien, gano más dinero que un presidente de una nación (que todos han ido muriendo y ocupan sus puestos los inmunes que más cercanos estaban a ellos). Me gusta sentirme una especie de gurú para ellos.

 

Odio sudar, el mediodía es una lámina de metal ardiendo en mi espalda; pero cada vez que recojo un cadáver y lo cargo en mis hombros, el frescor de la carne muerta da alivio a mi piel y a mi alma.

 

Es al mediodía cuando la gente permanece en sus casas, lo que queda de ozono no es suficiente para proteger la piel desde la una del mediodía hasta las cuatro de la tarde. Estas horas son el toque de queda necesario para los que no mueren por la Muerte infecta.

 

Odio el verano y el viento recalentado. Llevo dieciséis cadáveres recogidos en poco menos de tres horas. A la tarde, cuando la gente vuelva a salir a la calle volverán a contagiarse otros cuantos más.

 

No importa que se pudran en la calle, la gente sabe que estoy solo, son pacientes. Y el olfato se acostumbra con facilidad a la carne podrida, el olor más espantoso que uno pueda imaginar, y que al cabo de dos o tres días, pasa desapercibido.

 

Los insectos mueren también por la Mente infecta, no tengo problemas con esos asquerosos animales.

 

La ciudad está maravillosamente vacía, de cinco millones, en cuatro años se ha pasado a tres millones de habitantes. Ahora, el número de muertes se ha estabilizado y si mueren dos mil al mes, nacen casi los mismos. La gente pasa tantas horas en casa, que folla más que nunca. Se rocían las casas y calles con un antibiótico específico desde hace un año, eso ha evitado la extinción de los humanos en las ciudades.

 

A veces pienso que la voz de muertos y vivos se ha quedado incrustada en las paredes, en el asfalto, en las farolas. El viento de verano trae toda esa basura en los mediodías solitarios.

 

Desde una ventana abierta llega un grito irritante:

 

— ¡Por el amor de Dios…! Me va a estallar la cabeza…

 

Escucho golpes, el sonido inconfundible del cuerpo cayendo al suelo y por fin el silencio. Treinta segundos. Hay vecinos que han bajado el volumen de sus televisores y han callado. Es una especie de homenaje a otro infectado.

 

Miro el cielo insípido y blanquecino en busca de nubes de tormenta, pero no las hay.

 

Anoto la dirección porque tarde o temprano me llamarán para sacar el cadáver de ese apartamento; seguramente cuando el olor a podrido no deje dormir a algún vecino.

 

Tengo hambre, me voy a comer.

 

Cuando me meto en el coche, me quito el abrigo anti radiación y dejo que el frío aire acondicionado me erice la piel. No sé si soy inmune a la pulmonía, pero me suda la polla.

 

El otoño.

 

El sol ya es más suave, su luz satura los colores azules, naranjas, rosas y morados de algunas casas y las hojas de los árboles contrastan con un verde intenso y potente contra el cielo plomizo. Colores polarizados que hacen de la muerte algo hermoso.

 

Fotografío un montón de siete cadáveres que he apilado en una esquina, junto a un árbol que ha dejado caer sus hojas secas en ellos. Es precioso.

 

Hago postales que se venden bien. Se ha hecho tan habitual la muerte en las calles, que la humanidad ha desarrollado simpatía por los cadáveres.

 

Hace poco más de dos siglos se puso de moda fotografiar a los muertos. Yo he reavivado esa costumbre.

 

Algunos buscan a sus muertos casi con ilusión entre la colección que les dejo ver y cuando parecen reconocer a algún familiar o amigo saltan de alegría y me entregan el dinero. Y el doble me darían si lo pidiera.

 

El olor de las carnes muertas se disimula con el de las hojas húmedas en los alcorques de los árboles y los grandes jardines. Trabajo en manga corta, con una deliciosa sensación de frescor. A veces me siento a fumar en los bancos de los jardines observando la cara crispada por el dolor del cadáver. Tomo su cartera y divago con su identificación quién sería y qué tipo de vida llevaría. Imagino su estilo al tomarse las sienes al morir.

 

A menudo me entrevistan en programas de televisión, el verano pasado me llamaron de un programa nocturno. El periodista y conductor del programa, es inmune como yo. Todos los puestos de relevancia están ocupados por inmunes.

 

— Nos encontramos con el recolector de cadáveres Neandro Expósito —anunció a la cámara como si fuera el puto delantero centro de un equipo de fútbol.

 

—Neandro: ¿Crees que ya ha empezado a retroceder la Mente infecta en estos últimos meses, tal y como asegura con sus cifras el ministerio de Sanidad? —me preguntó el presentador Oriol Artés.

 

Yo iba vestido con vaqueros y camiseta, él llevaba un traje de terciopelo auzl de la década de mil novecientos sesenta con una camisa con chorreras en pecho y puños. Me recordaba al detective de aquellas viejas películas: Austin Powers. Su mirada iba siempre hacia mi anillo de oro, una calavera con los ojos de rubí y un gran diamante en la frente.

 

—En absoluto, lleva ya casi dos años matando a un número aproximado de gente, no ha disminuido notablemente.

 

— ¿Cuántos trituras por semana?

 

—Entre doscientos cincuenta y trescientos.

 

—Y además encuentras tiempo para cultivar tu gran afición: la fotografía.

 

—Es una afición que nació con mi trabajo de recogida de cadáveres. Lo cierto es que antes de la Mente infecta, la fotografía no tenía ningún interés para mí.

 

A continuación hubo una pausa para mostrar un breve documental de mi obra. Mientras tanto me saludó informalmente.

 

— ¡Cuánto tiempo sin vernos! No pasan los años para ti. Parece que tienes aún treinta y cinco.

 

Nos conocimos hace veinte años. Ambos éramos operarios eléctricos, asistíamos a un curso de programación de autómatas.

 

No deja de ser una broma que los obreros alcanzaran el poder de una forma tan sencilla. Los poderosos morían aferrándose las sienes y unos pocos obreros fuimos más fuertes. Tal vez no fuera casualidad, tal vez la genética de hombres fuertes y de acción estaba predispuesta a que superara a los ricachos y poderosos con demasiada suerte.

 

—Pues ya voy a por los cincuenta y seis. Debe ser porque me paso muchas horas en las cámaras de trituración, el frío conserva bien la piel —le contesté con mi cínico humor negro.

 

La verdad es que sentía tenía tener setenta.

 

Él se había operado hasta el asco y daba la impresión de ser una caricatura de si mismo con una piel plástica. Indisimuladamente artificial.

 

Acabó el pase documentado de mis fotografías y volvió a la entrevista.

 

— ¿Crees que al fin se encontrará algún remedio rápido a la Mente infecta?

 

— Seguramente que sí, aunque no sé si lo hallarán antes de que se extinga la humanidad.

 

Mi respuesta no le agradó e improvisó una patética carcajada, mirándome con ira.

 

— Ahora en serio —corregí para evitarle un infarto—, las medidas profilácticas funcionan mucho mejor que hace tres años, tengo la esperanza de que pronto pueda jubilarme y dejar este trabajo.

 

Fue una entrevista aburrida y demasiado larga, un lucimiento para Oriol y sus chistes sin gracia para un público inexistente. Él es el dueño de la cadena de televisión.

 

Dejo la cartera sobre el cadáver después de haber sacado el dinero, no soy maniático, aunque la ley dice que he de triturar toda la ropa y objetos del contaminado.

 

Yo soy la ley, mi dinero y mi inmunidad lo dicen.

 

Como hay tanta cantidad de cadáveres, la incineración provocaría una alta contaminación, así que trituro en enormes rodillos dentados los cadáveres, y ese repugnante puré humano se vuelca en una solución ácida durante cuarenta y ocho horas, luego se trata a altas presiones para convertirlo en fertilizante y combustible. Yo me limito a llenar bidones de carne, huesos y ropa. Es otra empresa la que hace los restantes tratamientos, que ya no son tan peligrosos, puesto que los bidones sellados, los abren y vuelcan en la solución ácida los autómatas de la planta.

 

El sol se oculta lentamente y la franja plomiza avanza por la claridad como si fuera la Mente infecta de la atmósfera. Una ligera brisa hace crujir las hojas muertas.

 

El cadáver no cruje, solo se le mueve el cabello.

 

El otoño es bellamente deprimente, los que mueren y la naturaleza están en sintonía: la tierra desprende un húmedo olor a humus, parece rendir homenaje a los muertos. Es la época del año más hermosa haya muertos o no.

 

El otoño anticipa melancólicamente un ligero letargo de la Mente infecta, como un amigo que se va por algún tiempo.

 

El invierno.

 

El invierno es demasiado frío, no permite relajarse en la calle, aunque sigue siendo un millar de veces mejor que el verano.

 

Los colores son demasiado crudos o fríos. Se mueren los matices entre las heladas partículas de aire.

 

Los muertos ganan rigidez rápidamente y se hace difícil manipularlos.

 

Asocio el invierno con la esterilidad: los cadáveres huelen menos y la Mente infecta reduce su actividad, cosa que me asusta porque no sé que haría sin esa plaga. No podría volver a aquella mediocridad.

 

Tengo miedo de que un día, tal como apareció, se marche como una amante despechada.

 

La trituradora hace otro ruido, funciona más forzada y me duele la cabeza más a menudo.

 

Cuando me duele la cabeza, me preocupa. Me hace pensar en qué hubiera sido de mí sino hubiera sido inmune. No quiero dejar de serlo.

 

Incluso los que mueren en invierno, lo hacen más lentamente, tardan casi un minuto en deshacerse los sesos.

 

Por eso llevo un martillo colgado de mi cinturón. Cuando me encuentro con un infectado, le ahorro la agonía destrozándole el cráneo de un martillazo. No lo hago por filantropía, es por mí, porque me irritan sus gritos.

 

Me estaba limpiando el pus que me salpicó aquel infectado.

 

—Ojalá el día que me infecte, esté usted cerca para ahorrarme la agonía —me dijo un adolescente que observó como golpeé la cabeza de aquel hombre, aferrándome con un cordial apretón el brazo.

 

No olvidaré nunca aquellas palabras, estaba nevando y eran las cinco de la tarde, en la calle solo estábamos yo, el cadáver y el joven.

 

Pensé con cinismo: ¿Y ahora caminará por encima del agua?

 

Qué hijoputa soy.

 

Apenas tendría dieciséis años; pero su voz parecía la de un hombre ya mayor. El vapor que se escapaba de sus labios al hablar le daba un aura mística.

 

No le respondí, no tenía nada que decir; pero sentí que me apreciaba. Lo sentí como si una guja se clavara en mi corazón.

 

Una fría aguja de invierno, si existiera tal cosa.

 

Al instante sentí una especie de remordimiento porque no supe sacar de mí esa simpatía que él me transmitió.

 

Se acuclilló ante el cadáver, pasó los dedos pálidos de frío por los ojos legañosos y se los metió en la boca.

 

En diez segundos se llevó la mano a las sienes y sus gritos eran los de un joven cualquiera.

 

Le destrocé el cráneo al instante, hundí el hierro en su frente y plegándose sobre las rodillas murió antes de tocar el suelo con sus nalgas.

 

Hay gente que se cansa de ver tanta muerte, tanto dolor. Yo no.

 

Era un chico valiente. A veces me sabe mal que alguien muera.

 

—Lo siento amigo —dije cargándolo en mi hombro y arrastrando el otro cuerpo más frío por un pie hacia la camioneta.

 

No soy especialmente cursi; pero a finales del invierno, me encuentro esperando con impaciencia la llegada de la primavera. O mejor aún, sueño con que el planeta gira al revés y vuelve a ser el otoño pasado.

 

Llevé al adolescente al asiento del conductor y lo senté con las manos al volante, giré su cabeza hacia la ventanilla para que se vieran con claridad sus ojos legañosos y su juventud para fotografiarlo. Luego lo metí en el furgón con los demás.

 

Los cadáveres con este frío no desprenden su característica baba fluida, se les queda la boca llena, como si no acabara de gustarles la gelatina. Cuando los fotografío así, me recuerdan a deficientes mentales. La Mente infecta no se conforma con despojarlos de la vida, les arrebata la dignidad.

 

Aún así, me siento orgulloso de las imágenes que capto.

 

La primavera.

 

La considero como un otoño estridente, demasiado ruidosa de luz y sonido; pero preferible al invierno.

 

Hace once años que murió oficialmente la primera víctima de la Mente infecta.

 

La tarde de aquel sábado estaba follando en la mesa del comedor con Marisol, mi esposa. Nuestras hijas adolescentes, Liz de diecisiete y Nicole de quince años, se habían ido al cine con sus amigas.

 

Yo pienso que mis hijas y mi esposa debieron de ser las primeras víctimas oficiales de aquel día; pero no me interesa ese honor.

 

Yo pensé que estaba llegando al clímax cuando se llevó las manos a las sienes y sus muslos se abrieron más dejando ver con toda claridad mi pene hundido en su vagina. Aceleré mi ritmo para eyacular. Cuando gritó a pleno pulmón que le iba a reventar la cabeza, comencé a eyacular brutalmente excitado por la intensidad de su orgasmo.

 

Y cuando se formaron por fin las lágrimas de pus en sus ojos y quedó inmóvil, me separé horrorizado de ella dejando caer gotas de semen en la mesa. El mismo semen que su vagina inerte dejaba escurrir como si lo rechazara. Como si ya no fuera necesario.

 

Mis dos hijas se infectaron tan pronto como llegaron a casa. No se conocía la Mente infecta aún y la ambulancia no se dio demasiada prisa para llegar.

 

Cuando llegaron del cine Liz y Nicole, se cruzaron con el cuerpo de su madre, lloraron a gritos en el portal de la casa. Cuando entraron en el apartamento, se llevaron las manos a las sienes ante mí y murieron sin que las pudiera abrazar.

 

Allí entendí que esa puta bacteria era como un dios: te jode todo lo que puede, luego te dice que te ama y te da algún regalo. Como hacemos con los perros.

 

La primavera evoca con serenidad y contundencia recuerdos dolorosos enredados entre el perfume de las flores y en las patas de los insectos zumbando nerviosos e insistentes entre la flora de los parques y las macetas de las ventanas.

 

Perfuma el aire mezclándose con la podredumbre de los cadáveres más que ninguna estación, pero no me gusta esa mezcla, me provoca náuseas.

 

Cuando no trabajo me entrego a excesos como la prostitución, el juego o la compra de seres humanos sanos para mi servicio. Tengo tanto dinero que no sé que hacer con él. Me acuesto con mujeres a las que infecto para poder repetir aquella última cópula con mi mujer. Me masturbo evocando aquel momento.

 

No quiero que acabe, no quiero que la gente deje de morir, no quiero dejar de recolectar muertos. Es mi poder, es mi vida, mi triunfo.

 

Sin la Mente infecta, acabaré abandonado a recuerdos aciagos. Mi vida no tendría sentido, no se diferenciaría de ninguna otra.

 

Y he de preservar mi estatus.

 

Sí que hay una tendencia a la baja en cuanto a infectados; el ministerio de sanidad tiene razón. Cuando eso ocurre, derramo la carne triturada de los cadáveres en estratégicos rincones durante mi recorrido por la ciudad.

 

Levanto un cadáver y mancho suelos, paredes y árboles con carne ensangrentada disimuladamente.

 

En esas temporadas en las que la infección parece retirarse, me muevo por la ciudad con las manos sucias, rozando personas y animales con ellas. Tocando vasos y tenedores en las mesas vacías de los restaurantes.

 

La Mente infecta no desaparecerá jamás si yo puedo evitarlo.

 

Mató lo que amé a cambio de darme el poder y una vida diferente.

 

El diablo (si existe) compró mi alma (si tenía) sin mi consentimiento, ergo soy su esclavo y el verano es una mierda.

Iconoclasta

Una vez afirmó ante su mujer y su hijo e hija, que la sociedad estaba haciendo de él, el sociópata perfecto. Ellos rieron porque había un sarcasmo divertido. Es difícil discernir entre frustración e ironía si no se es viejo y perspicaz.

Demasiado trabajo y poco dinero. Demasiado esfuerzo para que otros treparan a sus espaldas para parasitar su sudor. Demasiadas obligaciones que no le dejaban espacio ni para el pensamiento.

Es un error cargar a una mente imaginativa con la monotonía y el abuso que imponen las instituciones y la vida en sociedad como una dosis de droga que se da a la chusma. El alcohol cumple su cometido.

Hay cosas que se acumulan como los índices de radiactividad.

Se despierta, caga y fuma, toma un café y fuma, toma sus bolsas de basura y fuma, sale hacia el trabajo, no fuma en el metro porque no hay lugar donde esconderse de tanta carne. Fuma en el trabajo a pesar de que está prohibido, ahí hay lugares, cagaderos donde fumar.

Un mando sin cerebro le da órdenes, él obedece pensando que es un tarado y que un día lo va a matar. Aún así se da cuenta, de que hay tantos idiotas, tantos que ponen sus huevos en su espalda y le hacen asemejar un sapo, que no los podría matar aunque naciera cien veces.

Abandona su trabajo, se mete en la sala de máquinas y fuma. Y sueña con ser malo, con dar una buena lección al mundo de mierda.

Llega a casa, la mujer aún está trabajando, sus cojones huelen a orina rancia y no se ducha. Más que nada para molestar a los demás, para que su olor de macho y cabrón ofenda el olfato de los otros.

Cuando se sienta en el sillón con un vaso de refresco y un cigarro, el vapor de sus genitales sube a su nariz y se siente muy salvaje. Son cosas instintivas. Sus sobacos huelen y a pesar de que ofenden a su esposa, no se lava.

Es una discusión sempiterna.

Por otra parte ha obedecido ya suficientes órdenes todos “los putos días de su puta vida”.

“Tiene sus prontos, pero es un buen hombre, un buen trabajador”, comenta a veces su esposa con amigas o con su madre las veces que se caga en dios o en la virgen.

Es lo mismo que decir que es un borrego al que se le permite balar de vez en cuando. Él no es un hombre bueno y afable; es un predador en esencia. Su dolor de cabeza lo confirma.

Se lleva las manos a las sienes, siente las venas irritadas y los huesos del cráneo como si se hundieran para presionarle el cerebro. Hay un tumor pulsando, aunque no lo sabe a ciencia cierta se lo imagina; siente una pelota dentro del cerebro y a veces se mueve en él.

Justo en el centro de su frente hay una presión que ningún analgésico puede aliviar y conecta directamente con su vientre, a menudo siente ganas de cagar; pero sus intestinos no tienen mierda en esos momentos.

Suena el teléfono:

—Diga —responde malhumorado porque se ha tenido que levantar del sillón.

—Papá, me tienes que venir a recoger al gimnasio a las diez.

 —Allí estaré —dice al tiempo que cuelga el teléfono.

—Coño. Me cago en dios… —no exclama, solo recita suavemente, con los dientes apretados.

Está molesto porque tendrá que bajar al parking a las nueve y media, sin haber cenado y meterse en el coche durante veinte minutos para ir a buscar a su hija, a Saray que tiene dieciséis años.

No es por cansancio, es por aburrimiento.

Enciende el televisor y escoge una película de ciencia ficción, donde los personajes están muy lejos, en lugares oscuros y sin vida donde un fallo es muerte segura. Aquí, donde él se encuentra un fallo es solo un acto más de monotonía que no trasciende.

Acaba la película y se dirige al coche.

Camino del gimnasio fuma de nuevo, a veces escupe sangre de lo irritadas que tiene las cuerdas vocales, no se da cuenta de que en la manga de su camisa hay unas gotas. Su cabello está apelmazado, cosa que ha visto y no ha reparado, más que nada para demostrar que no es un padre feliz de tener que ir a buscar a su hija cada dos putos días al gimnasio.

Está realmente cansado.

Cuando Saray sale del gimnasio, la observa como si fuera una extraña: un mallón negro delata una vagina abultada y su camiseta corta deja al descubierto un vientre plano y un ombligo con un piercing. Su hija parece tener veinticinco años.

Recuerda un pasaje de la biblia que citaban en un libro que leyó hace unos años, tal vez ayer porque el tiempo parece no transcurrir: “Ninguno de vosotros se acercará a un pariente para descubrir su desnudez. Yo Yahveh”.

Su hija no le gusta, le parece simplemente algo aburrido que ha salido de él, no le aporta ningún estímulo sexual su coño marcado o sus tetas que se mueven aún agitadas por la fatiga del spining.

—Hola papá —le saluda con un beso al sentarse a su lado.

—Hola —le responde encendiendo un cigarro.

Escupe y se le escapa la mucosidad.

—Qué asco… Deja ya de fumar un poco.

No le hace caso.

Cuando llegan a casa, acciona el mando de la puerta. El tiempo de bajar los tres pisos del garaje le ha pasado en blanco, son tantas veces que lo ha hecho, que no registra nada su cerebro de ese instante.

Cuando Saray se apea del coche, la observa subirse el mallón y ajustándolo más a su piel.

Se dirige a ella, la empuja contra el capó del coche y le mete la mano entre las piernas.

— ¿Qué haces? Esto no es una broma.

—Nada es una broma, Saray —le responde con desgana, rompiéndole de un tirón en la cintura la malla de gimnasia.

Un tanga rojo cubre escasamente su vagina. Ella le da una bofetada y él le devuelve un fuerte golpe en la sien con la almohadilla del puño. Su hija lo mira con los ojos abiertos de par en par, en el derecho se ha formado un feo derrame y de su boca cae un fino hilo de baba. Se derrumba encima del capó del coche.

Él la penetra sin quitarle el tanga. Se extraña ante la estrechez de su vagina, requiere un esfuerzo y le duele un poco el pene al penetrarla, no está acostumbrado. Ni siquiera le ha dado por culo a su mujer. De pronto siente que cede y todo su pene entra raudo de una vez, la sangre del himen rasgado corre por sus testículos. No es tan sugerente follarse a una virgen, la sangre molesta e irrita el glande con el continuo roce que exige la cópula.

Está a punto de eyacular, levanta la camiseta y descubre los perfectos pechos juveniles, le gusta como se agitan. Son iguales que los de su madre cuando era joven.

Se corre sin gemir, sin espasmos.

Sin limpiarse de sangre, se abrocha el pantalón, abre la puerta de su asiento y saca de debajo del asiento la barra antirrobo.

Golpea la cabeza de su hija hasta que el pelo se confunde con el cerebro.

Respira hondo, no hay furia y observa a su hija muerta como un problema resuelto y una lección a esta puta ciudad. Le preocupa la policía y piensa en como será la vida en la cárcel. O en un manicomio.

No quería matarla, y menos follarla; pero ha considerado que su vida necesita un cambio, le gusta imaginar lo que pensarán sus amigos y jefes, qué comentarán con la policía sobre el gran trabajador que era y lo que sin embargo, cometió. Se les pondrá la piel de gallina de pensar que ellos también podrían haber muerto en sus manos, por su simple capricho. “Era un hombre que pagaba puntual el seguro del coche”.

Cuando matas a tu propia familia, demuestras el desprecio más grande, el más obsceno.

Es así como lo ha decidido y lo ha hecho, es así como funciona de verdad y definitivamente, rompiendo todo vínculo de buen hombre y afable. No hay que ser muy listo ni muy desalmado para matar a nadie, basta con estar asqueado y aburrido.

Se siente bien porque ha hecho lo que debía, lo justo.

Sube a su casa, al quinto piso, cuando entra su mujer se está duchando.

Carlos, su hijo, no ha llegado, debe estar de camino de la universidad, tal vez se ha metido en un bar con sus compañeros a tomar una cerveza. Suele llegar a las diez, tiene veintiún años.

Entra en el baño.

—Hola Olga.

—Hola cariño, ahora salgo.

Está orinando y se observa la polla sucia de sangre con tranquilidad.

— ¿Otra vez estás fumando?

—Sí, coño.

— ¿Qué hace Saray?

—Se está cambiando de ropa en su cuarto.

Se le ocurre que podría follarse a la madre de su hija por el culo. Se dirige al cuarto y la espera tendido en la cama, no se preocupa de que la ceniza caiga en las sábanas.

— ¿Aún no te has cambiado? —le pregunta extrañada Olga al entrar en el cuarto.

—No, voy a salir dentro de poco —dice levantándose.

Se acerca a su esposa por la espalda en el momento que se envuelve la cabeza con la toalla y la lanza a la cama boca abajo para cubrirla con su cuerpo.

—Elías, que Saray puede entrar.

—Saray está muerta.

— ¿Qué has dicho?

Se saca el pene por encima del elástico del calzoncillo e intenta penetrar el ano de su mujer, pero no puede porque ella no deja de moverse y es virgen por el culo. Demasiado estrecho.

—Que me dejes, cabrón.

Olga se da la vuelta y le araña las mejillas.

Elías toma la lámpara de acero de la mesita de noche y le golpea la boca sin que Olga cese de gritar. Y la sigue golpeando hasta que las piezas dentales de la mujer saltan al suelo y a las sábanas. Hasta que la policía entra derribando la puerta de la vivienda, porque un vecino ha visto el cuerpo de Saray encima del capó del coche y ha dado el aviso.

Cuando los agentes separan los dos cuerpos, Olga tose escupiendo los dientes y las muelas, su mandíbula está deshecha. Un par de bomberos la cargan en una camilla y se la llevan a toda prisa.

— ¿Cómo puede haber hecho esto? —le dice el policía que le coloca las esposas.

—Lo dije, estaban fabricando al sociópata perfecto.

—Tú has visto demasiadas películas, hijo puta —responde el otro agente que lo encañona con el arma.

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Soy el fracaso de los psiquiatras, la vergüenza de mis padres, la decepción de mi hijo, el terror de mi esposa. En el centro de mi frente hay una presión que las drogas de los médicos no pueden aliviar, aunque yo les digo que sí, que ya no me duele.

Las sienes me laten irritadas donde tengo las cicatrices de los electrodos con los que me descargan electricidad para que me someta a ellos.

No conseguirán jamás que me someta de nuevo a nada de lo que han creado.

No importa el dolor que causo o he causado. No importa que le duela al puto Jesucristo si existiera. Mataría a mi esposa si pudiera y si resucitara el coño de mi hija, lo volvería a follar.

Mi sonrisa ha muerto, ya ni puedo ser cínico. No puedo esconder el desprecio que siento y el desencanto de vivir. Ya no puedo disimular mi hostilidad y peligrosidad. Los enfermeros me tratan con miedo y eso me proporciona erecciones.

Ayer violé a una vieja de noventa años del pabellón  de Alzheimer, me escapé tras la inyección sedante que pensaban me dejaba imbécil; pero soy listo. La vieja se lo dejó hacer todo, cuando me encontraron encima de ella, ya la había inundado de semen.

No quiero ser feliz.

No me interesa volver a aquella mierda. Aquí tengo pesadillas y experimento con algunas drogas que mi mente se escapa a lugares peores donde todo es maravillosamente desconocido y hostil. No existe la monotonía, la cotidianidad.

Podéis descargar vuestras electricidades en mis sienes; partirme los dientes con esas descargas a pesar del protector.

¿No os dais cuenta, tarados, que me faltan todas las muelas?

Las he destruido yo mismo apretando las mandíbulas cada noche al dormir, a lo largo de mi vida de mierda. Por asco, por desprecio, por una ira cancerígena que me hacía dormir tenso como la polla con la que violo.

Porque sabía que me quedaba por vivir años y años de lo mismo.

Pero rompí el conjuro.

Soy mejor matando que trabajando.

Y me alimentan igual.

Tal vez, y solo es una posibilidad, una par de minutos a lo largo de mi vida he llegado a sentirme contento a pesar de toda esa gentuza que he conocido y que pensaba que aún tenía que conocer.

Fijo la vista en un punto de las paredes alicatadas de blanco de este sanatorio y aunque cruce un humano mi campo de visión, no lo identifico, aunque lo haya conocido. La gente son cosas que se mueven.

Moribles… Matables… Violables…

He aprendido a ignorar a toda bestia viviente.

Y no me voy a dejar robar esta habilidad por muchas descargas que me deis en el cerebro, hijoputas.

Que alguien como yo haya conseguido vivir en esta sociedad y entres sus individuos, muestra una astucia en mí que no es habitual en ningún otro ser.

Si mi hija salió de mis cojones, tenía derecho a ser el primero en desvirgarla, no es malo a mis ojos (parafraseando al puto Yahveh de los judíos y cristianos).

Han pasado dos años y aún no me han doblegado. Soy tenaz.

Cuando todo el mundo pensaba que era un hombre integrado, estable y buen vecino, les enseñé una buena lección. Ahora que se metan todos sus juicios erróneos y su cultura de mierda por el culo.

Yo lo decía y pensaban los infelices que era una broma: “conmigo están creando el sociópata perfecto”.

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Han pasado cinco años y he aprendido de nuevo a ser astuto. Ahora me muestro cordial y sonrío. Los mediocres confían en mí, los títulos de medicina se rifan en una tómbola montada en un barrizal.

Me van a dar el alta, bajo vigilancia, claro. Y una paga hasta que me encuentren o encuentre trabajo.

Ahora mataré a mi hijo, mataré lo que quede de mi esposa y me volverán a encerrar y los volveré a engañar, porque los idiotas no aprenden nunca.

Odio al universo entero con una cordial sonrisa.

Soy la justicia que jamás existió.

Iconoclasta