6
A primeros de enero de 1903, Adolf tenía catorce años, era un adolescente de gesto lánguido. Muy pasivo y temeroso de su padre.
Adolf era casi venerado por la tarada de su madre y el cerebro estropeado de su hermana Paula; nadie más lo soportaba. Su presencia en la escuela y en las reuniones familiares provocaba una antipatía innata.
La casa estaba decorada con motivos navideños, el árbol lucía cerca de la chimenea y el viejo Alois estaba demasiado borracho como para estar despierto en pleno mediodía. Ya era un elemento innecesario, su trabajo de estropear la mente y la autoestima de su hijo había llegado a su fin. Klara y sus hijos se encontraban en la plaza del ayuntamiento de Leonding, comprando comida y regalos en la feria ambulante.
La Dama Oscura se acostó en la cama, junto a Alois y su elegante bigote, sacó su daga de la liga del muslo derecho y la introdujo en su oído lentamente. El viejo sacó la lengua de dolor ya que estaba demasiado podrido para gritar, aún así le tapé la boca con la mano y le hundí mi puñal en los intestinos.
—Ya no sirve para nada, Sr. Hitler. Es hora de morir.
Intentó hablar, pero sus ojos se cerraban con fuerza ante la daga que le estaba destrozando el oído, el cuchillo clavado en el vientre era una caricia comparado con aquello.
Pero cuando el cuchillo se mueve hacia los genitales cortando todo lo que encuentra a su paso, el dolor se convierte en una obra de arte de insoportable impacto. Y con ese arte abrí su paquete intestinal, el viejo austríaco tuvo un honor que pocos se han ganado. Metí las manos y saqué sus tripas para ponerlas a un costado. Esto no mata a ningún mono inmediatamente; da tiempo a que sufra mucho.
Los viejos no gritan con fuerza, es una lástima; pero tienen un lamento cansino que me incordia mucho y le metí un trozo de intestino en la boca como mordaza.
La Dama Oscura se aseguró de que la daga quedara firmemente alojada en el oído y salió de la habitación para dirigirse al salón. Fueron unos minutos que yo usé para castrar al viejo. Volvió con las manos cargadas de bolas de adorno del árbol y las metió todas en el hueco que dejaron los intestinos. En el montón que formaban sus tripas, clavamos con un alfiler la estrella de la anunciación. Un par de piñas con un lacito rojo quedaron entre sus piernas, donde deberían estar sus cojones de machote reproductor. En la tetilla izquierda le grabé con el cuchillo una cruz con los maderos quebrados como la que le tallé a Adolf en la nuca. El centro de la cruz era el pezón cortado en cuatro trocitos, se meó miserablemente cuando se hundió el cuchillo en el pezón.
Quedó precioso para celebrar la epifanía de los Reyes Magos, y con el frío que hacía, es posible que aguantara tres días sin oler demasiado mal.
Abrí mi boca, la pegué a la suya y aspiré su alma a pesar del asco que a veces me dan los primates; también puedo ser delicado. La Dama Oscura observaba fotos y cosas del cuarto distraídamente.
Tardó veinte minutos en morir.
La Dama se había puesto caliente, hirviendo. Vestía una capa roja con borde blanco, típico de navidad, debajo no llevaba nada, más que unas botas altas hasta las rodillas.
Me senté en la mecedora de Alois y rompí los apoyabrazos. Levantó la capa hasta su vientre con una sonrisa traviesa, se sentó empalándose con mi pene y esperamos tranquilamente a que llegara el resto de la familia.
Apoyaba sus muslos en los míos y yo le daba impulso a la mecedora. El resultado fue apoteósico, mi pene se hundía en ella, sus pechos se agitaban tranquilamente y mis cojones hirviendo recibían el frescor de aquel ambiente. Su clítoris sobresalía con dureza y la castigaba por vanidosa con fuertes palmadas en la dilatada vulva.
Breves miradas al cadáver de Alois me excitaban más aún y entre los jadeos de mi Oscura, sentía las voces de tantos torturados y muertos. De todos los primates que aún me quedaban por matar. Mi placer se incrementaba con cada caricia que aquel coño suculento me hacía, con las tripas apestosas del viejo Alois infectando las navidades en aquella parte del mundo. Imaginé a Dios masturbándose y llorando ante la vagina de mi Dama que subía y bajaba rítmicamente plena de mí.
Abrieron la puerta de la casa.
— ¡Papá, ya hemos llegado! ¿Tienes hambre? —gritó Klara alegremente acercándose hasta la habitación —su voz se había hecho fea y su caminar denotaba cierta cojera. La sífilis es silenciosa e implacable.
—Te hemos comprado unos cigarrillos de importación —la voz de Adolf había cambiado, era más grave, aunque continuaba siendo ridículamente chillona.
Paula reía correteando. Todos se dirigían a la habitación del macho.
Cuando abrieron la puerta y nos vieron follando en la mecedora el silencio cayó como una losa sobre sus cerebros de simples primates.
Nosotros continuamos con nuestra cúpula, mugí como un toro al eyacular y la Dama Oscura se clavó las uñas en las mejillas haciéndose heridas por el placer que la poseía.
Cuando nos calmamos, se levantó. Su coño dejó caer mi semen al suelo y un pequeño río viscoso se deslizaba por sus muslos. La familia Hitler, lo observó todo en alta definición y tridimensional. Klara protegía a sus hijos tras de sí que lloraban y gritaban queriendo huir de allí.
Acabé de consolar con caricias la excitación que provocaba aún espasmos en mi pene, saqué mi cuchillo clavado en mi espalda y les sonreí.
—Papá ha muerto, podéis usar sus tripas para haceros una buena frittatensuppe, para el día de reyes sería perfecto. Personalmente me ha dicho que os de una buena lección porque sois un poco indisciplinados y sobre todo, Adolfito, a ti te la tiene jurada. Aún te es difícil leer con claridad, a los catorce años, todos los chicos de tu edad leen sin tener que silabear. Durante un rato voy a ser vuestro tutor y dejaros el mensaje de Don Alois bien inculcado.
— ¿Por qué no nos deja en paz? Ya nos ha hecho mucho daño —lloraba Klara.
Adolf era tenía la estatura de su madre, que no era muy alta; pero era notable lo que había crecido desde la última vez que lo vi. En aquel entonces, un primate de catorce años ya aparentaba ser un hombre de veinte.
La cara regordeta de Paula estaba sonrojada por el frío y húmeda por las lágrimas. Sus manos se aferraban con fuerza al vestido de su madre.
Me puse en pie y tomé el cinturón del pantalón del primate muerto.
—Desnúdate, Adolf.
— ¡Noooo! No lo toques hijo de puta —gritó abalanzándose sobre mí Klara.
La Dama Oscura puso un pie para hacerla caer, le di una patada en la cabeza y quedó desorientada. Paula salió corriendo y la Oscura la alcanzó en la puerta, intentado salir a la calle, como no dejaba de gritar, le quitó el lazo rojo del pelo camino de la habitación y la estranguló hasta que su cara se puso amoratada, la dejó caer al lado de su madre. Por un momento creí que había muerto y sonreí a mi Dama Oscura con amor; pero la mona seguía viva…
Adolf se estaba desnudando deprisa. Cuando se bajó los calzones, mostró un pubis muy poblado de vello negro y casi oculto entre él, un pene circuncidado muy toscamente.
—Eres todo un hombrecito ya. ¿Sabes que los judíos también tienen su pene descapullado, es algo que tendrás que ocultar, ya me entenderás. Ahora quiero que me digas cual es mi nombre —me acerqué y le azoté no sé cuantas veces con el cinturón.
En algún momento se derrumbó en el suelo y cuando observé al mono, su espalda y su costado izquierdo estaba sangrando, faltaba piel en algún sitio.
La Dama Oscura había amarrado los pies y manos de Paula y la había acostado desnuda al lado de su padre muerto.
A Klara le había subido el vestido y arrancado las bragas, su culo delgado se agitaba con el llanto.
Aquella visión aplacó mi ira.
— ¿Cómo me llamo?
— ¡No lo sé, no lo sé! ¡No me pegue más! —se encontraba tumbado del lado derecho y sus rodillas encogidas contra el vientre, cubriéndose la cara.
Yo nunca obedezco a un primate, así que me ensañé con su muslo izquierdo hasta que sangró también.
—Soy 666.
—666 —repitió hipando.
— ¿Cuánto es seis por seis?
No respondía, solo lloraba. Tuve que sacarle las manos de la cara, tirar de su cabello para levantarle la cara y cruzarle la cara con el dorso de la mano. Sus labios se partieron a la primera hostia que le di.
—Me cago en Dios… Sino respondes te destripo, primate de mierda.
No se puede ser amable con las bestias, primates y el resto de animales funcionan igual: paliza o premio.
—Diez… Dieciocho…
La Dama Oscura lanzó una carcajada y clavó su daga en un glúteo de Klara que aulló de dolor.
—Mi 666… ¿Éste tarado va a ser el führer? ¿Quieres que le haga una lluvia dorada a tu hijo, Klara? A lo mejor se le despierta un poco el cerebro.
Volví a darle una buena paliza con el cinturón, duró unos cuantos minutos.
—Estás matando a mi hijo… —gimoteaba Klara con una voz cada vez más ronca.
—Arráncale la piel mi Dios Negro —susurraba la Dama con su capa abierta.
Paula se había caído de la cama intentando desatarse y su nariz sangraba.
—Treinta y seis, subnormal. Seis por seis son treinta y seis… —gritaba mientas lo azotaba una y otra y otra y otra y otra vez.
Se estaba vaciando de sangre, sangraba por tantos sitios… Una oreja se había rasgado y le colgaba ligeramente. Ya no lloraba.
Invadí su mente y no lo dejé desmayar, tenía que sufrir.
— ¿Treinta y seis por seis?
— Ciento dieciséis —respondió.
Quedé dudando un momento, tal vez había contado los cintarazos que le había dado solo en la espalda. Tal vez estaba confundido, tal vez… Sentí ganas de decapitarlo lentamente, cortando con calma su fino cuello de adolescente.
Suspiré con paciencia y me encendí un cohíba que llevaba en el bolsillo de la camisa.
—Ata a la cerda, porque este idiota aún no tiene muy claro lo que es multiplicar y me tienes que ayudar.
La Dama ató los pies y manos de Klara haciendo tiras las bragas que le había arrancado.
Tomé a Adolfito por las axilas y lo puse en pie manteniendo sus brazos por encima de la cabeza con mi presa.
—Mi Dama Oscura, dile, enséñale cual es el resultado de treinta y seis por seis.
Cogió el cigarro de mi boca, se arrodilló en el suelo frente a los genitales de Adolfito.
— Son doscientos dieciséis. Doscientos dieciséis —dijo quemándole el meato con la punta del cigarro.
Es curioso de donde sacan las fuerzas los primates cuando les aplicas dolor… Pareciera que ya no podía ni respirar; pero el grito que lanzó nos hizo daño en los tímpanos. Su madre parecía una foca intentando reptar con su barriga por el suelo en busca de su hijo y la pequeña Paula lanzó un grito tan fuerte que me irritó al punto de destriparla desde la garganta hasta los intestinos. Son cosas que puedo hacer, y de hecho hago, con suma facilidad.
Luego, la Dama se metió aquel pene ridículo en la boca y le apagó las briznas incandescentes que quedaron prendidas en el glande.
Se acabó la lección.
Besé a mi Dama en la boca y le metí los dedos en la raja, la tenía húmeda de nuevo.
Colocamos a los hermanos juntos apoyados al pie de la cama, frente a su madre para que vieran el espectáculo.
Me tumbé encima de Klara y le penetré el ano. Aferraba su cabello con una mano y con cada embestida, le estrellaba la cara contra el suelo de madera.
La Dama Oscura azotó la cara de Paula hasta que comprendió que no tenía que gritar. Con siete años, a pesar del trozo de cerebro que se le había estropeado recién nacida, era más inteligente que su hermano Adolf.
Yo ya me había corrido y le metí el pene en la boca para limpiarlo de mierda, luego me acerqué hasta la pequeña Paula.
—Esto no ha acabado aún —dije metiendo la mano bajo su vestido de terciopelo azul marino para acariciar su infantil vagina ante su madre.
—Moriréis cuando sea mi volición, cuando a mí me apetezca. No os olvidaré jamás mientras estéis vivos. Y cuando estéis muertos, os espera una eternidad de sufrimiento.
Le di una bofetada a la niña, a Adolf le besé la boca y le mordí los labios.
La Dama Oscura metió en el ano de Klara una vela roja y la encendió.
Nos reímos e hicimos un par de comentarios jocosos respecto a la familia Hitler y salimos de aquella casa para ir a comer un par de lágos cubiertos de carne picada y salsa de tomate en el mercado del ayuntamiento.
En 1905 vendieron la casa, ninguno podía olvidar lo que ocurrió dos años atrás.
Se trasladaron a la capital de la provincia de Leonding, Linz. Era una ciudad mucho más grande y poblada. Allí pasaban desapercibidos de tantas muertes y asaltos. No había vecinos que los incordiaran con sus preguntas, pésames y recuerdos.
7
Europa estaba hirviendo: coaliciones de franceses y alemanes por seguir con el control de Marruecos. Grecia, Bulgaria, Serbia, Montenegro, Rusia, Turquía… Todos esos países estaban gestando el ambiente ideal para una gran guerra y eso era bueno.
En las guerras ganan los más idiotas, es una condición que impuso Dios, lo mismo que la virgen se aparece solo a los tontos.
Y ahí, en medio de ese caos, el pequeño Adolfito, florecería como retrasado mental igual que un hongo en los excrementos.
En 1907 ya estaban todos aquellos países completamente ocupados en la preparación de la guerra, aunque muchos no lo supieran.
Y claro, la familia Hitler no era muy lista, no tenía suficiente capacidad intelectual para ver lo que se avecinaba. Además, estaban obsesionados conmigo. Por ello Adolfito, con dieciocho años, por fin había aprendido la tabla de multiplicar del seis, aunque ya no iba a la escuela.
Y no iba a la escuela porque la Realschule lo había expulsado en 1905 sin darle ningún título por su bajo rendimiento, era tan mediocre como repulsión causaba su trato en docentes y amigos. Solo obtuvo el certificado de estudios primarios.
Así que me propuse que 1907 fuera su año, que dejara de vivir cobijado bajo las tetas de su madre y su pensión. El mono no hacía nada en todo el día más que pintar. No conocía el trabajo ni el esfuerzo. Toda aquella apatía y vagancia era alentada por la madre que tanto lo amaba. Eso se lo iba a solucionar yo muy pronto.
Comenzaría su gran año para formarse como hombre independiente y convertirse en la mierda que sería años más adelante: el líder del Tercer Reich. Una vergüenza para los primates, ya que si alguien como ese mono llegaba al poder, era el indicativo de que la humanidad estaba realmente agusanada. Eso sí, fue mi preferido durante aquel tiempo, mi primate mimado: mató tantos millones de circuncidados y otras clases de primates de segunda clase, que por un tiempo pensé (me ilusioné, ya que a veces soy un alma cándida a pesar de todo; pero que no se fíe nadie) que Dios había muerto.
Linz, al noroeste de Viena, es una gran ciudad y gran centro económico de la región, con la pensión y la herencia de Alois, lo que quedaba de los Hitler, vivía holgadamente. Era un buen lugar, con un alto nivel de vida, nada parecido a Leonding y sus cuatro casas mal repartidas y las calles llenas de barro. Mi Dama Oscura y yo paseábamos por el centro de Linz y nos dirigíamos hacia el bloque de apartamentos donde vivían. El apartamento era grande, de altos techos como todo edificio modernista, los techos artesonados con escayola y las puertas altas y recias con abundantes cristaleras.
Eran las cuatro de la tarde del 21de diciembre, el portero nos preguntó a donde nos dirigíamos y nos indicó que vivían en el 3º C.
Paula Hitler abrió la puerta y se quedó muda de terror al vernos. Tenía once años y empezaban a abultar unas pequeñas mamas que aún no requerían sostenes.
Me agaché y la besé en la boca.
— ¡Feliz navidad, familia! ¡Heil a los Hitler! —bromeé sin que entendiera lo último.
Klara se asomó al pasillo, había reconocido mi voz, se metió en la cocina para pedir ayuda a través de la ventana del patio, cojeaba ya notablemente y sus manos temblaban descontroladamente. Corrí hacia ella tirando a Paula al suelo, en la cocina la arranqué de la maneta de la ventana que estaba abriendo y la golpeé en la cabeza con un mazo del mortero. Se cascó su cráneo, la sangre brotaba a borbotones mientras se convulsionaba, temí que muriera demasiado pronto; pero era solo conmoción cerebral. Pude ver que también había perdido los incisivos superiores e inferiores por la sífilis.
Paula venía llorando dócilmente de la mano de la Dama Oscura. Al ver a su madre en el suelo sangrando se sentó a su lado en silencio.
—Aún no está muerta, no es el momento de velarla.
Arrastré a Klara por el suelo hasta su habitación, la subí a la cama y la desnudé. Sus piernas estaban un tanto torcidas, los dedos de los pies contraídos por el daño neurológico.
La Dama Oscura se había sentado en un silloncito con Paula en sus piernas, le acariciaba sus prominentes tetitas a punto de desarrollarse.
— ¿Dónde está tu hermano?
—Dibujando en el Ayuntamiento Viejo.
—Lo vamos a esperar —respondí.
—Pronto serás mujer —le dijo al oído la Dama Oscura, mirándome con malicia. — ¿Ya te has tocado?
—No —respondió con un hilo de voz.
— ¿Seguro que Adolf no te ha tocado ya?
—No —respondió de nuevo llorando.
La hizo bajar de sus rodillas, se subió la falda larga y negra y le mostró su vagina depilada, de labios sobresalientes brillantes y húmedos.
Klara comenzaba a despertar e invadí su mente para inmovilizar su cuerpo. Su pelo se había apelmazado con la sangre que empezaba a coagular y olía mal. Siempre huele mal la sangre de primate.
Mi Dama separó las piernas y se abrió la vulva con las dos manos.
— ¿Tu hermano te toca aquí? —se tocó el clítoris suavemente con un dedo y sus ojos se cerraron de placer.
Paula corrió a la cama de su madre para echarse sobre su pecho. La arranqué de allí y la tiré al suelo frente a la Dama.
— ¿Tal vez te hace esto? —se metió el dedo corazón en la vagina, un filamento de fluido se desprendió hasta el suelo, sentí que la boca se me hacía agua.
Paula estaba atenazada de miedo y vergüenza, se pasó las manos por los mini pechos.
— ¿Adolf te toca ahí? ¿Solo eso siendo ya todo un hombre?
— ¿Quieres tocar mis tetas para saber lo que tu hermano busca de verdad?
Paula sacudía la cabeza negando cuando la puerta de la casa se abrió.
— ¿Mamá? Ya he llegado —era Adolfito.
Sus pasos sonaron hasta la cocina, se detuvo un instante mirando la mancha de sangre en el suelo y luego llegó a la habitación, traía una carpeta con dibujos bajo el brazo. Se le cayó al vernos y reconocernos desparramando una acuarela y un par de bosquejos a lápiz de algún edificio.
— Adolf, tenemos que hablar seriamente de tu educación, no puedes estar viviendo siempre de la teta de tu madre. Te has de hacer independiente, tener tus propios medios de vida. Follar con mujeres y no limitarte a masturbarte tras tu caballete en la calle o tocarle las tetas a tu hermana. Tu madre no va a vivir siempre, es más va a morir ahora mismo.
—Tócala antes de que la mate.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, se acarició el pelo de la sien y dijo:
— No me hagan daño.
—Toca a tu madre te he dicho.
Adolf se acercó a la cama, su madre no podía ni mover un músculo. Pasó su mano temblorosa y tímida por los pechos y los pezones se erizaron involuntariamente. Luego recorrió su vientre para llevar la mano hasta el poblado monte de Venus donde hundió los dedos y perdió la noción del tiempo. Su boca temblaba.
—Con lo tarados que sois los Hitler, me hubiera gustado que tu madre viviera para que gozarais de unas orgías, cosa que ocurriría en cuanto a tu hermana le viniera la regla; pero dado tu carácter pasivo y holgazán, esto no será posible.
— ¿Te has masturbado hoy con las niñas que salían de la academia del Ayuntamiento Viejo? —preguntó la Dama mostrándole sus pechos y su sexo desflorado.
Adolfito no respondió, se quedó mirando fijamente el monumental cuerpo de la Dama Oscura.
Giró la cabeza cuando oyó el primer golpe, como una especie de azote: con el plano de mi puñal, golpeé con fuerza un pecho de su madre.
Sin prisas seguí golpeando un pecho y otro, no produje un solo corte. Klara se retorcía de dolor a pesar de mi control, aunque no podía gritar. Se había formado un hematoma tan importante bajo la piel, que formaba una bolsa líquida oscilando temblorosamente con cada golpe. Tenía un cáncer en el pecho izquierdo y fue el primero en el que reventó el pezón. Con tres golpes más, el otro pezón se abrió. La sangre acumulada en ambos pechos formó un manantial rojo en cada pezón que se deslizaba tranquilo hacia el vientre y por las costillas.
—Bebe de ahí, Adolf.
Tomó un candelabro de la mesita de noche e intentó pegarme con él, una de las pocas cosas de valor que hizo a lo largo de su vida; pero no lo hizo para proteger a su madre, lo hizo para evitar su dolor, su próximo tormento.
Le golpeé en la boca del estómago con la suficiente fuerza para provocarle una leve hemorragia interna, se le escapó por la boca un hilo de sangre cuando intentaba tomar aire con los pulmones colapsados por el puñetazo.
La Dama Oscura acariciaba a Paula, de nuevo sentado en sus rodillas, aunque la había desnudado de cintura para arriba y le acariciaba los incipientes pezones que a mí no me decían nada. Los primates jóvenes no me inspiran nada más que deseos de descuartizarlos, prefiero follar a las hembras bien desarrolladas. Aunque no he de negar que de vez en cuando, un coño infantil reventado es una delicatesen. La piedad no la conozco.
Tomé por el pelo a Adolf y le planté la cara en los pechos destrozados de su madre.
—Chúpalos de una puta vez, coño —le dije pegándole en el trasero con el plano del puñal.
Liberé la mente de la madre, ya que la hemorragia casi la había vaciado y apenas tenía fuerza ya para respirar. Abrazó a su hijo mientras este succionaba de sus pezones tragando sangre y así murió la perra austríaca que tanto amaba a su hijo de mierda.
Arranqué a Adolf de sus brazos lanzándolo contra la pared. Abrí mi boca y cubrí la de Klara para aspirar su alma, mis dedos hurgaban su coño mientras su alma de asqueroso sabor se deslizaba por mi garganta.
Luego tiré el cadáver al suelo, lo que originó en Paula un ataque de histeria. La Dama Oscura le golpeó la cabeza con el candelabro que había dejado caer Adolf.
La niña cayó encima del cadáver de su madre, formando un cuadro de dramática belleza, hasta tal punto que la Dama Oscura hizo una foto con la cámara de turista que llevaba en el bolso.
Adolf estaba intentando detener la habitación que giraba en sus ojos y le abofeteé.
—Tu madre ha muerto. Ya eres un hombre, mono de mierda. Nos seguiremos viendo, no dejaré de visitarte hasta que estés muerto, primate de mierda. Vas a sufrir tanto, tus noches van a estar tan llenas de miedo… Y sabes, querrás ser tu el que provoque el terror. Eres tan simple, cabrón… —y le escupí en la cara.
Me saqué el cinturón y le di tal paliza que le hice jirones la ropa.
—No me pegue más, por favor, no me pegue más… —lloriqueaba antes de entrar en shock.
La Dama Oscura se colocó frente a él, se llevó una mano al coño y dirigió su chorro de orina hacia su cara.
—Tu madre ha muerto ¿qué haces durmiendo? —le dijo la Dama Oscura cuando abrió los ojos ensangrentados, el cinturón había herido cada centímetro de su piel.
Arranqué a Paula del cadáver de su madre, le di unas leves bofetadas para que despertara y le enseñé un par de bocetos al carbón que llevaba Adolf en su carpeta: eran dos niñas desnudas, arrinconadas tras los setos de un parque en un atardecer, en ambas lloraban con sus manos entre las piernas, con los dedos manchados de sangre. La única diferencia es que una era de pelo largo y otra de pelo corto.
—Cuídate del pederasta que tienes por hermano. Le gusta que lloren, que le tengan miedo.
La Dama Oscura se arrodilló para darle un tierno besito en su imberbe monte de Venus y yo le di una patada en el costado derecho que de nuevo la hizo caer de bruces entre las tetas ensangrentadas de su madre.
Yo ya estaba aburrido de aquellos primates de mierda aquel día.
Llegamos a mi oscura y húmeda cueva sin escalas, directos al infierno.
8
Ya había modelado totalmente el pequeño cerebro idiota de Adolf, su madre ya no le podía dar autoestima alguna y se encontró en un mundo en el que todos los primates lo rechazaban por su carácter apocado, timorato e introvertido. Ningún mono soportaba tener cerca a Adolf, no tenía amigos de ningún tipo. Su único contacto social fue con tres niñas de doce y once años que violó en los arrabales de la ciudad al atardecer, cuando las sombras son duras e impenetrables.
Durante unos meses vivieron juntos los hermanos en el apartamento. A Paula le vino la regla a los dos meses que asesiné a su madre. Adolf la espiaba en el baño, en la habitación cuando se desnudaba; cuando se sentaba en el sillón miraba su entrepierna y su erección se hacía dolorosa. Hasta que una noche Paula despertó con el peso de su hermano en su pecho y su pene duro abriéndose paso entre su vagina. Logró zafarse y salir a la escalera para pedir ayuda a los vecinos.
Adolf tuvo que irse a Viena por el escándalo que montó Paula. Allí intentó acceder a la universidad de Bellas Artes, pero no pudo superar el examen de ingreso.
Mientras tanto vivía de la herencia de su madre y de la mitad de la pensión que compartía con su hermana. Insistió en pintar y en seguir abusando de niñas durante unos meses más. A finales 1908, recopiló todos sus dibujos y los presentó en la Academia de Bellas Artes de Viena, esta vez tras examinar su obra, no le dejaron ni realizar el examen.
El dinero ya se había acabado y apenas conseguía algo haciendo postales para turistas.
Y llegó el momento de vagabundear, de entrar en contacto con emigrantes de todo tipo, con mendigos. Le robaron, lo rechazaban en los grupos. En los albergues sociales comía mierda con pan, igual que los inmigrantes más pobres.
Las mujeres no lo soportaban, sus relaciones sexuales se basaban en abusar de niñas y en algún pago a alguna puta cuando estaba demasiado borracho.
Precisamente, mató a esa puta con una botella de vino de la marca Heurige rellenada con anís de la peor calidad: la zorra primate se burló de su pene mal circuncidado.
— ¿Eres un maldito judío, querido Adolf?
En aquella habitación de una fonda casi en ruinas le golpeó el cráneo hasta que los sesos se desparramaron por el suelo. Estaba borracho; sereno era demasiado cobarde para hacer semejante heroicidad. Hasta tal punto era apático, que la botella no se rompió por lo débiles que eran sus golpes.
Las putas muertas no llamaban la atención de nadie en Viena y no se investigó el crimen.
Es en 1909, tras una paliza que le propinaron unos inmigrantes polacos bajo el puente en el que durmió una noche, cuando se empapa de panfletos fascistas y racistas, la única lectura a la que tenía acceso. El enfermero que le curó las heridas en el hospital era un ferviente discípulo de un retrasado mental con sueños de mesías: un tal Liebenfels, un racista que hablaba de la gran raza aria y del resto de las razas inferiores que eran simiescos. Y el enfermero le obsequió con un pequeño libro mal impreso de las teorías de su admirado imbécil.
El tarado de Liebenfels tuvo suerte de ser un don nadie y que no le hiciera una visita como a Adolf, porque le iba a enseñar que todos los humanos son primates y se lo enseñaría arrancándole los pulmones con una varilla de paraguas.
Hitler ya era un hombre, con sus veinte años, ya estaba germinando en su minúsculo cerebro su reinado de la miseria y la estupidez primate; pero era tan inútil, que pasó hambre, más que cualquier inmigrante analfabeto en Viena. Sus únicas lecturas de frustrado seguían siendo las mesiánicas y fascistoides publicaciones que le regalaban en mítines y reuniones de fracasados muertos de hambre y con las que luego tenía que limpiarse el culo tras cagar.
Antes de que cumpliera los veinticuatro, tuve un encuentro con él. Estaba escuchando un discurso fascista en la plaza del parlamento. Viena empezaba a ser un lugar peligroso para la democracia, cosa que a mí me sudaba la polla y me parecía bien, porque la única libertad que tienen los primates, es la dirección en la que han de correr para escapar de mí y librarse de ser descuartizados.
—Hola Adolfito —le saludé presionando mi puñal en su espalda.
— ¿Quién coño eres? —dijo con odio girando la cabeza hacia mí.
Cuando me reconoció, se meó en los pantalones, y yo suspiré con paciencia. Atravesé la ropa con el cuchillo y lo hundí en la zona lumbar, sin llegar a lesionar el riñón.
—Si gritas, si te mueves, lo acabo de clavar y mueres aquí bajo la polla de ese fascista. Escúchame bien, tarado: tan pronto como puedas, pásate a Alemania, hace tiempo que te están buscando aquí para obligarte a hacer el servicio militar. Y deja de mirar a las niñas con esa obsesión o te atrapará la policía y entonces sí que te mataré.
Se estaba poniendo pálido, sudaba copiosamente por el dolor y sus pantalones sucios y remendados se estaban ensuciando de sangre. Giré el puñal para abrir más la herida.
— ¡Que ningún polaco ocupe el puesto de trabajo de un austríaco y que ningún gitano pise nuestras calles! —vociferaba el político.
— ¿Seis por seis?
—Treinta… treinta… —no pudo acabar la frase, se derrumbó en el suelo como un pelele.
—Retrasado mental… —susurré mientras se le doblaban las piernas.
Pisé su mano derecha y le rompí los dedos con un fuerte taconazo.
A los veinticuatro años cruzó la frontera para entrar en Alemania y evitar el servicio militar austríaco, su estado era deprimente: apenas podía ya hablar y sufría una fuerte desnutrición. Era el año 1913 y la primera guerra mundial estaba a punto de estallar, yo lo sabía por los chismorreos de los ángeles maricones de Dios y porque conozco a los cochinos primates como conozco a Yahveh el imbécil.
En ese año Adolf recorrería por fin el camino directo para el que yo lo había preparado.
Pero estoy cansado, tal vez, después de que mi Dama Oscura me la haya mamado y me dé un paseo por Afganistán para violar y esterilizar a unas cuantas mujeres de talibanes, me sienta lo suficientemente relajado para recordar el resto de la historia del subnormal, de cómo llegó a ser un dictador que mató a muchos primates en muy poco tiempo y se hizo ídolo de una raza de ratas “arias” asfixiadas por la envidia, la pobreza y la ignorancia.
Mirad mi pene lubricado, esto es lo que me excita: la muerte masiva de los primates, el dolor en el planeta. Cataratas de sangre y vísceras…
Y los pechos duros de mi Dama Oscura.
Siempre sangriento: 666
Iconoclasta