Archivos para junio, 2013

Me encontraba cómodamente sentado en el sillón tras la cena, comiendo pastelillos de crema y fumando. Mi santa se pintaba las uñas sin apenas hacer caso al programa de televisión. Se trataba de un documental de NatGeo Xtreme, la vida de una manada de chimpancés en pleno centro de la selva Lacachondona que queda por el nordeste de México fronterizo con Argentina si no recuerdo mal. De cualquier forma, lo que importa son las emociones, la cultura la uso de lubricante peneano muy a menudo.

Lo mejor fue cuando se mostró como el grupo de machos jóvenes, descuartizaba al viejo jefe de la manada. Se me cayó al suelo un trozo de pastelillo en esa escena que me emocionaba vivamente.

—Mari, se ha caído un trozo de pastel.

—Pues que lo recoja tu madre —dijo sin alzar la vista de las uñas.

Y observando su braguita blanca manchada de rojo, pensé en la menstruación y sus efectos secundarios.

En el momento en el que uno de los chimpancés jóvenes le devoraba la oreja al viejo, le dije a mi esposa para relajar el ambiente.

—Mira como se parece a tu padre comiendo con ansia en el bufet libre ese chimpancé.

—Y tu madre es puta —me respondió, otra vez, sin dejar de trabajar sus uñas.

Tenía mucha regla, era mejor no hablarle.

Y me enfrasqué en mis reflexiones, evoqué momentos de mi vida y las escenas de los monos pasaban monótona y aburridamente ante mis ojos y las uñas de mi santa.

Reflexioné sobre la 3ª edad, los jubilados y pensionistas. De cómo se comen con voracidad todo aquello que es gratis y de bufet libre, aunque sea mierda, durante sus viajes baratos a destinos turísticos en temporada baja.

Como es habitual en todas las fábricas, se organizan visitas para promocionar sus productos y demostrar su calidad a la ciudadanía, sobre todo a los colegios.

Debido a la cantidad tan grande que hay de pensionistas que necesitan distraerse y comer barato, muchos no encuentran plazas en las ofertas que la administración pública ofrece en las agencias de viajes. El gobierno español se puso en contacto con las empresas para que ofrecieran a los viejos parte de sus productos caducos y de promoción: baratijas, llaveros, bolígrafos, comida pasada, condones rotos, bolsas de plástico sucias con propaganda de aceites automotrices para llevar el pan, etc…

De esta forma la empresas tenían publicidad casi gratis, ya que solo costeaban una parte de los autocares y las bebidas (también caducadas y de oferta) que les ofrecían durante la visita a la fábrica.

Y bueno, a los viejos mediocres les das un asiento en algo que se mueve, un poco de pan duro gratis con tocino rancio y algunas baratijas para que se metan en sus bolsos y van más contentos que mierda en bote. Se pelean como niños por conseguir más basura que sus compañeros de viaje y se pasan el día la hostia puta de distraídos.

Aquel día recibí la visita en mi departamento de la relaciones públicas (public relations para ser más snob) de la fábrica de condones.

—Buenos días, Iconoclasta. Dentro de una hora y media llega de visita un grupo de ancianos para hacer el tour por la fábrica. ¿Podrías hacer unas pruebas de lotes cuando ellos lleguen?

— Claro, no faltaba más, Marga. ¿Vas a hacer el test del lote conmigo? Hace tiempo que no te apuntas.

— No podré, tengo que preparar otras visitas y chupársela a mi jefe dentro de un cuarto de hora para que me apruebe una subida de sueldo.

—No jodas… Pues ve con cuidado, porque el otro día Lourdes necesitaba un permiso de dos días y dijo que tenía una llaga purulenta en el glande.

—Pues sí, y ya vengo preparada —dijo mostrándome una crema antibiótica que sacó del bolso y subiéndose la falda para mostrar que no llevaba ropa interior.

Yo pensé en la discriminación laboral de la mujer, mientras mi alter ego (mi polla) lo hacía en meterse dentro de aquel apetecible coño.

—Entre los ancianos repartiremos boletos para que participen en el test. Pedrito el mongol te traerá un par de cajas con números, deberás sacar ante ellos uno para mujeres y otro para hombres. Los que ganen harán el test contigo.

—Ah, no… Yo no me tiro a un vejestorio.

—Cobrarás las horas a precio de extras —me contestó.

—Podríamos dar más oportunidades y que puedan ser cuatro los elegidos —contesté llevado por mi cariño hacia los ancianos.

Ya eran las doce del mediodía, cuando escuché alboroto por el pasillo. Vi a una caterva de veinte ancianos y ancianas casi trotando en dirección al ventanal de demostraciones de mi cubículo. O sea, hacia mí, contra mí.

Algunos llevaban andaderas y avanzaban poco a poco obstaculizando el paso a los demás para hacerse sitio ante el ventanal; pero los más ágiles saltaron por encima de ellos y los adelantaron.

El guía (Jenaro, el encargado de la limpieza de los aseos), les decía algo pero nadie le hacía caso, así que enseguida se perdió para fumarse un cigarro. Lo sé porque se estaba sacando el paquete de tabaco del bolsillo. Soy sagaz.

Y sentí envidia.

A los pocos minutos llegó Pedrito, el mongol (también conocido como síndrome de Down, tengo cultura) que repartía el correo por las distintas áreas y departamentos de la empresa.

— ¡Hola Iconoclazzta! Te traigo lozz numedozz para el zzorteo de loz viejozzz.

— ¿Quieres quedarte? Te dejo que hagas una prueba del smartcondón, cuando llegas al orgasmo envía un estado de felicidad al feisbuk y al tuiter.

—Una mied-da a mí no me guz-ztan laz viejaz. Ademáz, me ha pedido Mad-ga que vaya a folladla porque zu jefe le ha dado el aumento, pedo no la ha dejado a guzto y no quiede maztudbadze zola.

—Pues vete a la mierda, deficiente mental desagradecido.

—Tu puta mad-dre —dijo cerrando la puerta.

Los viejos ya habían ensuciado el cristal con sus babas y estaban ansiosos por saber quien sería el ganador, me mostraban sus boletos agitándolos en las manos y golpeando la ventana con sus miradas pletóricas de ambición y lujuria.

Sentí un vacío en el estómago al sentirme un hombre objeto, una cosa sexual; pero como soy de naturaleza ególatra me quité los pantalones y los calzoncillos y estimulé el pene para que se pusiera erecto ante el público. Todos sudaban, unos por envidia, otros por deseo. Cuando me unté lentamente el pene con lubricante y descubrí mi glande estratégicamente expuesto bajo el foco de la luz para que brillara como una gema, una mujer de unas dos toneladas de peso tuvo una lipotimia y no se cayó al suelo porque estaba apretada por el resto de cuerpos. Supe de su desmayo cuando acabó la demostración, al ver el cuerpo tendido en el suelo; cuando Jenaro el guía les invitó a que continuaran la visita en el departamento de lubricantes. Allí les entregarían a cada uno un tubito promocional que caducó hace cinco años. Los viejos y viejas corrieron como los niños atletas griegos en las efebías delante de un látigo. Incluso la gorda de la lipotimia, pareció querer incorporarse al oír la palabra “obsequio”.

En fin, que como tengo mi propio “esclavo” para ciertos trabajos, llamé a Ahmed el mal pagado y sin papeles moro marroquí para que viniera a ayudarme. Él existe y cobra lo poco que cobra para hacer lo que yo no quiero, y esto es: los test anales. En mi culo no entra nada más que mis dedos cuando me limpio después de cagar. Para esto están las razas inferiores, él lo sabe, yo lo sé y todos los sabemos: para que les den por culo. Según lo que haya que llevarse a la boca también están para eso. De vez en cuando, le invito a fumar si noto que se siente muy inferior y aliento su ánimo con una hipócrita cordialidad.

Cuando colgué el teléfono decidí darle más clase e interés a la demostración: arrastré el glande por la ventana y un viejo con un ya notable alzheimer, pretendía cogerlo con ademanes de subnormal. Me lo pasé un rato bien con aquel idiota.

Acto seguido saqué el número 13 de la caja de mujeres y el 11,5 de los hombres, pensé en Pedrito y sus nuevas clases tardías de números decimales.

Los expuse ante la congregación matusalénica y una vieja comenzó a saltar de alegría con su boleto en la mano, parecía un escupitajo en una plancha caliente. Le señalé con el dedo que entrara en el cubículo. El viejo que estaba muy contento también con su número en la mano, se sujetaba algo bajo la camisa mientras recibía las felicitaciones envidiosas de sus colegas.

—Buenos días, señor Iconoclasta, no sabe lo contenta que estoy.

— ¿Cómo te llamas?

—Gumersinda Riduarejo de la Paz Santa.

—Encantado de conocerte, Gumer. Vamos a empezar el test: primero me has de hacer una mamada, luego te penetraré hasta que tu cuello se ponga tieso como el de una gallina de las de tu pueblo.

Me sonrió, pareció no sentirse ofendida por mi forma brusca de hablar, pero vi que usaba audífonos cuando se bajaba las enormes bragas arremangándose el vestido. Era un poco sorda.

El pelo de su coño estaba blanco como el de su cabeza y cerré los ojos para no perder la erección.

La vieja se sacó la dentadura postiza empujándola con la lengua y la metió en el vaso de cerveza que usamos de cenicero yo y mis colegas (creo que su visión tampoco era muy aguda). A pesar de tener unas rodillas artríticas como troncos de olivos, se arrodilló sin titubeos y se tragó mi pene como si fuera el chocolate que les regalan a los jubilados en los viajes baratos de fin de semana a Suiza.

A mitad de mamada, cuando ya me aburría de lo mal que lo hacía, irrumpió en el cubículo uno de los ancianos llevado por el vicio y la avaricia propia de los viejos sin clase que toda su vida fueron unos vulgares, es decir, comérselo todo si es gratis. Era el marido de la mamadora. Llevaba el boleto ganador de su compañero en la mano, ya que éste se había tenido que ir a cambiar la bolsa de la sonda de orina al servicio médico y se lo cedió porque estaba a su lado, no por amistad. El resto de viejos, apretaban sus caras arrugadas contra la ventana para no perder detalle. Había más mocos que narices arrastrándose y a pesar de ser un vidrio grueso, se les oía insultarse los unos a los otros.

—Soy su marido y tengo el número ganador de los hombres.

—Y a mí me suda la polla —le dije con los ojos entrecerrados de placer.

—Déjame un poco a mí —le dijo a su mujer apartándola y ocupando su lugar.

— ¡Cerdo! —le contestó ella sin cordialidad.

El tipo no tuvo tantos miramientos como su mujer, no se sacó la dentadura postiza. Abrió mucho la boca como quien va a comerse un plátano muy, muy, muy, muy gordo y se metió el pene sujetándome los huevos, con maestría y experiencia.

Ante aquella boca recia y temblorosa, eyaculé en dos segundos y le llamé con cariño cerdo de mierda.

El viejo estaba contentísimo de haberse llevado el premio gordo. Su mujer le llamó borde, se metió en el bolso unos condones usados de la papelera (como si no la viera) y muy digna ella, metió la mano en el vaso y se puso la dentadura. Antes de salir por la puerta con aire enojado, escupió una colilla.

El marido se relamió una vez más para recoger unos restos de semen en las comisuras de la boca, rebuscó con la mirada en el cuarto y localizó la papelera. Sacó de allí un trozo de pan con fuagrás que no quise comerme hace tres días y esperó escupiendo migas de pan duras como diamantes, a que empezara el test de los hombres.

— ¿Cómo te llamas?

—Gumersindo —qué mierda de vida, pensé.

— Muy bien, Gumer —me sentía incómodamente redundante—, ya puedes ir bajándote los pantalones y los calzoncillos. Pronto vamos a por el siguiente test.

Sus cojones eran grandísimos y colgaban mucho, por lo que imaginé que estaban rellenos de intestino por alguna hernia o algo parecido.

El pene sin embargo, era tan pequeño que sentí pena por él. Sería difícil calzarle un condón y que se le aguantara. Ahmed había tenido suerte.

Es bueno que los seres más inferiores gocen de algo de fortuna de vez en cuando.

Y Ahmed entró.

— ¡Hola Iconoclasta!

— Te presento al ganador del tour de hoy: Gumer el bien dotado.

Ahmed le tendió la mano.

— Yo soy Ahmed. Espero que no empujes mucho con esa bestia que tienes entre las piernas, quiero poder cagar en los próximos quince días.

Y nos pusimos a reír como locos mientras encendíamos unos cigarros y el viejo Gumer estiraba el labio inferior demostrando que no acababa de entender la sutileza del comentario de Ahmed.

—Yo también fumo —dijo Gumer.

—Los invitados no pueden fumar, son las normas.

—Ahmed, prepárate en el potro sodomita, mientras busco un condón de la medida de este macho man. Imagino que lubricante no vas a querer —le dije en voz alta y clara.

Y empezaron nuestras risas de nuevo. Los espectadores nos veían reír y se reían con nosotros a pesar de no entender una mierda.

Así que tomé del brazo a Gumer, y lo coloqué frente al ventanal para que el público pasara un buen rato mirando al bien dotado.

Al final encontré un trozo de film plástico para envolver comida y enfundé el pene de Gumer con media vuelta.

—Y ahora vamos a por esa erección. Ahmed, tócalo por favor, no quiero estar aquí todo el día.

Ahmed que tenía una tranca que le llegaba casi a las rodillas fue ovacionado por hombres y mujeres cuando se colocó frente al ventanal. Le cogió el pene con la punta de los dedos y lo agitó rápidamente, después de cinco minutos no conseguimos que aquello se pusiera duro y se le cayó la funda de film transparente al suelo.

Tomé cuatro viagras del botiquín, las pulvericé y las mezclé con agua, cargué con aquello una jeringuilla y se la inyecté en la vena del brazo a Gumer.

En dos minutos estaba tiesa como un mástil, aunque seguía siendo ridículamente pequeña.

Ahmed se acomodó de nuevo en el potro, le coloqué media vuelta de film transparente al mini pene y lo llevé hasta el culo de Ahmed.

—Venga Gumer, follátelo, machote. Vamos a ver la calidad que tiene este condón.

—Solo veo una niebla azul —se quejó.

—Los pitufos vendrán luego, por el camino de los champiñones —dijo Ahmed tirándose un pedo y sobresaltando al viejo.

Tomé el mini pene otra vez con las puntas de los dedos y lo introduje en el ano de Ahmed, luego con la mano empuje el culo del viejo para que aquella piltrafa no se saliera.

—Y ahora dale que te pego, Gumer. Quiero ver como te corres enseguida.

— ¿Ya me la ha metido? Solo siento que me empuja y es un poco molesto.

—Pues sí, la tienes toda dentro

Y nos pusimos a fumar y escuchar música mientras el viejo jadeaba como una cerda pariendo y sus huevos se bamboleaban pesados y tumorales contra los muslos de Ahmed.

Fue una conversación agradable en un ambiente tranquilo, a excepción de los vejestorios de fuera que animaban a su compañero.

A los diez minutos y tras tres cigarrillos, dijo con un hálito de voz mínimo:

— Ya.

Unas gotitas de semen habían caído en sus zapatos y el trozo de plástico se había quedado en el culo de Ahmed.

Como no lo veía bien debido a tanta viagra, le ayudé a subirse los calzoncillos y los pantalones. Le metí el trozo de plástico del culo de Ahmed en el bolsillo de la camisa junto con otros condones usados que su mujer no había cogido-robado de la papelera.

Aún así, cuando pasamos cerca de mi mesa, cogió un lápiz mordisqueado que exhibía el nombre de la empresa.

Cuando se fueron todos por fin hacia la sección de lubricantes y tras despedirlos con hipocresía desde la ventana, salimos yo y Ahmed hacia la máquina del café y allí nos fumamos otros cuantos cigarros.

Nos encontramos con Pedrito el subnormal.

— ¿Quieres un café, Pedrito? —le invité.

—Zí, y bien cargado porque me duelen loz huevoz. La Mad-ga ze ha puesto hiztérica cuando ha vizto loz cojonez que tengo y me loz ha expdimido cuando me cod-día. Es una puta de mied-da.

— ¿Quieres un cigarrillo? —lo aceptó y se lo fumó sujetándose los cojones y sudando copiosamente.

—Y la próxima vez que te invite a que te folles a alguien en mi departamento, acepta, no te pasará eso.

—De acued-do Iconoclazta.

Y así acabó aquella jornada dedicada a la tercera edad.

El documental pasaba ahora el rito de apareamiento de dos chimpancés con una chimpancesa, no sabía que pudieran hacer cosas así, tan complicadas y artísticas.

—Estoy pensando que podría invitar a tus padres para hacer un tour de visita en la fábrica —le dije a Mari.

—Pues llámalos, se pondrán contentos.

—Yo también —pensé marcando el número en mi nuevo smart teléfono con capacidad para dieciocho mil videos pornos y dos canciones.

Pensé en Ahmed y cinco pastillas de Viagra para mi suegro, para que disfrutara de una buena metida anal y en Pedrito para que le comiera el coño a mi suegra, su lengua gorda y siempre burbujeante le encantará.

A la mona la han dejado de joder y se acaricia los pezones tranquilamente mirando la copa de un árbol acostada entre polvos y piedras.

Precioso, pero ya estoy hasta las pelotas del NatGeo por hoy.

Siempre abundante: El Probador de Condones.

Iconoclasta

Viendo por la tele un reportaje de NatGeo Xtreme que mostraba como un viejo macho chimpancé era descuartizado por los más jóvenes de la manada, reflexioné sobre la 3ª edad, los jubilados y los pensionistas. De cómo se comen con voracidad todo aquello que es gratis, aunque sea mierda, en sus viajes en rebaño a destinos en temporada baja.

Necesito pensar que la lluvia, la que me hipnotiza llevándome a lo más profundo de mí con más fuerza que la heroína o el opio y me da un indefinido consuelo a una indefinida melancolía, no es solo agua.

Debo pensar para evitar una irritación cerebral, que la lluvia es el vapor condensado de los cadáveres, de millones de muertos. Entre esas gotas hay partículas de seres que un día amé y hoy echo de menos.

Sé que también forma parte de la lluvia mi sudor, mis lágrimas y mis esperanzas diluidas en la orina; pero puedo discriminar cada gota por su forma y emoción. Sé que gota específica vale la pena observar y escuchar, dejarse mojar por ella… Soy selectivo.

No hay gotas malas, o demasiado malas, porque los fracasos y la mala gente no se hacen lluvia, lo dice la religión: los buenos al cielo, los malos al fondo de la tierra, al infierno. Me dejo llevar por una inocencia estúpida de vez en cuando, es una pequeña licencia de hombre adulto: me permito ejercer una ignorancia pueril cuando llueve.

No puede hacer daño.

Nunca rozo las gotas que corren por las ventanas (ya sé que llueve por fuera, es necesario abrir la ventana para ello) porque son frías como los cadáveres que un día fueron. Simplemente me acerco y un tenue vaho, como un amor muerto seguramente, empaña la superficie y oculta mi reflejo. Está bien ser oculto y secreto.

No trasciendo, desparezco por cualquier concepto, no me engaño demasiado.

Las gotas repiquetean en los cristales de la ventana y sin apenas esforzarme imagino que me saludan. Cuando arrecia la lluvia, se forman ríos verticales de irregulares trazados que relajan mis párpados de placer al imaginar que vienen a por mí mis muertos, los que amé.

— ¡Vamos! Ya has vivido demasiado, no hay nada que aprender o descubrir. Se te ve cansado. Es hora de descansar con nosotros —hay mucha ternura y cariño en como lo dicen, siempre la hubo. No es novedad.

Siento hacerme agua, mis entrañas se diluyen con una nostálgica sensación de pérdida, de que algo llega al final. Dentro de mí, en mis intestinos, en mis testículos encogidos se forma un frente de bajas presiones de llantos.

Mis tripas se hacen lluvia por las implacables imposibilidades.

Porque las gotas solo caen y se transforman en vapor, no se hacen abrazos, besos ni carne.

Todo ha sido una gran mentira: la resurrección, la vida en otro lugar, el cielo y la bondad…

Puta mierda.

Los que un día amamos, no volverán, serán gotas de lluvia.

Y a pesar de la verdad, yo me voy con ellos, tienen razón. Hay viajes largos y la vida se hace interminable. Con la experiencia acumulada la razón dicta que para llegar al mismo destino: la muerte, es mejor ahorrarse dolores. No es necesario sufrir más si no hay nada que ganar ya.

Conforme las gotas resbalan y de algún sitio llega algún tintineo metálico provocado por las gotas amadas como un cántico de esperanza, camino con los ojos cerrados por una estrecha carretera bordeada de enormes plátanos que forman un túnel con sus copas. El agua resbala por sus hojas y ramas para mojarme cálida y serenamente, íntimamente en soledad.

Y se está bien sin ir a ningún sitio, solo camino.

No hay nada que lograr o vencer ya, solo se trata de llegar sin prisas, pensando que la lluvia son gotas de agua de personas buenas que murieron. Uno necesita engañarse en un mundo hostil.

En una vida hostil.

En un planeta de selvática envidia.

El humo del cigarrillo me sigue en la densa atmósfera; camino cómodo, camino suave. Camino contento arropado por la buena lluvia.

Los amores son tan sutiles y desprotegidos que nunca se hacen lluvia, simplemente se deshilachan como pequeñas nubes sometidas al viento. Se hacen jirones sin más peso que un recuerdo o lamento inaudible.

Hay muchos amores, hay amor hasta debajo de las piedras (lo esconden los malos). Pero con la lluvia solo me preocupan aquellos irrepetibles, los que están ligados a mis amados muertos. Padres y madres se convierten en amigos cuando ya no los necesitamos y simplemente los queremos. Da miedo que toda esa potente emoción sea un simple jirón de vapor, hay que ser cuidadoso, estarse quieto para que el aire no lo rompa cuando llueve.

Pobres amores que no pueden llover una vez muertos…

Mi sombrero en mi pecho por su muerte eterna.

Cuando llueve, al igual que cuando sueño, no tengo una pierna que no funciona.

Podría ser que sueño que llueve. O tal vez cuando sueño, llueve. O tal vez sea que la melancolía es tan densa que crea una surrealidad de la realidad.

No es difícil de entender, solo son opciones que dan todas el mismo resultado, como la muerte es el resultado de la vida.

Si la lluvia es agua de buenos y amados muertos. Los malos se convierten en piedras, en hierro, en minerales. En materiales innobles que serán golpeados, aplastados, triturados, o fundidos. Los malos (porque los hay) son tan densos que no tienen imaginación, no vuelan. Son piedras.

No llueven, son plomos.

Los malos no pueden ser etéreos y sutiles.

Son inconfundibles a mis ojos: tengo la mala suerte de distinguir las hipocresías todas, las envidias y las decepciones y sé que caen pesadas al suelo.

Y me hacen daño en los pies al caer.

Demasiados golpes, al igual que los cigarrillos pueden devenir en cáncer. Pues ya tengo mi cáncer en mi pierna. Hace años que comenzó a formarse, la lluvia me ha ido salvando; cuando estoy a punto de ser absolutamente derrotado, llegan mis muertos, llegan los buenos repicando en la plancha de los coches, en los techos de las casas, en las ventanas… Forman sus pequeños ríos hipnóticos en los vidrios y todo está bien, yo viajo por esos ríos de la bondad. Por el camino flanqueado de enormes y tupidos árboles.

Siempre me dejo mojar, aunque me resfríe.

Peligro es mi apellido.

No soy dado a las ilusiones; pero como no me emborracho ni me drogo, me dejo llevar por pequeñas delicias que no provocan cáncer para variar.

Dicen que hay lluvia ácida y radiactiva, yo no lo creo. Lo que pasa es que las pieles de los mediocres es demasiado cobarde y sensible a todo aquello que es sencillo, limpio y puro.

Cuando cesa la lluvia mis últimas gotas de ilusión y paz se van con el resto de la bondad llovida a la cloaca.

Deseo que no tarde en llover, las largas temporadas de sequía y calor se comen mi hueso como si una plaga de insectos anidara en la médula.

Como las vacas en las viejas películas de vaqueros, oleré el aire en busca de lluvia cuando el sol aparezca nocivo, cabrón y desecante en el cielo.

La lluvia es un estigma para los pusilánimes y ahí radica mi perverso placer entre toda esta melancolía.

El fin no varía, lo importante son los medios para llegar, el destino no guarda secretos. Las conclusiones sin lluvia son más duras, son simplemente vulgares.

Nacemos para ser agua o minerales.

Cesando la lluvia los árboles que flanquean el camino se hacen pequeños, el sol levanta vapor de la tierra mojada, huele bien durante un segundo. Siempre huele bien la bondad y el amor evaporados.

Yo también siento que me seco.

Tomo una piedra, la lanzo contra la ventana de una casa abandonada y rompo un vidrio para que no corra por él la lluvia. Para que no se hagan ríos de bondades y melancolías.

Si pudiera, solo permitiría que lloviera sobre mí y a mi alrededor.

Quiero ser único en mi melancolía, en mi amor, en mis recuerdos.

Que nadie comparta mis gotas, mis muertos.

Enciendo un cigarro para calmar el ansia de esta sequedad. Sé que seré mineral, porque no puedo ser bondadoso ni ofrecer cariño más que ejerciendo la imaginación. Es necesario creer en el ser humano y respetarlo a todo tiempo para ser lluvia.

Yo solo hago de la vida y solo durante unos minutos, un cuento de hadas que no existen.

Yo seré uranio.

Iconoclasta

Deuteronomio, capítulo 4, versículos 23 al 27.
La revelación en el Horeb.
4 últimas páginas.

Tocada por la divina sensualidad.

Los acentos lingüísticos que en un principio parecían exóticos, pasan a ser patéticos en poco tiempo (en un tiempo récord, las cosas del ridículo no tienen un desarrollo tan lento como una era geológica) y a ser motivo de refrescante y amena burla por parte de mayores y pequeños.
(Primera ley del hastío, Cuarta ley del inmigrante, Sexta ley del chovinismo)
Ahora me voy a poner a aprender swatzilandio a ver si tengo más suerte y me regalan un pene saltarín en miniatura.
Y ya veréis que pronto me globalizo con todo la humanidad, con lo que yo la quiero (una mierda).
Chingada madre… ¡Ja!

Las cosas más hermosas se pronuncian en voz baja, en un susurro, con los labios pegados al oído amado; para que el aire y sus seres no tengan tiempo a corromper las palabras creadas en un corazón sellado a prueba de moralidad y falsas bondades.

El verano.

 

Es verano, cosa mala para el trabajo.

 

El viento no trae aromas de esperanza y libertad. En las ciudades no hay de eso. No se puede ser poético e histriónico con este tiempo y lugar.

 

La ciudad y sus ciudadanos es todo lo contrario a la libertad, es la síntesis de la ganadería.

 

Es un problema de hacinamiento, el espacio entre las pieles es insuficiente para una existencia relajada. Hace años era más grave, ahora han muerto muchos.

 

El viento corre entre las calles y trae olores de comidas baratas, guisos recalentados y maderas y hierros que se retuercen bajo el sol.

 

El viento llega sucio a azotarme la cara con toda su pestilencia y calor.

 

Lo peor son las voces arrastradas desde las ventanas de los apartamentos: mil expresiones urbanas, intrascendentes y molestas, unas de la televisión, otras salen simplemente de bocas idiotas y acobardadas.

 

Las cosas hermosas se dicen con la voz baja y al oído que amas, como confidencias que el viento no tiene tiempo a arrancarnos y arrastrar.

 

¡Pobre viento! Corre entre las calles sucias y las pieles de hombres y mujeres que no pesan, no importan. Seres que se hacen más notorios muertos. El viento arrastra la Mente infecta como un esclavo las cadenas.

 

No quisiera que murieran, no con este calor y este viento.

 

Arrastro los cadáveres que encuentro para ocultarlos en rincones y portales oscuros donde el viento no pueda entrar y no arrastre la fetidez de los muertos; ni que el sol caliente sus carnes.

 

Una vez los he retirado del sol y el viento, me relajo más para la recogida. Hay que organizarse. Los amontono y apilo siguiendo una ruta para luego cargarlos en la camioneta en un recorrido cómodo y lógico. A veces caen los enfermos con sus ojos casi cubiertos por un velo ponzoñoso delante de mi parachoques y no tengo más remedio que detenerme para recogerlos.

 

Mueren de una infección rápida. Se toman las sienes entre las manos crispadas porque dicen que les parece que les va a estallar la cabeza. No lo dicen, lo gritan desgarradamente.

 

En ese momento de sus lagrimales mana pus sucio de sangre. Cuando han muerto se les escurre también por la nariz y las orejas. Por el culo no les sale nada, lo sé porque durante un tiempo los desnudaba antes de triturarlos. Si no fuera por esos agujeros naturales, estoy seguro de que estallarían las cabezas por presión. No es agradable.

 

Una vez muertos se secan las secreciones como si fueran legañas. Tan duras y afiladas que cortan como filos de sílex tallado por antepasados más idiotas que sus descendientes. Si les abres el cráneo, se derrama perezosamente una baba amarillenta. Tras la infección ahí dentro no queda nada sólido, el cerebro se les hace papilla. Literalmente.

 

La mortandad de la Mente infecta, también conocida como peste china por las legañas y el amarillo del pus que segregan los orificios de la cabeza, es del noventa por ciento de individuos infectados. Yo pertenezco al exclusivo diez por ciento de inmunes.

 

Peste china… “Solo” la llaman así los más ignorantes, el grupo social más nutrido de toda sociedad. Debido su bajo nivel cultural, no saben que significa infecta, posiblemente tampoco sepan lo que es la mente. Mueren muy rápidamente, casi diez segundos antes que los individuos con los que vale la pena hablar. Como tienen menos cerebro, tarda menos en licuarse.

 

Esas bacterias son amigas mías (cosa que me parece bien y agradezco, ya que el enemigo de mi enemigo es mi amigo) y de unos pocos de miles de inmunes como yo repartidos por el planeta.

 

De vivir como un obrero, he pasado a ser un hombre millonario. Tengo adjudicada la concesión de recogida de cadáveres en la vía pública desde hace tres años. El año pasado renové el contrato por cinco años por el triple de precio.

 

No tengo competencia, no hay nadie inmune en varios centenares de kilómetros a la redonda. Tampoco tengo ayuda, no hay inmunes suficientes. Y a pesar de las mascarillas y los trajes herméticos, los contratados mueren en menos de una semana.

 

Los cadáveres infectan a los sanos, mueren familias de hasta diez miembros en menos de dos minutos: tienen esa desagradable costumbre de abrazarse a los muertos. Incluso los besan y les limpian las legañas ensangrentadas que se forman en los ojos de los infectados.

 

Es algo que todo el mundo calla, pero cuando transportas a una víctima de Mente infecta, su cabeza hace un sonido líquido, como una botella medio vacía. A la gente no le gusta saber ni imaginar que cuando mueren, parecen sonajas de agua.

 

Primero era embarazoso, ahora se me escapa la risa y la gente gira avergonzada la cabeza cuando se escucha el ruido de los sesos licuados de sus queridos muertos.

 

Los inmunes vivimos sin que nos maten para usar nuestra sangre porque no hay tiempo para tomar ningún tipo de antibiótico: cuando la cabeza empieza a doler, la muerte llega a los cuarenta segundos, los hay que duran un minuto, pero no es bueno, porque vomitan su propio cerebro y el resto de tiempo que les queda de vida, parecen gallinas dando vueltas sin cabeza.

 

No soy demasiado cruel, creo que hubiera bastado con que todos esos muertos hubieran callado en su momento, no era necesario que murieran; pero lo cierto es que la humanidad no calla jamás y lo mismo que la mixomatosis controla la población de conejos, el planeta necesitaba un control de humanos. Y ahí la Mente infecta cumple su labor con una rapidez informática.

 

Me gustan las marionetas porque son mudas, les encuentro semejanza con los cadáveres “frescos”, porque una vez han pasado veinte minutos ya parecen lo que son: muertos.

 

Hace tiempo, usé el cadáver de una mujer madura de grandes senos para maquillarla como marioneta, le clavé clavos en las manos, muñecas, tobillos, codos y cráneo. Até cuerdas de color negro y las uní a una doble cruz de madera.

 

Le hice una serie de fotos espectaculares. Luego la metí en el triturador sin limpiarla.

 

Soy fuerte, alguien tiene que arrastrar a los muertos en días de viento y sol.

 

Prefiero arrastrar bebés antes que cadáveres adultos, pesan menos. Además, puedo cargar en un solo viaje a tres niños de meses en mis brazos.

 

A pesar de que ya estamos en pleno dos mil cien, muchos familiares meten monedas en mis bolsillos buscando que les proteja con mi inmunidad de una forma mística y mágica.

 

Los hombres y las mujeres son tan cobardes que se aferran a una cochina moneda por evitar el dolor.

 

No queda dignidad.

 

Nunca la hubo.

 

A mí me está bien, gano más dinero que un presidente de una nación (que todos han ido muriendo y ocupan sus puestos los inmunes que más cercanos estaban a ellos). Me gusta sentirme una especie de gurú para ellos.

 

Odio sudar, el mediodía es una lámina de metal ardiendo en mi espalda; pero cada vez que recojo un cadáver y lo cargo en mis hombros, el frescor de la carne muerta da alivio a mi piel y a mi alma.

 

Es al mediodía cuando la gente permanece en sus casas, lo que queda de ozono no es suficiente para proteger la piel desde la una del mediodía hasta las cuatro de la tarde. Estas horas son el toque de queda necesario para los que no mueren por la Muerte infecta.

 

Odio el verano y el viento recalentado. Llevo dieciséis cadáveres recogidos en poco menos de tres horas. A la tarde, cuando la gente vuelva a salir a la calle volverán a contagiarse otros cuantos más.

 

No importa que se pudran en la calle, la gente sabe que estoy solo, son pacientes. Y el olfato se acostumbra con facilidad a la carne podrida, el olor más espantoso que uno pueda imaginar, y que al cabo de dos o tres días, pasa desapercibido.

 

Los insectos mueren también por la Mente infecta, no tengo problemas con esos asquerosos animales.

 

La ciudad está maravillosamente vacía, de cinco millones, en cuatro años se ha pasado a tres millones de habitantes. Ahora, el número de muertes se ha estabilizado y si mueren dos mil al mes, nacen casi los mismos. La gente pasa tantas horas en casa, que folla más que nunca. Se rocían las casas y calles con un antibiótico específico desde hace un año, eso ha evitado la extinción de los humanos en las ciudades.

 

A veces pienso que la voz de muertos y vivos se ha quedado incrustada en las paredes, en el asfalto, en las farolas. El viento de verano trae toda esa basura en los mediodías solitarios.

 

Desde una ventana abierta llega un grito irritante:

 

— ¡Por el amor de Dios…! Me va a estallar la cabeza…

 

Escucho golpes, el sonido inconfundible del cuerpo cayendo al suelo y por fin el silencio. Treinta segundos. Hay vecinos que han bajado el volumen de sus televisores y han callado. Es una especie de homenaje a otro infectado.

 

Miro el cielo insípido y blanquecino en busca de nubes de tormenta, pero no las hay.

 

Anoto la dirección porque tarde o temprano me llamarán para sacar el cadáver de ese apartamento; seguramente cuando el olor a podrido no deje dormir a algún vecino.

 

Tengo hambre, me voy a comer.

 

Cuando me meto en el coche, me quito el abrigo anti radiación y dejo que el frío aire acondicionado me erice la piel. No sé si soy inmune a la pulmonía, pero me suda la polla.

 

El otoño.

 

El sol ya es más suave, su luz satura los colores azules, naranjas, rosas y morados de algunas casas y las hojas de los árboles contrastan con un verde intenso y potente contra el cielo plomizo. Colores polarizados que hacen de la muerte algo hermoso.

 

Fotografío un montón de siete cadáveres que he apilado en una esquina, junto a un árbol que ha dejado caer sus hojas secas en ellos. Es precioso.

 

Hago postales que se venden bien. Se ha hecho tan habitual la muerte en las calles, que la humanidad ha desarrollado simpatía por los cadáveres.

 

Hace poco más de dos siglos se puso de moda fotografiar a los muertos. Yo he reavivado esa costumbre.

 

Algunos buscan a sus muertos casi con ilusión entre la colección que les dejo ver y cuando parecen reconocer a algún familiar o amigo saltan de alegría y me entregan el dinero. Y el doble me darían si lo pidiera.

 

El olor de las carnes muertas se disimula con el de las hojas húmedas en los alcorques de los árboles y los grandes jardines. Trabajo en manga corta, con una deliciosa sensación de frescor. A veces me siento a fumar en los bancos de los jardines observando la cara crispada por el dolor del cadáver. Tomo su cartera y divago con su identificación quién sería y qué tipo de vida llevaría. Imagino su estilo al tomarse las sienes al morir.

 

A menudo me entrevistan en programas de televisión, el verano pasado me llamaron de un programa nocturno. El periodista y conductor del programa, es inmune como yo. Todos los puestos de relevancia están ocupados por inmunes.

 

— Nos encontramos con el recolector de cadáveres Neandro Expósito —anunció a la cámara como si fuera el puto delantero centro de un equipo de fútbol.

 

—Neandro: ¿Crees que ya ha empezado a retroceder la Mente infecta en estos últimos meses, tal y como asegura con sus cifras el ministerio de Sanidad? —me preguntó el presentador Oriol Artés.

 

Yo iba vestido con vaqueros y camiseta, él llevaba un traje de terciopelo auzl de la década de mil novecientos sesenta con una camisa con chorreras en pecho y puños. Me recordaba al detective de aquellas viejas películas: Austin Powers. Su mirada iba siempre hacia mi anillo de oro, una calavera con los ojos de rubí y un gran diamante en la frente.

 

—En absoluto, lleva ya casi dos años matando a un número aproximado de gente, no ha disminuido notablemente.

 

— ¿Cuántos trituras por semana?

 

—Entre doscientos cincuenta y trescientos.

 

—Y además encuentras tiempo para cultivar tu gran afición: la fotografía.

 

—Es una afición que nació con mi trabajo de recogida de cadáveres. Lo cierto es que antes de la Mente infecta, la fotografía no tenía ningún interés para mí.

 

A continuación hubo una pausa para mostrar un breve documental de mi obra. Mientras tanto me saludó informalmente.

 

— ¡Cuánto tiempo sin vernos! No pasan los años para ti. Parece que tienes aún treinta y cinco.

 

Nos conocimos hace veinte años. Ambos éramos operarios eléctricos, asistíamos a un curso de programación de autómatas.

 

No deja de ser una broma que los obreros alcanzaran el poder de una forma tan sencilla. Los poderosos morían aferrándose las sienes y unos pocos obreros fuimos más fuertes. Tal vez no fuera casualidad, tal vez la genética de hombres fuertes y de acción estaba predispuesta a que superara a los ricachos y poderosos con demasiada suerte.

 

—Pues ya voy a por los cincuenta y seis. Debe ser porque me paso muchas horas en las cámaras de trituración, el frío conserva bien la piel —le contesté con mi cínico humor negro.

 

La verdad es que sentía tenía tener setenta.

 

Él se había operado hasta el asco y daba la impresión de ser una caricatura de si mismo con una piel plástica. Indisimuladamente artificial.

 

Acabó el pase documentado de mis fotografías y volvió a la entrevista.

 

— ¿Crees que al fin se encontrará algún remedio rápido a la Mente infecta?

 

— Seguramente que sí, aunque no sé si lo hallarán antes de que se extinga la humanidad.

 

Mi respuesta no le agradó e improvisó una patética carcajada, mirándome con ira.

 

— Ahora en serio —corregí para evitarle un infarto—, las medidas profilácticas funcionan mucho mejor que hace tres años, tengo la esperanza de que pronto pueda jubilarme y dejar este trabajo.

 

Fue una entrevista aburrida y demasiado larga, un lucimiento para Oriol y sus chistes sin gracia para un público inexistente. Él es el dueño de la cadena de televisión.

 

Dejo la cartera sobre el cadáver después de haber sacado el dinero, no soy maniático, aunque la ley dice que he de triturar toda la ropa y objetos del contaminado.

 

Yo soy la ley, mi dinero y mi inmunidad lo dicen.

 

Como hay tanta cantidad de cadáveres, la incineración provocaría una alta contaminación, así que trituro en enormes rodillos dentados los cadáveres, y ese repugnante puré humano se vuelca en una solución ácida durante cuarenta y ocho horas, luego se trata a altas presiones para convertirlo en fertilizante y combustible. Yo me limito a llenar bidones de carne, huesos y ropa. Es otra empresa la que hace los restantes tratamientos, que ya no son tan peligrosos, puesto que los bidones sellados, los abren y vuelcan en la solución ácida los autómatas de la planta.

 

El sol se oculta lentamente y la franja plomiza avanza por la claridad como si fuera la Mente infecta de la atmósfera. Una ligera brisa hace crujir las hojas muertas.

 

El cadáver no cruje, solo se le mueve el cabello.

 

El otoño es bellamente deprimente, los que mueren y la naturaleza están en sintonía: la tierra desprende un húmedo olor a humus, parece rendir homenaje a los muertos. Es la época del año más hermosa haya muertos o no.

 

El otoño anticipa melancólicamente un ligero letargo de la Mente infecta, como un amigo que se va por algún tiempo.

 

El invierno.

 

El invierno es demasiado frío, no permite relajarse en la calle, aunque sigue siendo un millar de veces mejor que el verano.

 

Los colores son demasiado crudos o fríos. Se mueren los matices entre las heladas partículas de aire.

 

Los muertos ganan rigidez rápidamente y se hace difícil manipularlos.

 

Asocio el invierno con la esterilidad: los cadáveres huelen menos y la Mente infecta reduce su actividad, cosa que me asusta porque no sé que haría sin esa plaga. No podría volver a aquella mediocridad.

 

Tengo miedo de que un día, tal como apareció, se marche como una amante despechada.

 

La trituradora hace otro ruido, funciona más forzada y me duele la cabeza más a menudo.

 

Cuando me duele la cabeza, me preocupa. Me hace pensar en qué hubiera sido de mí sino hubiera sido inmune. No quiero dejar de serlo.

 

Incluso los que mueren en invierno, lo hacen más lentamente, tardan casi un minuto en deshacerse los sesos.

 

Por eso llevo un martillo colgado de mi cinturón. Cuando me encuentro con un infectado, le ahorro la agonía destrozándole el cráneo de un martillazo. No lo hago por filantropía, es por mí, porque me irritan sus gritos.

 

Me estaba limpiando el pus que me salpicó aquel infectado.

 

—Ojalá el día que me infecte, esté usted cerca para ahorrarme la agonía —me dijo un adolescente que observó como golpeé la cabeza de aquel hombre, aferrándome con un cordial apretón el brazo.

 

No olvidaré nunca aquellas palabras, estaba nevando y eran las cinco de la tarde, en la calle solo estábamos yo, el cadáver y el joven.

 

Pensé con cinismo: ¿Y ahora caminará por encima del agua?

 

Qué hijoputa soy.

 

Apenas tendría dieciséis años; pero su voz parecía la de un hombre ya mayor. El vapor que se escapaba de sus labios al hablar le daba un aura mística.

 

No le respondí, no tenía nada que decir; pero sentí que me apreciaba. Lo sentí como si una guja se clavara en mi corazón.

 

Una fría aguja de invierno, si existiera tal cosa.

 

Al instante sentí una especie de remordimiento porque no supe sacar de mí esa simpatía que él me transmitió.

 

Se acuclilló ante el cadáver, pasó los dedos pálidos de frío por los ojos legañosos y se los metió en la boca.

 

En diez segundos se llevó la mano a las sienes y sus gritos eran los de un joven cualquiera.

 

Le destrocé el cráneo al instante, hundí el hierro en su frente y plegándose sobre las rodillas murió antes de tocar el suelo con sus nalgas.

 

Hay gente que se cansa de ver tanta muerte, tanto dolor. Yo no.

 

Era un chico valiente. A veces me sabe mal que alguien muera.

 

—Lo siento amigo —dije cargándolo en mi hombro y arrastrando el otro cuerpo más frío por un pie hacia la camioneta.

 

No soy especialmente cursi; pero a finales del invierno, me encuentro esperando con impaciencia la llegada de la primavera. O mejor aún, sueño con que el planeta gira al revés y vuelve a ser el otoño pasado.

 

Llevé al adolescente al asiento del conductor y lo senté con las manos al volante, giré su cabeza hacia la ventanilla para que se vieran con claridad sus ojos legañosos y su juventud para fotografiarlo. Luego lo metí en el furgón con los demás.

 

Los cadáveres con este frío no desprenden su característica baba fluida, se les queda la boca llena, como si no acabara de gustarles la gelatina. Cuando los fotografío así, me recuerdan a deficientes mentales. La Mente infecta no se conforma con despojarlos de la vida, les arrebata la dignidad.

 

Aún así, me siento orgulloso de las imágenes que capto.

 

La primavera.

 

La considero como un otoño estridente, demasiado ruidosa de luz y sonido; pero preferible al invierno.

 

Hace once años que murió oficialmente la primera víctima de la Mente infecta.

 

La tarde de aquel sábado estaba follando en la mesa del comedor con Marisol, mi esposa. Nuestras hijas adolescentes, Liz de diecisiete y Nicole de quince años, se habían ido al cine con sus amigas.

 

Yo pienso que mis hijas y mi esposa debieron de ser las primeras víctimas oficiales de aquel día; pero no me interesa ese honor.

 

Yo pensé que estaba llegando al clímax cuando se llevó las manos a las sienes y sus muslos se abrieron más dejando ver con toda claridad mi pene hundido en su vagina. Aceleré mi ritmo para eyacular. Cuando gritó a pleno pulmón que le iba a reventar la cabeza, comencé a eyacular brutalmente excitado por la intensidad de su orgasmo.

 

Y cuando se formaron por fin las lágrimas de pus en sus ojos y quedó inmóvil, me separé horrorizado de ella dejando caer gotas de semen en la mesa. El mismo semen que su vagina inerte dejaba escurrir como si lo rechazara. Como si ya no fuera necesario.

 

Mis dos hijas se infectaron tan pronto como llegaron a casa. No se conocía la Mente infecta aún y la ambulancia no se dio demasiada prisa para llegar.

 

Cuando llegaron del cine Liz y Nicole, se cruzaron con el cuerpo de su madre, lloraron a gritos en el portal de la casa. Cuando entraron en el apartamento, se llevaron las manos a las sienes ante mí y murieron sin que las pudiera abrazar.

 

Allí entendí que esa puta bacteria era como un dios: te jode todo lo que puede, luego te dice que te ama y te da algún regalo. Como hacemos con los perros.

 

La primavera evoca con serenidad y contundencia recuerdos dolorosos enredados entre el perfume de las flores y en las patas de los insectos zumbando nerviosos e insistentes entre la flora de los parques y las macetas de las ventanas.

 

Perfuma el aire mezclándose con la podredumbre de los cadáveres más que ninguna estación, pero no me gusta esa mezcla, me provoca náuseas.

 

Cuando no trabajo me entrego a excesos como la prostitución, el juego o la compra de seres humanos sanos para mi servicio. Tengo tanto dinero que no sé que hacer con él. Me acuesto con mujeres a las que infecto para poder repetir aquella última cópula con mi mujer. Me masturbo evocando aquel momento.

 

No quiero que acabe, no quiero que la gente deje de morir, no quiero dejar de recolectar muertos. Es mi poder, es mi vida, mi triunfo.

 

Sin la Mente infecta, acabaré abandonado a recuerdos aciagos. Mi vida no tendría sentido, no se diferenciaría de ninguna otra.

 

Y he de preservar mi estatus.

 

Sí que hay una tendencia a la baja en cuanto a infectados; el ministerio de sanidad tiene razón. Cuando eso ocurre, derramo la carne triturada de los cadáveres en estratégicos rincones durante mi recorrido por la ciudad.

 

Levanto un cadáver y mancho suelos, paredes y árboles con carne ensangrentada disimuladamente.

 

En esas temporadas en las que la infección parece retirarse, me muevo por la ciudad con las manos sucias, rozando personas y animales con ellas. Tocando vasos y tenedores en las mesas vacías de los restaurantes.

 

La Mente infecta no desaparecerá jamás si yo puedo evitarlo.

 

Mató lo que amé a cambio de darme el poder y una vida diferente.

 

El diablo (si existe) compró mi alma (si tenía) sin mi consentimiento, ergo soy su esclavo y el verano es una mierda.

Iconoclasta

Precioso… Llueve y lo mejor que me cae en el techo del coche es un escarabajo casi muerto moviendo sus asquerosas patitas hacia el cielo. Tal vez sea Gregorio Samsa, voy a ver si lo convenzo de que viva un rato más para que nos vayamos a tomar unas copas y me cuente ese rollo de la metamorfosis, que tengo un par de individuos que me interesa convertir en cerdos (ya lo son, me refiero a su anatomía).
Y me paso el surrealismo por el culo. Ya tengo asaz de ello.

Nada hay más caliente que el humo de mi cigarrillo que me abrasa los pulmones.
Pareciera que me he pasado la vida entrenando para respirar el ardiente aire del desierto.
El aire del desierto no me puede ya molestar demasiado.