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Me despierto.
La erección como cada mañana me molesta y un flujo espeso cuelga del glande creando un filamento frío que se me pega al muslo; pero no importa, hace tiempo que dejé de intentar dominar mi animalidad.
Fuerzo el pene hacia el inodoro, es incómodo, pero es el primer placer de la mañana: tocar toda esa dureza y que mis dedos se pringuen de ese fluido que se enfría rápido como el semen cuando no está en mis cojones, cuando está en su boca, en sus labios, entre sus dedos delgados largos, hábiles y excitantes, en sus rizos… Cuando me lleva a correrme sin control y sus pechos de agresivos pezones hostigan la piel de mis muslos.
Un escalofrío recorre mis brazos, orino un semen espeso, de una blancura cegadora, pesado. Cae primero en intermitentes chorros y luego gotea tranquilo y dulce.
Un orgasmo tranquilo me despeja, es la más placentera meada que he hecho jamás.
No me planteo que los conductos seminales se hayan roto y todo se mezcle, que tenga un tumor o una infección. Lo que sabe bien, lo que da placer, no es malo.
No puede serlo.
No importa.
No hay un Dios metido en la punta de mi polla diciéndome que lo que más me gusta es pecaminoso, prohibido por leyes de mierda.
Me lo sacudo cuando parece que ha acabado de salir todo el esperma y pienso que está bien, que me gusta mear leche y en la madrugada abortar de una forma obscena los hijos que podrían haber existido: directamente a la cloaca, sin preámbulos.
De forma tal, que pareciera que mi naturaleza ha mutado para ser partícipe de la extinción de la humanidad.
Y como una conclusión, pienso que nunca he tenido instinto de ser padre.
No importa la reproducción, soy un hedonista radical.
Hay asaz gente en el planeta.
Soy práctico y reflexiono sobre el momento en el que se la meta, o cuando entre sus pechos me acoja este rabo rebelde y extraño y llegue mi orgasmo: ¿Le haré una lluvia dorada?
He de cuidar mi alimentación…
¿Saldrá orina cuando me corra? ¿Mi placer durará lo que una larga meada? ¿Hasta tal punto estoy confuso que mi cuerpo ha perdido el control de conductos y sensaciones? Soy un X-Men del semen, un mutante.
Un extraño y maravilloso mutante.
No importa lo extraño, importa el placer.
Para variar he tenido suerte, no me ha ocurrido como a Gregorio Samsa y he despertado convertido en un repugnante y baboso escarabajo.
Aunque siempre me despierto baboso… Cosa que no tiene nada de asqueroso.
Tomo un café, fumo un cigarro y pensando en mi próxima meada divago y se me pone dura otra vez. Mis testículos están contraídos, noto como fabrican semen.
Subo a la habitación donde aún no ha despertado y enciendo la luz de la mesita.
Los niños duermen y el sonido de mi respiración excitada es más potente que los sonidos del sueño de todos ellos, está a punto de amanecer y mi pene palpita.
Subo en la cama y me arrodillo a su lado, retiro la sábana que la cubre y dejo sus pechos desnudos.
No tengo erección, pero se ha activado un reflejo de expulsar algo por el glande. Lo hago.
Y de nuevo brota el semen por el meato. Se estrella en su cuello y en sus pechos con las primeras y explosivas salidas; luego el semen es tranquilo y riego sus pezones, su vientre, el ombligo y acabo depositando mis últimas gotas en sus labios.
Está gimiendo, se está masturbando, se ha untado los dedos con la leche y se frota el clítoris con energía y rapidez. Su otra mano aferra mi polla y la sacude contra los labios y la lengua.
Cuando se corre sus uñas hieren la piel de mi bálano y a pesar de que mis cojones parecen seguir bombeando, se ha acabado el semen.
— ¿Cómo lo has hecho? ¿De dónde ha salido todo eso?
—No lo sé. Simplemente me he despertado y en lugar de orina he expulsado semen.
— ¿Te duele?
—No.
—Me gusta —susurra extendido el semen que ha quedado en sus dedos en la vagina.

No he podido orinar en todo el día, tengo una fuerte presión encima del pubis, sé que debo mear para no morir.
Cuando llega a casa al mediodía para el descanso de la comida, se lo digo, que o meo o la palmo.
Toma un guante de látex y me toma de la mano dirigiéndonos al baño.
—Mearás, desnúdate.
Me desnudo y ella también, nos metemos en la ducha y se calza el guante de látex en la izquierda. Está excitada, sus pezones están duros, su raja brilla y está lechosa.
—Dobla la espalda hacia adelante y abre las piernas.
Lo hago y me agarro a la jabonera.
Toma mi pene que se endurece rápidamente al contacto con su deseada piel. Me mete un doloroso y brutal dedo que me duele al hurgar en lo profundo del culo.
Me excita, me duele, me excita, me duele…
Mientras tanto masajea el pene de arriba abajo.
Me siento como un semental, me siento animal.
Sin que pueda hacer nada por evitarlo, su dedo hace presión en un determinado punto y un potente chorro de orina se me escapa sin control. Temo que el meato se rasgue por la presión y el enfermizo calor de los meados.
Ella intenta no gemir, y falla. Deja correr su orina también en esa posición acuclillada, con la vagina completamente abierta. Su chorro es enorme y salpica la pared.
Y moja los pies.
Cuando la orina ha cesado, saca el dedo del ano.
—No te muevas —me ordena —. Te quiero vaciar todo.
Con energía, masajea mi pene en vertical, haciéndome daño en los cojones, con rapidez.
Mi pene está tan duro… He descendido dos estadios hacia la involución.
Su cabello ahora está entre mis muslos y su boca está tan cerca de mi glande que siento su aliento.
Y ahora sí, ahora sale el semen, brota abundante regando su cara, chorreando por su cabello. Su guante está manchado de sangre.
—Hay algo muy extraño en tu próstata, hay un bulto duro como una piedra.
Blasfemo con las últimas gotas de leche que sacude.
Las mutaciones no suelen ser como las de los X-Men. No habrá final feliz…
Y todo está bien. Todo es perfecto, dejamos que el agua nos limpie.
— ¿Te sientes bien?
—Ahora sí, después de mear me siento bien por fin.
—No vayas al médico, te quiero así.
—No iré.
Ella es una hedonista radical. Una enfermera sin piedad.
Lo importante es el placer, cueste lo que cueste, porque al final, nos espera una aburrida vida mediocre con una muerte mediocre.
Y prefiero el placer. Ella también.
Aunque me muera.
O se muera ella.

Entre el semen aparecen trazas de sangre, vetas finas y perfectamente definidas que rompen la uniformidad de lo blanco.
El placer sigue siendo inmenso.

La sangre mana a borbotones, no parece una eyaculación.
Es hemorragia apestosa.
Ya no hay semen, ha degenerado tanto mi cuerpo y ha crecido tanto el tumor, que siento que tengo un bebé de los que nunca seré padre metido en los intestinos.
A ella le doy asco, me tengo que meter el dedo en el culo yo mismo, ya no hay placer.
Cada vez que orino, grito y me derrumbo. Hay restos de carne en el dedo con el que estimulo la próstata o en lo que se ha convertido.

Ella y los niños me mantienen encerrado en el trastero, como hicieron con Gregorio Samsa convertido en un escarabajo.
Mis hijos también son unos hedonistas puros.
El esfínter ya no retiene el intestino, que se me escapa por el culo como un gordo gusano podrido.
Morir será un placer.
Soy un hedonista puro y radical.


Iconoclasta

—Hola Yomismo. ¿Qué haces ahí fumando en la penumbra?
—Me he dado un baño de vapor, estoy cansado para soportar el peso de la luz. También me he dado un baño de ridículo.
—Nunca aprenderemos; pero es normal, estamos cansados Yomismo.
— ¿Tú también eres Yomismo?
—Nos confundimos como se confunden en las caricaturas Robert de Niro, Al Pacino, Dustin Hoffman y Jack Nicholson.
—No me hagas reír, estoy jodidamente cansado.
—Pues riamos y fumemos en la penumbra, nadie nos verá reír tan ridículamente.
—Me gusta sudar…
—Y no nos gusta el jabón.
—Somos unos cerdos.
—Unos cerdos cansados.
—Sí que lo estoy (cansado).
—Ya se acabó, unos días más y morimos.
—Ojalá no volvamos a hacer el ridículo antes de morir. Tenemos que vigilarnos mutuamente. ¿Quién de nosotros dos habla ahora, Yomismo?
—Da igual… Morir con una paranoia te garantiza una entrada al cielo de los escritores más patéticos. Es bueno, ridículo, pero interesante.
—Estoy realmente cansado, Yomismo.
—Tranquilo Yomismo. Ya no importa lo que pase, importa que acabe.
— ¡Qué acabe, por favor! Cansa vivir tanto. Más de medio siglo hace mierda las cervicales.
— ¡Venga, otro baño de vapor a tope de fuerza! Si tenemos suerte, ese corazón miserable que va a su puta bola y no le importamos, fallará.
—Y acabará, Yomismo, por fin descansaremos.
—No hace falta jabón.
—No me hagas reír, estoy cansado de veras.
—Nos vamos, ponte en pie, esto se acaba por fin.
—Hasta que se caiga la piel.
—Así será, como serpientes…
—A descansar, Yomismo.
—Igualmente, Yomismo.
—Yomismo…
—Dime.
— ¿No podríamos cerrar un poco la salida de vapor? Se nos está pegando la lengua al paladar.
—Muy gracioso…

Iconoclasta

Estoy tan acostumbrado a la vida, que no soy consciente de ella, me muevo y deambulo como un animal, tal vez peor. Busco coños con mi glande henchido y empapado; es una antena eficaz que detecta hembras a las que metérsela.

Busco coños, porque no sé que otra cosa me pueda interesar.

Soy como un viejo animal que hace siempre lo mismo, que olisquea el culo de una hembra e intenta beneficiársela por el culo por el primer agujero que encuentre.

Es importante el concepto de agujero, porque eso lo hace todo más fácil. No se puede ser inconsciente y a la vez exigente. Son antítesis.

No importa.

Respiro y no pongo interés en ello. Me alimento sin alegría, la muerte es algo que ya vendrá.

No tengo nada ni nadie.

Asesino lo que está cerca, sé matar lo vivo y los espejismos: emociones humanas que ya no son emociones de tan vulgares, son puro sedimento calcáreo en mi cerebro.

Está bien, no es bueno ni malo, es así.

Tal vez el animal tenga conciencia de adonde va.

Yo la tuve un día.

Los demás, los otros,  los que me rodean ríen, sienten y aman todo  lo que está cerca de ellos, todo lo que un día se cruzó en su vida.

A mí me la pela, todo fueron errores que cometí inconscientemente. O tal vez a conciencia, pero ya no importa, soy uno con la basura: Om.

Yo no lo entiendo, no entiendo de esas cosas de amor y amistad. No me sirve de ejemplo tanto cariño y tanto amor. Voy por libre, soy extranjero en el planeta.

Es un hecho que los humanos se amen y hagan amigos y familia y toda esa mierda difícil y complicada. No me afecta.

Sigo en movimiento inconscientemente como la mano que lleva el tenedor a la boca. O el movimiento de mis nalgas al violar a una hembra.

De la misma forma que meo, cago o me corro.

Solo soy consciente de que fumo, no necesito ninguna conciencia más.

La capacidad para la inconsciencia se adquiere con el tiempo, a menudo cuando vas a morir, un poco antes en mi caso; pero nunca es tarde si la inconsciencia es buena.

Apenas me doy cuenta de que aplasto un cuerpo bajo las ruedas de mi coche. Apenas me doy cuenta de que no importo, de que soy molesto, de que soy bulto.

Y está bien, inconscientemente, me importan poco esos hechos.

Inconscientemente me doy cuenta de que no hay amor, de que no hay posibilidades de ello.

Sin pena me doy cuenta de la esterilidad de mis cojones.

Tener hijos nunca ha sido algo que me preocupara. Seguramente, inconscientemente los hubiera matado, o se la metería a mi hija hasta que sus intestinos infantiles se pudrieran por los hematomas de mis embestidas.

Apenas me doy cuenta de que los días pasan, no sé si es ayer o mañana.

Apenas soy consciente de mi erección, es habitual.

Apenas soy consciente de que me acaricio rítmicamente la dureza que palpita viva como una infección.

Apenas me doy cuenta de que he eyaculado, el semen tiene la temperatura de la piel de mi vientre.

El templado semen da paz, como un baño relajante de mí mismo.

Apenas me doy cuenta de que mis ojos se cierran en la penumbra de las cortinas cerradas, de que entro en un narcótico sopor donde no soy consciente de que estoy solo.

Y está bien.

Está tan bien como la sangre que mana del cuello de la puta cocainómana con nariz de boxeadora. Apenas me doy cuenta de que  le hago un corte rápido e indoloro con la navaja de afeitar en el cuello, cuando está concentrada en chuparme la polla con los cuarenta euros que le he dado aún en la mano. Quiere que me corra rápido y poder hacer diez mamadas esta noche y llevarse una pasta.

Siente la cálida humedad de la sangre que le gotea por el mentón, se palpa el cuello y me pregunta que he hecho, si soy un hijo puta y esas cosas. La saco del coche de una patada y camina torpemente sobre unos tacones monstruosamente altos, para caer al suelo, con la mano en el cuello intentando detener toda esa sangre que se escapa. El hilo del tanga lo lleva metido en el coño, profundamente. Y sueño que es un cable de acero y con ello, partirla en dos en vertical.

El dinero está sucio de sangre en sus manos. Y mis cojones también, están llenos de su sangre.

Paso las ruedas por sus piernas, pero no  está lo suficientemente muerta como para no sentir dolor.

Oigo risas de borrachos.

No sé donde voy, no importa.

Inconscientemente sabré que hacer.

Asesinar es otra vulgaridad, otro acto que se lleva a cabo de forma inconsciente. Yo debería haber clavado a Cristo en la cruz, hubiera hecho un buen trabajo. Con profesionalidad.

¿Eyaculó Cristo en la cruz cuando escupió la vida por la boca entre sangre y vinagre?

Seguro que lo hizo inconscientemente, como yo.

Somos parecidos, al fin y al cabo.

Es un hecho, otro de tantos.

Deambulo inconscientemente, ya llegará la muerte, no importa.

Soy un inconsciente.

No puede hacer daño, a mí no.

Iconoclasta

Estaba agonizando, Dios estaba casi muerto convulsionándose débilmente tirado entre dos coches. Las puntas de sus dedos estaban cárdenas como si la sangre se retirara hacia atrás, como si ya no quisiera regar la carne.

Que fuera Dios, lo supe porque lo decía una placa de identificación barata que se encontraba en el suelo prendida por la cadena de bolas, como la de los tapones de lavabo, de su cuello:

DIOS CREADOR TODOPODEROSO

RH: DIVINO. GRUPO: CÓSMICO

DOMICILIO: OMNIPRESENTE

—Tú no eres Dios, eres un fraude.

—Siempre lo has creído así, es tarde para convencerte. Eres mayor.

—Nunca me has visto, no me conoces.

—Soy Dios.

—Te mueres, no eres nada, ni nadie. Los dioses no pueden morir porque no existen. Es así de fácil.

—Deberías ser Dios, todo lo sabes.

—Yo no sé nada de mierda. Solo afirmo. ¿De qué estás muriendo?

—El cuerpo humano no soporta tanta divinidad, la sangre se seca por el calor de mi poder.

—Y una mierda. Eres el drogadicto que el martes me pidió un cigarro. Te has metido una sobredosis o bien el sida te está pudriendo.

—Estoy muriendo en este cuerpo. Si soy un drogadicto, alguien que muere, podrías ser más cordial.

—No estoy de humor para cordialidades. La piedad es una cuestión moral que no me afecta. No creo en Dios, ni siento amor por el prójimo. Solo hago lo necesario para que la vida sea cómoda. Y la muerte es tan vulgar como todo lo que me rodea.

— ¿Te quedas conmigo hasta que muera?

—No, tengo prisa.

—Verás a mis ángeles ayudándome a desprenderme de esta carne.

—Mira, si quieres te doy un cigarro y me largo. Me espera una tía buena en el motel y voy justo de tiempo.

No respondió nada. Sonrió, cerró los ojos y dejó de temblar como un maldito gato mojado. Quedó muerto.

Cuando lo toqué no había ningún exceso de calor por divinidad alguna en su piel.

Seguí mi camino tras escupir en su infecto pecho. Giré por la calle en la que se encontraba el motel y me crucé con tres tipos con alas en la espalda. Los tres muy altos y corpulentos, muy rubios. Toda esa mierda de nórdicos y modelos maricones que no me impresionan ni aunque sangren. Ni siquiera me hubiera fijado en ellos de no ser por el disfraz.

Di media vuelta y los alcancé.

—Vuestro amigo está entre aquellos dos coches.

—Gracias. Un vecino que lo conocía nos ha llamado al hospital. Nos ha dicho que se había caído y que un hombre le hacía compañía. Es usted muy amable —dijo uno de ellos sacándose la peluca para lucir una generosa calva bronceada.

—Un huevo —pensé.

—Es inofensivo. Está muy mal y se ha escapado del ala psiquiátrica con el ajetreo de una fiesta de pacientes —añadió otro de los ángeles, también quitándose la peluca que le hacía sudar copiosamente.

—Pues ahora es más inofensivo que nunca. Está muerto —respondí sin ningún tipo de teatralidad ni emoción.

—¡Pobre Enrique! Vaya día de cumpleaños ha tenido —se lamentó el tercer ángel.

—Estaba ya consumido por el sida y deliraba. Gracias de nuevo por acompañarlo en el final.

—Ya he conocido sus delirios. Me ha contado que vendrían unos ángeles a recogerlo. Yo iba a llamar a la policía cuando me he encontrado con ustedes —les mentí sin entusiasmo.

Les di un número de teléfono falso con prisa y volví a ponerme en camino hacia el motel Salto del Tigre.

En la recepción pregunté por Valeria Gutiérrez.

—En la 314 —respondió con desgana un tipo gordo y sudoroso.

—Has llegado un poco tarde —me dijo cuando entré la potente morena de larga melena rizada.

—Me ha entretenido Dios muriendo.

—¿Sabes? Cuando ayer nos conocimos, a los pocos minutos me enamoró ese sarcasmo tuyo tan cruel —decía acercándose hasta que me besó la boca.

—Y a mí me la pone dura tus tetas y tu boca. La mamas bien, fijo.

—Puedes estar seguro, Sr. 666 —respondió sensualmente acariciando mi escarificado tatuaje.

La desnudé y la obligué a que se metiera la polla en la boca agarrando un mechón de su cabello con el puño.

No le gustaron mis modos.

—No soy una puta ¿eh? Podrías ser amable.

—Ni con Dios si existiera.

Le pegué un puñetazo en la mandíbula y quedó aturdida. La desnudé de cintura para abajo, la obligué a apoyar los brazos en la cama y tras separarle las piernas con las mías, le rasgué el ano penetrándola.

Unos segundos antes de eyacular entre sus excrementos, le hundí el filo del cuchillo en el cuello hasta que las vértebras frenaron el avance.

Me quedé en la habitación de ese asqueroso motel observando con amabilidad y cordialidad como se vaciaba de sangre. Mi pene aún sufría espasmos por el orgasmo cuando la hermosa Valeria dejó de hacer ruidos líquidos intentando respirar.

Me limpié la mierda pegada en el glande con las sábanas y me largué de allí.

Al recepcionista le saqué un ojo.

A la mierda la educación y la amabilidad.

Ya os contaré más cosas de urbanidad, buenos modos y piedad.

Siempre sangriento: 666.

Iconoclasta

Una vez afirmó ante su mujer y su hijo e hija, que la sociedad estaba haciendo de él, el sociópata perfecto. Ellos rieron porque había un sarcasmo divertido. Es difícil discernir entre frustración e ironía si no se es viejo y perspicaz.

Demasiado trabajo y poco dinero. Demasiado esfuerzo para que otros treparan a sus espaldas para parasitar su sudor. Demasiadas obligaciones que no le dejaban espacio ni para el pensamiento.

Es un error cargar a una mente imaginativa con la monotonía y el abuso que imponen las instituciones y la vida en sociedad como una dosis de droga que se da a la chusma. El alcohol cumple su cometido.

Hay cosas que se acumulan como los índices de radiactividad.

Se despierta, caga y fuma, toma un café y fuma, toma sus bolsas de basura y fuma, sale hacia el trabajo, no fuma en el metro porque no hay lugar donde esconderse de tanta carne. Fuma en el trabajo a pesar de que está prohibido, ahí hay lugares, cagaderos donde fumar.

Un mando sin cerebro le da órdenes, él obedece pensando que es un tarado y que un día lo va a matar. Aún así se da cuenta, de que hay tantos idiotas, tantos que ponen sus huevos en su espalda y le hacen asemejar un sapo, que no los podría matar aunque naciera cien veces.

Abandona su trabajo, se mete en la sala de máquinas y fuma. Y sueña con ser malo, con dar una buena lección al mundo de mierda.

Llega a casa, la mujer aún está trabajando, sus cojones huelen a orina rancia y no se ducha. Más que nada para molestar a los demás, para que su olor de macho y cabrón ofenda el olfato de los otros.

Cuando se sienta en el sillón con un vaso de refresco y un cigarro, el vapor de sus genitales sube a su nariz y se siente muy salvaje. Son cosas instintivas. Sus sobacos huelen y a pesar de que ofenden a su esposa, no se lava.

Es una discusión sempiterna.

Por otra parte ha obedecido ya suficientes órdenes todos “los putos días de su puta vida”.

“Tiene sus prontos, pero es un buen hombre, un buen trabajador”, comenta a veces su esposa con amigas o con su madre las veces que se caga en dios o en la virgen.

Es lo mismo que decir que es un borrego al que se le permite balar de vez en cuando. Él no es un hombre bueno y afable; es un predador en esencia. Su dolor de cabeza lo confirma.

Se lleva las manos a las sienes, siente las venas irritadas y los huesos del cráneo como si se hundieran para presionarle el cerebro. Hay un tumor pulsando, aunque no lo sabe a ciencia cierta se lo imagina; siente una pelota dentro del cerebro y a veces se mueve en él.

Justo en el centro de su frente hay una presión que ningún analgésico puede aliviar y conecta directamente con su vientre, a menudo siente ganas de cagar; pero sus intestinos no tienen mierda en esos momentos.

Suena el teléfono:

—Diga —responde malhumorado porque se ha tenido que levantar del sillón.

—Papá, me tienes que venir a recoger al gimnasio a las diez.

 —Allí estaré —dice al tiempo que cuelga el teléfono.

—Coño. Me cago en dios… —no exclama, solo recita suavemente, con los dientes apretados.

Está molesto porque tendrá que bajar al parking a las nueve y media, sin haber cenado y meterse en el coche durante veinte minutos para ir a buscar a su hija, a Saray que tiene dieciséis años.

No es por cansancio, es por aburrimiento.

Enciende el televisor y escoge una película de ciencia ficción, donde los personajes están muy lejos, en lugares oscuros y sin vida donde un fallo es muerte segura. Aquí, donde él se encuentra un fallo es solo un acto más de monotonía que no trasciende.

Acaba la película y se dirige al coche.

Camino del gimnasio fuma de nuevo, a veces escupe sangre de lo irritadas que tiene las cuerdas vocales, no se da cuenta de que en la manga de su camisa hay unas gotas. Su cabello está apelmazado, cosa que ha visto y no ha reparado, más que nada para demostrar que no es un padre feliz de tener que ir a buscar a su hija cada dos putos días al gimnasio.

Está realmente cansado.

Cuando Saray sale del gimnasio, la observa como si fuera una extraña: un mallón negro delata una vagina abultada y su camiseta corta deja al descubierto un vientre plano y un ombligo con un piercing. Su hija parece tener veinticinco años.

Recuerda un pasaje de la biblia que citaban en un libro que leyó hace unos años, tal vez ayer porque el tiempo parece no transcurrir: “Ninguno de vosotros se acercará a un pariente para descubrir su desnudez. Yo Yahveh”.

Su hija no le gusta, le parece simplemente algo aburrido que ha salido de él, no le aporta ningún estímulo sexual su coño marcado o sus tetas que se mueven aún agitadas por la fatiga del spining.

—Hola papá —le saluda con un beso al sentarse a su lado.

—Hola —le responde encendiendo un cigarro.

Escupe y se le escapa la mucosidad.

—Qué asco… Deja ya de fumar un poco.

No le hace caso.

Cuando llegan a casa, acciona el mando de la puerta. El tiempo de bajar los tres pisos del garaje le ha pasado en blanco, son tantas veces que lo ha hecho, que no registra nada su cerebro de ese instante.

Cuando Saray se apea del coche, la observa subirse el mallón y ajustándolo más a su piel.

Se dirige a ella, la empuja contra el capó del coche y le mete la mano entre las piernas.

— ¿Qué haces? Esto no es una broma.

—Nada es una broma, Saray —le responde con desgana, rompiéndole de un tirón en la cintura la malla de gimnasia.

Un tanga rojo cubre escasamente su vagina. Ella le da una bofetada y él le devuelve un fuerte golpe en la sien con la almohadilla del puño. Su hija lo mira con los ojos abiertos de par en par, en el derecho se ha formado un feo derrame y de su boca cae un fino hilo de baba. Se derrumba encima del capó del coche.

Él la penetra sin quitarle el tanga. Se extraña ante la estrechez de su vagina, requiere un esfuerzo y le duele un poco el pene al penetrarla, no está acostumbrado. Ni siquiera le ha dado por culo a su mujer. De pronto siente que cede y todo su pene entra raudo de una vez, la sangre del himen rasgado corre por sus testículos. No es tan sugerente follarse a una virgen, la sangre molesta e irrita el glande con el continuo roce que exige la cópula.

Está a punto de eyacular, levanta la camiseta y descubre los perfectos pechos juveniles, le gusta como se agitan. Son iguales que los de su madre cuando era joven.

Se corre sin gemir, sin espasmos.

Sin limpiarse de sangre, se abrocha el pantalón, abre la puerta de su asiento y saca de debajo del asiento la barra antirrobo.

Golpea la cabeza de su hija hasta que el pelo se confunde con el cerebro.

Respira hondo, no hay furia y observa a su hija muerta como un problema resuelto y una lección a esta puta ciudad. Le preocupa la policía y piensa en como será la vida en la cárcel. O en un manicomio.

No quería matarla, y menos follarla; pero ha considerado que su vida necesita un cambio, le gusta imaginar lo que pensarán sus amigos y jefes, qué comentarán con la policía sobre el gran trabajador que era y lo que sin embargo, cometió. Se les pondrá la piel de gallina de pensar que ellos también podrían haber muerto en sus manos, por su simple capricho. “Era un hombre que pagaba puntual el seguro del coche”.

Cuando matas a tu propia familia, demuestras el desprecio más grande, el más obsceno.

Es así como lo ha decidido y lo ha hecho, es así como funciona de verdad y definitivamente, rompiendo todo vínculo de buen hombre y afable. No hay que ser muy listo ni muy desalmado para matar a nadie, basta con estar asqueado y aburrido.

Se siente bien porque ha hecho lo que debía, lo justo.

Sube a su casa, al quinto piso, cuando entra su mujer se está duchando.

Carlos, su hijo, no ha llegado, debe estar de camino de la universidad, tal vez se ha metido en un bar con sus compañeros a tomar una cerveza. Suele llegar a las diez, tiene veintiún años.

Entra en el baño.

—Hola Olga.

—Hola cariño, ahora salgo.

Está orinando y se observa la polla sucia de sangre con tranquilidad.

— ¿Otra vez estás fumando?

—Sí, coño.

— ¿Qué hace Saray?

—Se está cambiando de ropa en su cuarto.

Se le ocurre que podría follarse a la madre de su hija por el culo. Se dirige al cuarto y la espera tendido en la cama, no se preocupa de que la ceniza caiga en las sábanas.

— ¿Aún no te has cambiado? —le pregunta extrañada Olga al entrar en el cuarto.

—No, voy a salir dentro de poco —dice levantándose.

Se acerca a su esposa por la espalda en el momento que se envuelve la cabeza con la toalla y la lanza a la cama boca abajo para cubrirla con su cuerpo.

—Elías, que Saray puede entrar.

—Saray está muerta.

— ¿Qué has dicho?

Se saca el pene por encima del elástico del calzoncillo e intenta penetrar el ano de su mujer, pero no puede porque ella no deja de moverse y es virgen por el culo. Demasiado estrecho.

—Que me dejes, cabrón.

Olga se da la vuelta y le araña las mejillas.

Elías toma la lámpara de acero de la mesita de noche y le golpea la boca sin que Olga cese de gritar. Y la sigue golpeando hasta que las piezas dentales de la mujer saltan al suelo y a las sábanas. Hasta que la policía entra derribando la puerta de la vivienda, porque un vecino ha visto el cuerpo de Saray encima del capó del coche y ha dado el aviso.

Cuando los agentes separan los dos cuerpos, Olga tose escupiendo los dientes y las muelas, su mandíbula está deshecha. Un par de bomberos la cargan en una camilla y se la llevan a toda prisa.

— ¿Cómo puede haber hecho esto? —le dice el policía que le coloca las esposas.

—Lo dije, estaban fabricando al sociópata perfecto.

—Tú has visto demasiadas películas, hijo puta —responde el otro agente que lo encañona con el arma.

———-

Soy el fracaso de los psiquiatras, la vergüenza de mis padres, la decepción de mi hijo, el terror de mi esposa. En el centro de mi frente hay una presión que las drogas de los médicos no pueden aliviar, aunque yo les digo que sí, que ya no me duele.

Las sienes me laten irritadas donde tengo las cicatrices de los electrodos con los que me descargan electricidad para que me someta a ellos.

No conseguirán jamás que me someta de nuevo a nada de lo que han creado.

No importa el dolor que causo o he causado. No importa que le duela al puto Jesucristo si existiera. Mataría a mi esposa si pudiera y si resucitara el coño de mi hija, lo volvería a follar.

Mi sonrisa ha muerto, ya ni puedo ser cínico. No puedo esconder el desprecio que siento y el desencanto de vivir. Ya no puedo disimular mi hostilidad y peligrosidad. Los enfermeros me tratan con miedo y eso me proporciona erecciones.

Ayer violé a una vieja de noventa años del pabellón  de Alzheimer, me escapé tras la inyección sedante que pensaban me dejaba imbécil; pero soy listo. La vieja se lo dejó hacer todo, cuando me encontraron encima de ella, ya la había inundado de semen.

No quiero ser feliz.

No me interesa volver a aquella mierda. Aquí tengo pesadillas y experimento con algunas drogas que mi mente se escapa a lugares peores donde todo es maravillosamente desconocido y hostil. No existe la monotonía, la cotidianidad.

Podéis descargar vuestras electricidades en mis sienes; partirme los dientes con esas descargas a pesar del protector.

¿No os dais cuenta, tarados, que me faltan todas las muelas?

Las he destruido yo mismo apretando las mandíbulas cada noche al dormir, a lo largo de mi vida de mierda. Por asco, por desprecio, por una ira cancerígena que me hacía dormir tenso como la polla con la que violo.

Porque sabía que me quedaba por vivir años y años de lo mismo.

Pero rompí el conjuro.

Soy mejor matando que trabajando.

Y me alimentan igual.

Tal vez, y solo es una posibilidad, una par de minutos a lo largo de mi vida he llegado a sentirme contento a pesar de toda esa gentuza que he conocido y que pensaba que aún tenía que conocer.

Fijo la vista en un punto de las paredes alicatadas de blanco de este sanatorio y aunque cruce un humano mi campo de visión, no lo identifico, aunque lo haya conocido. La gente son cosas que se mueven.

Moribles… Matables… Violables…

He aprendido a ignorar a toda bestia viviente.

Y no me voy a dejar robar esta habilidad por muchas descargas que me deis en el cerebro, hijoputas.

Que alguien como yo haya conseguido vivir en esta sociedad y entres sus individuos, muestra una astucia en mí que no es habitual en ningún otro ser.

Si mi hija salió de mis cojones, tenía derecho a ser el primero en desvirgarla, no es malo a mis ojos (parafraseando al puto Yahveh de los judíos y cristianos).

Han pasado dos años y aún no me han doblegado. Soy tenaz.

Cuando todo el mundo pensaba que era un hombre integrado, estable y buen vecino, les enseñé una buena lección. Ahora que se metan todos sus juicios erróneos y su cultura de mierda por el culo.

Yo lo decía y pensaban los infelices que era una broma: “conmigo están creando el sociópata perfecto”.

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Han pasado cinco años y he aprendido de nuevo a ser astuto. Ahora me muestro cordial y sonrío. Los mediocres confían en mí, los títulos de medicina se rifan en una tómbola montada en un barrizal.

Me van a dar el alta, bajo vigilancia, claro. Y una paga hasta que me encuentren o encuentre trabajo.

Ahora mataré a mi hijo, mataré lo que quede de mi esposa y me volverán a encerrar y los volveré a engañar, porque los idiotas no aprenden nunca.

Odio al universo entero con una cordial sonrisa.

Soy la justicia que jamás existió.

Iconoclasta

Los muertos me usan, se asientan en mi pecho, cargan sus almas sobre mí.

Pesan como la carne de una pierna rota.

Cada noche, cada sueño, en la oscuridad inconsciente; observan con curiosidad y expectación mis ojos cerrados oprimiendo con su inmaterialidad mis costillas.

Temo a los muertos que roban la paz a mi sueño como lo hacen las vergüenzas y los rencores acumulados.

Detritus de una vida…

Y aún los amo, no soy malo. No soy tan malo como me parezco a mí mismo.

Aunque no recuerdo bien sus caras. Es un problema que me angustia.

Los muertos provocan apneas. Donde antes había aire, ahí están ellos, inmaterialmente vertiginosos e inalcanzables desplazando el oxígeno.

Es imposible que pueda algo estar tan muerto…

Qué puta pena.

Sin embargo, se acuestan en mi carne por las noches, cuando duermo y no puedo dominar la irrealidad que hay párpados afuera.

Presionan, reclaman atención.

Saben que están muertos y necesitan hacerse notar.

Respirando a los cadáveres de los cadáveres mis pulmones se quedan vacíos, porque no son nada, lo sé. Son nada y nadie sin remedio.

Y aún así, parasitan el sueño y el descanso.

A medida que avanza el tiempo la verdad se revela rompiendo fantasías e ilusiones.

El peso de esas almas es ahora pena y su inexistencia ni siquiera es vacío. El vacío es una idea romántica y pueril.

Ocurre que el aire, cuando están muertos, sabe a mierda si los amaste. Ellos son ahora mi vergüenza: el espejismo de una infantil esperanza.

Caí en mi propio engaño como un niño que cree en los superhéroes y los viajes en el tiempo. Un niño que no sabía que un día de sus cojones saldría leche.

Me espera lo mismo que a ellos: morir y ser nada. Ser un ladrón de aire de ellos, los que quiero.

Sentaré mis rodillas en los vivos que amo, aunque no quiera. En las noches seré el que roba y acapara sus respiraciones. Robaré un aire que no me pertenece. Respiraré de sus bocas hasta que comprendan y asuman que soy un espejismo, un sueño vano de consuelo.

Una vida en el más allá que no existe.

Avergonzados como yo lo estoy, me diluiré en el tiempo y seré reemplazado por algo tangible que al despertar pueda ser enfocado, tocado, respirado. Todo aquello que no deja un vacío, que no robe el aire.

Me cambiarán, como yo lo he hecho, por el humo del tabaco, la primera orina de la mañana, el dolor de un tejido podrido o la fiebre de una enfermedad cuando el sol conjura la noche.

Los muertos pesan sin ser nada, sin existir.

Qué extraña es la muerte, qué mentirosa y cobarde la vida…

No le temo a morir, no importa demasiado vivir.

Porque si hay algo que pesa más que un muerto, es la vergüenza de haber pensado que podían vivir, creer durante un instante que podría un día volver a oírlos, tocarlos o verlos.

Ahora queda el bochorno de haberme robado yo mismo el aire.

Seré un muerto ruborizado en el pecho de mis vivos.

Iconoclasta

El calendario muestra que es marzo. Los días están cuadriculados en una hoja vulgar, amarillenta y quemada por el tiempo.

El tiempo lo ensucia y enturbia todo. El tiempo es algo en lo que no confío, simplemente estoy en él sin poder haber decidido.

El tiempo y yo somos la desesperación de muchos seres.

Los números son espantosamente grandes. Hay fases lunares en el margen derecho y los sábados y domingos figuran en rojo. Un diseño de lo más anodino.

El mes de marzo no sirve absolutamente para nada, lleva años aquí. Hay más meses debajo, pero me da grima tocar las sucias hojas.

Tal vez por ello no he arrancado la hoja, porque tanta ordinariez hace más elegante y espectacular la foto de la que pende. Pon un poco de mierda a los pies de una cosa bella y ésta destacará aún más. No soy decorador, pero cuando ves porquería, cualquier cosa que no lo sea, se hace agradable.

No limpio el espejo para eso mismo, para adorarme cada mañana, soy lo que resalta entre la mierda. Aunque no sé si el óxido que salpica la superficie es de mi piel o se ha desprendido el ahumado del cristal.

La foto es un dibujo de una chica pin-up con un flequillo enrollado encima de las cejas y un moño muy elaborado tras la nuca, su cabello está sujeto con un pañuelo morado de hacer tarea doméstica. Unos shorts vaqueros muy cortos, dejan ver sus muslos cubiertos por unas medias de malla. Viste una blusa granate anudada bajo los pechos dejando su abdomen desnudo. Sus pechos, ocultos y apenas visibles entre el escote, se adivinan pesados y rotundos.

A veces salen cucarachas tras la foto.

Su agresivo pecho me pone la polla dura todos los días.

Es una joya de los años cincuenta del siglo pasado, aunque estéticamente es deplorable tener semejante cosa en tu dormitorio, frente a la cama. Yo la prefiero a una virgen maría, un crucifijo o la playmate del mes actual que parece una subnormal a la que le han arreglado todo el cuerpo con plástico y retocado la raja del coño hasta parecer infantil.

Hay muchos hombres que desean coños lisos e impolutos, que les recuerden los de sus hijas cuando eran niñas.

La pin-up es una mujer joven de grandes ojos oscuros desmesuradamente abiertos, podría masturbarme con sus enormes y espesas pestañas. Su cabello es rojizo.

La sonrisa es candorosa y pícara, denota sorpresa y su mano refuerza esta cualidad apoyándose con infantil sorpresa en la mejilla derecha. Su rostro está graciosamente sucio por alguna tarea doméstica que estaba realizando cuando el dibujante la creó. También lo está el brazo que cuelga: exhibe manchas de grasa que contrastan con la mano larga y de dedos delgados, cuyas uñas están pintadas de color rosa, como el rubor de sus mejillas.

A menudo arrastro la piel de mi glande hasta casi desgarrarla imaginando que esas uñas se hunden en mi meato.

Su sonrisa deja claro que sabe que su coño y sus tetas pueden enloquecer a un hombre como yo.

Su boca entreabierta, tiene unos rollizos labios explosivamente rojos y dejan entrever unos redondeados dientes blancos que contrastarían (de hecho lo hacen) con el púrpura de mi glande henchido de sangre.

Me he hecho tantas pajas con ella…

No la miro cuando me la meneo, ya la tengo en mi mente y cometo cosas con ella que de existir, se suicidaría.

Cuando estás solo aprendes a buscarte compañía que no sea humana. Se descubren tesoros, que de estar acompañado, pasarían desapercibidos.

El calendario se encontraba en la cocina cuando hace más de diez años alquilé este apartamento. Un día, tras masturbarme ante ella tomando un café en la cocina, decidí que sería más cómodo tenerla en la habitación, así que la clavé en la pared que queda frente a mi cama.

Tengo un gusto patético para la decoración y no tengo ayuda con ello, nadie viene a mi casa.

No es culpa de nadie, soy perezoso para relacionarme.

La madrugada trae ruidos a los que estoy acostumbrado, pequeños crujidos y voces lejanas. Alguna cucaracha se remueve inquieta tras la foto dándole vida a la pin-up y otras corren entre los platos sucios de la cocina, no las oigo; pero sé que si ahora encendiera la luz de la cocina, las vería correr para esconderse entre las juntas de los armarios y los azulejos.

Precioso…

Pero es sobre todo en la madrugada cuando la observo fumando, con los ojos irritados por un exceso de humo.

Su blusa anudada por encima del ombligo contiene los pechos haciendo resaltar su potencia y peso.

Deshago el nudo y un pecho parece saltar furioso, está coronado con una gran areola del color del café con leche. La acaricio hasta que el pezón se contrae. Su boca entreabierta y sus labios de rojo sangre dejan escapar una exhalación entrecortada.

Es el gemido reprimido de una pin-up sonriente e inocente. Creada para ser sensual sin ser sexual. Algo entre lo tierno y lo obsceno, mierda hipócrita para ser más exactos.

A mí me gusta arrancar la ternura y la inocencia como la piel de un conejo muerto y dejar que las cucarachas devoren esas virtudes de mierda.

La picardía no puede ser graciosa ni hacer sentir bien a un hombre como yo.

La sordidez de mis deseos es tan desmesurada y oscura, que lo pudre todo.

Como todo lo pudre el tiempo.

Esta imagen y sus tonos pastel, es tan real como la vacuidad de mi vida, así de palpable. Solo trabajo, violo, como y duermo.

No tengo inquietudes intelectuales, ni ideal alguno.

Y no aspiro a mantener una familia.

Ni amo ni soy amado. Me basta follar, sea violando, pagando o gratis por alguna de esas raras razones que le parezco atractivo a una mujer.

Y está bien, soy un predador, mi única ley es la naturaleza, la mía propia. Si mi instinto me dice que es el momento de follar, violo. Si no puedo violar pago y entonces a la puta la deshago a golpes. Si consigo conquistar a la mujer, se arrepentirá toda su vida de haber venido conmigo porque el hematoma de mi patada en su vientre no se curará en meses.

Tal vez amaría a la chica pin-up, hasta me permitiría meterle el rabo entre las tetas para que mi semen se acumulara en el hueco de su perfecto cuello, bajo la nuez.

Y meterle una botella en el coño.

Metérsela… No existe momento más tierno y cálido como el instante en el que mi polla es arropada por su vagina.

Siento su humedad abrazando y pringando mi pene. Sus contracciones, el pulso de su útero… Su flujo se extiende tibio por el vello de mis cojones.

Y ella con su pañuelo morado, exhibiendo sin descanso su candorosa y pueril sonrisa.

Aunque le golpee los ojos cuando la jodo cubriéndola con mi cuerpo, aunque le mastique los pezones hasta quedar bañada en sangre; sonríe.

Ella piensa que el mundo es mejor, que no hay monstruos. No acaba de entender que dentro de sus pantalones dibujados, hay un clítoris grande como una perla que palpita indecentemente hambriento. No puede creer con su sonrisa, que de su coño se pueda desprender una humedad densa y olorosa que yo puedo detectar, y me llevará a que la penetre hasta perforar sus intestinos.

Es una putada para ella que la crearan con una pícara sonrisa, de esas que dicen: provoco, mirad pero no tocad. No soy puta.

No puede imaginar que si me provoca una mujer, le desgarro el coño en su optimista mundo de mierda.

Por muchos colores pastel con la que la hayan pintado.

A veces sus pantalones, más que de grasa parecen manchados de sangre.

No sé si los sueños traspasan alguna dimensión y se hacen realidad en alguna otra. Si fuera así, quiero ir ahí, donde la sangre mana y el dolor hace explotar el corazón con un placer inenarrable.

Separo mis piernas y oprimo el pubis para que mi polla erecta luzca enorme ante los ojos de la pin-up. Y sé que yo también sonrío, la diferencia es que soy pura hostilidad y si se la metiera, le arrancaría los ojos para verla sufrir mientras me corro.

¿Los dibujos tienen miedo? Tengo que aclarar mi vista frotándome los ojos, porque la chica Pin-up parece temblar; asoman unas antenas negras por encima de su cabeza.

Es la cucaracha y me molesta, me resta concentración. Le pego un manotazo a la fotografía y la cucaracha cruje aplastándose con un ruido a patata frita rota. La sombra de mi pene en la pared es más grande. Me gusta ver mi animalidad.

A veces pierdo la calma. Muchas veces…

Desde hace unos días a la chica pin-up se le ha torcido la sonrisa. No es aberración de mis ojos, ni el papel se está descomponiendo. Es real.

En su blusa han aparecido manchas más oscuras justo donde están los pezones que le desgarro noche sí y noche también.

Hoy el rímel de sus ojos se ha corrido. Decididamente ha llorado.

Me gusta más así, las mujeres me gustan más llorando que gozando.

Soy un asesino, violador y un ser abyecto; pero no padezco alucinaciones: la chica Pin-up ha perdido ya por fin todo asomo de picardía e inocencia.

Se ha ido a una dimensión donde yo no estoy. Como si su creador hubiera hecho algo por ella, ha debido modificar el dibujo desde allá, Mundo Feliz, donde seres como yo no existen.

En la mano del brazo sucio que cuelga, hay una navaja de afeitar con el filo mellado y oxidada, como la que conservo en el lavabo; con ella corté las tetas de la primera chica con la que follé.

El cuello de la Pin-up está abierto de oreja a oreja y la mano que está apoyada en su mejilla, ahora está crispada y hunde las uñas en la piel hiriéndola.

Sus rodillas se han juntado cansadas y sus pechos parecen haberse hundido por la falta de sangre. Es una muñeca rota, casi sin color.

Da un poco de pena que algo tan inocente se haya suicidado. Me hubiera gustado verlo…

Sé que no se puede suicidar un dibujo, nadie me creería. Así que mi vida seguirá transcurriendo como siempre, sin preocuparme por ello.

La cuestión es que me importa una mierda que alguien me crea o no. Me basta con lo que sé. Y lo único que veo, es a la chica que ya no sonríe, que de su mano pende una navaja sucia de su propia sangre y su cuello es una grotesca sonrisa demente por donde se ha derramado toda la sangre que pudiera tener. Son los hechos, soy bueno en mi trabajo, examinando las pruebas; a menudo, las de mis propios delitos.

El tiempo lo pervierte todo y Gepetto prefiere matar a su muñeco para que no sufra.

Hija de puta…

Arranco la hoja de la pared y la arrugo lanzándola al suelo.

Me visto, son las tres de la madrugada, tomo mi pistola y mi placa de policía, voy a buscar a una mujer a la que hacer sufrir y violar, el orden me la pela.

Sólo sé que mi instinto me lo pide.

Y estoy furioso porque mi chica Pin-up me ha abandonado. Alguien ha de pagar y no será un dibujo. Ninguna mujer podrá escapar a la otra dimensión si no está clavada en la pared de mi habitación.

Iconoclasta

Ahora floto en lo corrupto, en mi ansiado aislamiento.

He llegado tras un descenso impetuoso de un río desbocado. Y elegí no ir al mar, estoy ahíto de amor, cariño y compañía.

Durante el descenso atisbé una charca de agua estancada con peces flotando de lado, muertos. Maloliente y opaca; pero sobre todo, nadie quiere llegar aquí. Mi soledad perfecta… Habito allá donde todo el mundo repudia.

Me masturbo con imágenes del pasado. Yo la follaba; pero ella imaginaba que era la lengua de otro, la polla de él, sus uñas lacerando su piel, no las mías.

En esta charca inmunda me confieso yo también corrupto, no deberían existir seres como yo.

Se la metía usurpando el lugar de otro, eyaculaba en su coño sabiendo que otro semen deseaba mi esposa.

Y empezó a ser perfecto porque lo que quedó de mi amor se convirtió en una perversión. Y cuanto más amaba al otro, más dura me ponía la polla.

Las aguas muertas me acogen en una soledad utópica y cálidamente putrefacta. No era necesaria una cabaña en un inhóspito paraje de montaña.

Solo ella amando a otro y yo jodiéndola por detrás.

El amor, la pasión y los sueños que un día nos unieron, solo eran un caudaloso río con más espuma que agua. Una canoa que conforme descendía, ganó demasiado peso. El amor no es para tres.

Y la soledad es solo para uno. Me quedé con ella, con la soledad y mi polla dura.

Olí la descomposición y salté a las aguas muertas.

Ellos ahora están en su océano de amor y yo me baño entre algas podridas y cuerpos hinchados de animales que se mecen en la superficie de la inmundicia a mi alrededor. Más abajo, en lo invisible hay otras cosas que giran y se meten por entre mis piernas llevados por algún movimiento acuoso que no sé de donde viene. Un sapo con su espalda obscenamente cubierta de huevos, me observa parpadeando tranquilamente, no pondrá sus huevos en mi reino venenoso.

Aguas ponzoñosas como mi pensamiento y mi vida.

Ni siquiera las alimañas quieren estar aquí.

Mi mano se agita serenamente dentro del agua, acariciando el pene. Mi glande descapullado roza cosas ignominiosas que no quiero saber que son.

Ella acuna a su amante en la noche, lo desea y despierta a cada instante con una luz de esperanza brillando frente a sus ojos. Y yo no siento pena ni amor, solo deseo metérsela por el culo y mentirle que la amo, con mi polla dentro de ella, con su verdadero deseo frustrado y empujado por mi carne dura.

Hace tiempo que no es mía, hace tiempo que descendiendo por las salvajes aguas del amor y la vida, subió otro a nuestra canoa.

Me la follaba disfrutando, sabiendo que pertenecía a otro. Era pútridamente poderoso.

Me aburrí o sentí asco con el tiempo. No sé, no importa, solo son elucubraciones de las aguas muertas. Mi pensamiento, mis dudas, mis carencias… Son mi compañía fiel.

Y llegó mi momento, como una llamada en la oscuridad sentí la necesidad de ser solo una unidad, de no ver más de todo lo que ya sabía y conocía.

Decidí que la descomposición era mi sitio, mi lugar. Nadie querría venir aquí y enturbiar mi perfecta soledad.

Ya nada me sujetaba a nadie y me zambullí. Las aguas muertas no dejan ver mi cuerpo de tan sucias y oscuras, solo siento mi pene y mis miembros balancearse entre carnes muertas y mierda.

Mi semen sale despacio y sin fuerza, tan muerto como estas aguas; pero el placer es mil veces más intenso. Mana lentamente por el meato, como una crema que forma filamentos en esta agua venenosa y estancada. Y mi jadeo profundo que nace de lo más solitario, da cuenta de un placer que crece lentamente y se prolonga en el espacio y el tiempo. Una paja en la aguas muertas, es enésimamente más placentera que lo que he conocido. No existe mamada, ni vagina que prolongue el orgasmo con tal fuerza.

Todo ha sido pérdida de tiempo, tantos años…

La punta de mis dedos rozan pieles, huesos, cosas duras y cosas blandas. El asco está vencido y no tengo miedo. A veces vienen ratas heridas a morir aquí.

Tal vez sea una rata herida, pero me siento joven, me siento bien. Pareciera que la suciedad verdosa que esplende el agua en la que vivo, tiñe la atmósfera también de oscuro y me siento a salvo de la luz.

No echo de menos mi polla en su boca, ni el tacto de su piel. Echo de menos invadirla cuando su alma estaba con él. Tomar posesión de su cuerpo y hacerla mártir del amor que sentía por otro.

Estoy podrido como las aguas muertas; solo yo he podido convertir la infidelidad en mi paranoica perversión.

Convierto lo malo en peor. Soy el superlativo de la miseria humana.

En algo tenía que destacar, era imposible ser tan mediocre.

Es una charca pequeña, no puedo nadar; pero me basta con mi pensamiento, con mis recuerdos.

Ellos nadan en aguas limpias, porque los deshice en ácido en la tina tras matarlos con un bate de béisbol en la habitación donde follaban. Sus cabezas reventaron para luego ir deshaciéndose con cada golpe. Perdieron facciones, belleza e identidad. El bate era un amasijo de cueros cabelludos.

La muerte no es un buen cosmético.

En mis orejas se acumulan las moscas y los escarabajos juegan con mi pelo. Los mosquitos me pican los párpados. Y si el agua no fuera tan pútrida, las sanguijuelas se alimentarían de mis ingles. Aún así, no me atrevo a llevar la mano entre mis nalgas, me conformo con pensar que es una alucinación y no hay algo vivo buscando mi ano abriendo paso con pequeños mordiscos en los glúteos .

No los odiaba, simplemente me molestaban para desaparecer, para llegar aquí. Existen trámites por los que no quería pasar, tenía prisa por marchar hacia el aislamiento. Me aseguré que no me buscaran para cosas banales.

Todo es silencio, todo es oscuridad en esta charca del pantano.

Por alguna razón que desconozco, sigo vivo tras una semana aquí, solo como los insectos que se meten en mi boca y bebo esta agua repugnante cuando me duermo y sin querer mi boca se llena de ella. A veces he sentido el acre sabor de mi propio semen en la boca.

No puede quedar mucho de vida.

Lo bueno si breve dos veces bueno…

Y una mierda.

Vivo en aguas muertas, y no me hace gracia morir. Ahora no…

Iconoclasta

Es viernes, Tomás es un técnico industrial que está realizando la conexión eléctrica de los elementos de control de una caldera de vapor, es un trabajo sencillo y charla con el jefe de mantenimiento de la planta farmacéutica de cosas intrascendentes conectando cables. El trabajo sale bien y pronto comenzará el fin de semana. No se siente cansado, sino alegre de que por fin acabe la dura semana laboral.

En la planta de elaboración, un laborante deshecha reactivos caducados por un conducto que va a parar a una incineradora. Son productos tóxicos y otros son pruebas realizadas que no han dado el resultado pretendido. La chimenea de la incineradora está conectada a un filtro especial de carbono, justo encima de donde se encuentra trabajando Tomás.

—Ya podemos hacer las pruebas, Sr. Vázquez —dice Tomás cerrando la puerta del armario eléctrico.

—Vamos allá. A ver si funciona bien y nos vamos pronto a casa hoy.

En ese mismo instante, se produce un fuerte golpe encima del techo de metal del local donde se encuentran, a los pocos segundos se forma una nube de polvo negro.

El jefe de mantenimiento sale rápidamente a ver que ha ocurrido, es pleno mediodía y le deslumbra el sol cuando mira hacia arriba.

—Mierda… Hoy no iré pronto a casa…—se lleva un pañuelo a la boca y entra de nuevo en el cuarto de la caldera. Tomás también se ha tapado la nariz y la boca con una mascarilla de papel.

—Se ha caído el filtro de carbono encima del techo. No es nada grave, esperaremos a que se pose el polvo y abriremos la puerta.

A continuación se comunica con su teléfono con uno de los operarios.

—Rafa, súbete al tejado con Adolfo, traed unas cuantas bolsas basura, escoba y recogedor, se ha roto el soporte del filtro de carbón de la incineradora y se ha puesto todo perdido.

Tomás ya ha conectado la caldera.

— ¿No será tóxico todo ese polvo Sr. Vázquez?

— No te preocupes, Tomás, todo viene de la incineradora, lo único molesto es que cuando te suenas la nariz salen mocos negros. Pero eso solo son unos minutos. ¿Ya está haciendo vapor?

Tomás saca una cajetilla de cigarrillos e invita a fumar a Vázquez. Las pruebas van bien, aunque se siente un poco mareado y su nariz está irritada.

Dos horas antes de su horario habitual ya está camino de su casa. Metido en un atasco circulatorio, observando las montañas que rodean la ciudad, piensa que le gustaría ser libre, correr por la sierra sin nada que hacer, sin más obligaciones que comer y dormir. Ser un animal libre y salvaje, no verse sometido durante cinco días a la semana a la voluntad, normas y obligaciones impuestas por otros.

Es el momento más feliz de la semana, cuando tiene ante si más de dos días de libertad. Porque a medida que disfruta su libertad, se aproxima el momento de comenzar su esclavitud de nuevo.

Estornuda y al observarse en el retrovisor, su nariz se ha ennegrecido de restos de carbón. Se limpia con un pañuelo las ventanas de la nariz para asegurarse de que ya no hay restos. El coche de atrás hace sonar el claxon para que avance. Tomás desearía arrancarle la laringe con sus dientes; le ha comenzado un fuerte dolor de cabeza, es una presión, como si los sesos se hincharan y apretaran desde dentro el cráneo.

Cuando por fin consigue circular a velocidad, aunque lenta, el calor disminuye dentro del coche y el dolor de la cabeza ha cesado.

CLIC

Se encuentra entre las estanterías de una librería, en la sección de novedades.

Tiene la nariz congestionada e intenta limpiarse con el pañuelo sin conseguir que mejore. Mete el dedo en la fosa nasal, profundiza y nota que algo se le ha pegado en la punta. Es una partícula más dura, más sólida; aunque tan húmeda como un moco vulgar. Cuando lo extrae siente un pequeño tirón, como si algo se rompiera en la frente, se le escapa un pedo sin que sea su voluntad.

Alguien, un par de pasillos más atrás, se ha reído. Y observando eso que se ha pegado en su dedo, le importa lo mismo que la economía de Tanzania (por poner un ejemplo) que alguien se sienta ofendido o que le peguen la nariz en el culo para absorber mejor el aroma.

Es un trozo carnoso gris, casi blanquecino, un tanto esponjoso como los sesos de cordero, y no hay restos negros del polvo de carbón que aspiró ayer.

En efecto, es un trozo de su cerebro. No ha habido dolor; sin embargo, ha sufrido un pequeño cortocircuito cuando lo ha extraído.

Aparte del pedo, encuentra extraño tener en la mano la biografía autorizada de Benedicto XVI: el camino anal de la infancia. En la portada hay una foto del Papa sentado en su trono y sonríe acariciando la cabeza de un pequeño monaguillo que porta entre las piernas un cirio en actitud claramente obscena.

Le gustaría saber qué función de su intelecto se ha visto afectada: la cognoscitiva, la lógica, la matemática, la motora… Porque no deja de ser un trozo de cerebro y seguro que ahí había mucha información.

Salta a la vista que ha sufrido una merma en el reflejo anal y ha perdido el control. Tal vez la parte que rige la vergüenza también se ha visto afectada, porque se tira otro pedo sin ningún pudor. No se siente azorado.

Ya no tiene ganas de comprar un libro, piensa que si está expulsando el cerebro por la nariz como si fuera un catarro al uso, no vale la pena gastar dinero en cosas intelectuales, ya que podría encontrarse un día arrancando las hojas del libro y metiéndolas en la olla a presión junto con sus calcetines.

Por lo visto, el miedo también le falla. No está en absoluto preocupado.

Hay que ver cuántas cosas caben y se pueden perder en un trozo tan pequeño de cerebro.

Con rapidez cuántica sienta las bases de una lógica aplastante: perder algo de cerebro es preocupante; pero no puede hacer nada por evitarlo. Cuando haya perdido todo el cerebro, será preocupante; pero no se podrá preocupar porque no tendrá cerebro para ello.

Pues no funciona tan mal su cerebro.

Su primer impulso hubiera sido correr hacia casa para conectarse en internet y revisar en la wikipedia algún artículo que dijera: el cerebro podrido y su tratamiento, los mocos cerebrales, los sesos licuados, cerebros deshechos y clara de huevo…

No conseguirá nada poniéndose nervioso.

Y bueno, en un mundo como éste, los cerebros no sirven para nada a menos que tengas una buena recomendación para un trabajo pornográficamente bien remunerado. Como no tiene amigos de esa índole, no se va a estresar por perder alguna facultad mental. Tampoco está tan mal pertenecer al grupo de sujetos más extendido y numeroso del planeta. Concretamente hay un noventa y ocho por ciento de cerebros podridos cuya podredumbre se queda dentro; él al menos la expulsa.

CLIC

Así, inmerso en estas reflexiones, se encuentra que tiene el pene erecto en la mano y se está masturbando con la portada del último libro de Daniela Stil, titulado El muñón del amor. En la ilustración de portada, una mujer de exuberante escote ataviada como una campesina suiza, muestra el muñón del pie izquierdo enfundado en cuero negro brillante, y otra campesina lo lame de rodillas con los ojos cerrados de placer. De fondo hay una magnífica vista de un pico nevado y unas cuantas vacas pastando en una verde ladera.

—Es mejor que me largue de aquí —se dice a si mismo dando las últimas sacudidas al pene tras la eyaculación.

Sale sin comprar nada.

En la calle todo está en orden y su pene está en el pantalón, sus lapsus mentales parecen haberse calmado.

Son las doce treinta de un sábado por la mañana de un templado diciembre, el sol calienta lo suficiente como para llevar el abrigo en el brazo y sudar. Se siente más liviano con unos gramos menos de cerebro. Poco a poco el cerebro va distribuyendo sus funciones para adaptarse a la nueva masa, es un momento tranquilo. Se enciende un cigarro y cuando llega a la estación de metro, espera a acabarlo antes de meterse.

No hay demasiada gente en el tren dirección a su casa y puede sentarse. El lunes le espera una jornada de trabajo particularmente dura, ha de desplazarse más de sesenta kilómetros para comenzar la instalación de una costosa caldera de vapor. Normalmente se encontraría nervioso ante la semana de largos viajes que le espera; pero su mente está despejada, no tiene la más mínima preocupación por ello. Todo saldrá bien o no saldrá.

Ha valido la pena perder parte de cerebro si con ello ha conseguido esta templanza.

Solo lamenta no haber comprado el libro de terror que quería. Parecía interesante según las críticas y la sinopsis que leyó en un artículo del periódico.

Su hijo está en casa, seguramente ahora estará viendo una película. Su mujer trabaja. Se mete el dedo en la nariz y no hay nada.

Antes de abrir la puerta de casa, sabe que su hijo Sancho está viendo por enésima vez Rocknrolla, a él también le gusta.

—Hola papa. ¿No has encontrado el libro? —se ha levantado para saludarlo como siempre, con un simbólico beso en la mejilla. Es más alto que él con dieciséis años.

—Nada, no lo he podido encontrar. ¿Has desayunado?

—Claro, me he levantado hace un rato.

—Te sale un poco de sangre de la nariz —le avisa Sancho antes de sentarse de nuevo en la butaca.

—No me había dado cuenta.

Tomás se dirige al lavabo y en efecto observa una pequeña gota que aflora por la ventana izquierda de la nariz, está casi seca. Se lava la cara y frente al espejo se da unos pequeños golpes en la cabeza para observar si por la nariz baja algo.

Tiene cuarenta y cinco años, aunque aparenta diez menos cuando la gente lo conoce por primera vez. Su barba es muy sutil, el perfil rectilíneo y la piel clara, como el cabello. Sus manos recias son las que indican la verdadera edad.

Se desnuda para ponerse un cómodo pijama y echa al cesto de la ropa los calzoncillos y pantalones sucios de semen.

No le ha preocupado la posibilidad de que lo hubieran sorprendido masturbándose entre los libros, porque lo peor no ha sido eso, lo peor ha sido perder cerebro. Cuando ocurre algo realmente grave, todo lo demás es superfluo.

De repente se siente muy cansado y se estira en la cama.

—Sancho, si dentro de una hora no estoy despierto, pide lo de siempre en la pizzería, no tengo ganas de hacer nada en la cocina. En mi cartera hay dinero.

—¡De puta madre! —le responde Sancho, le encanta la pizza.

Y apenas pone la cabeza en la almohada se queda dormido. Le gusta dormirse con el sonido de las películas que Sancho ve.

CLIC

Su mujer llega a casa y al entrar en la habitación, observa su erección. Le baja el pantalón del pijama, se baja las bragas, se arrodilla a su lado y se llena la boca con su pene. Al tiempo que la lengua juguetea con el glande y acaricia los testículos, se masturba con una intensidad rayana en la paranoia.

Tomás no puede moverse, la puerta de la habitación está abierta. Tampoco puede hablar, y no le puede preguntar a Sara porque su paladar es tan áspero, le duele el glande. Tampoco le puede decir que su hijo los está mirando.

Su nariz se está taponando de nuevo, y no puede meter el dedo para sacarse lo que hay dentro, así que respira abriendo la boca, cosa que coincide con una eyaculación fuerte y casi dolorosa. Al mismo tiempo, Sancho se ha arrodillado tras su madre y la ha penetrado.

Tomás piensa en lo curioso y casi excitante que resulta correrse en la boca de tu mujer cuando tu hijo se la está follando. Sara abre la boca de placer y uno de sus colmillos está negro, con una caries que lo ha roto por la mitad. Le parece horrible.

Los dedos de Sancho se clavan en la cadera de su madre sujetándola durante la cópula, muestran uñas rotas, melladas. Como si hubiera escarbado en tierra negra y ponzoñosa.

Madre e hijo gimen en un in crescendo; su pene aún sujeto por la mano de su esposa escupe restos de semen que ahora gotea caliente por sus testículos.

—Los tres nos hemos corrido al tiempo, es hermosa la vida en familia. La familia que se corre unida jamás será vencida —piensa con tranquilidad y echando de menos un cigarro —Y que bien folla Sancho, a su edad yo no tenía esa habilidad y sincronización.

Sara aún de rodillas se acaricia extasiada la vagina empapada de semen lamiendo el pene que no suelta.

Ya empieza a sentir sus músculos, sus dedos se mueven. Habla con la voz rasposa, su garganta está seca.

— ¿A qué hora va a venir la pizza? Tengo hambre —estira sus brazos con un bostezo.

Sara suelta su pene y Sancho se sube el pantalón. Los tres sudan copiosamente.

Cuando sus ojos enfocan perfectamente se da cuenta de que Sara está llorando y que Sancho tiene el semblante desencajado por la sorpresa y el miedo. Sus ojos están rojos y a punto de llorar. No hay colmillo podrido en la boca de Sara y las uñas de Sancho están limpias y bien cortadas.

— ¿Qué nos ha pasado? —susurra su mujer avergonzada y confundida.

Sancho sale del cuarto sujetándose el estómago con una mano y con la otra tapándose la boca para no vomitar; lo hace en el pasillo.

Un cigarro aparece entre los dedos de Tomás, está tranquilo, piensa que la mamada ha sido genial y el hecho de que el cigarro volara hasta sus dedos con el encendedor desde su chaqueta colgada de la percha, es un ejemplo divertido y anecdótico de telequinesis.

Enciende el cigarro y cuando exhala el humo por la nariz solo sale por la ventana derecha, la presiona con un dedo y hace presión empujando el aire de sus pulmones hasta que consigue expulsar un trozo de cerebro del tamaño de un garbanzo.

Una gotita de sangre le llega hasta la comisura de los labios; pero lo principal es que ahora puede respirar bien.

—Tomás ¿Qué es eso? —pregunta Sara observando el trozo de cerebro —. Estabas en nuestra mente, tú no has obligado a esto. Me he sentido forzada, ha sido lo más sucio que he experimentado en mi vida.

—Mi cerebro se está pudriendo, se me deshace a trozos que salen por la nariz, no sé por qué. Os he metido en mi sueño y habéis hecho exactamente lo que soñaba. No ha estado tan mal ¿no? Además, puedo hacer cosas, mira.

La almohada de Sara se eleva en el aire y gira en vertical durante casi veinte segundos.

— ¡Hijo de puta! ¡Te mataré, cabrón! —Sancho se ha detenido gritando en el umbral de la puerta del dormitorio, le ha lanzado a su padre un pesado cenicero de vidrio acertándole en el pómulo izquierdo. Se han roto ambas cosas, pómulo y cenicero.

Sancho ha salido corriendo de la casa tras pegar un portazo que ha retumbado en las paredes.

— ¿Sabes? No siento dolor, Sara. Estoy muy jodido; pero tranquilo.

La esclerótica del ojo izquierdo es un charco rojo de sangre que contrasta con el azul del iris. Cuando habla el hueso roto se mueve bajo la piel amenazando rasgarla.

Tomás se incorpora para acercarse a Sara, la ayuda a ponerse en pie y la abraza.

—Ojalá pudiera sentir lo que os he hecho; pero no puedo. Lo he disfrutado. Me ha gustado especialmente como tus pezones se han erizado. Conmigo nunca has gemido tanto.

Sara mira a sus ojos con incredulidad, aún horrorizada. Un gusano gris se derrama de la nariz de su marido y cae al suelo el trozo de cerebro con un sonido a escupitajo.

—Tienes que ir al médico… ¿Desde cuándo te ocurre esto? ¿Te has intoxicado en la planta química donde trabajaste ayer? —Sara habla atropelladamente — ¿Cómo has podido hacernos esto? No imaginas lo repugnante, lo sucio que ha sido.

—Lo que no imagináis el placer que he sentido. No sé si voy a morir pronto; pero ahora hago cosas que antes no podía ni imaginar. Y si he de morir, tanto me da el asco que sintáis. No importa, no importáis.

Tomás deja a su esposa y se viste de nuevo para salir a la calle.

Tiene hambre.

CLIC

Son las tres de la tarde, en el ancho paseo que se encuentra tres manzanas por encima de su casa, apenas hay gente, es hora de comer. Los pocos transeúntes que se cruzan con él, lo observan durante un embarazoso instante para ellos con curiosidad o asombro y bajan la cabeza para mirar al suelo. Los oye pensar: ¿Qué le habrá pasado? ¿Con quién se ha peleado? Menudo elemento, eso tiene que doler…

Tomás responde pensando en el vómito, visualiza la amarilla y amarga bilis que a veces ha vomitado. Una mujer con la que se cruza, se dobla sobre su estómago y con una fuerte arcada vomita, su olfato está colmado de ese sabor y olor nauseabundo. Lo mismo ocurre con el hombre que la precede y que mira desafiante a Tomás. Cruza tres calles más hasta que encuentra un lugar para comer.

Se sienta en la mesa de la terraza bajo una sombrilla, nota la mejilla palpitar rápidamente, su ojo izquierdo anegado en sangre ha quedado sepultado por la carne tumefacta, cosa que es de agradecer porque el sol molesta mucho para estas cosas.

Esperando al camarero de la cervecería juguetea con el hueso roto moviéndolo distraídamente.

Es maravilloso no sentir dolor.

Cuando llega el camarero Tomás está intentando mover el sol hacia un lado porque le molesta; pero no puede. Aún no.

—¿Se encuentra bien, jefe?

—Sí, estoy bien. Tráigame una jarra de cerveza bien fría, una ración de gambas al ajillo y tres croquetas de jamón. Y lo quiero gratis —Tomás ha dirigido sus palabras intentando clavarlas en el cerebro del camarero.

—También tenemos pescadito frito fresco.

—De acuerdo.

El camarero se lleva una mano a la sien, ha sentido una molesta punzada y camina un poco inseguro hacia la barra del bar.

Espera fumando a que le sirvan el pedido y se hace preguntas que no le angustian: ¿Cuánto cerebro he perdido ya? ¿Por qué no me fallan las piernas? Las alucinaciones son lógicas; pero no es lógico que haya una buena coordinación motora. ¿Cómo es posible entrar en la mente de los demás y mover objetos? ¿Es así como se crean las leyendas, con una persona enferma que puede realizar actos inusuales porque su cerebro se ha hecho mierda? ¿Ahí está el gran secreto del poder de los seres prodigiosos? No jodas… ¿Y esta total ausencia de vergüenza, sentimientos y escrúpulos?

Se ha convertido en un hombre nuevo, ha dejado de amar, de sentir cariño. No teme y es completamente libre. Se está desprendiendo de todos los lazos afectuosos y sociales. Solo queda ambición, capricho y un básico deseo meramente territorial.

Observa el servilletero y lo eleva en el aire con el pensamiento.

Un coche circula a sus espaldas, por la calzada. Se gira para observarlo, para estrellarlo contra una casa. El conductor no entiende porque el volante gira por si solo hacia la derecha, le es imposible enderezar la dirección y le grita a su hija que se sujete bien cuando el pedal del acelerador se hunde. Cuando colisiona contra la columna de una zapatería que hace esquina, sale despedido por el parabrisas para estrellarse contra la pared del edificio, una niña cae al suelo con la cara ensangrentada al abrirse la puerta del acompañante por el impacto. Los vecinos y los transeúntes se acercan y forman tumulto en el lugar del accidente. Tomás, tranquilamente recostado en el respaldo de la silla metálica con las piernas cruzadas, se rasca la nariz despreocupadamente y saca una pequeño trocito de cerebro, como una piel que había quedado enganchado en el interior de la aleta.

Piensa que pronto podrá mover el sol, solo es cuestión de esperar y escupir la suficiente cantidad de cerebro. Porque está visto, que cuanto menos cerebro tiene, más poder disfruta y más libre se siente.

Come con hambre atroz, no usa el cuchillo ni el tenedor y la cerveza se derrama por el pecho al tomarla con la boca abierta. Quienes lo observan desde el interior del bar, bajan los ojos para no encontrarse con los suyos.

Cuando acaba de comer, se va sin pagar con tranquilamente saludando al camarero.

Hace calor, el sudor le irrita el ojo sano y la mitad de su rostro parece un trozo de cartón que se mueve con cada paso. Los huesos partidos chocan entre si molestándole. Es un ruido extraño. Por lo demás, siente que esa piel es de plástico recio y no es suya.

CLIC

— ¡Tomás! ¡Tomás! —un coche hace sonar el claxon, una voz de mujer lo llama, su suegra.

Se detiene unos metros delante de él y sus suegros bajan del coche.

—Sara nos ha contado que algo te ocurre… ¡Jesús! ¿Qué te ha pasado en la cara?

Tomás se lleva el pañuelo a la nariz para limpiarse, ha salido otro trozo de cerebro que observa con interés; sin prestarle atención a sus suegros que avanzan hacia él.

—Sara está histérica ¿Qué ha pasado? Nos cuenta cosas extrañas. ¿Sancho te ha hecho eso? —su suegro le toma la mano del pañuelo que tiene en la nariz para observarle bien la cara.

—El largo camino hacia la superación nos lleva por situaciones extrañas y hechos inexplicables. He visto perros jugar al ajedrez y llorar amargamente al perder —responde Tomás

Su único ojo recorre los rostros sorprendidos y boquiabiertos de sus suegros.

Con la fuerza de su voluntad los eleva en el aire, para luego hacerlos girar como aspas de un molino. Dos coches colisionan entre sí al ver el fenómeno.

El matrimonio grita pidiendo ayuda y a medida que giran más rápidos, sus alaridos se convierten en aullidos, a los treinta segundos han perdido el conocimiento. Cuando dejan de girar, son lanzados casi veinte metros hacia adelante, por encima de su coche para aterrizar de cabeza en el suelo, cosa que les rompe el cuello a dúo.

Tomás no ha visto perros jugando al ajedrez, pero si le da la gana, está seguro de que podría conseguir que un doberman y Pluto hicieran una partida rápida. Últimamente tiene mucho poder de persuasión.

La gente se ha congregado en torno a sus suegros y sus miradas se dirigen a él de vez en cuando. Desconfían de él y su cara.

— ¡Han volado, yo lo he visto!

— ¿Cómo ha sido posible?

—No lo sé, ese hombre estaba hablando con ellos y han comenzado girar en el aire.

La gente no da crédito a lo que han visto. Los que se acercan de nuevo, quieren saber que ha pasado. Cada vez hay más vecinos que bajan de sus casas para enterarse de lo ocurrido.

Tomás borra sus recuerdos, bombardea esos cerebros con sus poderosas ondas mentales, y emprende su camino a ningún lado sin que nadie le moleste.

El sol le calienta demasiado la cabeza y el rostro, en una plaza encuentra un banco bajo la sombra de una mimosa y se deja caer cansado. El calor crea espejismos temblorosos de la arena y los juegos infantiles del parque.

Su cara está rígida. Necesita descansar. Tal vez comprender lo que está pasando, aunque la curiosidad es algo que ya poco le atañe.

CLIC

Sueña que la zona reptiliana de su cerebro, la más profundamente alojada y más antigua en el ser humano, responsable de la territorialidad, el sexo, el combate, la huida y los actos más instintivos se está desarrollando de forma incontrolada. Expulsando con una fuerte compresión por los agujeros naturales del cuerpo la capa más externa del cerebro, la neocortical (la que se encarga de las operaciones más complejas matemáticas, lingüísticas, creativas, abstractas). Y proseguirá aumentando de tamaño para eliminar el cerebro límbico (el que básicamente es responsable de las emociones como amor, cariño, enemistad, miedo), la segunda parte más profunda y así hasta que no quede nada de humanidad en él. Tal vez el cerebro reptiliano llegue a expandirse hasta salir por la boca, las orejas y la nariz; entonces será el fin.

La destrucción del cerebro está creando presiones, rompiendo tramas sinápticas, desvirtuándolas. Y con ello crea fenómenos temporales inexplicables; como su propio sueño: el conocimiento de lo que está sufriendo traducido con todos los datos almacenados a lo largo de su vida, tal vez de breves lecturas, de las clases en sus tiempos de estudiantes. Todo sirve, todo queda y quedó registrado.

Tal vez le queda poco tiempo para razonar con coherencia, tal vez muera en cualquier momento, tal vez se convierta en un simple animal…

Un niño se acerca a él ha salido entre los espejismos que el sol provoca. Sus brazos son delgados y negros, y de sus hombros se extienden unas alas queratinosas. Es un cruce de niño y cucaracha. El sol arranca algún destello metálico de sus brazos marrones, su boca se mueve continuamente, nerviosa. Tomás está inmóvil, su cerebro reptiliano espera sin miedo, no siente asco.

El pequeño se ha acercado hasta casi pegar su rostro con el suyo, sus pequeños ojos negros lo observan con curiosidad, una de sus patas se posa en su cabeza y la lengua lame la herida de su cara dejando una baba espesa.

Tomás actúa rápido y mete los dedos pulgares en los ojos del niño reventándolos. Parte sus brazos delgados que se resquebrajan como un plástico rígido. Dobla su cabeza empujándola hacia atrás, a pesar de que la pata que tiene en su cabeza, intenta evitar ese mortal empuje. A pesar de las lágrimas de miedo que brotan de la cucaracha humana.

Lo que debe hacer es atacar, es ineludible la orden instintiva.

El pequeño niño insecto muere con una lucha pasiva y en silencio, reconociendo lo inevitable de su muerte y debilidad.

Tomás despierta del sueño. Es un avance de lo que se está convirtiendo: un animal sin miedo que solo existe para sobrevivir a otros, que no pretende dejar más huella que su genética en una hembra de su especie. Libre de cualquier precepto y concepto de moralidad y amor.

Comer, beber, dormir, atacar, huir, follar…

Se incorpora, el sol ha avanzado retirando la protectora sombra de la mimosa, sus piernas están ardiendo por los rayos que caen a plomo. Vomita. El dolor ha irrumpido como una tromba en su sistema nervioso, el pómulo roto es un erizo que se mueve bajo la piel rasgándolo todo.

De su nariz cuelgan dos trozos de cerebro que resbalan hasta quedar enganchados en la camisa. En el suelo hay una buena porción que ha vomitado. Es suyo, lo toma y se lo come junto con la arena y la suciedad que se ha pegado en esa materia gris.

Se alegra de no haber defecado, hubiera sido un poco más repugnante. Ser un animal está bien cuando se ha perdido la conciencia de ser humano porque los animales tienen unos hábitos repugnantes. No le gustaría encontrarse haciendo bolas de mierda y llevarlas rodando por la calle.

Casi trotando va en busca una farmacia para aliviar el dolor del rostro fracturado. Tras de sí deja el cadáver de un niño de tres años y su abuelo también con el cuello roto.

Ha recorrido casi un kilómetro, encuentra una farmacia en la que habitualmente compra; pero está cerrada. Una nota de la federación farmacéutica expuesta en un pequeño tablón de anuncios dice que cinco calles más adelante hay una farmacia que cumple servicio ininterrumpido de veinticuatro horas. Observa su reflejo en el cristal, la parte izquierda de su cara está amoratada, tan hinchada que la presión de los tejidos no solo le ha cerrado el ojo, sino que amenaza con aplastárselo, hay sangre seca allá donde el cenicero impactó. Sus labios están resecos y cortados, la nariz sucia de sangre. Y su camisa está salpicada de vómito y cerebro.

— Pues prácticamente ya me ha pasado todo, no puedo sufrir más. He cubierto todo el espectro del dolor.

No sabe bien de donde sale el humor; pero le gusta. Es mejor que sentirse aterrorizado y asqueado de si mismo.

CLIC

Intenta abrir la puerta de cristal de la farmacia; pero está cerrada desde dentro, ha llegado de algún modo hasta aquí, de alguna forma que no le preocupa.

Presiona el pulsador del timbre.

— Buenas tardes. ¿Qué desea? —el farmacéutico le habla a través del interfono desde algún lugar del almacén.

—Me duele mucho la cara, así que no puedo ser amable, no me apetece darte las buenas tardes. No tengo ganas de sonreír, al menos por alegría. Sí por sadismo, cosa que no es muy edificante. Si pudiera te arrancaría las cuerdas vocales por hacerme esperar aquí fuera con este calor mientras tú estás fresquito ahí dentro —no sabe bien si lo ha pronunciado o lo ha pensado —. Necesito un analgésico fuerte.

El farmacéutico aparece tras el mostrador, lo observa con atención y retira la mano del pulsador de apertura de la puerta.

—Debería ir al médico, esa cara está muy mal y con analgésicos no va a conseguir nada.

—Sí, lo sé; pero mientras llego a Urgencias, necesito aplacar este dolor.

Al farmacéutico no le gusta la cara de ese hombre, no le gusta lo sucio que está, y le inspira desconfianza, miedo más concretamente.

—No se preocupe, llamo ahora mismo a una ambulancia para que lo trasladen, es un trauma grave el de su mejilla —ha tomado el teléfono y está marcando el número de la guardia urbana.

Tomás observa al dependiente hablar por teléfono, la ira crea una presión dolorosa en su cabeza. Cierra el ojo con fuerza y la puerta de cristal estalla, el hombre corre hacia el almacén y se encierra dentro con el teléfono. También revienta esa puerta con un ruido sordo creando una tormenta de astillas de madera. Tomás entra en el almacén y el dependiente deja caer al suelo el teléfono.

—Dame mi analgésico, el más fuerte, el mejor —pronuncia lentamente, para evitar más dolor en los huesos fracturados.

El farmacéutico toma de una estantería una caja de valium y de un cajón una de diclofenaco. Se las muestra a Tomás con las manos temblorosas para que las coja, observando un moco gris que sale por sus orejas. Tomás se toca con los dedos el oído derecho para ver lo que llama la atención del hombre.

—Es cerebro, nada de porquería, ni infección. Sesos limpios y puros —se lleva la mano a la boca y lame lo que hay entre sus dedos.

Tomás coge los medicamentos que el hombre le ofrece e intenta elevarlo con la fuerza de su pensamiento para partirle la espalda estrellándolo contra la pared; pero ya no funciona, ya no hay telequinesia, se ha debido quedar enmarañada entre los trozos de sesos que le han salido por las orejas.

El tamaño de su cerebro reptiliano es ya muy considerable: casi dos terceras partes del cerebro.

Siente la perentoria necesidad de atacar, de combatir contra ese macho. Le golpea la cara con los puños cerrados, lo derriba y en el suelo le da patadas en la cara y la cabeza hasta que deja de moverse.

Se saca el pene y orina en el cuerpo.

Luego, ya más calmado se traga dos píldoras de cada caja.

Cuando se dirige de nuevo a la calle, escucha un gemido femenino que llega desde el fondo del almacén. Una mujer con bata blanca abierta y una combinación negra de lencería, está estirada sobre un montón de bolsas de basura negras. Por ellas se mueven las ratas y una hiena se ríe devorando una.

La mujer se acaricia el monte de Venus y se retuerce de placer.

—Tu cerebro está podrido, como mi coño —habla en un susurro, excitada, al tiempo que baja la braguita y se abre de piernas—. No duele. Lo podrido solo huele mal, no hay dolor en lo que no hay vida.

Tomás piensa que tiene razón, es cierto. Debe llevar tiempo en esto de la podredumbre. Siente ganas de anotarlo en algún papel para soltarlo en alguna conferencia.

La mujer defeca encima de un gusano y de su vagina cae algo resbaladizo y sanguinolento. Hay dos pequeños pies de bebé y una pequeña cabeza de cordero entre toda esa masa de gelatina sangrienta y carne. La hiena le arranca un pecho a la mujer y ésta ríe.

—¿Ves como tengo razón? No hay dolor. Saca tu picha y deja que la hiena coma, no duele, ya no necesitas pene, no tienes nada que reproducir de ti.

Tomás la mira con cierto escepticismo. No tiene ningún tipo de curiosidad por saber si es cierto lo que dice la puta loca, sin embargo se saca el pene para masturbarse. Lo que más le excita es que a pesar de que la hiena le está arrancando jirones de carne de la cara y el cuero cabelludo, no cesa de gemir de placer metiendo y sacando de la vagina una lata oxidada de espárragos.

La sirena de un coche patrulla de la policía se aproxima, aunque con las orejas taponadas con su propio cerebro no es capaz de oírla.

El dolor se ha convertido en un murmullo suave, se retira lentamente de su cara. Su pene está duro; pero la farmacéutica sexiguarra ha desaparecido. El cadáver del hombre sigue ahí, vaciándose de sangre por la boca y la nariz reventadas.

Huir. Es hora de marchar, puede oler el peligro.

Al salir a la calle, una arcada lo dobla y vuelve a vomitar. El cerebro ahora no es gris, es blanco. No hay rugosidad.

No entiende nada, solo tiene miedo y debe correr.

La policía llega a la farmacia cuando Tomás ha girado a la derecha por la siguiente calle. Le asusta el rugido de la sirena, y en su mente se dibujan formas borrosas de animales que lo acosan y acechan para comérselo. Ha de correr, ha de huir.

La sirena va perdiendo potencia a medida que se aleja. Al cabo de unos minutos ha cesado el ruido y su miedo se tranquiliza. Ya no piensa, solo atiende a su respiración fatigosa y las piernas doloridas. Al llegar a un estacionamiento público, se oculta tras el maletero de un coche que le da sombra y protección.

Se adormece, se estira en el suelo encogiendo las piernas contra su vientre y las manos bajo la cabeza, se estremece de vez en cuando; pero no sueña.

Dos agentes de policía, pistola en mano, están buscando en el estacionamiento, en silencio. Hay varios coches patrullas situados en cada esquina de la manzana. En las ventanas y balcones de los edificios que rodean el aparcamiento hay multitud de gente observando, guiando con sus dedos extendidos en silencio a los policías hacia donde se encuentra Tomás.

Los policías lo descubren tras el coche y uno de ellos habla por radio para comunicar que lo han encontrado. De los coches patrullas salen cuatro agentes presurosos para apoyar a sus compañeros.

—¡Eh, tú! ¡En pie! —le grita el agente a un metro de distancia.

Tomás se despierta, y su único ojo enfoca una figura negra, le transmite sensación de peligro. Su cerebro dicta: ataca.

Con un grito se lanza hacia la figura; pero no llega, una patada en el costado izquierdo le roba el aire de los pulmones y lo devuelve al suelo. Su rostro fracturado impacta contra una piedra. Un fogonazo de luz lo lleva a la inconsciencia.

CLIC-CLIC-CRAC

Tomás se despierta cada mañana en una celda blanca acolchada, defeca y orina en el suelo, come y recibe la visita de una figura blanca que no es amenazadora, que le tranquiliza con palabras y un pinchazo en el brazo. También se ha acostumbrado a que lo bañen con agua, ya no tiene miedo.

Su cabello está blanco y sus huesos artríticos le duelen. Sus articulaciones se han desgastado por la vejez y se lame las rodillas y los dedos retorcidos continuamente. Cuando cree que es necesario grita hasta quedar extenuado.

Muere anciano en el mismo rincón donde duerme, con las nalgas sucias de excrementos, con la piel blanca por treinta y dos años sin sentir el sol ni la libertad.

Cosa que hace tiempo que no le importaba, sinceramente.

Iconoclasta

La podrida soledad

Publicado: 7 enero, 2012 en Absurdo
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Es un llanto roto en un rostro cárdeno. Una boca muda y abierta.

Y mi mano entre las piernas, sujetando los cojones que suben de terror hacia la garganta. Que duelen, que están demasiado llenos de hijos que no nacerán. De niños y niñas que se ahogan prematuramente en las cloacas del infierno, o del cielo (solo es una cuestión de orientación). Todo parece estar muerto cuando estoy solo. No quiero, no sé como ser solitario conmigo.

No sé gestionar mi insania.

Hay un corazón negro y una oscura boca que grita. Es un infarto macabro en un corazón pútrido. Se parte el músculo sin un solo sonido, derramando un racimo de uvas rojas que destilan vino muerto.

No lloran, los muertos miran sus putrefacciones sin mayor interés.

Ellos morían, mueren, morirán. Y me piden que vaya con ellos.

“Es hora de partir, de venir aquí, con nosotros”.

No encuentro la puerta. Quiero ir para que callen.

He pintado y resaltado con mis heces las paredes transparentes de un mundo sin dimensiones y no hay resquicios.

No callarán si no voy.

Hay un filo que brilla y una piel que pulsa con demasiada sangre. Las venas son serpientes que se han de cortar.

No soy bueno afrontando horrores.

¿He dicho errores?

Es un error la gota en mi glande caliente y sin meter. Ardiendo en mi puño. Una polla que debería estar (dentro de).

Clavándose, alojándose, bombeando, corriéndose.

Haría vapor en su boca si se la metiera. Si me la chupara.

Es un error estar pegado a un cuerpo que no encuentra consuelo, a una mente que no acaba de encontrar la belleza, ni la sonrisa.

Hierve el semen marchito en la bolsa de mis huevos. Quisiera arrancarlos, no sirven para nada.

El semen se derramaba de su sexo y aún caliente caía de nuevo en mi glande. Entre los pelos de mi polla se secaba.

No quiero estar solo con el vello apelmazado de miserias que no son lo que mana de su coño.

Hay mierda en las paredes dimensionales y mi dedo sangra. No es una pared perfecta. Hay rajas, hay púas. Y los muertos golpean e insisten al otro lado.

La mierda es mía, mi obra. Mi gran obra. Mi puta obra.

Si ella estuviera les daría la espalda. No puedo hacer otra cosa que estar con ellos.

Con los otros no me hace falta sexo, solo un vientre abierto y una longaniza de intestinos enredada en mis pies.

Un niño muerto lamería la mierda si pudiera. No puede deshacer con su lengua muerta e hinchada las paredes transparentes. La mierda está del otro lado, del mío.

“¿Lo ves? La mierda está ahí contigo. Pasa a esta lado”, me dice lamiendo la tranparente pared sin conseguir tocar las heces. Solo deja un rastro de sangre, pequeños coágulos que se deslizan hacia arriba y se secan a los pocos segundos.

Me pica el cerebro y me lo rasco solo. No hay nadie, no está ella para que observe los piojos. Para que los mate.

Que los maten a todos.

Los muertos deberían morir también, no es lógico que respiren, ya tuvieron su tiempo.

¿Por qué no dejan el mío tranquilo?

Yo no los jodo.

La jodo a ella cuando la tengo.

No llega, y aún me queda mierda en el vientre para pintar la dimensión pútrida. Prefiero el horror-error al vacío de ella.

Hay un resquicio pequeño, como si se hubiera roto por la presión de ellos, de los podridos, de los muertos. De los que no hacen caso de las cosas que se desprenden de sus cuencas vacías.

Y la cuchilla abre la vena. No duele.

El niño se asoma y lame el excremento: “No es buena tu mierda”.

Y me da la mano sin hacer caso de la sangre que baja por mis dedos.

Está helada su carne, pasar la pared dimensional duele, duele mucho. Es un fogonazo que me corta todo el tejido y el pensamiento.

Paso la lengua por la pared sucia de mierda, al otro lado donde nada huele ni duele.

Ella llora un cadáver que ya no me pertenece.

Iconoclasta

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