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1

La madre de Hitler era una zorra caliente que se lamentaba constantemente de la vieja y pequeña polla que tenía su marido, así que Yo la jodí algunas veces, y cuando digo jodí no me refiero solo a penetrarla, sino a hacerle “grande daño” ante el pequeño Adolfito en su infancia. A esa marrana austríaca le contagié la sífilis y de ahí su locura. Se le hizo la voz ronca y el cerebro mierda (aunque Dios el marica, ayudó previamente dotándola con unos sesos que tenían la misma consistencia que la sopa aguada).

Mientras el pequeño Adolf Hitler crecía, el mediocre inspector de aduanas que era el recto padre y marido, comíales el rabo a sus superiores en sórdidos despachos por conseguir algún puesto mejor en la administración.

Klara Pólzl era una puta en su coño y en su ano, pero en su enferma y deprimida mente, vivía, cagaba, vomitaba y se beatificaba por su hijo de mierda Adolf. No murió de cáncer de pecho a los cuarenta y siete años. Los monos historiadores mienten como bellacos cuando ignoran algo, le golpeé sus ubres con el plano de mi puñal hasta que de sus pezones manó la sangre. Le reventé las tetas más concretamente, no sintió dolor porque la sífilis le había podrido el sistema nervioso central. Al adolescente Hitler, le hice mamar esa sangre con mi puñal presionándole la nuca. Lloró de miedo; pero jamás por la muerte de su madre.

Tenía diecisiete años y era todo un fracasado en los estudios y en la vida social. Un paria al que solo quería su madre demente. Era el ser más cobarde de toda Austria.

Hasta los vagabundos lo maltrataban.

No fue mi primer contacto con Adolf, lo sodomicé ante su madre a los siete años y tuvo que llevar pañales durante dos meses; tenía tan reventado el ano que no podía contener la mierda de sus intestinos. Cosa ésta de la que se percataron sus compañeros de clase convirtiéndose así, en una de sus primeras y mayores frustraciones.

Desbaraté los designios divinos y empeoré el mundo. Conduje al triunfo a un enfermo y deficiente mental, convirtiéndolo durante unos años en el imbécil con mayor poder en la historia.

De hecho, el pequeño Adolfito Hitler, nació con un cerebro podrido, la basura de todos los cerebros. Yo corregí y mejoré lo que Dios había hecho y le di una larga y próspera vida. No murió viejo ni mucho menos; pero como era un subnormal, no hubiera durado mucho en el mundo siendo la mierda que era; estaba destinado a que un gitano le rebanara el pescuezo para robarle su abrigo.

El futuro führer, era hijo de un funcionario de aduanas de escasas luces y con menos cultura aún. El éxito de semejante subnormal en la administración se debió a lo mismo de siempre: toma al mono más idiota de todos, dale algo de cargo y te lamerá el ano. Joderá a sus compañeros y escalará a costa de trabajos ajenos. Lo que viene a ser un encargado o capataz en la escala primate.

Alois Hitler, el padre del tarado Adolfo, era el prototipo de primate sin cerebro que comía donde cagaba, pudo escalar por mendicidad un peldaño en la pirámide de una administración que se ahogaba en formularios y cargos intermedios que no servían más que para paralizar todo trámite; la arrolladora y kafkiana burocracia europea era el cáncer de la modernidad.

Ni sus estudios ni su capacidad intelectual le dejaron subir más en el escalafón. Como todo buen imbécil, era un buen reproductor; los primates que no son muy listos tienen unos testículos muy llenos para compensar el escaso peso de su cerebro. Tuvo nueve hijos con tres matrimonios.

Era un polla inquieta.

Los Hitler venían de una familia endogámica, que se cruzaban entre primos y sobrinos y la consanguineidad les dio porquería extra en sus cerebros piojosos.

Adolfito tenía la genética perfecta para que yo me cagara en su boca.

Aquel núcleo familiar era campo abonado para que yo me lo pasara un rato bien.

2

Cuando Dios se ríe como un retrasado mental, conteniendo la sonrisilla con la mano en la boca, es que va a hacer alguna estupidez de las suyas. Y comenzó por darle al pastor de cabras Alois Hitler, una desmesurada ambición en un cerebro meramente funcional y con menos creatividad que la de él, el Creador.

Luego, unos ángeles (de esos que enseñan el culo a su Todopoderoso y se lo dejan desgarrar por unas promesas vanas de subir al círculo superior) se dedicaron a buscar a la subnormal perfecta para el austriaco imbécil. A Klara la encontraron en una granja de Spital a punto de hacerle una mamada al perro que la acompañaba a pastorear. La llevaron a servir a la casa de su primo que no era ni más ni menos, que el estúpido almidonado de Alois, en el precioso pueblo de Braunau.

Cuando hay tanto movimiento de ángeles y ese Dios melífluo ríe demasiado, sabes perfectamente que hay entretenimiento asegurado jodiéndole sus designios divinos. Y en principio, Adolf Hitler estaba destinado a ser una muestra de la miseria humana, un hijo gris, desgraciado y apaleado por todos como muestra de lo más bajo que puede caer un primate; luego Dios le daría unos años de paz y prosperidad para morir a los treinta, con su cadáver en brazos de su madre, por ejemplo. Uno de esos dramas que tanto le gustan a Yahveh para poder lucir su piedad de mierda.

La Dama Oscura y yo nos dimos un paseo hasta Braunau. Allí se encontraba un mensajero de Dios cantando salmos encantadores para preparar los designios de su señor. Era un día despejado, a plena luz las fuerzas del Bien y el Mal nos encontrábamos hablando tranquilamente en una explanada verde frente a la casa de los Hitler, el sol comenzaba a ocultarse y los colores estaban saturados. Formábamos un cuadro surrealista en aquel paraje.

Era el ángel Azarías, un tipo con poco carácter, ideal para hacer todo lo que le ordenaran sin cuestionarlo.

— ¿Qué vais a hacer con esos endogámicos austríacos? —le pregunté metiendo con naturalidad los dedos en la vagina de mi Dama Oscura.

—Ha de sufrir, es gente sencilla que necesita vivir la oscuridad para luego renacer en Mi Señor y su Fe en estos tiempos difíciles en los que ya no se ofrecen oblaciones a Dios. Ha de morir el padre ahora mismo.

A mí no me parecía bien que ese primate sin cerebro y obsesionado por la rectitud, muriera, era necesario para humillar a su futuro hijo Adolf.

— ¿Y para eso tanta movilización divina? ¿Solo sufren y mueren ellos? No me jodas con esa mierda. Anda y lárgate de aquí o te arranco la piel y se la pongo a Dios de felpudo a las puertas de su cielo mierdoso —por un segundo guardé silencio, la Dama Oscura se estaba corriendo entre mis dedos.

Azarías continuaba salmodiando.

Amenacé de nuevo al ángel y mis dedos le salpicaron con la baba sexual.

—Ya he descuartizado a quince querubines, no quieras ser el próximo, porque va a ser doloroso y ese maricón dios vuestro no os ha preparado para soportar tormentos. Os quejáis por una pluma que se os cae.

Azarías entonó un cántico en arameo que hablaba de la gloria de Dios-Jahveh y levitó lentamente para subir al cielo. Yo sacaba mi puñal clavado verticalmente entre mis omoplatos. Es un momento de ligero dolor, cosa que es buena, porque cuando algo me molesta mi ira acobarda a todos los seres del universo. Me acerqué hacia el ángel maricón, di un saltito y le corté la femoral con mi puñal. Su sangre caía con elegancia desde su pie. Dejó de entonar su canto para gritar a Dios que se moría, movía sus alas con torpeza y rapidez. La sangre salía con una fuerte presión de su muslo y en poco tiempo se creó un charquito rojo en la verde hierba. Sus alas hacían un hermoso contraluz y los pezones de mi Dama Oscura estaban duros como piedras. Precioso…

—Idiotas —le dije con malhumor a mi Dama Oscura.

Ella me acarició los genitales y aplacó mi ira, era el año 1876.

3

En 1885 asistimos a la boda de Alois y Klara.

Alois había enviudado dos veces. Por supuesto, llamamos mucho la atención en aquella podrida iglesia de Braunau; yo no llevaba esos bigotes ridículos e iba con los brazos descubiertos; mi pasión por los grandes cigarros y la medida de mi espalda acabaron definitivamente por hacer las miradas hacia nosotros huidizas, los primates a veces tienen un instinto del peligro. Pero quien más llamaba la atención era mi Dama Oscura: vestía un pantalón de cuero negro ajustado y una blusa blanca abierta por debajo de los pechos, sin sujetador; en aquellos tiempos era tener un coño inmensamente bien puesto. La adoro.

Llamé la atención de Klara y sus claros ojos de idiota se posaron en mí y en mi bulto genital antes de recibir la alianza de su maduro marido. Estábamos de pie en el último banco, cerca de las puertas de la iglesia. Le saqué la lengua y oprimí con fuerza el pecho de mi Dama Oscura, ella deseó que hiciera con ella lo mismo, lo leí en su mente simplona.

Acudí a la casa de los Hitler a los cinco meses de la boda, Alois estaba viajando por las distintas aduanas del país.

Entré por el camino de grava, saludé con familiaridad al jardinero, llamé a la puerta y la sirvienta me dejó entrar sin problemas tras invadir su mente. Llegué a la habitación del matrimonio, ella estaba tomando leche caliente con galletas en la cama.

Estaba embarazada de Adolf.

—Primate de mierda… ¿Tú sabes lo que llevas en el vientre? Es un mono sin cerebro destinado a haceros sufrir con su mala salud, su deficiencia mental y su futura miseria. Es Dios quien lo quiere, pero lo voy a arreglar. ¿Verdad, puta primate?

Por toda respuesta gimió como una rata atemorizada.

—No me haga daño, estoy embarazada —y tocó la campanilla para que acudiera la sirvienta, no hubo respuesta.

Me encendí un cigarro, aspiré profundamente el humo hasta que me inundó los cojones y le di un puñetazo en los pechos. Aulló de dolor, sus ojos claros se humedecieron y enrojecieron. La saqué de la cama tirando de su pelo, le bajé las enormes bragas y se la metí sin más preámbulos en la alfombra de la alcoba. Primero lloró, luego se calló y después no podía dejar de gemir con cada embestida. Era tan simple y previsible…

Como estaba acostumbrada a ser mal follada a oscuras por su viejo marido, no vio mi glande cubierto por una llaga hedionda y purulenta. Era sífilis. Sentí el pequeño feto de Adolf sacudirse con cada una de las acometidas de mi pene por tan adentro que se la metía.

Ella no sintió orgasmo, el placer se le acabó cuando yo me corrí.

—No te vuelvas a preñar con ese funcionario de mierda, es un aviso. No es por celos, primate idiota. Es que no quiero que traigáis más repugnantes monos con vuestra genética al mundo. Estoy harto de mierda, de Dios y de vosotros; al fin y al cabo, es todo lo mismo. Y ni una palabra a nadie o no vivirás suficiente tiempo para pronunciar mi nombre: 666.

Volví a mi oscura y húmeda cueva silbando tranquilamente. “Si has de hacer un trabajo no envíes a ángeles idiotas, hazlo tú mismo”, le dije a Dios alejándome de la casa por el prado verde. Le había contagiado de sífilis y contaminado también el feto, había creado una expectativa de orgasmo en la retrasada y el miedo necesario para que me mamara el rabo en cada ocasión que yo se lo exigiera sin rechistar. Y todo eso en apenas media hora.

4

Adolfito nació en ese mismo año, en Passau, Baviera. La familia se tuvo que trasladar por motivos del trabajo de Alois. Son iguales que los chimpancés, siempre moviéndose y pariendo en todas partes.

Lo único que no me gustó es que Klara influyó decisivamente en su marido para trasladarse de casa, aquella violación que casi disfrutó la tenía un tanto obsesionada.

Así que en junio de 1896 con el patán de Alois ya jubilado se mudaron a una buena casa (buena y lujosa para un vulgar inspector de aduanas) en Leonding, en las afueras de Linz. Adolf Hitler tenía siete años.

Como a Jahveh, a mí también me jode que los monos tengan voluntad propia.

La Dama Oscura me acompañó en la visita a la familia Hitler. Lo cierto es que fui a pasarle cuentas a la zorra de Klara, se había quedado preñada desobedeciéndome y eso no me gustó nada. Las primates han de comprender que es mejor recibir una paliza de sus maridos que un castigo mío. Infinitamente mejor y menos doloroso.

El pueblo era más simple que la mente de un primate, cuatro casas mal repartidas y unas aceras estrechas. Todos esos lugares olían a mierda de cerdo y vacas.

La sirvienta era la misma, cosa que me aburría. Cuando llamé a la puerta, le corté la carótida como saludo y dejé que se desangrara en la calle. A las seis de la tarde, el recto varón estaba en la taberna emborrachándose y Klara se encontraba en el salón jugando con Adolfito a las damas. Su barriga ya abultaba bastante, era obvio que tenía un pequeño marrano creciendo en su interior. Se levantó tirando la silla al suelo al reconocerme. Adolf corrió hacia la puerta, pero se encontró con la Dama Oscura sonriéndole con una maldad escalofriante.

—Te avisé que no te quedaras preñada —le pasé el filo de la hoja por la barriga tras rasgar su bata, haciendo un fino corte en la piel que apenas sangró.

—Él me obligó, insistió. No pude elegir.

Mi Dama Oscura sujetaba por los hombros a Adolf que tenía una tendencia natural a la cobardía. Me repugnaba su pelo oscuro y escaso, sus ademanes de deficiente mental: tenía un tic en el ojo izquierdo que al cerrarlo le hacía torcer la boca frecuentemente y tendía a pasarse continuamente la mano por el pelo de la sien derecha.

Le bajó el pantalón y los calzoncillos y le obligó a poner el pecho en la mesa.

—No le hagáis daño a mi niño —gritó teatralmente Klara.

Me desnudé de cintura para abajo y me acerqué al culo del pequeño futuro fascista. Mi Dama, se acercó a Klara y la tranquilizó acariciando su dilatada vagina, yo invadía su mente para que estuviera quieta.

Adolf no hablaba, simplemente lloraba, estaba asustado hasta mearse. Sus piernas colgaban de la mesa. Le penetré y como una tela su esfínter se desgarró. Su grito resonó por toda la casa, como si tocaran las campanas a muertos. La sangre goteaba en mis zapatos, mi pene estaba rojo y excrementos. Mi mente se nublaba entre vapores rojos y gritos de dolor, es mi Maldita Paranoia. Extraje de mi espalda el puñal que llevo enterrado en mi carne y le hice una cruz con los maderos quebrados cerca de la nuca. Le dolía más el ano que el corte que le hacía, por ello no gritaba demasiado ya.

Los ojos de Klara lloraban; pero su boca se abría en un gemido de placer, Mi Dama Oscura se había metido los dedos de la austríaca en su vagina y se retorcía de placer a sus espaldas.

Tomé un puñado de cabellos repugnantes de Adolf y le obligué a mirar a su madre.

—Es una cerda, Adolf. Es nuestra puta barata. Apréndelo, recuérdalo, que tus noches de mierda estén siempre acompañadas por esta imagen, por la de tu dolor, por tus nalgas ensangrentadas. Tú también eres mío.

Lo dejé caer al suelo y se llevó las manos al culo. Mi pene estaba erecto hasta el dolor, goteando sangre. La Dama Oscura hizo que la espalda de Klara se apoyara en su pecho para ofrecerme su barriga y su coño en precario equilibrio.

Le había rasgado las enaguas y la penetré. Embestía con tanta fuerza que la Dama Oscura perdía el equilibrio y la barriga de la preñada parecía que se iba a desprender.

Cuando eyaculé, llegó al orgasmo porque así me lo propuse.

—Lava bien a tu hijo, está lleno de sangre y mierda. Cuando haya nacido lo que llevas en tu vientre, volveré para asegurarme de que no te vuelvas a quedar preñada, primate de mierda.

La Dama Oscura le metió los dedos en su boca aún jadeante de orgasmo, y como si se hubiera roto un hechizo, la austríaca se retorció de dolor en el suelo llevándose las manos al coño. Le escupí en la cara y a Adolfito le pegué una patada en la boca para que me fuera conociendo en todas mis facetas. No todo va a ser sexo, los fascistas se van a los extremos y hay que maltratarlos para que aprendan.

Adolf no faltó al colegio, Klara no estaba dispuesta a contarle nada a su marido, ya había aprendido a temerme más a mí. El primer día, Adolf se cagó encima en plena clase de religión y sus compañeros se rieron de él. Cuando su madre lo fue a recoger, olía a mierda.

—Me duele mucho, mami. No podía aguantarme —le decía a su madre camino de casa.

—Ya pasará, Adolf, no te preocupes.

— ¡Cagón, cagón, cagón…! —gritaban tres amigos suyos que lo siguieron durante el camino a casa.

— ¡Gamberros! Voy a hablar con vuestros padres —les decía Klara sin que ellos le hicieran caso.

Al día siguiente Adolf llegó a la escuela con un pañal de gasa, de los que su madre usaba cuando le venía la regla. Sus compañeros se dieron cuenta de ello y en la hora de recreo le bajaron los pantalones para que todos vieran su pañal.

Durante dos meses (lo que tardó en sanar el esfínter) tuvo que soportar todas aquellas burlas y vejaciones.

El rencor se metió en el pequeño cerebro de Hitler, hasta que el dolor de la humillación de sus compañeros superó al de la violación. Soñaba con descuartizarlos, con meterlos en el fuego aún vivos. Soñaba que les arrancaba los dientes y que les metía un palo por el culo hasta hacerlo emerger por la boca. Soñaba con meter su pequeño pene en el coño de una pequeña primate compañera suya para que sufriera de la misma forma que había sufrido su madre conmigo, por mi voluntad maligna.

Su capacidad de concentración se hizo añicos, suspendía todos los exámenes de todas las asignaturas. Su padre tuvo que pagar un buen dinero para que fuera aprobado.

Y fue severamente castigado, Alois solo sabía mal follar y castigar. Su cinturón era el poderoso látigo de la rectitud y la espalda de Adolf se convirtió en un libro de leyes escrito con sangre y cuero.

Nada de todo aquello podía sanar el tiempo.

Es algo que Yo tenía previsto. Al fin y al cabo soy un Dios infalible y no como ese melifluo Yahveh.

5

En el mismo año, volví a visitar a la familia. Klara había parido a una niña que llamó Paula.

Tenían una nueva sirvienta de unos quince años que quedó ciega en el instante que abrió la puerta y miró a los ojos de la Dama Oscura. Y no fue por algún rayo de maldad, sino que mi Negra Señora, le acuchilló los ojos con una rapidez y una precisión que haría palidecer al mejor de los neurocirujanos. Como no iba a dejar de llorar, le rebanó el cuello.

Adolfito no podía apartar la mirada de nosotros ni de la sirvienta, se encontraba en la puerta del recibidor, intentando esconderse tras el vitral de la puerta. Se había meado de nuevo.

Su padre, como siempre estaba en la taberna, por ello no murió a sus cincuenta y nueve años. De cualquier forma, no me hubiera costado más de cinco minutos matarlo a él y a todos sus compañeros de borrachera en la pequeña taberna de Leonding.

Avanzamos hacia el salón, llevaba a Adolfito agarrado por su pelo grasiento. Subimos juntos, como una familia, hacia la alcoba de su madre que en esos momentos debería estar cuidando de Paula.

En efecto, abrí la puerta de una patada, Klara se asustó y se le cayó el libro que estaba leyendo incorporada con varios almohadones en la espalda, la niña en la cuna prorrumpió a llorar. Me acerqué a la cama y me senté a su lado.

—Vamos a arreglar esto, Klara. Ya te dije que no quiero que traigas más subnormales al mundo.

La Dama Oscura le estaba dando una lección al pequeño Adolfito de cómo era su vagina, se sacó la compresa y le mostró su sexo menstruando.

—Lámelo, Adolfito, te gustará. Te harás fuerte.

— ¡Deja en paz a mi hijo, puta morena! —gritó enfurecida la austríaca, con su fláccida barriga convulsionándose.

La primate me sorprendió un poco por su envidia, porque la Dama Oscura lucía una cabellera negra brillante y larguísima, mucho más brillante que el pelo de su hijo, apelmazado y lacio. Tomé un puñado de sus pelos, se los arranqué y se los mostré:

— ¿Tú has visto bien tu pelo, aria de mierda?

Se llevó las manos allá donde le arranqué el mechón y se mancharon de sangre.

Tenía un leve temblor y su voz sonaba un poco más recia, las ojeras también podrían ser un síntoma del estrago que la sífilis hacía en su organismo poco a poco; aunque creyeran que su debilidad se debía al embarazo.

Adolf lloraba arrodillado ante mi Hermoso Coño Sangrante (porque la Dama Oscura es mía, me pertenece su mente y su coño), como si le rindiera adoración. Era preciosa aquella estampa con mi Dama Oscura hiriendo la piel del cuello del niño con aquella fina daga.

Le di una buena bofetada a la austríaca y le partí los labios, luego un puñetazo en la sien que le provocó un feo derrame en el ojo. Con ello no fue necesario que invadiera su mente, porque perdió toda noción de su propia existencia.

—Venga Adolfito, pasa la lengua por el coño de mi Dama y deja de llorar. Otras cosas peores te esperan hasta que mueras y te pudras en mi infierno.

El niño acercó la cabeza y con torpes lengüetazos acariciaba aquel coño suculento. Metí la mano en el pantalón y extraje el pene porque los pezones erectos y los gemidos de mi Dama, me sacaban de control. Cuando eyaculé, el semen negro cayó sobre la cuna de Paula.

La Dama Oscura se corrió, bajó los pantalones de Adolf y le masajeó el pene sin obtener resultados.

—Esperemos que crezca o vas a tener problemas de mayor, ¿eh, Adolfito?

Acto seguido se metió aquel pequeño pene en la boca y mordió el prepucio hasta cortárselo.

Lo cierto es que yo cerré el puño con aversión al ver su pequeño pene sangrando, eso son cosas que duelen aunque la tengas pequeña. Adolf se retorció en el suelo de dolor, gritando sin consuelo, yo me encendí un cigarro admirando con curiosidad su dolor que duró unos cuantos minutos. A la Dama Oscura se le escapaba la risa.

¡Mira por donde que el futuro fascista era un circunciso como cualquier otro judío! Mis malditos designios son mucho más ingeniosos y divertidos que los de ese Yahveh celoso de mierda.

De ahí que hiciera matar a todas las putas y niñas con las que tenía contacto una vez se hizo adulto y führer: no quería testigos de su circuncisión.

— ¿Por qué llora mi pequeño? —balbuceaba la madre desde su inconsciencia.

—Mi Dama, acerca al futuro tirano para que observe bien donde se desarrollan y nacen los pequeños primates —dije sin hacerle caso a la primate austríaca.

Klara estaba sucia de vómito. Le arranqué la sábana y la colcha con la que se cubría y aún sumida en la inconsciencia, le metí la mano entre las piernas y le saqué una gasa que cubría la vagina. Aún tenía puntos de sutura.

—Déjennos, por favor, no le hagan daño a mi mamá —lloriqueaba Adolf.

Introduje mi puño en la vagina, y empujé más adentro. Klara gritó hasta dañarme los tímpanos, recuperó la consciencia en una fracción de segundo de dolor. Pataleaba; pero mi puño ya estaba demasiado dentro. Cerré los dedos en torno a cosas ignominiosas que tenía allí dentro y se las arranqué. Desfalleció de dolor cuando dejé caer los ovarios y parte del útero entre sus piernas. Su coño era una fuente de sangre y se lo taponé con la gasa.

Adolfito sufrió una crisis respiratoria ante lo que le forzamos a ver. Soy bueno en lo mío, soy maravilloso. Le di una bofetada y se le pasó la histeria.

Me limpié la mano en las sábanas y le pellizqué uno de sus pezones supurantes de leche, la respiración de la madre era apenas un suspiro, se estaba muriendo.

—Ve a buscar a tu padre a la taberna y que se traiga al borracho del médico, y rápido o tu madre morirá.

Adolfito salió corriendo de la casa con sus pantalones mojados de orina y sangre.

La Dama Oscura tomó a la pequeña Paula en brazos y le dio un ligero golpe en la cabeza con el mango de su daga, en un lugar muy preciso de su nuca, la niña dejó de llorar porque se quedó dormida al instante.

Le había estropeado una zona de su cerebro para que fuera lo más parecida a su hermano Adolf. No dejo nada al azar.

Y nos fuimos de aquella casa de mierda con Dios lanzando espumarajos de rabia por mi intrusismo y porque es un tipo envidioso.

Klara consiguió salvar la vida, Alois jamás pudo entender lo que ocurrió en su casa porque la muy astuta alegó amnesia. Adolfito decía no recordar quien le hizo todo aquello. Sus noches se convirtieron en horas de miedo y un dolor que revivía una y otra vez.

Yo no soy suave, los traumas que yo creo estropean la vida de los monos de una forma insoportable.

Durante algún tiempo la policía local (unos primates no muy listos) buscaron vagabundos para culpar por las agresiones y la muerte de la sirvienta. Al cabo de unos meses, apenas nadie se acordaba de todo aquello.

Alois seguía castigando a Adolf por sus fracasos escolares y con el cinturón intentaba inculcarle algo de valor y empuje en la vida. El pequeño Adolf era un tipo realmente reticente a la actividad física. Su padre de mierda no veía nada bueno en él.

“Mi pequeño hijo maricón”, decía de él a menudo en la taberna cuando se refería al futuro führer.

Dios no sabe bien lo que es la miseria humana, yo sí que se hundir a alguien en lo más profundo de la indecencia y conducirlo directamente a la locura más destructiva.

Los primates son cosas que se pueden moldear, modificar, eliminar y atormentar de la forma más sencilla y amena. Deberíais probarlo con vuestros propios hijos y padres, los resultados son sorprendentes.

Dejé un breve espacio de tiempo de siete años antes de visitar de nuevo a la familia, es bueno que crean que todo ha pasado, que se confíen. Sobre todo después de unas fiestas navideñas felices y sin problema alguno. Cuando todo está bien, asestar un buen golpe crea una angustia en los primates difícil de asimilar por sus cerebros simplones.

Soy un hombre rencoroso y descontento con el mundo. Tengo una angustia interior que crea una presión espantosa y necesito liberarla.

Aún me asiste el control y el cinismo para reír y parecer cortés en lugar de vomitar mi hígado podrido sobre la faz de la humanidad.

Necesito un solo motivo, tener la suerte que algunos tienen para hacer pedazos a alguien con la total satisfacción de haber cometido una buena obra. Es mentira, me da igual que sea una buena o mala acción. Solo quiero denigrar y destruir a alguien, a ser posible, lo que personifique lo más sagrado.

Una mala madre me hubiera servido de entrenador para desfogar toda esta ira.

Quiero una madre como esa, como “eso”.

Esa madre repugnante que hirió con un cuchillo a su propia madre loca.

Madre lo es una rata, no es algo tan divino la maternidad. Que no se crean algunas que por haber rasgado su coño para parir, son santas.

Yo hubiera querido una madre como esa para tener a alguien cercano a quien escupir y sentirme mejor.

Esta ira que me pudre en vida busca un motivo…

“¿Sudas maltratando a tu madre, mamá?”. Le diría arrancando mis profundos mocos de la garganta.

Daría lo que fuera por haber tenido una madre como esa que dice: “Aguanta. Es tu marido y el padre de tus hijos”, cuando llega la hija con la cara reventada a puñetazos y la sangre de su coño violado y reventado bajando por las piernas como dos ríos indecentes.

Necesitaría eso, un motivo para bajarle las bragas y destrozarle las nalgas con el cinturón, hasta que le sangrara el culo como mana la sangre de la nariz partida y el coño forzado de su hija.

No he tenido suerte, no tengo una madre así, que junto con su otra hija, hagan pasar hambre y necesidad a mi padre. Que le roben todo porque él es más viejo e indefenso.

Yo quiero una madre puta así, a la que poder pegar todas las palizas que me apetezca y cuando me apetezca. Dar rienda suelta a toda esta violencia que tengo reprimida. Yo no quiero una madre buena; quiero una rata como esa.

Mi ira es un cáncer que me amarga la vida.

Ojalá mi madre lo hiciera: follarse al hombre que ha violado y maltratado a su hija. Quisiera encontrarla mamándole la polla al hijoputa y con una vara fina arrancarle la piel de la espalda mientras se bebe el semen de ese cabrón.

“Madre puta… La cerda del vecino también ha parido, no eres para tanto”.

Quisiera una madre que no me deja libertad para follar con quien quiero y meterle mis condones usados en la boca mientras come su mierda de sopa.

Quiero una puta madre como esa que miente diciendo que su hija maltrata a sus nietos. Miente para arrebatárselos y criarlos con el puerco que violó y maltrató a su hija. El mismo que le mete esa polla pequeña en su vagina estéril y fría.

Yo quiero una madre así a la que poder hacer rodar a patadas hasta romperle todos los huesos, porque tengo tanta ira en mi sangre, que necesito cometer actos de crueldad que ni siquiera están legislados.

Ojalá mi madre mintiera, me despreciara y diera cobijo a mi asesino. La mataría a golpes, la escupiría, me orinaría en sus ubres secas y viejas.

Y saldría a la calle más tranquilo y desahogado.

Si mi madre fuera como esa, cuando muriera celebraría un fastuoso festín y su foto quemaría en una tarta de cumple-muerte.

No he tenido suerte, no puedo desahogarme.

Solo me queda soñar con una madre como esa, a la que darle una bofetada cuando les arrebata los juguetes a sus nietos para que no puedan jugar, porque es su capricho.

No soy un hombre con suerte, y tengo que tragar toda mi hostilidad en sorbos amargos día a día, sin encontrar a una mala persona a la que destrozar.

Y así, sufro de envidia cuando hay gente que disfruta de tener una madre cerda, a la que un día ir a visitar para arrancarle la piel a tiras.

Un sparring que me ayude a desfogar esta hostilidad y que me dé algo de paz en vida.

Envidio tanto a quien tiene una madre así…

Mierda.

Iconoclasta

Carne molida

Publicado: 27 junio, 2012 en Terror
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Odio la violencia; pero es necesaria.

También es necesario el cáncer, la enfermedad y la muerte; pero no me dan tantas satisfacciones.

Ni a los violadores.

Tengo una raja entre las piernas, lo que me convierte en mujer.

Mis dos estupendas tetas aún sin operar, lo demuestran muy claramente.

Amo el sexo por encima de todas las cosas y de todos los hijos si los tuviera. Y sé lo que digo, porque a punto estuve de tener uno.

Me gusta la violencia sexual; pero cuando yo la practico, si un macho me pone la mano encima sin mi permiso y no me ata, le arranco la polla y se la doy de comer a mi perro.

Yo tenía quince y estaba orgullosa de mis tetas. Cosa que no le da permiso ni a la santísima virgen de sobármelas. Se mira; pero no se toca, hijos de puta.

Los violadores son carne para moler.

Ese hijo que a punto estuve de tener…

Como en carne molida acabó el feto del puerco que me violó y me dejó embarazada en el sanitario del antro después de acobardarme a bofetadas. Un tipo llamado Alberto, de treinta años con anillo de casado y que con toda seguridad vivía con una gorda de muslos ennegrecidos de tanto roce adiposo, con el pelo lleno de mierda, gel y colonia de adolescente pobre. Seguramente con un hijo idiota como toda su familia.

Mis padres me llevaron a comisaría a levantar la denuncia; pero no autorizaron que tomara la píldora del día después. Son unos muertos de hambre analfabetos; pero católicos hasta el vómito. No les he dado ni un centavo para salir de la pobreza a pesar de mi fortuna.

A medida que crecía en mí el hijo de aquel marrano me sentía sucia, cada día más asqueada. Estaba dando cuerpo humano a una gota de mierda que me llegó demasiado profundamente al coño.

Me fui de casa, porque mis tetas y mi culo me daban la mayoría de edad, no dejé nota alguna a aquellos putos padres. Éramos cuatro hermanos, la abuela, y el matrimonio idiota los que vivíamos en dos habitaciones de ladrillo cubierto de papeles sucios.

Me hice puta para ganar plata con la que abortar en la mejor clínica de México.

Agustina era una amiga mía que conocí en los antros, bailando con las compañeras de secundaria y flirteando con los chicos de nuestra edad. Era dos años mayor que yo, hacía un año y medio que se había escapado de su miserable casa. Vivía sola en una habitación que había rentado en Coyoacán. Y como decía ella, con un buen chocho entre las piernas, nadie te pregunta la edad si lo enseñas y te la dejas meter.

En México no puedes fumar; pero puedes follarte a una piba de catorce por el precio de una cajetilla si quieres.

Me enseñó a chupar pollas con naturalidad, con aire profesional y me gustó tanto, que pronto encontré una técnica de succión que iba muy acorde con mis exuberantes labios. Cuando Agustina pedía doscientos por mamada, yo exigía quinientos y los clientes repetían.

Agustina me gustaba mucho. Me ponía un plátano entre las piernas y me mostraba como hacer una felación. Me ponía tan caliente que acababa abriendo mis piernas para que me lamiera el coño. Follamos como locas compartiendo los plátanos de entrenamiento aunque ya no había lecciones que aprender.

Un borracho le cortó el cuello durante una felación en el coche; pero yo ya estaba viviendo sola en un buen apartamento cuando aquello ocurrió.

A medida que mi barriga crecía, los clientes se sentían más atraídos por mí. Agustina, exclusivamente las mamaba, yo fui más allá que Agustina y me abrí de piernas para que me follaran por el triple que una mamada. Cada semana subía el precio, al ritmo de mi embarazo. La clínica me pedía una pequeña fortuna.

Mientras tanto, nadie me buscaba. Y no quería que lo hicieran.

Cuando conseguí todo el dinero, ya estaba de siete meses. Contaba con más de doscientos mil pesos, de los cuales una cuarta parte se la iba a llevar la clínica.

Ya no se trataba de un aborto, tenían que hacerme una cesárea. Sacar el feto y matarlo. Es algo que ni a mí ni al médico nos importaba. El dinero no conoce límites legales de aborto. Si tienes plata te libras de ser la madre del hijo de un violador.

Si no tienes dinero, te inventas toda esa mierda de amor por el hijo que llevas en tus entrañas, que al fin y al cabo no tiene ninguna culpa. Angelito… Y lo crías comiéndote cada día al verlo el vómito de asco que sientes al recordar a su padre de mierda.

Ese pequeño cerdo que crecía dentro de mí llevaba los genes de su padre, tenía parecido con él fuera niño o niña.

Y yo no estaba dispuesta a cargar con esa mierda. Cumplí los dieciséis con esos siete meses de embarazo y al día siguiente me iban a quitar a aquel tumor que crecía en mi barriga.

Me hicieron una cesárea con mucho cuidado, para que la cicatriz fuera sutil.

Exigí por diez mil pesos más, ver al bebé que me habían extraído, mejor dicho, ver como se destruía.

Una vez me desperté de la anestesia, el cirujano Peter Walheimeyer (un alemán que a pesar de llevar cinco años en México aún no sabía hablar español con claridad), entró con el niño muerto en brazos. Apenas tenía formada la cara y su pecho parecía el de una rata, estaba amoratado por la muerte. Lo transportaba en una pequeña mesa con ruedas de acero inoxidable, lo cortó en pedazos muy pequeños. Con cada corte que daba, yo imaginaba que se desangraba el padre, que se le caían los cojones al suelo, que su polla se agitaba en el piso retorciéndose como un gusano parcialmente aplastado.

Los violadores y sus hijos son carne para moler.

En aquella lujosa clínica de la colonia Polanco, no quedó ni un trozo de carne reconocible de aquella cosa que me hizo aquel puto violador.

El director de la clínica, me hizo un quince por ciento de descuento sobre el precio del parto y eliminación de residuos tras hacerle cuatro de mis cotizadas mamadas, una por cada día que estuve internada.

Los trozos de lo que afortunadamente no llegó a vivir, eran tan pequeños que no pude distinguir si era niño o niña. Cosa que no pregunté.

Cuando te haces puta tan joven, tus clientes suelen ser gente con gustos muy especiales, y sobre todo, con cargos importantes. La gente más adinerada es la más puerca y la más devota. A algunos les gusta abofetearme para que me sangre la boca y besarme, les cobro mil pesos por hostia y ellos pagan como retrasados mentales sacando nerviosos los billetes de sus carteras; con sus ridículos penes erectos sombreados por su barrigas decadentes o sus brazos viejo y fofos. Yo no soy una mujer muy grande, así que muchas veces me costaba respirar cuando se me ponían encima. Sus penes no me hacían daño, eran sus barrigas las que me asfixiaban. Sobre todo les gustaba aplastarme cuando estaba embarazada.

Uno de aquellos burócratas del ministerio de la vivienda, me consiguió un apartamento de doscientos metros cuadrados en la lujosa Polanco al precio de la habitación que compartía con Agustina.

Mi amiga no quiso venir conmigo, se había metido en asuntos de cocaína y sus dedos estaban ennegrecidos de prender la pipa de crack.

Un llamativo anuncio en el periódico, me trajo nuevos clientes. A los antiguos les gustaba más embarazada y empezaron a olvidarse de mí.

Parte de lo que ganaba lo invertía en coca que disolvía en la bebida de los que venían a follar para asegurarme su asiduidad.

A los dieciocho años tenía cuatro putas de lujo en el apartamento que ya había comprado, y el guardaespaldas de uno de mis narco-clientes como vigilante y protector. Se llama Caledonio.

Yo solo me dedicaba a follar con los machos que me gustaban verdaderamente y me dejaba hacer regalos e invitar a fiestas y viajes.

Cuando no había clientes y mis putas se iban a sus casas, al finalizar la jornada, generalmente a primera hora de la mañana, evocaba en mi cama el troceo del hijo de mi violador y fantaseaba con su muerte. Se me ponía el coño tan caliente que no había caricia que me aliviara. La carne molida sangrante me obsesionaba. Me dirigía a la cocina y sacaba de la nevera una bandeja de carne de res molida y en mi habitación, me cubría el coño con ella, me la metía dentro y me frotaba hasta quedar exhausta, dormida, con la sangre goteando por mi raja, con los dedos pegajosos…

Cuando tienes dinero, tienes todo el tiempo para leer y para estudiar idiomas. Es necesario cuando los clientes son políticos, empresarios, militares y religiosos. A los diecinueve años, podía ir a chuparle la polla a un presidente hablando inglés y entendiendo francés. Además, me hice culta.

Mi entrada al mundo de las grandes perversiones, llegó de la mano del gobernador de México, coincidimos en un hotel de París. Yo acompañaba a uno de mis amantes clientes, un empresario de la industria de la telefonía móvil que me presentó como la mujer más sensual que había conocido a su amigo gobernador.

Cenamos las dos putas y los dos clientes en el restaurante, entre alcohol y langosta acabamos intercambiando las parejas y acabé con el gobernador, la golfa sin cerebro se quedó con el empresario.

Una vez en su suite me pidió que jugara con sus bolas anales: le introduje quince bolas del tamaño de una ciruela, todo un rosario que casi le llena el intestino. Todo un récord. Sabía que mi discreción estaba fuera de toda duda y se permitió dejar sus excrementos entre mis piernas sin ningún pudor. Salieron con la última bola que le extraje y su semen regándolo todo.

No me dio más asco que otros, simplemente me aportó experiencia.

Una mañana, comprando carne en el Mercado Central de Abastos, observando como la molían apretando mis rodillas una contra otra al imaginarla ya en mi vagina, recordé el hijo que no tuve y a su violador padre. Ya tenía veinte años, y a pesar de sentirme afortunada porque aquel marrano me violara y cambiara así mi vida; decidí ejercer mi poder.

El antro Lipstick seguía siendo frecuentado por las tardes de los sábados y domingos por adolescentes de secundaria y prepa. Y entre toda esa juventud, siempre se filtran los degenerados, los solitarios, los fracasados de su matrimonio, los que aún se creen jóvenes para alternar con adolescentes. Aquellos cobardes que se ven inferiores entre los de su generación.

No supe verlo en su momento, no discerní la iniquidad de Alberto, mi violador y dejé que me acompañara a la puerta del sanitario. Fui idiota.

Hasta que no eres puta no conoces bien al ser humano, lo rastrero que puede ser.

Entré en el local con Caledonio, mi guardaespaldas. El ambiente estaba hormonado por tanto adolescente, me sentí extraña; muy lejos de aquel mundo que había dejado hacía cinco años.

Los adultos eran tan pocos en aquel lugar, que brillaban con luz propia en la oscuridad. De los cuatro que había, dos eran camellos y los otros dos moscones que miraban sin decidirse a abordar a ninguna de las chicas o chicos. Posiblemente, jamás lo harían.

Durante tres semanas, sábados y domingos por la tarde acudí sin encontrar a Alberto, era una posibilidad muy remota; cinco años matan y cambian la vida de mucha gente.

Me aburrí de aquella búsqueda y por otra parte, viajé de acompañante cinco días con el general Armendáriz a Alemania, a un congreso de militares organizado por la OTAN. Un reloj Cartier fue cargado en la minuta de gastos a cargo del gobierno. Mi trabajo: ser un adorno en su brazo por las noches y abrirle el ano con un espéculo y llenar sus intestinos con agua; en definitiva, un enema avanzado y mi orina recorriendo su cara.

Si algo sé, es que a la gente que se encuentra en el poder, le encanta que le metan cosas por el ano.

A los sacerdotes les gusta que les lesiones los genitales, no sé por qué; pero siempre es así.

Y a mí me excitan, disfruto con mi trabajo.

Cuando llegué a México, Caledonio sonreía abiertamente desde que me recogió en el aeropuerto. Cuando llegamos a mi casa y burdel, me llevó hasta el cuarto de dominación y encendió las luces. Allí estaba Alberto, mi odiado violador.

Caledonio tenía grabada la descripción que le di cuando lo buscamos en el antro durante esas tres semanas. Fue casual que entrara a comprar una cajetilla de tabaco en un Oxxo de Reforma. El hijo de puta trabajaba de cajero. Mi guardaespaldas esperó a que acabara su turno y cuando el desgraciado salió del local hacia su casa, le presionó con el cañón de la pistola en la espalda y lo metió en el carro.

Lo desnudó, lo amordazó y le cubrió la cabeza con una capucha sin ojos de cuero. Inmovilizó con las esposas de cuero los pies y manos. Llevaba dos días allí y se había cagado y meado en la mesa. Olía a podrido; pero no me molestaba, era mayor mi alegría.

Salimos de la habitación sin decir una sola palabra y besé agradecida a mi guardaespaldas. Mandé llamar a Vanesa, la más fea de mis putas que se dedicaba a la escatología, le pedí que se la pusiera dura.

Alberto intentaba hablar, sus balbuceos eran un tanto molestos; pero nadie pronunció una sola palabra. Vanesa se metió el ridículo miembro en la boca y lo único audible en aquel cuarto, eran las succiones que le hacía en la polla.

Poco a poco aquello se fue endureciendo, le susurré unas palabras al oído a Caledonio y salió del cuarto.

Volvió a los pocos segundos con un cuchillo cebollero de la cocina.

La polla de Alberto estaba tiesa, aunque era imposible que adquiriera la dureza violadora en aquel estado. Vanesa es una buena profesional, le había metido un dedo por el ano y no dejaba de excitarle la próstata, cosa que provocó que se orinara y mi puta, se masturbó con aquello.

Vanesa mantenía firme y vertical el bálano, me acerqué silenciosamente con el cuchillo y apoyé el filo en el meato, como centro y guía de corte. Le lamía las pelotas para tranquilizarlo, porque el cerdo tensó sus piernas con violencia al sentir el metal en la polla.

Empujé con fuerza el cuchillo y corté transversalmente aquel rabo de cerdo, el corte no fue simétrico; pero el efecto fue contundente: el bufido de Alberto fue acompañado por unos fuertes cabezazos contra la mesa en vano intento para aliviar el dolor. No había nada humano en sus gritos ahogados. Caledonio y Vanesa empalidecieron y vomitaron.

Toda una fiesta…

Con el mismo cuchillo, le corté el escroto y dejé que asomaran los testículos desnudos, se desprendieron de sus conductos y nervios rápidamente por las continuas e imparables sacudidas que hacía con el vientre para soltarse de sus amarres.

Le inyecté una dosis de heparina en el vientre para evitar la coagulación y salimos del cuarto.

A las cuatro horas Caledonio me informó que aún respiraba, le puse en la mano otra inyección de anti-coagulante para que no cesara en ningún momento la hemorragia.

Necesitó dos inyecciones más de heparina, al fin murió desangrado tras dieciséis horas. Contratamos a mi carnicero habitual para que cortara el cadáver en trozos muy pequeños y sacara aquella mierda de allí, le sería fácil deshacerse de todos esos desperdicios en su negocio.

El cerdo estaba casado, tenía un bebé de siete meses y una niña de seis años.

Mi buen guardaespaldas, entró una noche en la casa y degolló a los niños y a la mujer. Trabajó tranquilamente, con la impunidad que da el dinero y la compra de policías importantes que inventaron una historia de drogas y ajuste de cuentas.

Mandé quemar la barraca donde vivían mis padres y hermanos; creo que el rostro de mi madre quedó desfigurado por el incendio; pero todos salieron vivos y sin apenas tener tiempo de coger algo de ropa. Salvo la abuela, que murió asfixiada; pero esa mierdosa estaba vacía, no había nada en su viejo esqueleto.

Tal vez, algún día cuando el aburrimiento de una vida demasiado acomodada me lleve a buscar emociones fuertes, convierta a lo que queda de mi familia en carne picada.

Es mentira, no odio la violencia y junto con la venganza, humedece mi coño al que consuelo con carne de res molida, fresca y sangrante. Un delicioso cataplasma vaginal que me baja el tremendo calor y la excitación que me proporciona pensar en la venganza.

Yo también tengo mis especiales gustos, todos los que estamos en el poder, disfrutamos de perversiones que le están vedadas a los pobres.

Amo la violencia y mi sucio coño de carne molida.

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666 en Bangkok

Publicado: 8 mayo, 2012 en Terror
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Pasear por Bangkok y sus feos barrios humildes es una delicia si no tienes miedo a nada ni a nadie. Hay tanto tarado y enfermo que no encuentras un humano sano en varios kilómetros cuadrados, es decir, en todo Bangkok. Esto que os voy a contar es de hace apenas un mes; en uno de mis múltiples viajes intentando hacer daño allá donde me sea posible.

Para empezar os diré que me gustan mucho las mujeres bien formadas, me refiero a que sean mujeres maduras y voluptuosas, porque cuando me las tiro son las que de verdad disfrutan de la dolorosa penetración a la que las someto.

Si alguna vez habéis estado en Bangkok en una temporada casi otoñal para nosotros, os habréis dado cuenta de que la temperatura es agradable en un primer instante, y cuando uno lleva caminando apenas cinco minutos, unos chorros de sudor le dan al cabello ese aspecto mojado que tanto gusta a los que se engominan cotidianamente. Lo peor es que acompaña una sensación de suciedad, como si esa humedad se te pegara viscosamente en la piel pringándote y te resbalan las gotas desde la cara al pecho, y siguen bajando de tal forma que si tu ropa es holgada y no llevas calzoncillos, las gotas llegan hasta el mismísimo pene excitándolo de un modo salvaje y nada discreto. Pues así iba yo con mi polla bien tiesa y elegante creando un llamativo bulto en el pantalón.

Supongo que mi pene era el encargado en esos momentos de llevar el mando y el cerebro se dejaba llevar con esa holgazanería producto del bochornazo. Estos asiáticos no deben tener sangre en las venas, porque no sudan. No mojan sus camisas. Aunque tampoco tienen un torso como el mío.

Así que las únicas mujeres que veo son putas sidosas y enfermas de cualquier otra cosa, a muchas jóvenes les faltaban piezas dentales y no me gustaban. No eran discretas, las putas no son discretas en ningún lado.

Llevan escrito “puta” en la frente.

Así que en esa estrecha calle atestada de gente y puestos ambulantes de comida ya venenosa, sentí el roce en un brazo de unos pechos pequeños y duros. Era una mujer joven, de una delgadez extrema producto del hambre; iba del brazo de su madre cuyos brazos estaban llagados. A pesar de tener escasamente los cuarenta años aparentaba los sesenta. Las manos escamadas por la soriasis y su boca de encías sangrantes me sonrieron por unos segundos cuando las miré.

Era pleno mediodía y a través de las oscuras nubes el sol intentaba rasgar esa opacidad y el relumbrón me hacía entrecerrar los ojos. Así, con esta climatología yo me encontraba un poco lerdo y tardé casi tres segundos en reaccionar. Di media vuelta y le dije a la madre que me quería follar a su hija a la vez que le pasaba un apretado rollo de billetes. La madre cogió la mano de su hija y me la cedió señalándome una asquerosa casa con dos viejas putas desdentadas sentadas en esos bancos de eskay de la entrada. Olía a opio con sólo mirar hacia allí.

Para llegar, pasamos frente a uno de esos puestos ambulantes tirando por el suelo un canasto lleno de mangos, el idiota del vendedor me llamó hijo puta y me detuve frente a él, con la chica cogida de mi mano y llorando. Esperaba que el jodido oriental siguiera hablándome, que me alzara de nuevo la voz. Después de un segundo interminable para él, en el que se arrepintió de haberme hablado, comenzó a recoger su mierda de frutos y yo entré en la pensión. La mujercita lloraba y gritaba en dirección a su madre, no quería venir conmigo; pegué un violento tirón de su brazo, trastabilló y le di un golpe con la mano plana en la nuca. Algunas voces rieron ante el llanto de la chica, su madre se había sentado frente a uno de esos carritos de carnes de ave cocidas y comía algo con el dinero que le había dado por su hija. Con la mano le decía que se callara y que me siguiera sin rechistar.

El tipo de la pensión me guiñó un ojo cuando le pagué la habitación. Una de esas viejas putas me propuso que la dejara subir con nosotros para hacer una escena tortillera. La aparté de un empujón y se golpeó la cabeza con un extintor, sonó su cabeza con un tono doloroso del que me sentí orgulloso.

Apenas cerré tras de nosotros la puerta de la habitación, saqué un ácido y lo corté en cuatro partes, una de ellas se lo di a la chica con un vaso de agua. No quería tomar la pastilla así que levanté la mano para cruzarle la cara, el lenguaje de la violencia es universal y perfectamente claro. Llorando se llevó la pastilla y el vaso a la boca.

Extendí una colcha encima de la pequeña mesa frente a la única ventana, la cogí en brazos y la tumbé en ella. Me la follaría de pie. Además su cuerpo oriental era tan menudo, que no sabía si aguantaría mis embestidas. Follándola conmigo encima temía que la aplastaría y no podría verle la cara y sus tetas, ver el dolor y los pechos erizados, hace que mi eyaculación sea más aparatosa. Su entrepierna olía a meados y a mierda, llené una palangana con agua y le froté el culo y el coño con la esponja mojada de agua fría y jabón.

El ácido hizo su efecto y dejó de llorar, relajó las piernas y sentí como su vagina se distendía y se excitaba con mi repetido masaje. Entrecerró los ojos ya más relajada.

Os juro que nunca me había tirado a una mujercita oriental tan drogada.

Básicamente para mí los hombres y mujeres más jóvenes son objeto de tortura y malos tratos para crear en un futuro predadores, gente tan maltratada que luego no sientan reparo alguno en asesinar y violar a su vez y que equilibren así, este exceso de nacimientos, los humanos sois como ratas, que folláis y folláis para al final tener que comeros a vuestras propias crías para que no os devoren ellas.

Le estaba pasando la lengua desde el culo a su escondido y pequeño clítoris y la sentí jadear tímidamente. Se tocó las pequeñas tetas y sus pezones se habían endurecido.

Cuando toqué uno de ellos al tiempo que la preparaba para la penetración hurgándole la vagina con el dedo, suspiró desinhibidamente.

Era muy pequeña respecto a mi tamaño, respecto a mi edad milenaria y respecto a mi poder. Si se comportaba bien no la degollaría.

Su pubis estaba poblado de un vello lacio y suave del cual de vez en cuando tiraba obligándola a que alzara la cintura provocadoramente.

Sudaba y se mordía el labio inferior con los ojos cerrados. Le costaba un poco respirar, imagino que la dosis de ácido, a pesar de ser una cuarta parte, debía ser aún grande para su peso corporal.

Alcé sus piernas para situar su vagina a la altura de mi pubis y la penetré. Se quejó y frunció el ceño cuando comencé a bombearla; pero en pocos segundos se volvió a relajar y noté como resbalaba desde su ano a mis testículos, la sangre de su himen desgarrado.

Volvía otra vez a suspirar tímidamente y tocarse los pezones con las puntas de los dedos. Sus piernas tan pequeñas y delgadas no me acababan de excitar, pero sí su pequeño coño tan dilatado por mi pene. Al cabo de unos minutos, ella, asombrosamente frágil y pequeña comenzó a tener las convulsiones del clímax. Yo me corrí dentro de ella, rugiendo y dejando caer mi saliva en su pubis. El semen le chorreaba coño abajo. Se sujetaba la vagina con ambas manos mientras su hombros aún se agitaban con espasmos de uno o varios orgasmos.

Se quedó adormecida y yo aproveché para limpiarme la polla de sangre y semen.

Cuando salí del lavabo, al verla allí en la mesa con las piernas abiertas y el sexo manchado de sangre me volví a excitar y me hice una paja. El semen se deslizó perezosamente por mi puño y lo sacudí contra el suelo. Me puse los pantalones y la camisa y la despejé de su sopor narcótico dándole una hostia en los labios, se le reventó uno. Se puso las bragas aún adormecida y el feo y raído vestido, por el cual se veían sus pequeñas tetas a través de la sisa.

Cuando salimos a la calle, caminaba con dificultad intentado sin poder juntar las piernas.

Se sentó al lado de su madre y ésta me preguntó si me lo había pasado bien, le contesté con un puñetazo en la cara que le alcanzó también medio ojo derecho y le volví a soltar otro fajo de ese puto dinero.

Los que miraban sonreían entendiendo y sin extrañeza. Yo seguí mi camino y comenzó a llover de una forma intempestuosa, cosa que agradecí deseando que una inundación ahogara a todo ese barrio entero.

Me quedé más tranquilo que dios. A propósito, Santo Tomás estuvo presente durante todo el coito, rezando y rogándole a Dios que hiciera algo por evitar aquello. Pero no le hice mucho caso a pesar de sus santurronas lágrimas. Son cosas que sólo yo puedo ver.

Llamadme lo que queráis, porque lo soy. Soy lo más malvado de vuestro mundo. Y soy muy tramposo porque… ¿Qué es mejor: follarla y darle un montón de dinero; o acaso dejar que muera de hambre al lado de su madre muerta, con el vientre hinchado y los ojos vidriosos?

Le he dado tiempo de vida, le he dado salud, y comida.

¿Os escandaliza? Pues no debería, porque yo soy un anti-dios; y ningún primate de entre vosotros es Dios, ni siquiera un querubín en proyecto. Y hacéis cosas peores.

Gilipollas… Os debería visitar en vuestras casas y arrancaros los cojones retorciendo el escroto.

¿Os acordáis del jeque árabe que compra niñas para su harén y las revienta con su polla? No es una mierda de dios, ni siquiera un jodido ángel. Es sólo un puto y repugnante primate.

¿Y las mujeres de esas tribus africanas que dan a sus pequeñas hijas en matrimonio a un cuarentón que las matará a palos en pocos meses?

Muchos hacéis bien en ir a esas procesiones a castigaros; primero os masturbáis con lo que os he contado y cuando habéis purgado vuestros pecados con unos latigazos y una borrachera, ya no os acordáis de toda la mierda que queda en la trastienda. Ni de los millonarios que compran niños y que muchos de esos hombrecitos y mujercitas, no saldrán del antro en el que han entrado. Los humanos no sois tan buenos como pensáis y os creéis íntimamente. Vuestra hipocresía hace daño a los pequeños que no están protegidos. Mucho más que mi maldad.

Y todo al final se justifica: si es un jeque el que lo hace es por su religión. Si es el negro se debe a su tradición.

Y a quien fotografía niños desnudos; a ese, sí que hay que condenarlo a muerte ¿verdad? ¿Tal vez porque no lo hace en nombre de Dios? Sois unos mierdas, fariseos. Deberíais cortarle los cojones al puto pederasta y quemar en la hoguera al follador musulmán.

Pero aún puedo ser muy cruel, en mi reino los crueles disfrutamos con los hipócritas como vosotros.

Si un día me encuentro de tan buen humor como ahora, os contaré lo que le hice a una vieja abuela que castigaba continuamente sus nietos por decir mentiras. Me gustó mucho más que tirarme a esa pequeña oriental.

Ya os contaré. Sé muchas cosas.

Siempre sangriento: 666

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666 y los niños pobres

Publicado: 5 octubre, 2011 en Terror
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Si no estás atento, morirás. Y no porque tengas buenos reflejos te salvarás; porque jamás podrías esquivar mi embestida.

Has de estar atento a la variación de la frecuencia del sonido y el enmudecimiento de algunos animales.

Has de estar atento a la sutil bajada de temperatura en el ambiente.

Y es por eso que mueren unos más pronto que otros.

Los que están más cercanos al mundo animal e irracional, al del instinto, tienen más oportunidades de detectarme: los niños.

El motor del Aston-Martin ruge intranquilo e impaciente esperando que el semáforo cambie a verde; y espero porque hay coches delante, no me importaría pasarlo en rojo y provocar un accidente que decapitara a seis primates.

Esperamos bajo la sombra de un árbol plantado en la mediana ajardinada de la avenida.

La calle que la cruza es pequeña y estrecha, no hay tráfico y menos cuando el sol cae tan a plomo en el maldito mediodía. Dos coches están delante de nosotros y mi Dama Oscura se ha subido la falda dejando desnudo su rasurado sexo, separa los labios para que el chorro de aire acondicionado le enfríe su siempre hirviente coño.

Tomo con la mano su vagina y presiono, ella responde mojándome. Yo ensucio el pantalón con mi fluido denso. Ella acaricia la gota que coincide justo con mi sobredimensionado glande.

Nací para el placer y para dar muerte. Mi polla es enorme; pero carezco del instinto de la reproducción. De hecho, soy todo lo contrario.

La zona ajardinada da acomodo a unos trece o catorce cachorros de primates miserables que venden sus miserias por diez pesos y por menos si el conductor está dispuesto a regatear.

El niño que se encuentra ahora ofreciendo sus obleas insípidas al conductor del primer vehículo, es de piel genéticamente oscura e higiénicamente lleno de excrementos de todo tipo. Desde aquí huelo su hedor y su sangre enferma, ese crío tiene una leucemia que nadie ha detectado. Conozco la muerte y la miseria mejor que ese Dios maricón al que rezáis.

— ¡Obleas a nosotros! —dice entre risas mi Dama Oscura.

¡Qué ironía, hostia puta!

Si el niño hubiera tenido más experiencia, hubiera observado la anómala y repentina quietud de las ramas de los árboles. Si el niño no estuviera amenazado por su amo, habría notado la hostilidad que emana a nuestro alrededor.

Si no tuviera hambre y sed por llevar ya siete horas entre los coches ofreciendo su mierda de dulces, no se habría acercado a MÍ. A Nos.

Cuando los dos primeros coches han negado las hostias al niño y se dirige a nosotros, se asombra ante la fastuosa línea del Aston.

Saco por la ventanilla un billete de cien pesos y el miserable primate acelera el paso con sus manos llenas de tiras de obleas.

—Cinco obleas por treinta pesos —me ofrece el pequeño primate de pelo negro aplastado en las sienes y los dedos llenos de costras.

A los primeros coches se las ha ofrecido por diez pesos.

Como estoy sentado y no puedo sacar el puñal que llevo metido entre los omoplatos, le coloco el cañón de mi Deserte Eagle en la boca y disparo.

La sangre me salpica y un trozo de mandíbula reposa ahora frente al coño de la Dama Oscura, como una broma macabra sobre un infantil y póstumo cunillingus.

La muerte tiene una de las sexualidades más impactantes. Es cabrona.

El cuerpo del niño desaparece de mi campo de visión y asomándome por la ventanilla dejo caer el billete en lo que queda de su cabeza.

Es uno de esos países en los que es fácil matar. La verdad es que mato sin problemas en cualquier parte del planeta; pero aquí es especialmente aburrido. Es tan habitual la muerte que a nadie espanta demasiado.

Los dos coches detenidos delante de nosotros se han puesto en marcha tras el disparo y los de atrás desearían poder dar marcha atrás con la suficiente rapidez para alejarse de nosotros.

El vehículo que está pegado al nuestro es una camioneta Ford Lobo y su ocupante es un tipo con sombrero de alas dobladas al estilo cowboy, camisa blanca ajustadísima con florecitas a la altura del pecho y unas gafas de sol tan grandes como el parabrisas de su vehículo. Desde el disparo apenas han pasado diez segundos e intenta salir del interior con las llaves en la mano.

Ya tiene medio cuerpo fuera cuando la Dama Oscura clava su estilete entre dos costillas superiores del lado izquierdo y corta hacia el esternón. Es un corte preciso y letal, ya que atañe directamente al pulmón y al corazón del primate. Esto no es una escuela, no se aprende. Yo se lo enseñé de un modo completamente filantrópico.

Recuerdo pasar mi glande por sus costillas antes de metérselo en la boca. Presionaba y le dejaba un rastro húmedo allá donde era letal clavar el acero. Ella se estremecía deseando que presionara así en su vulva de grandes labios.

La observo caminando tranquilamente hacia el último vehículo, en el que la conductora está tan asombrada, que en lugar de salir se mantiene inmóvil en el asiento aferrando con fuerza el volante con ambas manos. Sus tres hijos lloran en el asiento de atrás de un chevy salido de un desguace.

Disparo a los tres niños al pecho y a la madre en la sien, el coche se tiñe de rojo por dentro y por las lunas resbalan restos de primate y ropa. Enseguida puedo detectar el aroma insano de la sangre de primate.

Ningún animal descuartizado huele tan mal como un primate.

Escuchando los pulmones de los cuatro primates luchar por tomar aire, observo al cowboy morir bajo la mano de la Dama Oscura; la mancha roja que se extiende por su camisa ha empezado en el pecho y como una riada, antes de caer al suelo, ya se le agolpa la sangre en el cinturón. Amo a mi Dama por encima de toda la sangre y la muerte vertidas en este infecto planeta.

El resto de niños vendedores corren hacia sus cajas para guardar sus productos y escapar de la muerte. Un par de primates de mediana altura, que visten sucias sudaderas con capucha se acercan a los niños y los hacen sentar al lado de sus cajas llenas de golosinas e inútiles cosas, no se pueden ir. Ellos son los amos y no han dado permiso para que se muevan de su puesto de trabajo.

Un coche que se aproxima, frena con un chirrido de neumáticos y da media vuelta al observarme de pie ante la puerta abierta del utilitario y a la Dama Oscura sacudir con el pie el cuerpo del primate con gafas de pie y clavarle en la nuca el estilete. Por lo visto no se acababa de decidir a morir.

—¡Eh, idiotas! Vosotros no sois de la zona, esto pertenece a Don Armando. ¿Sois de la costa, verdad? —el del bigote se acerca alzando una vieja automática del 45.

Su amigo espera junto a los niños.

La Dama Oscura se acerca a mí, separa las piernas, levanta la falda y deja al descubierto su sexo. Con el puñal se acaricia el vértice superior de la vagina dejando un irregular dibujo de sangre en el pubis.

El moreno primate llega hasta nosotros y presiona encima de mi corazón el cañón de su arma observando con su mirada cerduna como la Dama Oscura se acaricia con el filo del estilete.

—¡Eres una linda puta! A ti no te mato ahora, serás el regalo de Don Armando; pero te puedes despedir del güero de mierda.

No soporto que un primate analfabeto me hable así, no soporto que me miren y siento naúseas cuando un mono y tan oscuro como éste, me toca.

Levanto rápidamente el brazo izquierdo y saco de entre mis omoplatos el puñal que llevo enterrado en la carne. Lo clavo con fuerza en sus genitales al tiempo que levanto el brazo que empuña el arma. Dejo el puñal clavado en su polla, apoyo el cañón de mi pistola en su muñeca y disparo. Con ello se pulveriza el hueso, y es fácil desprender la mano del brazo. Pego un pequeño tirón y me quedo con su arma y su mano. La mano la tiro dentro del coche para que jueguen con ella los tres niños muertos si pueden.

La Dama Oscura se agacha para abrir el pantalón del primate a punto de desvanecerse en el suelo y ver la herida del cuchillo.

—¡Tú! Mono de mierda, ven aquí o acabo de reventarle la cabeza a tu compañero.

No es habitual que se escapen los idiotas a los que voy a matar, mi voz no es melodiosa, ni amable. Es pura muerte, y tal vez por ello obedecen. Se dan cuenta los primates cuando van a morir, cuando es imposible alejarse de algo como yo. Sus instintos se cuajan de miedo y su voluntad se convierte en un mar de lágrimas por lo que nunca llegarán a ser.

Duda durante un momento y por fin deja caer la pistola en el suelo, junto a uno de los niños mendigos. Se acerca a nosotros descubriendo la capucha de su sudadera verde y grasienta.

La Dama Oscura ha descubierto la herida en los genitales del mono: el glande ha quedado partido en dos pedazos y el escroto rasgado deja asomar un testículo.

Hay poca sangre y se ve con claridad.

—No lo mates aún, mi Dama.

Ella me mira y acaricia el glande destrozado y se lleva los dedos ensangrentados a los labios. Mi erección es poderosa y me acaricio el pene por encima de la ropa, con mi natural obscenidad.

El mono tendido en el suelo balbucea algo ininteligible y mueve continuamente su muñón. Duele tanto el hueso reventado que poco le importan sus cojones.

Su compañero se ha detenido a un metro de nosotros, a pesar de lo sucio, se ve que tiene el cabello rubio y los ojos oscuros. Es un ejemplar de unos veinte años. El que se muere desangrado tal vez tenga quince años más. Sin embargo, el brillo de sus ojos, (de ambos) no da más que unos catorce años mentales.

—Sácale el puñal a tu compañero —le ordena la Dama Oscura mirándolo desde su posición arrodillada.

Ella sujeta los genitales con las manos para que el sucio mono rubio tire del estilete y no se lleve el trozo de glande.

El mono herido grita de dolor al sentir la presión de las manos ahí abajo y su amigo vomita manchándole los pantalones.

Son más limpias las matanzas de cerdos.

—¿Sabes que vas a morir aunque nos obedezcas, verdad? Hoy no verás como se pone el sol. No verás tal vez ni correr diez minutos en el reloj. Te odio por ser hombre, por ser mono, por ser sucio, por ser cobarde. Te odio como nadie puede hacerlo. No dejaré de ti ni el alma.

Cuando se agacha para empuñar el cuchillo, llora sin pudor alguno y durante un segundo se sujeta las sienes por un dolor. Es mi presión, es mi voluntad rasgando su red neuronal.

La ira crece en mí alimentada y avivada por las lágrimas de los primates.

Los niños pobres lloran sentados en la hierba, lloran en silencio porque alguien es más malo que sus amos. Huelen la maldad como yo huelo la mierda que hay pegada en sus pieles.

Por fin arranca el cuchillo, ha salido fácilmente.

—Límpialo con la lengua. El filo también.

Y lo lame. Se corta la lengua sin quejarse.

Se ha meado encima.

El moribundo a su vez, ha lanzado un grito atroz. Y no parece que acabe nunca.

Meto la mano en su boca y aferro su maxilar superior para arrastrarlo por el suelo hacia el bordillo de la acera. Elevo su cabeza y la golpeo contra el borde de granito. La parte posterior del cráneo se revienta con el primer golpe y ahora además de gritar sus piernas se convulsionan, haciendo que sus ensangrentados genitales se agiten ridículos en su pubis. Con cada grito que lanza mi ira crece.

Ya no sé cuantas veces le he golpeado, en algún momento dejó de moverse y ahora su cerebro está deshecho entre el bordillo y la calzada.

No soporto los gritos de los primates, no soporto tocarlos y cuando eso ocurre no existe fuerza en el universo que pueda mantener mi control.

La Dama Oscura posa una mano en mi espalda.

—No le queda ya ni alma, mi Dios. Deja el cadáver, deja el mono que ya no respira.

Los niños lloran, lanzan chillidos de pánico sin atreverse a mover de allá donde sus amos los obligaron a quedarse.

Hay miradas desde las casas, tras las ventanas. Cobardes monos que observan la muerte y callan rezando a su patética virgen y dios para que mis ojos no miren los suyos. La policía no aparece y hacen bien si no quieren morir.

Enciende un cigarro y me lo pone en los labios, sus manos acarician mis genitales en un masaje que me tranquiliza. Un grueso hilo de baba me cae de la boca y noto una tranquilizadora humedad en el pecho.

Se acerca al sucio primate que se frota las manos ensangrentadas. Con su fino estilete, le empuja en la zona lumbar para que camine hacia el grupo de niños que lloran ahora en silencio. A pesar de que la Dama y el insignificante hampón se acercan a ellos, no despegan su mirada de mí, de mi cara sucia de sangre, de los hilos de baba que se descuelgan de mis labios. De mi inmenso pecho expandiéndose para llenarse de este apestoso y caluroso aire. De mis ojos que prometen el tormento absoluto que aniquila el corazón y la mente al mismo tiempo. No hay tiempo para pensar, sólo existe el dolor.

Y los pequeños lo saben mejor que nadie, su instinto está aún a flor de piel en sus pequeños cerebros. Aún no se han hecho las callosidades en los sesos que los hacen idiotas.

Aspiro fuertes bocanadas de humo, admiro a mi Dama a través de la niebla suavemente narcótica.

—¡Atención, niños! Este señor no es nada. Está muerto. Solo pertenecéis a un único ser y es Él. Él decide vuestro momento de morir, a él le debéis terror y obediencia absoluta —les habla suavemente, y me señala a mí, como si les contara un cuento infantil, al mismo tiempo y situándose a la espalda del joven, le rebana el cuello al tiempo que tira hacia ella de su pelo sucio.

La sangre brota como un sifón y ensucia las ropas y caras de los niños, que ahora no gritan, gimen como pequeños cachorros de perro ante la desmesurada muestra de violencia.

Mi Dama es fuerte y aún aguanta el pesado cuerpo inerte por los pelos. Cuando la sangre deja de manar con fuerza, lo deja caer al suelo. Se derrumba como una serpiente con el espinazo roto.

Me he sosegado, mi visión del pútrido planeta que ese dios idiota creó en siete días de mierda, ya no es sanguínea. He recuperado mi visión y la sangre que cubre las piernas de mi Dama, como si de una menstruación se tratara, me provocan una poderosa erección. Voy hacia ella y sin girarse, sabiendo que estoy cerca, eleva su falda y me ofrece sus nalgas.

La penetro ante los niños pobres y miserables, entre sus nalgas encuentro su agujero infinito y húmedo y mi pene se desliza forzando una vagina que me adora.

Bombeando en su coño, provocando que sus ojos se entornen de placer, les hablo a los niños pobres. Les aviso, les comunico que su vida depende de mi humor. La Dama Oscura se hace un ligero corte en el pubis para desahogar toda la presión que le estoy metiendo por el coño. La sangre caliente riega su clítoris enorme que sobresale por entre los labios como un pequeño pene. Yo lo toco y lo castigo sin cuidado.

—Vais a sufrir, este terror que estáis sintiendo, os preparará para vuestra edad adulta, nada podrá ser peor que lo que veis, que mi voz. En parte agradeceréis mi presencia, en parte la aborreceréis porque temeréis a lo largo de vuestra vida encontraros conmigo. Seré la guillotina a punto de caer sobre vuestro cuello. No lo olvidaréis.

El pequeño de trece años y el mayor del grupo, parece ser el más valiente y me mira directamente a los ojos, desafiándome. Yo continúo follando a mi Dama. Sin perder el ritmo disparo mi Desert Eagle en su desnudo torso. La bala hace desaparecer su hombro y su cuerpo sale despedido fuera de la zona ajardinada. El brazo izquierdo pende ahora de un pellejo de piel y nervios y durante un hermoso y largo minuto, respira forzadamente, hasta que se vacía de sangre.

Y muere el pequeño primate.

Cuando sus pequeñas costillas cesan en su movimiento, mi semen resbala de la vagina de la Dama fundiéndose con la sangre. Con el pene erecto y goteando esperma, me pongo frente a ellos. Sus ojos están inmensamente abiertos y no son conscientes de las lágrimas que riegan sus rostros.

—Cuando alguien os mire como ha hecho Miguelito conmigo, lo debéis de matar como yo acabo de hacer. Sois unos muertos de hambre y no tenéis nada que perder. Matad a vuestros padres borrachos, dadle una buena paliza a vuestra madre sumisa, le encantará. Tú, Arsenio —el más pequeño de todos, de unos seis años— estás predestinado a morir por la diabetes en poco más de cinco años, no te doy la fecha exacta porque no puedes saber más que yo. Tus padres nunca te llevarán a un médico para curarte de todas esas llagas que te salen en la boca. Ni siquiera tendrán dinero para la insulina. Te quedarás ciego, te amputarán miembros y morirás.

Saben que digo la verdad, Arsenio mira sus manos y entre ellas caen las lágrimas. Está tan sucio que quedan marcados los regueros que provocan.

La Dama Oscura los obliga a ponerse en pie y desnudarse de cintura para arriba. Un coche patrulla de policía que circula por la travesía se detiene a cincuenta metros de nosotros, los once niños los miran con los ojos llenos de esperanza cuando bajan del coche y se acercan con las manos encima de las fundas de sus automáticas.

Soy mortal a cualquier distancia y disparo a sus gafas de sol. Sus cráneos se abren con una nebulosa roja por la parte posterior de su cabeza. Os aseguro que se han vaciado de masa encefálica en una décima de segundo. Sus brazos se elevan como si saludaran a la muerte por la potencia de los disparos y caen al suelo convertidos en dos monigotes. Son tranquilos hasta para morir en esta parte del mundo.

Los niños rompen a llorar de nuevo, a Axel de ocho años le doy un fuerte puñetazo en la mandíbula y se la disloco. Es la única forma de que las crías de primate presten una máxina atención: provocar el dolor.

Sus pequeños y oscuros ojos se han amoratado en el acto, los incisivos y el colmillo inferiores, se han quedado colgando de la encía. No tiene fuerza para llorar. El silencio es absoluto. Los vecinos continúan espiando cobardemente a través de las ventanas de sus pisos de mierda. Disparo a una ventana en la que he observado movimiento en las cortinas y al instante en el que el vidrio se rompe, en la cortina se forma una aparatosa mancha de sangre. Hay gritos y una mujer pide auxilio histérica, he matado a su padre, un vago de sesenta años tan cobarde como ella.

Clavo el puñal justo en el esternón de Axel, está quieto ya que se encuentra en estado de shock, cuando siento el hueso en la punta de acero, dejo de empujar y corto hacia abajo. Su dolor es inenarrable y me alimento con ello. Cuando llego al ombligo, acabo mi obra haciendo una línea horizontal cruzando la vertical: una cruz invertida para que Dios se joda.

La Dama Oscura capta la idea y en poco menos de diez minutos, hemos marcado a los once niños. Serán nuestros involuntarios apóstoles del dolor.

El temor que han vivido, los convertirá en perros salvajes y antes de que cumplan los dieciséis años, ya habrá matado cada uno a más de treinta personas. Todos salvo Paco de nueve años que morirá dentro de dos días por la infección de la herida (es débil). Y Salvador de ocho años, al que he destripado y dejado sus pulmones colgando como mantos de carne rosada en su torso.

Ningún primate de mierda tiene derecho a maltratar a los niños o esclavizarlos, y si lo hacen es porque me aburre hacer siempre lo mismo. Tengo otras cosas que hacer.

Niños pobres… Los habéis creado vosotros, los mantenéis; pero sois tan putrefactos en vuestra maldita hipocresía, tan cobardes, que jamás erradicaréis la miseria infantil.

Y yo mataré todo lo que se mueva, mataré todo lo que sea grande o pequeño, infantil o viejo. Embarazadas y vírgenes.

Mi Dama Oscura se arrodilla y saca mi miembro aún empapado en semen, bajo los pulmones de Salvadorcito que gotean sangre en nuestras ropas, ante las miradas ya casi desfallecidas de los pequeños.

Mi semen resbala de su boca por el cuello y yo relincho como el mejor de los sementales andaluces.

No existe la virgen, pequeños. Ni Dios os ayudará.

Subimos al Aston Martin y pasamos por encima de los cadáveres de los policías.

Vamos a comer unas enchiladas, tenemos hambre.

 

Siempre sangriento: 666

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Semen Cristus (16 final)

Publicado: 5 septiembre, 2011 en Terror
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Candela y Josefina se dirigen charlando animadamente hacia el hogar de Semen Cristus, por el camino se encuentran con otras vecinas del pueblo.

 

Junto al camino de la casa se encuentra el todoterreno de la guardia civil y la cabo apoyada en él.

— Buenos días, Candela —saluda la cabo Eugenia.

— Buenos días Eugenia ¿vienes a misa?

— Hoy sí, por fin —dijo suspirando— ayer no pude asistir por un accidente de tráfico en la comarcal y me llevó mucho tiempo el atestado.

La mujer policía se unió al grupo de quince mujeres y enfilaron el camino hacia la casa. Un sendero de grava bordeado de macizos de margaritas y claveles rojos.

La fachada de la casa, restaurada y estucada en color salmón, tenía dos grandes letras caligráficas sobre la puerta de entrada SC.

Cuando entraron en la casa, la voz de Semen Cristus, bajó desde el desván:

—Benditas seáis, tomad mi cuerpo. Que el placer sea con vosotras.

El comedor se había transformado en un vestuario con dos filas de taquillas, y bancos en el centro. Las mujeres se desnudaron, y se vistieron con las bragas y sujetadores que llevaban en sus bolsos. Sujetadores negros translúcidos y bragas negras con una cruz roja sobre la parte delantera; estaban abiertas en la entrepierna. A medida que se vestían con aquella lencería, jadeaban excitadas. Candela se acariciaba contenidamente la vagina esperando que el resto de mujeres acabara de cambiarse.

Las mujeres subieron en silencio al desván. Sobre una cama sencilla y cubierto por una sábana roja con una cruz negra, se hallaba Semen Cristus.

—Te amamos Semen Cristus —pronunciaron las dieciséis voces al unísono.

Cada una de ellas se acercó a la cama y besó la sábana allá donde se encontraban los genitales de Semen Cristus

La última mujer besó un miembro duro y erecto que elevaba la sábana.

—Candela, madre querida. Libera el cuerpo.

La mujer se acercó a la cama y localizó en la sábana una abertura por la que metió la mano y sacó por ella el pene endurecido de su hijo dios. Acomodó también fuera de la sábana sus testículos y alisó la tela para que cubriera el resto del cuerpo.

Y así comenzaron todas a salmodiar una letanía de deseo y placer que se convirtió en un concierto de gemidos. Una a una durante su rosario obsceno, besaba y manoseaba el Sagrado Pene. Cuando todas hicieron su ritual, el pene de Semen Cristus se encontraba congestionado y sufría espasmos de placer, la respiración de Semen Cristus se había acelerado y trataba de demorar la inminente eyaculación. Su pecho hacía subir y bajar la sábana rítmicamente.

—Madre Mía, ven y ofrece mi leche, que gocen mi semen.

Candela volvió a acercarse a la cama, se sentó a un lado y aferró el pene caliente y viscoso. Las mujeres se llevaron las manos a sus sexos separando las piernas, sus dedos estaban brillantes de su propia humedad y Candela con la mano libre, acariciaba su clítoris casi brutalmente. Al tiempo que Semen Cristus gemía, las mujeres elevaban el tono de sus gemidos y el ritmo de las caricias.

Cuando las piernas de Semen Cristus empezaron a temblar ante la proximidad del orgasmo, Candela ya lamía el glande amoratado, para luego metérselo en la boca sin dejar de tocarse, torpemente. Había momentos en el que se le salía de la boca y volvía a metérselo desesperada.

—Madre ahí está mi leche para que el mundo se bañe en ella.

Candela se retiró y mantuvo el pene en su puño, firme y vertical para que todas lo vieran. Un primer chorro de semen se elevó unos centímetros por encima del miembro. La mano lo agitó con más fuerza y escupió más lefa viscosa, la mano de Candela estaba cubierta del caliente semen de su hijo.

Las mujeres gemían y llegaban al orgasmo desflorando sus vulvas hacia Semen Cristus.

Candela se untó la vagina con el caliente esperma y gritó cuando el orgasmo la obligó a arquear la espalda.

Las mujeres desfilaron ante la cama del hijo de dios y mojándose la punta del dedo corazón con el semen derramado entre la sábana, se santiguaron en el pubis y se tocaron el clítoris.

Salieron en silencio de la habitación.

Antes de salir, Candela le preguntó a Semen Cristus que aún jadeaba.

—Dime Semen Cristus ¿está bien mi hijo?

—Tu hijo es feliz, María. Tu hijo sonríe y canta en un mundo de luz y sonidos celestiales. No necesita nada, no te necesita. Sólo te ama y desea verte pronto.

Candela descubrió el rostro de Semen Cristus, al que ya no reconocía como al hijo que parió y le besó la frente.

Aquellos ojos no eran los de Fernando.

Ya llegaban las voces animadas de las devotas desde el vestuario.

—¿Convoco a misa de ocho?

—Sí, Madre querida.

Cuando llegó al vestuario se formó otro revuelo de risas y voces y las dieciséis viudas satisfechas, tomaron camino del pueblo para continuar con sus quehaceres diarios.

Alguna le pidió a Candela que la anotara a la misa de la tarde para el día siguiente.

Para el turno de la tarde, había doce viudas apuntadas para la misa.

A medida que iban saliendo de la casa, las mujeres depositaban dinero a través de la ranura de una caja de madera que había a un lado de la puerta principal de la casa.

Ecijano es el pueblo con más viudas por metro cuadrado.

La cabo Eugenia redactó y mecanografió debidamente los atestados por las muertes de los catorce varones que murieron por distintos accidentes en aquella “quincena negra”, como la llamaron los forenses.

En su profunda paranoia las devotas Sementeras han acordado pedir la beatificación en vida de Semen Cristus en el Vaticano.

———————————————————-

El padre José no olvidó la conversación con Carlos, simplemente hubieron muchas muertes en aquel pueblo durante las dos semanas siguientes a su charla con el marido de Candela. Muchas misas fúnebres, muchos servicios. Demasiados para aquel pueblo.

Dos semanas de pesadilla, y de un mal interpretado dolor de las viudas.

Era todo demasiado extraño, fue demasiado fácil que murieran tantos hombres en tan pocos días.

Se dirigía a pasar la tarde con su colega el párroco del pueblo vecino. Al llegar a la altura de la casa recién remodelada de María detuvo el coche a la entrada del camino de grava y se dirigió a la casa para hablar con María con el pretexto de que le diera un remedio para su tobillo. Se lo debía a Carlos.

Tras llamar varias veces al timbre nadie respondió.

Se dirigió hacia el establo, una de las puertas estaba abierta, sin entrar gritó desde la entrada.

—¡María!

En la penumbra de aquel maloliente establo, no se podía atisbar movimiento alguno; pero sí podía escuchar sonidos de pisadas y el ronquido tranquilo de un cerdo.

Entró y la penumbra lo envolvió también a él.

—¡María, soy el padre José!

Silencio.

Avanzó hasta la pocilga del cerdo, acostumbrando sus ojos a la penumbra.

Cuando llegó a medio metro de la jaula, el animal se puso en pie apoyando las patas delanteras en el barrote de acero de su pocilga y lo miró directamente a los ojos, mostrándole amenazador sus enormes colmillos.

Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Y sintió humedad en su zona lumbar y un gran dolor en el vientre.

Cuando se dio la vuelta llevando las manos a las púas de la horca que lo había atravesado, vio a Jobita, la viuda de Gerardo empuñando el astil de la herramienta.

 

El cerdo roncó con ira y sintió como los colmillos de aquel enorme animal le destrozaban el cuello.

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Semen Cristus (15)

Publicado: 3 septiembre, 2011 en Terror
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Cuando entró en el establo, se encontró con un crucificado en la cruz, éste tenía la cabeza cubierta con un pasamontañas, la piel de su cuerpo era más morena que la del Cristus que ella conoció. Y por su forma de respirar, parecía estar ansioso, nervioso.

 

María la miraba expectante. La mujer se santiguó ante el cuerpo crucificado y echó tres monedas en la caja metálica.

Se escuchaba el zumbido del vibrador y el tubo de vidrio se agitaba temblón con el pene del nuevo Cristus embutido en él.

María se situó tras Candela que en aquel momento rezaba concentrada frente a la cruz, en una mano llevaba una hoz que levantaba a medida que se acercaba a la feligresa.

Fernando había podido ver a su madre y a María entrar en el establo a través de las hierbas del campo que lo ocultaban. En el momento que las mujeres desaparecieron en el interior del establo, se puso en pie y corrió en su busca.

Cuando entró a gatas a través de la puerta entornada del establo, la santera estaba muy cerca de su madre, con la hoz en alto. Se hizo con una azada que encontró semienterrada en un rimero de paja y avanzó hasta las mujeres.

El cerdo lo observaba avanzar con los ojos brillantes y en un inusual silencio.

María esperaba tras ella con la hoz en alto, Candela se había bajado los pantalones y tenía una mano metida dentro de las bragas.

—Hazme gozar, Sagrado mío —rogaba en voz alta.

Fernando se puso en pie, con la azada en alto y descargó un fuerte golpe con el plano de la hoja en la espalda de María, ésta cayó al suelo con un grito de dolor y la hoz voló de sus manos.

Candela se subió los pantalones.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó la atemorizada voz del crucificado desde el interior del pasamontañas.

—¡Puta loca de mierda! —Candela se abalanzó sobre la semiinconsciente María golpeándola en cara y pecho.

—No, Candela. Déjame a mí, que no te lleve la ira. Esta víbora ha de responder directamente ante Mí.

Candela dio dos pasos atrás. María no podía moverse por el dolor, tal vez su columna estuviera afectada.

De una caja de herramientas, Semen Cristus, el único, cogió un martillo y unos clavos oxidados. Colocó una tabla en bajo la cabeza de María, extendió un brazo de la loca a lo largo del madero y clavó la mano izquierda atravesando la palma de la mano.

El intenso dolor hacía que María contuviera sus convulsiones para no desgarrar la mano. Cuando sintió el clavo entrar en la mano derecha, no pudo dominarse y su cuerpo se revolvió en el suelo desgarrando más aún los cartílagos afectados.

El cerdo se puso en pie sobre sus patas traseras , apoyando las patas delanteras en los barrotes de hierro de su pocilga gruñendo, con su mirada inteligente clavada en María; de sus colmillos caía una baba espesa y su pene se mostraba excitado entre sus patas traseras y en el sucio suelo.

Candela subió a la cruz por la escalera que usaba María, rozando la piel del falso Cristus. Llegó hasta la balda donde se encontraban las hormonas y jeringuillas.

Inyectó cuatro dosis en los pechos de María, clavando la aguja en los pezones.

María pensaba que no había nada más doloroso que las manos atravesadas por clavos. Se equivocaba.

La aguja entrando en el pezón puso a prueba su lucidez mental, y el líquido inyectado en aquel tejido sensible y glandular se convirtió en fuego dentro de su carne.

Semen Cristus y Candela fumaban observando a María. Tal vez pasaron veinte minutos hasta que sus pechos se inflamaron desmesuradamente, sus pezones se abrieron y dejaron manar una sangre muy clara que se deslizaba por los costados de su cuerpo grasiento. Y sus gritos se hicieron insoportables.

La piel de los pechos se hizo oscura, en los pezones se tornaron verdosos y una costra blanda y húmeda se formó en ellos.

Fernando había recogido la hoz del suelo y se acercaba a María.

La punta de la hoz se clavó con fuerza en la garganta de la santera, un fuerte tirón y se abrió la carne hasta la papada. Durante un minuto se estuvo retorciendo en el suelo, desangrándose, intentando contener la sangre con las manos.

Murió mostrando sus sucias bragas manchadas de menstruación.

Parecía que el cadáver dejaba escapar todo su fétido olor. El cerdo gruñía nervioso en la pocilga y el crucificado intentaba liberarse de las ataduras en la cruz.

Semen Cristus subió por la escalera y preparó una jeringuilla de heroína que clavó en la vena del crucificado. Le administró tres dosis seguidas; las tres papelinas que tenía en la pequeña estantería junto a una sucia y ennegrecida cucharilla y una caja de ampollas de hormonas de uso veterinario.

Fue en la tercera inyección cuando las costillas del crucificado empezaron a contraerse con fuerza, hasta que en poco menos de dos minutos el cuerpo quedó colgado en la cruz con la lasitud de un cadáver. La orina llenó el tubo de vidrio y sus intestinos se vaciaron quedando pegadas las heces entre sus nalgas y el madero vertical de la cruz.

Semen Cristus cortó las ligaduras de los pies y después las de las manos, no dejó caer el cuerpo. Con suma facilidad lo cargó en el hombro manteniendo el equilibrio en la escalera de madera y lo extendió con cuidado en el suelo.

—Hemos de ser cuidadosos con el cuerpo, lo envolveremos con sábanas tras haberlo limpiado, tenemos que evitar que se magulle; cuando lo llevemos al campo de tu marido, no ha de quedar ningún rastro de este lugar en su piel ni en la ropa que le pongamos.

Candela corrió hacia la casa en busca de sábanas, en la entrada de la casa había un llavero y cogió las llaves de la furgoneta.

Salió del cuarto de María presurosamente con un lío de sábanas entre los brazos y la ropa que suponía que pertenecía al falso hijo de María.

—Limpia bien la paja que tiene pegada en la piel —dijo Semen Cristus incorporando el tronco del cadáver.

Candela rompió un trozo de sábana y la utilizó para limpiar suave y metódicamente la piel del cadáver. Cuando se aseguró de que no quedaban restos adheridos en la piel, extendió una de las sábanas en el suelo. Semen Cristus dejó caer suavemente el cuerpo en la sábana. Hicieron la misma operación con la parte inferior del cuerpo. Cuando estuvo razonablemente limpio de restos de paja y suciedad, lo envolvieron con dos sábanas limpias.

En dos sacos introdujeron la paja manchada de sangre que había en el suelo y cortaron en pequeños trozos el madero. Metieron también las jeringuillas y frascos de hormonas.

Candela abrió las dos puertas del establo, y caminó deprisa hacia la furgoneta con las llaves en la mano. Condujo hasta el interior del establo.

Cargaron el cadáver del yonqui y cubrieron el cuerpo de María con paja.

—Tu marido está con mi Padre, Candela. Está feliz y tranquilo. Ahora vamos a la alameda que limita con el campo, allí lo he dejado. Descansa ya en paz.

Candela creyó desmayarse; pero Semen Cristus, el cuerpo de su hijo, metió la mano entre sus muslos y le acarició el sexo con ternura.

—Sé fuerte Candela.

Se sintió imbuida de valor y resolución.

Subió a la furgoneta y se dirigieron al campo.

Cuando llegaron al tractor, el motor aún funcionaba. La sangre había manchado la camisa y los pantalones de Carlos y su mueca de dolor congelado, la boca abierta y su piel cerúlea, provocó el vómito de la mujer que se contuvo a duras penas.

Fernando la acompañó hasta la furgoneta.

—Siéntate mujer, no salgas. Serénate.

Semen Cristus cargó el cadáver en su hombro adentrándose cien metros más allá de donde se encontraba el tractor. Desplegó la gran lámina de plástico para invernadero que había dejado allí antes de ir a la casa de María. Carlos la llevaba en el tractor para proteger la fruta que recogía de pájaros y granizo. Dejó caer el cadáver y vistió el cuerpo con la ropa que había encontrado Candela, cuidando de que su piel desnuda no entrara en contacto con la tierra.

Dejó el cadáver sentado en la tierra con la espalda apoyada en el tronco de un chopo, dando la espalda a la furgoneta. Clavó una jeringuilla en el pliegue del codo izquierdo y tras cerrar el puño de David en el mango del cuchillo, lo dejó a su lado, muy cerca de la mano que se apoyaba fláccida en la tierra. En el bolsillo de la cazadora, metió la cartera del padre de Fernando tras limpiarla con un trozo de sábana y dejar las huellas de la mano muerta del cadáver en ella.

Cuando volvió a la furgoneta, Candela aún lloraba ocultando la cara entre las manos.

Semen Cristus la atrajo hacia su asiento y besó sus labios, sus lenguas se encontraron y Candela sintió que sus pezones se erizaban y endurecían. Cuando Semen Cristus metió la mano entre sus piernas, las separó cuanto pudo ofreciéndose a él.

Las adolescentes manos hicieron presa en su sexo agitado de dolor, miedo y deseo.

—Debemos volver, hemos de acabar el trabajo en el establo, nos arriesgamos a que empiecen a llegar feligresas y encuentren el cuerpo de María. Todo saldrá bien, bendita Candela.

De nuevo en el establo, Candela sacó al cerdo de la pocilga.

Semen Cristus cavó una fosa en la pocilga, y metieron allí el cuerpo.

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Semen Cristus (14)

Publicado: 31 agosto, 2011 en Terror
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Cuando David despertó en el establo, sintió náuseas por la insoportable peste y se sacudió el pelo para sacarse los insectos que tenía enredados. Miró la cruz y sintió vergüenza. Y una fuerte excitación. La heroína aún fluía por sus venas dulcificándolo todo. Jamás se había metido mierda como aquella en la sangre.

Cuando entró en la casa, se encontró a María planchando sábanas y túnicas.

—Es para ti. Tienes que parecer Leo, que nadie sepa que me ha abandonado. Les diremos que es tu penitencia cubrirte el rostro —dijo entregándole el pasamontañas.

—¡Joder! Voy a parecer Rey Misterio, pero con la polla en un tubo.

María soltó una carcajada y sus enormes y fofas tetas temblaron como gelatina.

—Ya verás como te gustará. Además, ¿dónde te iban a pagar por hacerte unas pajas?

—Voy a ducharme, ese establo está hecho una mierda.

—Mañana, cuando acabes las misas, lo limpiarás y tal vez matemos al cerdo.

¬—Lo que usted diga, jefa —contestó desapareciendo tras la puerta del lavabo.

Durante el resto del día, David estuvo ensayando las frases que usaba Semen Cristus en sus misas. María, lo miraba muy fijamente con las piernas separadas y sin bragas bajo la bata. Cosa que provocaba cierto desagrado al chico, puesto que olía a orina y mierda.

Al anochecer, María se dio por satisfecha con lo aprendido por David.

Ninguna de esas zorras rurales, podría sospechar que David no era más que un yonqui. Un completo desconocido.

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Eran las ocho de la mañana cuando Carlos vio a su hijo caminando por el campo, condujo el tractor a su encuentro. Se preguntó extrañado qué debía ocurrir para que se presentara en el campo tan temprano y sin haberse curado de la gripe; imaginó muchas cosas y todas malas. Aceleró con impaciencia.

Fernando llevaba guantes y un grueso anorak de plumón; las mañanas ya eran muy frías. Su semblante como siempre, estaba serio y no dejaba transmitir más emoción que cierta agresividad adolescente.

Detuvo el tractor a unos metros de Fernando, que esperó quieto a que su padre llegara hasta él. Abrió la puerta para que su hijo subiera a la cabina para evitar hablar con aquel frío en el campo.

—¿Qué ocurre Fernando?

—Mamá me ha dicho que te traiga este bocadillo. Se va a casa de la María y no tendrá tiempo de preparar la comida hoy —dijo echando una última nube de vapor.

—¡Pero bueno! ¿Qué coño le pasa a esta mujer? Ya estoy cansado de esta historia de la bruja y sus remedios de mierda. Y encima te envía a ti. ¿Te ha dicho por qué va pasar tanto tiempo con María la loca?

—No. Sólo la he oído hablar por teléfono con Lía y la Eugenia, por lo visto se van a reunir unas cuantas.

—¿Me dejas conducir el tractor hasta los chopos?

Carlos sonrió, a Fernando le encantaba conducir el tractor. Y ya no tenía que variar el ajuste del asiento, era tan alto como él.

Carlos bajó del vehículo para que Fernando ocupara su asiento y volvió a subir por el otro lado.

Sin mediar palabra, Fernando pisó el embrague, introdujo la primera velocidad y condujo lentamente hacia los chopos.

—¿Y tú cómo te encuentras? ¿Vas a ir a clase?

—No, ya llego tarde y estoy cansado. Y además, hoy hay clase de educación física; cuando llegue a casa me meteré en la cama.

Carlos puso la palma de la mano en la frente de su hijo y éste hizo un mohín de disgusto.

—No parece que tengas fiebre.

—¿Crees que de verdad María puede curar con sus hierbas y unas cuantas oraciones?

—Lo que creo es que tu madre y sus amigas están muy aburridas.

—¿Crees en Jesucristo, en Dios?

Carlos miró a su hijo asombrado.

—Sí, supongo que sí.

—María dice que su hijo es Jesucristo encarnado, el nuevo mesías.

—Ni se te ocurra hacer caso de lo que dice esa loca. Tu madre va a tener que dejar de ir a su casa.

—Yo creo que dice la verdad, papá.

Carlos miró a los ojos de su hijo, tenían un brillo especial, algo parecido a la locura que crea realidades de la fantasía. ¿Y si en el colegio tomaba algún tipo de droga?

—Te voy a llevar a casa, esta noche hablaremos de este asunto.

—Papá, soy Jesucristo, soy su hermano: Semen Cristus.

El asombro de Carlos se convirtió en su último pensamiento. Fernando le clavó el cuchillo que había sacado de dentro de la manga del anorak. El acero partió en dos el corazón y Carlos aunque abrió la boca, no fue capaz de articular sonido.

Cuando le arrancó el cuchillo del pecho, el cuerpo se estremeció ligeramente.

Condujo el tractor al interior de la chopera, hasta que debido a la cantidad de troncos, el campo no se podía ver y por lo tanto, el tractor tampoco se vería desde el camino de acceso a la finca.

Dejó el motor en marcha, limpió con cuidado el volante y el interior de la cabina. Sacó la vieja cartera del bolsillo de la camisa de su padre y se la guardó en el bolsillo del anorak.

Cuando bajó del tractor, limpió la maneta de la puerta por la que había subido y corriendo campo a través, se dirigió a casa de la María la loca.

A trescientos metros de distancia pudo ver la figura esbelta de su madre entrar por el camino de la casa de aquella santera.

Aceleró el ritmo y cuando su madre presionaba el timbre de la puerta, se tiró en el suelo para no ser visto.

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—Pasa, Candela, vamos a tomar un café.

Candela no abrió la boca, se sentó frente a María en la mesa de la cocina y negó un cigarrillo que le ofrecía.

—Ya está todo preparado, Semen Cristus espera en la cruz y tú serás la primera feligresa de su nueva etapa de reinado.

—¿Quién es, María?

—No importa la carne, es Semen Cristus, el cuerpo es sólo una caja. El Mesías del Placer está allí, gobernando su cuerpo y su mente.

Candela se sintió excitada a pesar de que sabía que no era así. El verdadero Semen Cristus se había reencarnado en su hijo. Aún sentía en la boca el calor del semen con la que había comulgado aquella mañana. Lo que fue su hijo la había bendecido con su leche divina.

Tal vez, la locura de María era contagiosa y aquella secta de dieciséis mujeres que aportaban su dinero semanalmente para sostener la Nueva Iglesia del Placer, no eran más que cerebros lavados por los desvaríos de aquella loca y su hijo también esquizofrénico.

—Estoy impaciente, María, necesito a Semen Cristus, lo necesito para ser mujer de verdad.

María sonrió satisfecha, sabía que todos aquellos meses de placer no podrían borrarse de las mentes de aquellas mujeres. Bien al contrario, aquellos casi cuatro días sin ritos, había creado en ellas una profunda ansiedad y voracidad. Sus sexos palpitaban, sudaban deseando comulgar con la leche de Semen Cristus salpicando sus pieles frías.

-Vamos al establo. Santíguate ante él cuando llegues y no esperes respuesta. El espíritu aún no gobierna bien el cuerpo. Dale tiempo; pero ofrécele tus oraciones en voz alta. Que se sienta confortado por las feligresas que lo han hecho divino en la tierra.

La santera se puso en pie, Candela la siguió. La santera caminaba firme y rápidamente hacia el establo. Candela dirigía la mirada al campo buscando a su hijo, el mesías, el nuevo Semen Cristus. Caminaba presurosamente intentando no quedar atrás.

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Semen Cristus (13)

Publicado: 22 agosto, 2011 en Terror
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—Ya sabes que necesito meterme caballo, así que luego no me vengas con historias —le decía a María mientras masticaba el bocado que le había arrancado al bocadillo de longaniza.

En la estrecha mesa de la cocina, María lo miraba fijamente, divertida.

—A mí lo que me importa es que hagas bien tu trabajo. Y si lo haces bien, te aseguro que ganarás más dinero del que hemos acordado, dependerá de ti.

María sirvió un café y ambos encendieron un cigarrillo. David empezaba a acariciarse con nerviosismo los antebrazos. El mono le estaba subiendo.

—Soy santera, curandera. Y vivo de lo que la gente me paga por ayudarla. Y las ayudo aquí en casa. En el establo tengo montada la consulta y es ahí donde quiero que me ayudes.

—Yo no creo en esas cosas; ni dejo de creer.

La frente de David se había perlado de sudor.

—Anda, métete el caballo y vamos al establo, que te enseñaré tu trabajo.

David inició el ritual y cuando sus ojos estaban a punto de cerrarse, María le invitó a seguirla al establo.

Cuando las puertas de madera casi podrida se abrieron, el hedor que salía de allí y los ronquidos del puerco le despejaron la mente durante unos segundos.

—Este será tu puesto de trabajo —le dijo María cuando llegaron frente a la cruz.

—¿Qué quieres decir? No lo entiendo.

La mente de David se había aletargado, y el Diazepán que iba disuelto en el café lo estaba llevando directamente en caída libre al país de los sueños y las alucinaciones.

—Ven, confía en mí. Serás el actor principal de una película que haremos para nuestras feligresas. No temas, es todo placer. Un engaño para que esas guarras pasen un buen rato.

María le empujó para que subiera a la escalera y acomodara los pies en el poyete del poste de la cruz. David se dejó atar los pies y las muñecas, sólo deseaba dormir.

Cuando María metió la mano dentro del pantalón y cogió el pene, David deseó que se lo chupara. Protestó cuando vio que metía con habilidad su miembro en un sucio tubo de vidrio.

De pronto, el tubo vibró, David contuvo la respiración.

—Serás Semen Cristus a partir de ahora, te enseñaré que has de decir en todo momento y sólo tendrás que correrte. Sólo eso, Mi Semen Cristus.

A David se le escapó una risa ebria. Y de fondo, el placer que le producía aquel aparato, le hacía jadear.

—Repite David: “Bienaventurados vuestros coños sedientos de mí”.

David repitió con un hilo de voz. Las frases que María pronunciaba, se grababan en su cerebro certeramente. Todo era placer: la droga en su sangre, el viaje de su cabeza, su cuerpo descansado y lacio. Su pene gozando…

—Mi leche es la hostia bendita con la que habéis de comulgar.

Cuando David eyaculó, entendió su trabajo. Y le gustó.

María lo liberó de la cruz. El chico estaba demasiado colocado para volver a casa; lo dejó durmiendo en el establo, el cerdo roncaba contento de tener compañía y un par de escarabajos se enredaban en el sucio cabello del drogadicto.

Cuando María escuchó el motor de un coche aproximándose a la casa, se guardó en el bolsillo de la bata el pasamontañas negro con el que cubriría la cabeza de David para que siguieran creyendo que era Leo el de la cruz. Una penitencia que le había ofrecido a su Padre y a su hermano Jesucristo.

Martín bajaba del coche.

—¿Dónde lo tienes trabajando?

—Ahora ha ido a comprarme un par de cosas al pueblo.

—No te fíes de estos chicos, María. Ya sabes lo que son y lo que ocurre cuando el mono se les sube a la chepa.

—Sí, lo sé. ¿Por qué te crees que te he encargado todo ese caballo? Y te voy a comprar muy a menudo. Me tienes que bajar el precio.

—Bueno, ya hablaremos, si me haces otro pedido como éste en dos semanas, hablaremos de ello. Eso si aún conservas a David y no se te va corriendo con toda la mierda que pueda coger.

—Te aseguro que no lo hará.

—Bueno, tú sabrás lo que haces. Me debes dos mil euros, contando el suministro de un yonqui para tus tareas domésticas.

María soltó una carcajada con ganas.

—¿Alguien ha preguntado por David?

—Claro, un par de amigos del campamento. Les he dicho que me compró un par de papelinas hace un par de días y no lo he vuelto a ver más.

—¿Crees que le habrá dicho a algún amigo que venía a mi casa?

—Seguro que no, no se fían entre ellos. Si se enteran de que un amigo trabaja y lleva dinero encima, le roban lo que pueden y le rajan. Son como animales.

María pensó que así debía ser.

—Si alguien pregunta por él, no digas nada. Y me avisas, aunque no tenga importancia.

—Así lo haré, María.

Martín se subió al coche y cuando salió al camino, hizo sonar el claxon a modo de saludo.

María abrió un armario superior de la cocina, retiró los vasos y platos y tiró de la balda descubriendo un doble fondo, allí ocultó las drogas.

Acto seguido cosió en un pasamontañas un par de cintas rojas y anchas para crear una cruz cuyo poste bajaría entre los ojos y el travesaño quedaría en la frente.

Una vez acabado, con la agenda en la mano llamó a todas las feligresas anunciándoles que a la mañana siguiente se iniciaban las misas de Semen Cristus.

A Candela la cito dos horas antes de la primera misa.

—Candela, mañana empiezan las misas a Semen Cristus. Ha resucitado.

—María… Es maravilloso. Tan muerto que estaba… Es increíble lo que hace la fe y Dios.

María guardó silencio unos instantes, esperaba oír la voz angustiada y deprimida en la mujer. Esperaba sentirla apagada y estaba preparada para pasar un largo rato convenciéndola para que asistiera a la primera misa desde la resurrección. Quería matarla, zanjar el asunto antes de que flaqueara su ánimo y a través de ella se pudiera descubrir todo.

—Y yo me alegro de verte tan animada. Entonces te espero mañana a las nueve, me ayudarás a preparar la misa y conocerás al nuevo Semen Cristus…

Una voz lejana la interrumpió, había creído entender “bendeciremos el vientre de la loca”. Y era terriblemente familiar.

—¿Qué tienes a alguien en casa, Candela? Me ha parecido escuchar algo.

—Mi hijo está en la cama con gripe; y no ha hablado, debe tratarse de algún cruce en tu línea, yo no he oído nada —dijo Candela sonriendo a su hijo que se encontraba desnudo ante ella, con una fuerte erección—. No te preocupes, ya es mayorcito para quedarse solo, mañana seré puntual.

Colgó el teléfono, se arrodilló ante Semen Cristus y besó su sagrado bálano. Semen Cristus sujetó su cabeza y empujó la pelvis para hundir más el pene en la boca de su devota madre.

Cuando Carlos llegó a casa para comer, encontró a su mujer extrañamente animada, como si se hubiera repuesto en pocas horas de una depresión que la hundía en el desánimo más desconsolador.

—Lávate ya y no fumes, la comida está servida —le dijo tras besarle.

—Hoy estás muy animada.

—Sí, lo sé. Supongo que unas cuantas horas de sueño me han hecho bien. Fernando está en la cama con gripe.

—¿Ha tenido que salir a media mañana del colegio?

¬—No ha ido. Esta mañana ya tenía fiebre.

—Pues ahora la pasaremos todos, como cada año. Prepárate para pasar algún día más de sueño reparador.

Durante la comida escucharon y comentaron las noticias del informativo de televisión. Carlos durmió como cada día una siesta de veinte minutos y Candela limpió la cocina, escuchando música en la radio.

No había nada que la preocupara, Semen Cristus la protegía de todo mal.

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Semen Cristus (12)

Publicado: 12 agosto, 2011 en Terror
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—¿María?

 

—Hola Martín, dime.

—Ya he encontrado un chico. Le he dado tus señas y te llamará esta tarde; pero le he tenido que dar cien euros para que acceda a verte.

—No te preocupes, te los pagaré. ¿Cómo se llama?

—David. Sin familia en la provincia, tiene diecinueve años. No te preocupes, parece un crío; está en los huesos. Y no creo que le quede mucho tiempo de vida. Tiene la sangre tan llena de caballo, que un día le saldrán alas en la espalda y se convertirá en el cabronazo Pegaso.

—Gracias Martín, llámame mañana, te comentaré como ha ido y quedaremos para pagarte los servicios y de paso encargarte algunas cosas.

—Hasta mañana.

María colgó el teléfono sin saber quién o qué era el “cabronazo de Pegaso”.

Se dirigió al cuarto de su hijo decidida a limpiar las manchas de sangre: le dio la vuelta al colchón y metió las sábanas en la lavadora. No hizo nada por el olor a sangre podrida, porque su olfato ya no podía distinguir ese hedor nauseabundo.

Sobre las cinco de la tarde sonó el teléfono.

—¿Señora María?

—Sí, yo misma.

—Soy David. Martín ya le habrá hablado de mí.

—¿Te importaría trabajar en el campo? Se trata de limpiar el establo, cuidar del huerto, limpieza y asuntos domésticos.

—En absoluto, estoy buscando trabajo.

—Bien, pues pásate por aquí mañana, sobre las diez y te mostraré lo que quiero. Eso sí, no te podré pagar más de seiscientos euros al mes. El alojamiento y la comida serán gratis.

David guardó silencio durante una eternidad.

—Me parece bien.

María le dictó la dirección y se despidieron hasta el día siguiente.

A las nueve cuarenta del día siguiente, llamaron al timbre.

María abrió la puerta y se encontró con un hombre famélico, vestía un deshilachado jersey de lana, unos pantalones de loneta sucios y el pelo aplastado y mugriento. Era un chico de ojos oscuros y cejas pobladas. Sus labios gruesos le daban un aire de imbécil, cosa que se confirmaba en cuanto con una voz rasposa y apocada, se presentó.

David nunca había trabajado en el campo; pero podía aprender.

Mientras hablaban sentados ambos en el sofá frente al televisor, el chico se rascaba con insistencia los antebrazos.

A la media hora de charla sudaba copiosamente y dijo encontrarse mal, necesitaba ir al lavabo.

—Puedes inyectarte aquí, no me molesta. Mi hijo lo solía hacer. Ya estoy acostumbrada.

El mono era tan fuerte que David, como respuesta se levantó la pernera del pantalón y sacó un bulto envuelto en plástico que llevaba sujeto al tobillo con una goma elástica.

En medio del silencio y con el rostro bonachón de la jefa observándolo, se inyectó la heroína.

Cuando sus ojos intentaban cerrarse, María posó la mano en su muslo y acabó llevándola hasta los genitales. David, en pleno viaje, dejó escapar un suspiro y cuando María metió la mano por la bragueta y aferró el pene, éste se encontraba duro y palpitante.

La boca cálida de María envolviendo su glande lo sumió aún más en los delirios del caballo y eyaculó en apenas unos segundos. Se quedó dormido durante una hora sin saber que María se masturbaba una y otra vez con el puño cerrado en su pene.

Tampoco sintió como se le inyectaba otra dosis, y tampoco supo que se trataba de hormonas para ganado. Cualquier cosa que entrara en la sangre con una aguja, era buena.

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Era mediodía y habían pasado ya dos días desde que enterró a Semen Cristus. Candela se encontraba en la habitación, tumbada en la cama sin ánimo de salir a la calle, tan solo vestida con unas bragas negras.

Sus muslos bien torneados y firmes se encontraban separados y sus brazos extendidos. En su profunda depresión, soñaba con Semen Cristus y su pene. Le pareció escuchar el zumbido del vibrador cuando se metió los dedos en la vulva y la masajeó primero lentamente. A medida que producía más fluido, su ritmo aceleraba.

—Tírame tu leche, ahógame con ella mi Señor —musitaba entre jadeos.

Fernando entró en casa y escuchó aquellos gemidos ahogados en la habitación de sus padres.

Cuando se acercó a la puerta entornada, vio a su madre masturbarse, se retorcía en la cama con la mano entre las piernas y sus pechos se agitaban espasmódicamente con cada arremetida de placer.

Sintió un fuerte dolor en la base del cráneo, como si en la nuca le hubieran clavado un puñal, intentó ahogar un gemido. Y algo en su mente pareció arder. Fernando se vio como espectador de si mismo, sin miedo. Algo había entrado en su cabeza y gobernaba su cuerpo. Había una paz inmensa y un fulgor blanco que parecía bañarlo y protegerlo. El era luz y la luz le confortaba. Olvidó su cuerpo y se convirtió en ente. En ese mismo instante, con un fogonazo de dolor que no pudo transformar en grito, el único asomo de voluntad se rasgó como un trapo viejo. Su cuerpo no era suyo y su alma era una ceniza al viento rozando las rugosidades de un cerebro joven y fresco. Fernando se convirtió en una presencia ajena a su propio cuerpo.

Se desnudó, su pene parecía una monstruosidad envuelta en venas. El glande estaba tan amoratado e inflamado, que el prepucio parecía cortar el riego sanguíneo.

Entró en la habitación dejando a Cándela atónita con los dedos profundamente metidos en la vulva.

—Ego te absolvo, Candela. Bebe mi semen, toma mi carne. Bésala. Puta, puta, puta… Besa a tu Señor, mama de él y serás conducida al reino del éxtasis. A la vera de Dios Padre. Junto a Jesucristo mi hermano.

Candela sintió el horror de lo imposible, y cuando Semen Cristus se plantó de rodillas en la cama, con el pene encima de su cara, ella abrió la boca y se dejó llenar.

El cuerpo joven y atlético se agitó con el orgasmo y la leche entró en la nariz de Candela, en su boca, rezumó por sus labios y se acarició los pezones con aquella crema divina.

¿Estaba loca? ¿Era aquello realidad?

—No lo dudes, Candela. Semen Cristus no puede morir, soy el Espíritu Santo, soy dios y soy mi hermano Jesucristo. Soy alma y soy materia que vive en cuerpos. Fernando está con nos. El te ama, te espera.

La voz profunda y grave de lo que era su hijo cambió y volvió a ser la misma.

—Mamá, yo estoy bien. El paraíso es inexplicable, es todo luz, es una sonrisa, es un agua cálida que no moja. Cuando sea la voluntad de Dios, nos veremos aquí, mamá. Ama a nuestro Señor. Venéralo.

Y su hijo el que parió, crió y amó; calló.

Para siempre.

Cogió con sus manos el pene de Semen Cristus y limpió cuidadosamente los restos de semen con la lengua.

—Candela, no podemos abandonar nuestra misión ahora. Sé fuerte. Yo te bendigo. Y maldigo a María. Maldigo al impostor que está creando y maldigo a todo aquel que representa una amenaza para mi cometido en la tierra.

Aquel cuerpo no era su hijo; se sentía profundamente aliviada.

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María hablaba con Martín por teléfono.

—Quiero que me traigas diez papelinas de heroína, necesito otra caja de hormonas y cinco gramos de coca. ¡Ah! y tres cajas de Diazepan.

—Dentro de una hora paso por tu casa ¿Qué te ha parecido el chico?

—Estupendo, ya está trabajando para mí. No tardes.

David dormía. El día anterior, tras despertar de su viaje, María le hizo limpiar la casa. Aún no le había enseñado el establo; pero para eso lo necesitaba colocado, muy colocado.

Eran las nueve de la mañana y despertó a David.

—Buenos días, María.

María vestía un camisón transparente que dejaba entrever su cuerpo gordo y celulítico. David no era delicado, y tenía una de las erecciones más fuertes y ardorosas que nunca había experimentado. La mujer miraba directamente la montaña que su pene creaba en la colcha.

Sintió deseos de follar antes que meterse heroína.

—Ven aquí María.

Y a pesar de aquel olor a mierda que la gorda despedía, gozó como nunca lo había hecho. Su eyaculación había sido más intensa y el semen salía con más fuerza y cantidad de lo que recordaba; aunque había practicado algo de sexo en tres años, todo era meterse mierda en el cuerpo y masturbarse.

 

A los dieciséis abandonó la casa de sus padres a mil kilómetros de allí, para seguir a un colega que le prometía el paraíso más al sur. Y el paraíso no pasó de ser un mero purgatorio donde su vida transcurría en una plácida y sucia semi-inconsciencia.

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