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Ser y no estar

¿Dónde estás?
No estoy, solo soy.
Y si solo eres ¿no estás?
No, fluyo por encima y entre las cosas y los seres.
Soy gas.
Estar es «vivir con», «vivir en».
No puede ser, no es posible no interactuar.
Yo también lo creía; pero no estoy porque no me encuentro.
No es lógico.
La lógica es para los que están. El que «soy» se escapa de todo cálculo. Es incuantificable. Es vapor en expansión.
Por eso me sedan, para que esté y poder medirme, clasificarme.
Es extraño reconocer la propia locura. Es muy raro ser y no estar.
A veces lloro sin tristeza. O sin alegría.
Se me caen las lágrimas.
Se caen y siento que no son mías.
El doctor está a punto de llegar con la inyección.
Se preocupan demasiado, se equivocan. Si no estoy no me puedo suicidar. Deberían no sedarme.
Me inyectan porque no comprenden.
Cuando estás bebes lejía.
Porque estar duele más que la garganta abrasada.
Porque estar me deja indefenso.
A veces, siento que río cuando soy. Es bueno, no puede hacer daño.
Les gusta que estés, les tranquiliza.
Creen que ser es morir. Es absurdo.
No están locos, es que no saben.
Te buscan la vena, es hora de estar.
De no ser.

 

ic666 firma

Iconoclasta

Me despierto.
La erección como cada mañana me molesta y un flujo espeso cuelga del glande creando un filamento frío que se me pega al muslo; pero no importa, hace tiempo que dejé de intentar dominar mi animalidad.
Fuerzo el pene hacia el inodoro, es incómodo, pero es el primer placer de la mañana: tocar toda esa dureza y que mis dedos se pringuen de ese fluido que se enfría rápido como el semen cuando no está en mis cojones, cuando está en su boca, en sus labios, entre sus dedos delgados largos, hábiles y excitantes, en sus rizos… Cuando me lleva a correrme sin control y sus pechos de agresivos pezones hostigan la piel de mis muslos.
Un escalofrío recorre mis brazos, orino un semen espeso, de una blancura cegadora, pesado. Cae primero en intermitentes chorros y luego gotea tranquilo y dulce.
Un orgasmo tranquilo me despeja, es la más placentera meada que he hecho jamás.
No me planteo que los conductos seminales se hayan roto y todo se mezcle, que tenga un tumor o una infección. Lo que sabe bien, lo que da placer, no es malo.
No puede serlo.
No importa.
No hay un Dios metido en la punta de mi polla diciéndome que lo que más me gusta es pecaminoso, prohibido por leyes de mierda.
Me lo sacudo cuando parece que ha acabado de salir todo el esperma y pienso que está bien, que me gusta mear leche y en la madrugada abortar de una forma obscena los hijos que podrían haber existido: directamente a la cloaca, sin preámbulos.
De forma tal, que pareciera que mi naturaleza ha mutado para ser partícipe de la extinción de la humanidad.
Y como una conclusión, pienso que nunca he tenido instinto de ser padre.
No importa la reproducción, soy un hedonista radical.
Hay asaz gente en el planeta.
Soy práctico y reflexiono sobre el momento en el que se la meta, o cuando entre sus pechos me acoja este rabo rebelde y extraño y llegue mi orgasmo: ¿Le haré una lluvia dorada?
He de cuidar mi alimentación…
¿Saldrá orina cuando me corra? ¿Mi placer durará lo que una larga meada? ¿Hasta tal punto estoy confuso que mi cuerpo ha perdido el control de conductos y sensaciones? Soy un X-Men del semen, un mutante.
Un extraño y maravilloso mutante.
No importa lo extraño, importa el placer.
Para variar he tenido suerte, no me ha ocurrido como a Gregorio Samsa y he despertado convertido en un repugnante y baboso escarabajo.
Aunque siempre me despierto baboso… Cosa que no tiene nada de asqueroso.
Tomo un café, fumo un cigarro y pensando en mi próxima meada divago y se me pone dura otra vez. Mis testículos están contraídos, noto como fabrican semen.
Subo a la habitación donde aún no ha despertado y enciendo la luz de la mesita.
Los niños duermen y el sonido de mi respiración excitada es más potente que los sonidos del sueño de todos ellos, está a punto de amanecer y mi pene palpita.
Subo en la cama y me arrodillo a su lado, retiro la sábana que la cubre y dejo sus pechos desnudos.
No tengo erección, pero se ha activado un reflejo de expulsar algo por el glande. Lo hago.
Y de nuevo brota el semen por el meato. Se estrella en su cuello y en sus pechos con las primeras y explosivas salidas; luego el semen es tranquilo y riego sus pezones, su vientre, el ombligo y acabo depositando mis últimas gotas en sus labios.
Está gimiendo, se está masturbando, se ha untado los dedos con la leche y se frota el clítoris con energía y rapidez. Su otra mano aferra mi polla y la sacude contra los labios y la lengua.
Cuando se corre sus uñas hieren la piel de mi bálano y a pesar de que mis cojones parecen seguir bombeando, se ha acabado el semen.
— ¿Cómo lo has hecho? ¿De dónde ha salido todo eso?
—No lo sé. Simplemente me he despertado y en lugar de orina he expulsado semen.
— ¿Te duele?
—No.
—Me gusta —susurra extendido el semen que ha quedado en sus dedos en la vagina.

No he podido orinar en todo el día, tengo una fuerte presión encima del pubis, sé que debo mear para no morir.
Cuando llega a casa al mediodía para el descanso de la comida, se lo digo, que o meo o la palmo.
Toma un guante de látex y me toma de la mano dirigiéndonos al baño.
—Mearás, desnúdate.
Me desnudo y ella también, nos metemos en la ducha y se calza el guante de látex en la izquierda. Está excitada, sus pezones están duros, su raja brilla y está lechosa.
—Dobla la espalda hacia adelante y abre las piernas.
Lo hago y me agarro a la jabonera.
Toma mi pene que se endurece rápidamente al contacto con su deseada piel. Me mete un doloroso y brutal dedo que me duele al hurgar en lo profundo del culo.
Me excita, me duele, me excita, me duele…
Mientras tanto masajea el pene de arriba abajo.
Me siento como un semental, me siento animal.
Sin que pueda hacer nada por evitarlo, su dedo hace presión en un determinado punto y un potente chorro de orina se me escapa sin control. Temo que el meato se rasgue por la presión y el enfermizo calor de los meados.
Ella intenta no gemir, y falla. Deja correr su orina también en esa posición acuclillada, con la vagina completamente abierta. Su chorro es enorme y salpica la pared.
Y moja los pies.
Cuando la orina ha cesado, saca el dedo del ano.
—No te muevas —me ordena —. Te quiero vaciar todo.
Con energía, masajea mi pene en vertical, haciéndome daño en los cojones, con rapidez.
Mi pene está tan duro… He descendido dos estadios hacia la involución.
Su cabello ahora está entre mis muslos y su boca está tan cerca de mi glande que siento su aliento.
Y ahora sí, ahora sale el semen, brota abundante regando su cara, chorreando por su cabello. Su guante está manchado de sangre.
—Hay algo muy extraño en tu próstata, hay un bulto duro como una piedra.
Blasfemo con las últimas gotas de leche que sacude.
Las mutaciones no suelen ser como las de los X-Men. No habrá final feliz…
Y todo está bien. Todo es perfecto, dejamos que el agua nos limpie.
— ¿Te sientes bien?
—Ahora sí, después de mear me siento bien por fin.
—No vayas al médico, te quiero así.
—No iré.
Ella es una hedonista radical. Una enfermera sin piedad.
Lo importante es el placer, cueste lo que cueste, porque al final, nos espera una aburrida vida mediocre con una muerte mediocre.
Y prefiero el placer. Ella también.
Aunque me muera.
O se muera ella.

Entre el semen aparecen trazas de sangre, vetas finas y perfectamente definidas que rompen la uniformidad de lo blanco.
El placer sigue siendo inmenso.

La sangre mana a borbotones, no parece una eyaculación.
Es hemorragia apestosa.
Ya no hay semen, ha degenerado tanto mi cuerpo y ha crecido tanto el tumor, que siento que tengo un bebé de los que nunca seré padre metido en los intestinos.
A ella le doy asco, me tengo que meter el dedo en el culo yo mismo, ya no hay placer.
Cada vez que orino, grito y me derrumbo. Hay restos de carne en el dedo con el que estimulo la próstata o en lo que se ha convertido.

Ella y los niños me mantienen encerrado en el trastero, como hicieron con Gregorio Samsa convertido en un escarabajo.
Mis hijos también son unos hedonistas puros.
El esfínter ya no retiene el intestino, que se me escapa por el culo como un gordo gusano podrido.
Morir será un placer.
Soy un hedonista puro y radical.


Iconoclasta

La humanidad siempre dice que es tiempo de amar.

Sobre todo en navidad.

Y mientras la chusma busca el amor (o un cambio de decepcionante pareja), yo me masturbo con sórdidas imágenes y recuerdos ya borrosos. Pareciera que los actos pasados solo tienen el fin de ayudarme a eyacular. Luego me resultan completamente indiferentes y olvido, como si el semen fuera la vacuna contra el amor.

Si una vez amé, fue para llegar a este momento de total comprensión. El tiempo da sentido a un cúmulo de errores y los convierte en actos de lógica reacción.

Las estampas pornográficas que un día protagonicé no tienen nada de ternura ni de cariño, son panfletos descoloridos de carnales momentos, páginas pegajosas de una revista. Sexo gratis simplemente.

Es tiempo de amar para ellos. Hace años aprendí que amar son solo ganas de follar; dos o tres pajas al día lo cura todo.

Es tiempo de amar, no se sabe a quien, no se sabe a qué.

No puedo perder tiempo, la vida es corta, el corazón suele fallar y las infecciones siempre están presentes a través de esta psoriasis que hace de las palmas de mis manos dos hamburguesas poco hechas.

El sida es un caldo de cultivo para las miserias, ahora que me pudro y desaparezco, he alcanzado la plena conciencia de lo que es el amor. Y no lo busco por ello.

Amé la jeringuilla ponzoñosa de sangre y caballo que me llevaba a ver hermoso el coño podrido de mi novia yonqui. Y lamí su chocho maloliente como si fuera una rosa, se la metí e intercambiamos enfermedades besándonos las venas podridas de los brazos.

Cientos de veces… En mi mano hay semen fresco de una paja que me he hecho evocando la vez que le inyecté la heroína en un pezón. Gemía, lloraba y temblaba. Me corrí sin que me tocara, regué su pecho inflamado con mi semen.

Tuvimos que ir de urgencias al hospital porque se infectó, en el coche sonreía mostrando que sus dientes estaban podridos.

Salió mejor cuando me inyectó en una de las gordas venas de mi verga. Hizo un torniquete que la inflamó y cuando me metió el caballo, perdí la sensibilidad, pero se mantenía dura y firme.

Me masturbo recordando en como se corría montándome, yo la miraba sin sentir placer, como si aquello no fuera conmigo. Me gustaba ver sus pechos agitándose, por la infección le habían amputado el pezón izquierdo. Se bebió todo mi semen, era una yonqui glotona.

No la amaba, lo supe cuando murió con el cuello rígido por una meningitis: no sentí apenas nada y su cuerpo sin vida, me pareció repugnante. Estábamos en nuestra casa alquilada y allí llegó la policía y un asistente social que tuvo a bien inyectarme metadona pensando que la necesitaba.

El amor es un reflejo deformado en la jeringuilla.

De la misma manera que se deforma mi picha en las bolas que adornan el árbol de navidad.

Así que mejor me la pelo mientras me quede polla y paso de buscar amor de mierda. No quiero enamorarme por unos días para que luego sienta asco de mí. O yo de ella; el que esté podrido y ya consumido, no quiere decir que tenga que amar a cualquier cosa.

Es mejor estar solo que mal acompañado.

Es tiempo de amar, sobre todo en navidad.

Y mientras buscáis a quien o que, la bendita masturbación me evade y salvaguarda de la angustia de semejante búsqueda.

Cuando pasa el tiempo, cuando te has masturbado lo suficiente, llegas a la sencilla conclusión, de que al final, no necesitas a nadie y que no vale la pena buscar tanto lo que no existe.

Que se amen ellos, yo ha he tenido suficiente amor.

Una vez la vi follar con otro, con mi amigo, las narices las teníamos blancas y ella se metió en la boca la polla pequeña de Daniel, yo le dije: — No te amo, pero me va bien no pagar a una puta cuando estoy caliente.

Y nos reímos los tres, me masturbé ante ellos mirándome abrazados.

Luego preparé una jeringuilla de heroína muy pura y se la regalé a Daniel, murió en cuatro minutos, y la yonqui de mi novia, se reía.

Es tiempo de amar ¿verdad?

Sobre todo ahora en navidad.

Tengo una llaga en el ano que me obliga a morderme la mano cuando cago. Mis testículos escupen un semen oscuro que parece orina.

Feliz navidad, es tiempo de amar.

Brindo con mis retrovirales por ello.

Y en pocas horas, me correré buscando el amor. Otra vez.

Es que me parto de ternura…

Iconoclasta

No hay drama en la soledad, solo descanso y serenidad.

Soledad no es un país o un lugar, es mi pensamiento sabio que todo lo sabe.

La vida se tuerce sola y lo único recto en mi horizonte es mi pene, directo y firme. Animal sin raciocinio pegado a mí. Me da placer cuando orino y cuando eyaculo.

No pide nada, solo usa la sangre que compartimos.

No quiere saber nada del cerebro, mi polla es una buena compañía. Sin complicaciones.

No os habréis fijado bien, porque lo bueno acabó apenas comenzó. Hay que ser observador: el cáncer y todos los males se activan con el nacimiento, al igual que la muerte.

Mi vida no solo se tuerce, se rompe.

Y mientras se desarrollan los embriones de las enfermedades, las desgracias, la pobreza y los desamores; la peña se cree que es feliz a pesar de la planicie de su vida. Les han enseñado que la ausencia de males y desgracias, es felicidad. Y mejor que lo crean, porque de lo contrario, se deberían suicidar.

Plano es el electrocardiograma de los que están muertos. Lo plano es inactividad, con optimismo podría ser una alucinación que hace pensar que se vive.

La humana mediocridad diaria es el súmmum de lo que obtendrán. Si acaso, sueñan con viajes en los que no conocerán nada.

Somos el reflejo de la vida en el planeta, una mecha chispeante y rápida.

Y todo lo que tocamos, sentimos, y amamos u odiamos está acorde con ello.

Follar son solo unos segundos entre tantos años de mierda.

Hay fetos que sirven de comida a las ratas y las ratas no aportan beneficio alguno. No le veo la gracia. Solo  tiene moraleja: no existe justicia alguna para los que sufren y aún no ha hecho más que comenzar el tormento.

Durará mucho más que un millón de putas mechas.

Los humanos tenemos una imaginación que no lo es, simplemente nacemos locos.

Alucinando…

Lo único que me mantiene en la realidad, lo único tangible es el semen entre mis dedos.

Y es gris…

El semen entre los dedos es placer, no reproducción. Aunque el planeta necesitara una gota de mi leche para seguir con la especie humana, la tiraría por el inodoro.

No es por misantropía, simplemente protejo la soledad, que es lo único real junto con el semen y la tos que me produce el tabaco.

Hay cosas buenas a pesar de todo, aunque duren eso: un puto cigarrillo.

Es algo que todos lo saben…

Porque… ¿lo sabéis verdad?

Tampoco es la cochina novedad del día, simplemente la locura a veces provoca idiocia y eso impide pasar un rato real con el semen entre los dedos, hasta que se seca.

Hasta que evapora.

Auto-ordeñarse no es malo ni bueno, solo necesario.

No puede hacer daño.

Iconoclasta

Estaba agonizando, Dios estaba casi muerto convulsionándose débilmente tirado entre dos coches. Las puntas de sus dedos estaban cárdenas como si la sangre se retirara hacia atrás, como si ya no quisiera regar la carne.

Que fuera Dios, lo supe porque lo decía una placa de identificación barata que se encontraba en el suelo prendida por la cadena de bolas, como la de los tapones de lavabo, de su cuello:

DIOS CREADOR TODOPODEROSO

RH: DIVINO. GRUPO: CÓSMICO

DOMICILIO: OMNIPRESENTE

—Tú no eres Dios, eres un fraude.

—Siempre lo has creído así, es tarde para convencerte. Eres mayor.

—Nunca me has visto, no me conoces.

—Soy Dios.

—Te mueres, no eres nada, ni nadie. Los dioses no pueden morir porque no existen. Es así de fácil.

—Deberías ser Dios, todo lo sabes.

—Yo no sé nada de mierda. Solo afirmo. ¿De qué estás muriendo?

—El cuerpo humano no soporta tanta divinidad, la sangre se seca por el calor de mi poder.

—Y una mierda. Eres el drogadicto que el martes me pidió un cigarro. Te has metido una sobredosis o bien el sida te está pudriendo.

—Estoy muriendo en este cuerpo. Si soy un drogadicto, alguien que muere, podrías ser más cordial.

—No estoy de humor para cordialidades. La piedad es una cuestión moral que no me afecta. No creo en Dios, ni siento amor por el prójimo. Solo hago lo necesario para que la vida sea cómoda. Y la muerte es tan vulgar como todo lo que me rodea.

— ¿Te quedas conmigo hasta que muera?

—No, tengo prisa.

—Verás a mis ángeles ayudándome a desprenderme de esta carne.

—Mira, si quieres te doy un cigarro y me largo. Me espera una tía buena en el motel y voy justo de tiempo.

No respondió nada. Sonrió, cerró los ojos y dejó de temblar como un maldito gato mojado. Quedó muerto.

Cuando lo toqué no había ningún exceso de calor por divinidad alguna en su piel.

Seguí mi camino tras escupir en su infecto pecho. Giré por la calle en la que se encontraba el motel y me crucé con tres tipos con alas en la espalda. Los tres muy altos y corpulentos, muy rubios. Toda esa mierda de nórdicos y modelos maricones que no me impresionan ni aunque sangren. Ni siquiera me hubiera fijado en ellos de no ser por el disfraz.

Di media vuelta y los alcancé.

—Vuestro amigo está entre aquellos dos coches.

—Gracias. Un vecino que lo conocía nos ha llamado al hospital. Nos ha dicho que se había caído y que un hombre le hacía compañía. Es usted muy amable —dijo uno de ellos sacándose la peluca para lucir una generosa calva bronceada.

—Un huevo —pensé.

—Es inofensivo. Está muy mal y se ha escapado del ala psiquiátrica con el ajetreo de una fiesta de pacientes —añadió otro de los ángeles, también quitándose la peluca que le hacía sudar copiosamente.

—Pues ahora es más inofensivo que nunca. Está muerto —respondí sin ningún tipo de teatralidad ni emoción.

—¡Pobre Enrique! Vaya día de cumpleaños ha tenido —se lamentó el tercer ángel.

—Estaba ya consumido por el sida y deliraba. Gracias de nuevo por acompañarlo en el final.

—Ya he conocido sus delirios. Me ha contado que vendrían unos ángeles a recogerlo. Yo iba a llamar a la policía cuando me he encontrado con ustedes —les mentí sin entusiasmo.

Les di un número de teléfono falso con prisa y volví a ponerme en camino hacia el motel Salto del Tigre.

En la recepción pregunté por Valeria Gutiérrez.

—En la 314 —respondió con desgana un tipo gordo y sudoroso.

—Has llegado un poco tarde —me dijo cuando entré la potente morena de larga melena rizada.

—Me ha entretenido Dios muriendo.

—¿Sabes? Cuando ayer nos conocimos, a los pocos minutos me enamoró ese sarcasmo tuyo tan cruel —decía acercándose hasta que me besó la boca.

—Y a mí me la pone dura tus tetas y tu boca. La mamas bien, fijo.

—Puedes estar seguro, Sr. 666 —respondió sensualmente acariciando mi escarificado tatuaje.

La desnudé y la obligué a que se metiera la polla en la boca agarrando un mechón de su cabello con el puño.

No le gustaron mis modos.

—No soy una puta ¿eh? Podrías ser amable.

—Ni con Dios si existiera.

Le pegué un puñetazo en la mandíbula y quedó aturdida. La desnudé de cintura para abajo, la obligué a apoyar los brazos en la cama y tras separarle las piernas con las mías, le rasgué el ano penetrándola.

Unos segundos antes de eyacular entre sus excrementos, le hundí el filo del cuchillo en el cuello hasta que las vértebras frenaron el avance.

Me quedé en la habitación de ese asqueroso motel observando con amabilidad y cordialidad como se vaciaba de sangre. Mi pene aún sufría espasmos por el orgasmo cuando la hermosa Valeria dejó de hacer ruidos líquidos intentando respirar.

Me limpié la mierda pegada en el glande con las sábanas y me largué de allí.

Al recepcionista le saqué un ojo.

A la mierda la educación y la amabilidad.

Ya os contaré más cosas de urbanidad, buenos modos y piedad.

Siempre sangriento: 666.

Iconoclasta

Nada es perfecto, ni siquiera la enfermedad.

En una pata podrida lo lógico sería que también los nervios estuvieran llenos de gusanos.

No es así y el dolor va al cerebro pasando previamente por los cojones.

Menuda novedad…

A veces lo podrido se cae, y con ello todos esos putos nervios vivos.

Eso espero; pero parece que no se desprende nunca, que no hay consuelo.

Es mejor ponerse en movimiento e irse, huir de los lugares ya monótonos y sin esperanza para conocer otros diferentes y distraer este dolor chirriante de una rodilla infecta.

Pero creo que el error es la pierna, y ya me he cansado de llevar esta mierda colgando de mí.

Un hachazo y que el miembro fantasma haga de las suyas: doler de la nada; pero lo hará sin corrupciones. Es un desahogo, es bueno.

Aunque sigue sin ser perfecto.

Es que no me gusta el dolor, soy alérgico.

A mí me gusta que me la chupen.

Y a pesar de todo, aprieto el cinturón hasta que pienso que no puede circular más sangre por ahí.

Muerto el perro se acabó la rabia.

Y la morfina es una diosa que me acaricia los huevos para acabar masajeando mi glande.

Porque los nervios que recorren un cáncer y una carne tumefacta lo pudren todo: el pensamiento, el semen y el amor si alguna vez lo hubo.

El dolor te hace cobarde e insoportable a ojos de cualquiera. E incómodo, porque una pierna negra es una avance de la muerte, de lo corrupto, de lo finito.

Está tan negra como el amor…

Bueno, el amor no duele cuando se pudre, ya tengo bastante con la pierna.

Y si he de ser sincero, a estas alturas del dolor, me importa una mierda el amor.

Las mentiras siempre han sido una constante, para la esperanza de la pata podrida, para el amor y el cariño. Pero se está bien entre ellas, lo malo son las verdades que no es necesario conocer si no aportan un mínimo de comodidad.

La verdad emerge como una repugnante y tóxica medusa quieras o no.

Voy a vomitar…

Cuando se observa bien al cojo, resulta antipático, porque el dolor a veces tuerce sus sonrisas y follar no es del todo cómodo y placentero con una pierna-mierda.

Hay que tener cierta agilidad para disfrutar de una buena follada.

Aburre a cualquiera ser jodida y joder con una pierna así; más que nada porque es difícil mantener la hipocresía de una sonrisa o amor ante quien vive la miseria de la podrida carne.

Aunque esos nervios operativos de la carne casi corrupta, no son solo los responsables. Tal vez hagan de antena y capten las ondas de falsedad que los rodean.

Tal vez mi podredumbre y yo, somos receptivos a la mierda.

El hastío, el aburrimiento, los errores, las mentiras, el amor falso… Todo eso sube por los nervios aún vivos de la pata podrida y lo empeora todo.

Hay que romper con ello…

Ya habrá tiempo para una buena mamada después, hay mujeres que disfrutan con los muñones, con el fetichismo de la ortopedia. Aún puedo follar y pagar.

Tal vez me debería haber tatuado un corazón (para que hubieran creído que he llegado a creer en el amor), una tarta de cumpleaños (por aquello de la diversión) y un beso tan de plástico que nadie creería en él (por un asunto de provocación y esas cosas de escritor).

Mejor no la adorno, además, la estoy cortando y ya no tendría gracia.

Cuando me deshaga de esta pata asquerosa, lo demás se convertirá en una pesadilla más, en unos errores cuya vergüenza se diluirá con el tiempo, o tal vez con el resto de mis tejidos en un ataúd.

Si algo aprendí es a inyectarme; es lo más fácil de todo y la morfina hasta me hace reír cuando corto la carne. Es una buena risa, sincera, aunque no es perfecta tampoco: le falta cordura.

Cortar el hueso es un poco más penoso, se me han partido ya tres hojas de sierra y me cago en la virgen.

He tenido que caminar con la pata arrastrando para encontrar otro cinturón con el que frenar la sangre.

No hay nada fácil.

No hay nada perfecto.

El mendigo que rebusca en las basuras apenas hace caso de la pernera de mi pantalón chorreando sangre cuando me acerco dando saltitos sobre la pierna sana, ayudado de mi bastón con mango de plastimierda.

—¿Va a tirar esta pierna aquí?

La llevo bajo el sobaco, como quien lleva una barra de pan. Pesa mucho lo podrido, y sudo.

—Está podrida, ya no la quiero.

—No es lugar para tirar estas cosas. Las ratas lo infestan todo.

—Tampoco pedí nacer y aquí estoy de mierda. Métetela en el culo si no te gusta —le respondo muriendo un poco.

No sé en qué momento siento frío y debilidad, no sé si he caído o el mundo ha girado noventa grados a la derecha. El puto mendigo me ha tirado la pierna encima con desprecio.

Y a mí me suda la polla, ya no duele y por fin estoy solo y no mal acompañado.

Me río como un deficiente mental, seguramente por la morfina, cosa que me parece bien.

Seguramente porque me importa una mierda morir.

Los hombres con un par de cojones, no lloran. Y que yo sepa, no me los he cortado.

No es perfecto nada lo ha sido en la vida; pero este momento se asemeja a un buen sueño.

Iconoclasta

Moriré como un pájaro enfermo o viejo que espera la muerte en lo alto del tejado de una casa. No compartiré nada de mi muerte.

No más compartir, la muerte es mía y solo mía.

Dejaré que el agua de la lluvia arrastre lo que me queda de vida en soledad, con mis plumas desordenadas y apagadas; caóticas de enfermedad, vejez y muerte.

Sin miedo y sin llantos. Ignorándolo todo y a todos como si el resto del mundo estuviera muerto; como si nadie hubiera existido jamás.

Soy único e irrepetible, conmigo muere una especie. Y nadie asistirá a mi muerte para humillarme o arrebatar mi protagonismo en mi propia historia. Que se joda la especie humana, porque no dejaré nada de mí que se pueda aprovechar, ni siquiera el ridículo.

Nadie tendrá la posibilidad de reír mi muerte, cuando se den cuenta, seré plumas enganchadas en el asfalto. Solo eso.

Sueño con ser ese pájaro enfermo bajo la fría lluvia, sin importarle el afilado viento. Por encima de todos muriendo.

Con el cuello plegado sobre el buche para apagarse sin mirar a nada o a nadie.

Iconoclasta

Es viernes, Tomás es un técnico industrial que está realizando la conexión eléctrica de los elementos de control de una caldera de vapor, es un trabajo sencillo y charla con el jefe de mantenimiento de la planta farmacéutica de cosas intrascendentes conectando cables. El trabajo sale bien y pronto comenzará el fin de semana. No se siente cansado, sino alegre de que por fin acabe la dura semana laboral.

En la planta de elaboración, un laborante deshecha reactivos caducados por un conducto que va a parar a una incineradora. Son productos tóxicos y otros son pruebas realizadas que no han dado el resultado pretendido. La chimenea de la incineradora está conectada a un filtro especial de carbono, justo encima de donde se encuentra trabajando Tomás.

—Ya podemos hacer las pruebas, Sr. Vázquez —dice Tomás cerrando la puerta del armario eléctrico.

—Vamos allá. A ver si funciona bien y nos vamos pronto a casa hoy.

En ese mismo instante, se produce un fuerte golpe encima del techo de metal del local donde se encuentran, a los pocos segundos se forma una nube de polvo negro.

El jefe de mantenimiento sale rápidamente a ver que ha ocurrido, es pleno mediodía y le deslumbra el sol cuando mira hacia arriba.

—Mierda… Hoy no iré pronto a casa…—se lleva un pañuelo a la boca y entra de nuevo en el cuarto de la caldera. Tomás también se ha tapado la nariz y la boca con una mascarilla de papel.

—Se ha caído el filtro de carbono encima del techo. No es nada grave, esperaremos a que se pose el polvo y abriremos la puerta.

A continuación se comunica con su teléfono con uno de los operarios.

—Rafa, súbete al tejado con Adolfo, traed unas cuantas bolsas basura, escoba y recogedor, se ha roto el soporte del filtro de carbón de la incineradora y se ha puesto todo perdido.

Tomás ya ha conectado la caldera.

— ¿No será tóxico todo ese polvo Sr. Vázquez?

— No te preocupes, Tomás, todo viene de la incineradora, lo único molesto es que cuando te suenas la nariz salen mocos negros. Pero eso solo son unos minutos. ¿Ya está haciendo vapor?

Tomás saca una cajetilla de cigarrillos e invita a fumar a Vázquez. Las pruebas van bien, aunque se siente un poco mareado y su nariz está irritada.

Dos horas antes de su horario habitual ya está camino de su casa. Metido en un atasco circulatorio, observando las montañas que rodean la ciudad, piensa que le gustaría ser libre, correr por la sierra sin nada que hacer, sin más obligaciones que comer y dormir. Ser un animal libre y salvaje, no verse sometido durante cinco días a la semana a la voluntad, normas y obligaciones impuestas por otros.

Es el momento más feliz de la semana, cuando tiene ante si más de dos días de libertad. Porque a medida que disfruta su libertad, se aproxima el momento de comenzar su esclavitud de nuevo.

Estornuda y al observarse en el retrovisor, su nariz se ha ennegrecido de restos de carbón. Se limpia con un pañuelo las ventanas de la nariz para asegurarse de que ya no hay restos. El coche de atrás hace sonar el claxon para que avance. Tomás desearía arrancarle la laringe con sus dientes; le ha comenzado un fuerte dolor de cabeza, es una presión, como si los sesos se hincharan y apretaran desde dentro el cráneo.

Cuando por fin consigue circular a velocidad, aunque lenta, el calor disminuye dentro del coche y el dolor de la cabeza ha cesado.

CLIC

Se encuentra entre las estanterías de una librería, en la sección de novedades.

Tiene la nariz congestionada e intenta limpiarse con el pañuelo sin conseguir que mejore. Mete el dedo en la fosa nasal, profundiza y nota que algo se le ha pegado en la punta. Es una partícula más dura, más sólida; aunque tan húmeda como un moco vulgar. Cuando lo extrae siente un pequeño tirón, como si algo se rompiera en la frente, se le escapa un pedo sin que sea su voluntad.

Alguien, un par de pasillos más atrás, se ha reído. Y observando eso que se ha pegado en su dedo, le importa lo mismo que la economía de Tanzania (por poner un ejemplo) que alguien se sienta ofendido o que le peguen la nariz en el culo para absorber mejor el aroma.

Es un trozo carnoso gris, casi blanquecino, un tanto esponjoso como los sesos de cordero, y no hay restos negros del polvo de carbón que aspiró ayer.

En efecto, es un trozo de su cerebro. No ha habido dolor; sin embargo, ha sufrido un pequeño cortocircuito cuando lo ha extraído.

Aparte del pedo, encuentra extraño tener en la mano la biografía autorizada de Benedicto XVI: el camino anal de la infancia. En la portada hay una foto del Papa sentado en su trono y sonríe acariciando la cabeza de un pequeño monaguillo que porta entre las piernas un cirio en actitud claramente obscena.

Le gustaría saber qué función de su intelecto se ha visto afectada: la cognoscitiva, la lógica, la matemática, la motora… Porque no deja de ser un trozo de cerebro y seguro que ahí había mucha información.

Salta a la vista que ha sufrido una merma en el reflejo anal y ha perdido el control. Tal vez la parte que rige la vergüenza también se ha visto afectada, porque se tira otro pedo sin ningún pudor. No se siente azorado.

Ya no tiene ganas de comprar un libro, piensa que si está expulsando el cerebro por la nariz como si fuera un catarro al uso, no vale la pena gastar dinero en cosas intelectuales, ya que podría encontrarse un día arrancando las hojas del libro y metiéndolas en la olla a presión junto con sus calcetines.

Por lo visto, el miedo también le falla. No está en absoluto preocupado.

Hay que ver cuántas cosas caben y se pueden perder en un trozo tan pequeño de cerebro.

Con rapidez cuántica sienta las bases de una lógica aplastante: perder algo de cerebro es preocupante; pero no puede hacer nada por evitarlo. Cuando haya perdido todo el cerebro, será preocupante; pero no se podrá preocupar porque no tendrá cerebro para ello.

Pues no funciona tan mal su cerebro.

Su primer impulso hubiera sido correr hacia casa para conectarse en internet y revisar en la wikipedia algún artículo que dijera: el cerebro podrido y su tratamiento, los mocos cerebrales, los sesos licuados, cerebros deshechos y clara de huevo…

No conseguirá nada poniéndose nervioso.

Y bueno, en un mundo como éste, los cerebros no sirven para nada a menos que tengas una buena recomendación para un trabajo pornográficamente bien remunerado. Como no tiene amigos de esa índole, no se va a estresar por perder alguna facultad mental. Tampoco está tan mal pertenecer al grupo de sujetos más extendido y numeroso del planeta. Concretamente hay un noventa y ocho por ciento de cerebros podridos cuya podredumbre se queda dentro; él al menos la expulsa.

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Así, inmerso en estas reflexiones, se encuentra que tiene el pene erecto en la mano y se está masturbando con la portada del último libro de Daniela Stil, titulado El muñón del amor. En la ilustración de portada, una mujer de exuberante escote ataviada como una campesina suiza, muestra el muñón del pie izquierdo enfundado en cuero negro brillante, y otra campesina lo lame de rodillas con los ojos cerrados de placer. De fondo hay una magnífica vista de un pico nevado y unas cuantas vacas pastando en una verde ladera.

—Es mejor que me largue de aquí —se dice a si mismo dando las últimas sacudidas al pene tras la eyaculación.

Sale sin comprar nada.

En la calle todo está en orden y su pene está en el pantalón, sus lapsus mentales parecen haberse calmado.

Son las doce treinta de un sábado por la mañana de un templado diciembre, el sol calienta lo suficiente como para llevar el abrigo en el brazo y sudar. Se siente más liviano con unos gramos menos de cerebro. Poco a poco el cerebro va distribuyendo sus funciones para adaptarse a la nueva masa, es un momento tranquilo. Se enciende un cigarro y cuando llega a la estación de metro, espera a acabarlo antes de meterse.

No hay demasiada gente en el tren dirección a su casa y puede sentarse. El lunes le espera una jornada de trabajo particularmente dura, ha de desplazarse más de sesenta kilómetros para comenzar la instalación de una costosa caldera de vapor. Normalmente se encontraría nervioso ante la semana de largos viajes que le espera; pero su mente está despejada, no tiene la más mínima preocupación por ello. Todo saldrá bien o no saldrá.

Ha valido la pena perder parte de cerebro si con ello ha conseguido esta templanza.

Solo lamenta no haber comprado el libro de terror que quería. Parecía interesante según las críticas y la sinopsis que leyó en un artículo del periódico.

Su hijo está en casa, seguramente ahora estará viendo una película. Su mujer trabaja. Se mete el dedo en la nariz y no hay nada.

Antes de abrir la puerta de casa, sabe que su hijo Sancho está viendo por enésima vez Rocknrolla, a él también le gusta.

—Hola papa. ¿No has encontrado el libro? —se ha levantado para saludarlo como siempre, con un simbólico beso en la mejilla. Es más alto que él con dieciséis años.

—Nada, no lo he podido encontrar. ¿Has desayunado?

—Claro, me he levantado hace un rato.

—Te sale un poco de sangre de la nariz —le avisa Sancho antes de sentarse de nuevo en la butaca.

—No me había dado cuenta.

Tomás se dirige al lavabo y en efecto observa una pequeña gota que aflora por la ventana izquierda de la nariz, está casi seca. Se lava la cara y frente al espejo se da unos pequeños golpes en la cabeza para observar si por la nariz baja algo.

Tiene cuarenta y cinco años, aunque aparenta diez menos cuando la gente lo conoce por primera vez. Su barba es muy sutil, el perfil rectilíneo y la piel clara, como el cabello. Sus manos recias son las que indican la verdadera edad.

Se desnuda para ponerse un cómodo pijama y echa al cesto de la ropa los calzoncillos y pantalones sucios de semen.

No le ha preocupado la posibilidad de que lo hubieran sorprendido masturbándose entre los libros, porque lo peor no ha sido eso, lo peor ha sido perder cerebro. Cuando ocurre algo realmente grave, todo lo demás es superfluo.

De repente se siente muy cansado y se estira en la cama.

—Sancho, si dentro de una hora no estoy despierto, pide lo de siempre en la pizzería, no tengo ganas de hacer nada en la cocina. En mi cartera hay dinero.

—¡De puta madre! —le responde Sancho, le encanta la pizza.

Y apenas pone la cabeza en la almohada se queda dormido. Le gusta dormirse con el sonido de las películas que Sancho ve.

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Su mujer llega a casa y al entrar en la habitación, observa su erección. Le baja el pantalón del pijama, se baja las bragas, se arrodilla a su lado y se llena la boca con su pene. Al tiempo que la lengua juguetea con el glande y acaricia los testículos, se masturba con una intensidad rayana en la paranoia.

Tomás no puede moverse, la puerta de la habitación está abierta. Tampoco puede hablar, y no le puede preguntar a Sara porque su paladar es tan áspero, le duele el glande. Tampoco le puede decir que su hijo los está mirando.

Su nariz se está taponando de nuevo, y no puede meter el dedo para sacarse lo que hay dentro, así que respira abriendo la boca, cosa que coincide con una eyaculación fuerte y casi dolorosa. Al mismo tiempo, Sancho se ha arrodillado tras su madre y la ha penetrado.

Tomás piensa en lo curioso y casi excitante que resulta correrse en la boca de tu mujer cuando tu hijo se la está follando. Sara abre la boca de placer y uno de sus colmillos está negro, con una caries que lo ha roto por la mitad. Le parece horrible.

Los dedos de Sancho se clavan en la cadera de su madre sujetándola durante la cópula, muestran uñas rotas, melladas. Como si hubiera escarbado en tierra negra y ponzoñosa.

Madre e hijo gimen en un in crescendo; su pene aún sujeto por la mano de su esposa escupe restos de semen que ahora gotea caliente por sus testículos.

—Los tres nos hemos corrido al tiempo, es hermosa la vida en familia. La familia que se corre unida jamás será vencida —piensa con tranquilidad y echando de menos un cigarro —Y que bien folla Sancho, a su edad yo no tenía esa habilidad y sincronización.

Sara aún de rodillas se acaricia extasiada la vagina empapada de semen lamiendo el pene que no suelta.

Ya empieza a sentir sus músculos, sus dedos se mueven. Habla con la voz rasposa, su garganta está seca.

— ¿A qué hora va a venir la pizza? Tengo hambre —estira sus brazos con un bostezo.

Sara suelta su pene y Sancho se sube el pantalón. Los tres sudan copiosamente.

Cuando sus ojos enfocan perfectamente se da cuenta de que Sara está llorando y que Sancho tiene el semblante desencajado por la sorpresa y el miedo. Sus ojos están rojos y a punto de llorar. No hay colmillo podrido en la boca de Sara y las uñas de Sancho están limpias y bien cortadas.

— ¿Qué nos ha pasado? —susurra su mujer avergonzada y confundida.

Sancho sale del cuarto sujetándose el estómago con una mano y con la otra tapándose la boca para no vomitar; lo hace en el pasillo.

Un cigarro aparece entre los dedos de Tomás, está tranquilo, piensa que la mamada ha sido genial y el hecho de que el cigarro volara hasta sus dedos con el encendedor desde su chaqueta colgada de la percha, es un ejemplo divertido y anecdótico de telequinesis.

Enciende el cigarro y cuando exhala el humo por la nariz solo sale por la ventana derecha, la presiona con un dedo y hace presión empujando el aire de sus pulmones hasta que consigue expulsar un trozo de cerebro del tamaño de un garbanzo.

Una gotita de sangre le llega hasta la comisura de los labios; pero lo principal es que ahora puede respirar bien.

—Tomás ¿Qué es eso? —pregunta Sara observando el trozo de cerebro —. Estabas en nuestra mente, tú no has obligado a esto. Me he sentido forzada, ha sido lo más sucio que he experimentado en mi vida.

—Mi cerebro se está pudriendo, se me deshace a trozos que salen por la nariz, no sé por qué. Os he metido en mi sueño y habéis hecho exactamente lo que soñaba. No ha estado tan mal ¿no? Además, puedo hacer cosas, mira.

La almohada de Sara se eleva en el aire y gira en vertical durante casi veinte segundos.

— ¡Hijo de puta! ¡Te mataré, cabrón! —Sancho se ha detenido gritando en el umbral de la puerta del dormitorio, le ha lanzado a su padre un pesado cenicero de vidrio acertándole en el pómulo izquierdo. Se han roto ambas cosas, pómulo y cenicero.

Sancho ha salido corriendo de la casa tras pegar un portazo que ha retumbado en las paredes.

— ¿Sabes? No siento dolor, Sara. Estoy muy jodido; pero tranquilo.

La esclerótica del ojo izquierdo es un charco rojo de sangre que contrasta con el azul del iris. Cuando habla el hueso roto se mueve bajo la piel amenazando rasgarla.

Tomás se incorpora para acercarse a Sara, la ayuda a ponerse en pie y la abraza.

—Ojalá pudiera sentir lo que os he hecho; pero no puedo. Lo he disfrutado. Me ha gustado especialmente como tus pezones se han erizado. Conmigo nunca has gemido tanto.

Sara mira a sus ojos con incredulidad, aún horrorizada. Un gusano gris se derrama de la nariz de su marido y cae al suelo el trozo de cerebro con un sonido a escupitajo.

—Tienes que ir al médico… ¿Desde cuándo te ocurre esto? ¿Te has intoxicado en la planta química donde trabajaste ayer? —Sara habla atropelladamente — ¿Cómo has podido hacernos esto? No imaginas lo repugnante, lo sucio que ha sido.

—Lo que no imagináis el placer que he sentido. No sé si voy a morir pronto; pero ahora hago cosas que antes no podía ni imaginar. Y si he de morir, tanto me da el asco que sintáis. No importa, no importáis.

Tomás deja a su esposa y se viste de nuevo para salir a la calle.

Tiene hambre.

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Son las tres de la tarde, en el ancho paseo que se encuentra tres manzanas por encima de su casa, apenas hay gente, es hora de comer. Los pocos transeúntes que se cruzan con él, lo observan durante un embarazoso instante para ellos con curiosidad o asombro y bajan la cabeza para mirar al suelo. Los oye pensar: ¿Qué le habrá pasado? ¿Con quién se ha peleado? Menudo elemento, eso tiene que doler…

Tomás responde pensando en el vómito, visualiza la amarilla y amarga bilis que a veces ha vomitado. Una mujer con la que se cruza, se dobla sobre su estómago y con una fuerte arcada vomita, su olfato está colmado de ese sabor y olor nauseabundo. Lo mismo ocurre con el hombre que la precede y que mira desafiante a Tomás. Cruza tres calles más hasta que encuentra un lugar para comer.

Se sienta en la mesa de la terraza bajo una sombrilla, nota la mejilla palpitar rápidamente, su ojo izquierdo anegado en sangre ha quedado sepultado por la carne tumefacta, cosa que es de agradecer porque el sol molesta mucho para estas cosas.

Esperando al camarero de la cervecería juguetea con el hueso roto moviéndolo distraídamente.

Es maravilloso no sentir dolor.

Cuando llega el camarero Tomás está intentando mover el sol hacia un lado porque le molesta; pero no puede. Aún no.

—¿Se encuentra bien, jefe?

—Sí, estoy bien. Tráigame una jarra de cerveza bien fría, una ración de gambas al ajillo y tres croquetas de jamón. Y lo quiero gratis —Tomás ha dirigido sus palabras intentando clavarlas en el cerebro del camarero.

—También tenemos pescadito frito fresco.

—De acuerdo.

El camarero se lleva una mano a la sien, ha sentido una molesta punzada y camina un poco inseguro hacia la barra del bar.

Espera fumando a que le sirvan el pedido y se hace preguntas que no le angustian: ¿Cuánto cerebro he perdido ya? ¿Por qué no me fallan las piernas? Las alucinaciones son lógicas; pero no es lógico que haya una buena coordinación motora. ¿Cómo es posible entrar en la mente de los demás y mover objetos? ¿Es así como se crean las leyendas, con una persona enferma que puede realizar actos inusuales porque su cerebro se ha hecho mierda? ¿Ahí está el gran secreto del poder de los seres prodigiosos? No jodas… ¿Y esta total ausencia de vergüenza, sentimientos y escrúpulos?

Se ha convertido en un hombre nuevo, ha dejado de amar, de sentir cariño. No teme y es completamente libre. Se está desprendiendo de todos los lazos afectuosos y sociales. Solo queda ambición, capricho y un básico deseo meramente territorial.

Observa el servilletero y lo eleva en el aire con el pensamiento.

Un coche circula a sus espaldas, por la calzada. Se gira para observarlo, para estrellarlo contra una casa. El conductor no entiende porque el volante gira por si solo hacia la derecha, le es imposible enderezar la dirección y le grita a su hija que se sujete bien cuando el pedal del acelerador se hunde. Cuando colisiona contra la columna de una zapatería que hace esquina, sale despedido por el parabrisas para estrellarse contra la pared del edificio, una niña cae al suelo con la cara ensangrentada al abrirse la puerta del acompañante por el impacto. Los vecinos y los transeúntes se acercan y forman tumulto en el lugar del accidente. Tomás, tranquilamente recostado en el respaldo de la silla metálica con las piernas cruzadas, se rasca la nariz despreocupadamente y saca una pequeño trocito de cerebro, como una piel que había quedado enganchado en el interior de la aleta.

Piensa que pronto podrá mover el sol, solo es cuestión de esperar y escupir la suficiente cantidad de cerebro. Porque está visto, que cuanto menos cerebro tiene, más poder disfruta y más libre se siente.

Come con hambre atroz, no usa el cuchillo ni el tenedor y la cerveza se derrama por el pecho al tomarla con la boca abierta. Quienes lo observan desde el interior del bar, bajan los ojos para no encontrarse con los suyos.

Cuando acaba de comer, se va sin pagar con tranquilamente saludando al camarero.

Hace calor, el sudor le irrita el ojo sano y la mitad de su rostro parece un trozo de cartón que se mueve con cada paso. Los huesos partidos chocan entre si molestándole. Es un ruido extraño. Por lo demás, siente que esa piel es de plástico recio y no es suya.

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— ¡Tomás! ¡Tomás! —un coche hace sonar el claxon, una voz de mujer lo llama, su suegra.

Se detiene unos metros delante de él y sus suegros bajan del coche.

—Sara nos ha contado que algo te ocurre… ¡Jesús! ¿Qué te ha pasado en la cara?

Tomás se lleva el pañuelo a la nariz para limpiarse, ha salido otro trozo de cerebro que observa con interés; sin prestarle atención a sus suegros que avanzan hacia él.

—Sara está histérica ¿Qué ha pasado? Nos cuenta cosas extrañas. ¿Sancho te ha hecho eso? —su suegro le toma la mano del pañuelo que tiene en la nariz para observarle bien la cara.

—El largo camino hacia la superación nos lleva por situaciones extrañas y hechos inexplicables. He visto perros jugar al ajedrez y llorar amargamente al perder —responde Tomás

Su único ojo recorre los rostros sorprendidos y boquiabiertos de sus suegros.

Con la fuerza de su voluntad los eleva en el aire, para luego hacerlos girar como aspas de un molino. Dos coches colisionan entre sí al ver el fenómeno.

El matrimonio grita pidiendo ayuda y a medida que giran más rápidos, sus alaridos se convierten en aullidos, a los treinta segundos han perdido el conocimiento. Cuando dejan de girar, son lanzados casi veinte metros hacia adelante, por encima de su coche para aterrizar de cabeza en el suelo, cosa que les rompe el cuello a dúo.

Tomás no ha visto perros jugando al ajedrez, pero si le da la gana, está seguro de que podría conseguir que un doberman y Pluto hicieran una partida rápida. Últimamente tiene mucho poder de persuasión.

La gente se ha congregado en torno a sus suegros y sus miradas se dirigen a él de vez en cuando. Desconfían de él y su cara.

— ¡Han volado, yo lo he visto!

— ¿Cómo ha sido posible?

—No lo sé, ese hombre estaba hablando con ellos y han comenzado girar en el aire.

La gente no da crédito a lo que han visto. Los que se acercan de nuevo, quieren saber que ha pasado. Cada vez hay más vecinos que bajan de sus casas para enterarse de lo ocurrido.

Tomás borra sus recuerdos, bombardea esos cerebros con sus poderosas ondas mentales, y emprende su camino a ningún lado sin que nadie le moleste.

El sol le calienta demasiado la cabeza y el rostro, en una plaza encuentra un banco bajo la sombra de una mimosa y se deja caer cansado. El calor crea espejismos temblorosos de la arena y los juegos infantiles del parque.

Su cara está rígida. Necesita descansar. Tal vez comprender lo que está pasando, aunque la curiosidad es algo que ya poco le atañe.

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Sueña que la zona reptiliana de su cerebro, la más profundamente alojada y más antigua en el ser humano, responsable de la territorialidad, el sexo, el combate, la huida y los actos más instintivos se está desarrollando de forma incontrolada. Expulsando con una fuerte compresión por los agujeros naturales del cuerpo la capa más externa del cerebro, la neocortical (la que se encarga de las operaciones más complejas matemáticas, lingüísticas, creativas, abstractas). Y proseguirá aumentando de tamaño para eliminar el cerebro límbico (el que básicamente es responsable de las emociones como amor, cariño, enemistad, miedo), la segunda parte más profunda y así hasta que no quede nada de humanidad en él. Tal vez el cerebro reptiliano llegue a expandirse hasta salir por la boca, las orejas y la nariz; entonces será el fin.

La destrucción del cerebro está creando presiones, rompiendo tramas sinápticas, desvirtuándolas. Y con ello crea fenómenos temporales inexplicables; como su propio sueño: el conocimiento de lo que está sufriendo traducido con todos los datos almacenados a lo largo de su vida, tal vez de breves lecturas, de las clases en sus tiempos de estudiantes. Todo sirve, todo queda y quedó registrado.

Tal vez le queda poco tiempo para razonar con coherencia, tal vez muera en cualquier momento, tal vez se convierta en un simple animal…

Un niño se acerca a él ha salido entre los espejismos que el sol provoca. Sus brazos son delgados y negros, y de sus hombros se extienden unas alas queratinosas. Es un cruce de niño y cucaracha. El sol arranca algún destello metálico de sus brazos marrones, su boca se mueve continuamente, nerviosa. Tomás está inmóvil, su cerebro reptiliano espera sin miedo, no siente asco.

El pequeño se ha acercado hasta casi pegar su rostro con el suyo, sus pequeños ojos negros lo observan con curiosidad, una de sus patas se posa en su cabeza y la lengua lame la herida de su cara dejando una baba espesa.

Tomás actúa rápido y mete los dedos pulgares en los ojos del niño reventándolos. Parte sus brazos delgados que se resquebrajan como un plástico rígido. Dobla su cabeza empujándola hacia atrás, a pesar de que la pata que tiene en su cabeza, intenta evitar ese mortal empuje. A pesar de las lágrimas de miedo que brotan de la cucaracha humana.

Lo que debe hacer es atacar, es ineludible la orden instintiva.

El pequeño niño insecto muere con una lucha pasiva y en silencio, reconociendo lo inevitable de su muerte y debilidad.

Tomás despierta del sueño. Es un avance de lo que se está convirtiendo: un animal sin miedo que solo existe para sobrevivir a otros, que no pretende dejar más huella que su genética en una hembra de su especie. Libre de cualquier precepto y concepto de moralidad y amor.

Comer, beber, dormir, atacar, huir, follar…

Se incorpora, el sol ha avanzado retirando la protectora sombra de la mimosa, sus piernas están ardiendo por los rayos que caen a plomo. Vomita. El dolor ha irrumpido como una tromba en su sistema nervioso, el pómulo roto es un erizo que se mueve bajo la piel rasgándolo todo.

De su nariz cuelgan dos trozos de cerebro que resbalan hasta quedar enganchados en la camisa. En el suelo hay una buena porción que ha vomitado. Es suyo, lo toma y se lo come junto con la arena y la suciedad que se ha pegado en esa materia gris.

Se alegra de no haber defecado, hubiera sido un poco más repugnante. Ser un animal está bien cuando se ha perdido la conciencia de ser humano porque los animales tienen unos hábitos repugnantes. No le gustaría encontrarse haciendo bolas de mierda y llevarlas rodando por la calle.

Casi trotando va en busca una farmacia para aliviar el dolor del rostro fracturado. Tras de sí deja el cadáver de un niño de tres años y su abuelo también con el cuello roto.

Ha recorrido casi un kilómetro, encuentra una farmacia en la que habitualmente compra; pero está cerrada. Una nota de la federación farmacéutica expuesta en un pequeño tablón de anuncios dice que cinco calles más adelante hay una farmacia que cumple servicio ininterrumpido de veinticuatro horas. Observa su reflejo en el cristal, la parte izquierda de su cara está amoratada, tan hinchada que la presión de los tejidos no solo le ha cerrado el ojo, sino que amenaza con aplastárselo, hay sangre seca allá donde el cenicero impactó. Sus labios están resecos y cortados, la nariz sucia de sangre. Y su camisa está salpicada de vómito y cerebro.

— Pues prácticamente ya me ha pasado todo, no puedo sufrir más. He cubierto todo el espectro del dolor.

No sabe bien de donde sale el humor; pero le gusta. Es mejor que sentirse aterrorizado y asqueado de si mismo.

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Intenta abrir la puerta de cristal de la farmacia; pero está cerrada desde dentro, ha llegado de algún modo hasta aquí, de alguna forma que no le preocupa.

Presiona el pulsador del timbre.

— Buenas tardes. ¿Qué desea? —el farmacéutico le habla a través del interfono desde algún lugar del almacén.

—Me duele mucho la cara, así que no puedo ser amable, no me apetece darte las buenas tardes. No tengo ganas de sonreír, al menos por alegría. Sí por sadismo, cosa que no es muy edificante. Si pudiera te arrancaría las cuerdas vocales por hacerme esperar aquí fuera con este calor mientras tú estás fresquito ahí dentro —no sabe bien si lo ha pronunciado o lo ha pensado —. Necesito un analgésico fuerte.

El farmacéutico aparece tras el mostrador, lo observa con atención y retira la mano del pulsador de apertura de la puerta.

—Debería ir al médico, esa cara está muy mal y con analgésicos no va a conseguir nada.

—Sí, lo sé; pero mientras llego a Urgencias, necesito aplacar este dolor.

Al farmacéutico no le gusta la cara de ese hombre, no le gusta lo sucio que está, y le inspira desconfianza, miedo más concretamente.

—No se preocupe, llamo ahora mismo a una ambulancia para que lo trasladen, es un trauma grave el de su mejilla —ha tomado el teléfono y está marcando el número de la guardia urbana.

Tomás observa al dependiente hablar por teléfono, la ira crea una presión dolorosa en su cabeza. Cierra el ojo con fuerza y la puerta de cristal estalla, el hombre corre hacia el almacén y se encierra dentro con el teléfono. También revienta esa puerta con un ruido sordo creando una tormenta de astillas de madera. Tomás entra en el almacén y el dependiente deja caer al suelo el teléfono.

—Dame mi analgésico, el más fuerte, el mejor —pronuncia lentamente, para evitar más dolor en los huesos fracturados.

El farmacéutico toma de una estantería una caja de valium y de un cajón una de diclofenaco. Se las muestra a Tomás con las manos temblorosas para que las coja, observando un moco gris que sale por sus orejas. Tomás se toca con los dedos el oído derecho para ver lo que llama la atención del hombre.

—Es cerebro, nada de porquería, ni infección. Sesos limpios y puros —se lleva la mano a la boca y lame lo que hay entre sus dedos.

Tomás coge los medicamentos que el hombre le ofrece e intenta elevarlo con la fuerza de su pensamiento para partirle la espalda estrellándolo contra la pared; pero ya no funciona, ya no hay telequinesia, se ha debido quedar enmarañada entre los trozos de sesos que le han salido por las orejas.

El tamaño de su cerebro reptiliano es ya muy considerable: casi dos terceras partes del cerebro.

Siente la perentoria necesidad de atacar, de combatir contra ese macho. Le golpea la cara con los puños cerrados, lo derriba y en el suelo le da patadas en la cara y la cabeza hasta que deja de moverse.

Se saca el pene y orina en el cuerpo.

Luego, ya más calmado se traga dos píldoras de cada caja.

Cuando se dirige de nuevo a la calle, escucha un gemido femenino que llega desde el fondo del almacén. Una mujer con bata blanca abierta y una combinación negra de lencería, está estirada sobre un montón de bolsas de basura negras. Por ellas se mueven las ratas y una hiena se ríe devorando una.

La mujer se acaricia el monte de Venus y se retuerce de placer.

—Tu cerebro está podrido, como mi coño —habla en un susurro, excitada, al tiempo que baja la braguita y se abre de piernas—. No duele. Lo podrido solo huele mal, no hay dolor en lo que no hay vida.

Tomás piensa que tiene razón, es cierto. Debe llevar tiempo en esto de la podredumbre. Siente ganas de anotarlo en algún papel para soltarlo en alguna conferencia.

La mujer defeca encima de un gusano y de su vagina cae algo resbaladizo y sanguinolento. Hay dos pequeños pies de bebé y una pequeña cabeza de cordero entre toda esa masa de gelatina sangrienta y carne. La hiena le arranca un pecho a la mujer y ésta ríe.

—¿Ves como tengo razón? No hay dolor. Saca tu picha y deja que la hiena coma, no duele, ya no necesitas pene, no tienes nada que reproducir de ti.

Tomás la mira con cierto escepticismo. No tiene ningún tipo de curiosidad por saber si es cierto lo que dice la puta loca, sin embargo se saca el pene para masturbarse. Lo que más le excita es que a pesar de que la hiena le está arrancando jirones de carne de la cara y el cuero cabelludo, no cesa de gemir de placer metiendo y sacando de la vagina una lata oxidada de espárragos.

La sirena de un coche patrulla de la policía se aproxima, aunque con las orejas taponadas con su propio cerebro no es capaz de oírla.

El dolor se ha convertido en un murmullo suave, se retira lentamente de su cara. Su pene está duro; pero la farmacéutica sexiguarra ha desaparecido. El cadáver del hombre sigue ahí, vaciándose de sangre por la boca y la nariz reventadas.

Huir. Es hora de marchar, puede oler el peligro.

Al salir a la calle, una arcada lo dobla y vuelve a vomitar. El cerebro ahora no es gris, es blanco. No hay rugosidad.

No entiende nada, solo tiene miedo y debe correr.

La policía llega a la farmacia cuando Tomás ha girado a la derecha por la siguiente calle. Le asusta el rugido de la sirena, y en su mente se dibujan formas borrosas de animales que lo acosan y acechan para comérselo. Ha de correr, ha de huir.

La sirena va perdiendo potencia a medida que se aleja. Al cabo de unos minutos ha cesado el ruido y su miedo se tranquiliza. Ya no piensa, solo atiende a su respiración fatigosa y las piernas doloridas. Al llegar a un estacionamiento público, se oculta tras el maletero de un coche que le da sombra y protección.

Se adormece, se estira en el suelo encogiendo las piernas contra su vientre y las manos bajo la cabeza, se estremece de vez en cuando; pero no sueña.

Dos agentes de policía, pistola en mano, están buscando en el estacionamiento, en silencio. Hay varios coches patrullas situados en cada esquina de la manzana. En las ventanas y balcones de los edificios que rodean el aparcamiento hay multitud de gente observando, guiando con sus dedos extendidos en silencio a los policías hacia donde se encuentra Tomás.

Los policías lo descubren tras el coche y uno de ellos habla por radio para comunicar que lo han encontrado. De los coches patrullas salen cuatro agentes presurosos para apoyar a sus compañeros.

—¡Eh, tú! ¡En pie! —le grita el agente a un metro de distancia.

Tomás se despierta, y su único ojo enfoca una figura negra, le transmite sensación de peligro. Su cerebro dicta: ataca.

Con un grito se lanza hacia la figura; pero no llega, una patada en el costado izquierdo le roba el aire de los pulmones y lo devuelve al suelo. Su rostro fracturado impacta contra una piedra. Un fogonazo de luz lo lleva a la inconsciencia.

CLIC-CLIC-CRAC

Tomás se despierta cada mañana en una celda blanca acolchada, defeca y orina en el suelo, come y recibe la visita de una figura blanca que no es amenazadora, que le tranquiliza con palabras y un pinchazo en el brazo. También se ha acostumbrado a que lo bañen con agua, ya no tiene miedo.

Su cabello está blanco y sus huesos artríticos le duelen. Sus articulaciones se han desgastado por la vejez y se lame las rodillas y los dedos retorcidos continuamente. Cuando cree que es necesario grita hasta quedar extenuado.

Muere anciano en el mismo rincón donde duerme, con las nalgas sucias de excrementos, con la piel blanca por treinta y dos años sin sentir el sol ni la libertad.

Cosa que hace tiempo que no le importaba, sinceramente.

Iconoclasta

El coño de una madre

Publicado: 22 noviembre, 2011 en Reflexiones
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Madre que un día me diste la vida, dame ahora tu amor con una mamada, sabes que soy pobre que no puedo pagar una puta. Madre, si me diste la vida, dame el placer.

No tengo trabajo, no puedo desahogarme con otra mujer.

Da igual que tuviera trabajo y fuera el hombre más rico del mundo, desearía correrme en tu arrugada faz. Me diste tanto cariño…

Te amo más que a mi puta vida.

Madre, deja que te la meta.

Padre es ciego, está muriendo con el cuerpo cortado a trozos, allá donde su dulce sangre pudre las extremidades.

Madre, tú que un día besaste mi pene infantil, bésalo ahora que está duro y erecto. Me masturbo continuamente con la foto en la que me besabas mi pilila de bebé. Dame consuelo, acaba lo que un día comenzaste. Yo te devolveré la leche que tú un día me diste.

¿Por qué no ahora? Padre va a morir, a padre solo le falta que se le gangrene el cuello para que le corten la cabeza. Tal vez ni tenga pene, mea con sonda.

Madre, te noto triste, creo que necesitas de mí como yo necesito de ti.

Padre no te la mete. No te la meterá y si no te das prisa, morirás con el coño taponado de telarañas y vejez.

Recuerdo los pelos de tu coño salir por entre las bragas y con ello mis primeros deseos, mis primeras erecciones.

Mi primera eyaculación era la imagen de tu vagina abierta lavándote en el bidé, el espejo reflejaba cada oscuro pliegue de tu vulva inmensa. Mi pene despertó a la vida contigo.

Te amo tanto madre…

Deja que me hunda en ti, que vuelva a tu útero penetrándote.

Sé que padre no te da ya placer, te he visto en la cocina pensativa y estrujándote el coño con la mano crispada de deseo. Sé que te devora el ánimo la fantasía de tu sexo reventado por un bálano incansable; lo noto en tu mirada aguada, en tus expresiones amargadas.

Hace unas semanas dejaste que por demasiado tiempo mi mano reposara en tus pechos. Hasta que azorada te levantaste caliente y temerosa de no poder evitar llevar mi mano entre tus piernas.

Reconozco la vejez en tus pechos, los siento blandos y sin forma; me recuerdan a los de la abuela. Ella me tocaba, ella clavó sus desdentadas encías en la polla y me aspiró toda la leche que había en mis huevos muchas veces; me doblaba en dos de placer besando su coño reseco.

Tu anciana madre era la boca y el coño que daba consuelo a mi adolescente deseo por ti.

A los doce años, en su oscura habitación llena de fotografías en blanco y negro de gente antigua, abuela me llevó al interior de su coño bajando con fuerza el prieto escroto de mi pene rasgándolo. Y sangrando se la metí. Ella dijo sentir añoranza de los tiempos en los que menstruaba al ver su arrugada vagina de vello ralo sucia de sangre. Me dibujó una caricia en la frente con sus dedos pringados de semen. La dentadura postiza estaba sumergida en un vaso de agua turbia y yo me reflejaba en él con la boca temblorosa.

El olor rancio de la vejez y la podredumbre me excitaba.

Yo le dije que te amaba, que te necesitaba. Sonreía afable jugueteando con su clítoris minúsculo y metió su impía lengua en mi boca dejando su apestoso aliento infectando mi imaginación y llevándome a otra enloquecedora erección. “La follarás, conozco a mi hija y sé que la tendrás. Nuestros coños son iguales, son voraces. No podemos vivir sin una polla que nos joda”.

Abuela era afable. Era la mejor abuela que un crío pudiera imaginar.

Madre, estoy caliente, y tú te retuerces de deseo. Deja que lama tu coño, que te quite la mugre acumulada de años sin follar. Que te arranque la frustración de ver como a tu hombre, cada cierto tiempo le cortan un pedazo. Deja de ser lazarillo de un ciego sin polla. Deja que te enseñe lo que es gemir con un rabo resbaladizo enterrado entre tus piernas.

Yo te daré el descanso, y el placerque no has tenido en años y que se te ha enquistado en el coño como una verruga vieja.

Lameré tu verruga como la abuela limpió con su lengua la sangre de mi pijo aún primerizo.

Fóllame ante padre que está ciego, abre las telarañas de tu beato coño cansado de dar tanto por los demás y deja que la putidad se meta en tu cuerpo y erice tus oscurecidos pezones.

Madre, hace dos años en el velatorio de la abuela, cuando ya no había nadie ante el cadáver y ante la madrugada; acaricié el coño de tu madre. Su coño frío lleno de muerte, seco como el bacalao. Y se le abrieron los ojos cuando metí los dedos en sus gélidas entrañas. Pensaba en ti, pensaba en tu coño aún cálido.

No esperemos a que padre muera, no es incompatible tu trabajo de lazarillo. Te puedo lamer el coño y amordazar tu boca para que el placer que subirá a tus labios, no alarme a lo que queda de padre.

Seré discreto metiéndotela.

Padre nunca supo follar, lo sé cuando recuerdo tus manos nerviosas limpiar con vehemencia mis imberbes genitales. Recuerdo tu llanto en la soledad con las manos entre las piernas.

Madre, padre muere triste por ser un inútil. Padre muere a cortado a trozos como castigo a su falta de hombría.

Yo te amo y te deseo, debería ser yo tu marido. Deseo ser la polla en tu vejez, el suspiro de placer que exhalen tus viejos pulmones en el fin de todo.

Permite que sienta tus artríticas articulaciones crujir en el sagrado momento en el que te corras.

Con todo amor:

Tu hijo que te adora.

————

El marido dormitaba.

El ciego no se percató de las brutales caricias que su anciana mujer se infligía en el sexo leyendo la carta de su hijo.

Tomó el teléfono, marcó el número de su hijo y le dijo: “Sí, mi amor”.

Su pecho sobresalía por encima del sujetador color carne hasta descansar en el vientre, su pezón no tenía capacidad para endurecerse; pero estaba empapado de su propia saliva y aún deformado como un pequeño pene por las fuertes succiones. Lo devolvió a su lugar y se subió las bragas cubriendo su sexo poblado de vello cano.

Por primera vez en toda una vida su rostro se mostró risueño, casi joven.

Alguien llamó a la puerta y llevó al hombre sin piernas empujando la silla de ruedas al cuarto de invitados. Cerró la puerta a la miseria.

Observó el retrato de su madre y pensó: “Vieja puta, que bien te lo guardaste”.

Cuando abrió la puerta, su hijo entró y la abrazó sosteniéndose sobre la única pierna que tenía y una muleta.

Su beso resultó dulce como la sangre que su padre le heredó.

Iconoclasta

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Errores

Publicado: 6 abril, 2011 en Reflexiones
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Contabilizo errores y no hay final. Contabilizo aciertos; pero éstos se pierden un océano de fracasos.

Es como buscar la polla en el coño de una ballena. Por la magnitud de ese coño cetáceo que es el error. Por lo micróscopico de mi polla ahí dentro: vendría a ser el único acierto.

Cuando el fracaso es todo, no importa la educación ni los buenos modos.

Estoy demasiado dolido de tanto cagarla. No importa si mis expresiones o metáforas desagradan. O degradan.

A mí nome gusta tener la polla tan pequeña y me jodo.

No sé, no me apetece leer un libro de auto-ayuda. No me gustan las supercherías. No me gustan los charlatanes del buen rollo.

Creo que la llaga que me ha salido en el glande es un error que quiere destruir mi único acierto. Aunque el error lo haya cometido a conciencia. Por lo tanto puede que sea un acierto.

A veces puedo ser tan complejo que me siento orgulloso de mi neurona.

La puta no me cobró en exceso y yo me la follé a pesar de que olía a orina, mierda y sangre podrida.

Su coño era pequeño; pero tenía toda la pus que una ballena pudiera almacenar en el suyo.

A veces meo sangre y mis calzones se manchan de un líquido amarillo espeso.

Anda algo mal en mi polla, mi único acierto.

Llega un momento en la vida en el que los errores dan risa.

Me miro la polla y sudo mierda de miedo.

En la Edad Media, una polla así como la mía, era abierta en cuatro partes en toda su longitud como un rábano para sanarla. Se me encogen las pelotas de sólo pensarlo. Yo me muero con ella podrida; pero entera.

Por eso eyaculo con una sonrisa idiota mi semen purulento en las blancas sábanas de mi vecino desde la ventana de mi habitación. Da risa pensar que en la Edad Media no se corría un mal vecino en las sábanas de un buen vecino. ¡Qué tontos!

A veces mi leche lleva gotas de sangre y le da color a la blancura inmaculada de la tela.

La puta infecciosa me cobró intereses como los usureros que se han cruzado en mi vida. Ser un hombre-error no debiera tener cargas fiscales. Solo que esos intereses los elegí yo.

A la puta le daba igual y se dejó follar. Sus tetas estaban llenas de pinchazos porque las venas de sus brazos estaban destruídas y no aceptaban más jacos de heroína. No dejaban de sangrar con cada movimiento.

No me puedo quitar de la nariz el olor de su cuerpo corrupto, de la misma forma que no me puedo sacar los errores del pensamiento.

No sé si es buen augurio, aunque me la pela porque no soy supersticioso; pero cuando descargué mi semen en su coño, ya estaba fría.

Seca como la mojama.

Se murió sin sentir placer alguno, yo creo que sentía incluso asco de que alguien como yo la usara. No es una muerte feliz cuando mueres haciendo de puta. De puta que agoniza con la sangre blanca de tanta heroína.

No fue un error mi infección: me negué a usar un condón con la puta y agónica drogadicta.

No puedo bajar el prepucio para descubrir mi glande sin morderme el labio de dolor. La costra de pus y sangre es un serio handicap para la higiene íntima.

La última vez que se descubrió mi glande, fue cuando la puta con los dientes podridos me la mamó para ponérmela dura. No me dolió, sólo me dio asco. Aún así, empujé en su boca apestosa.

Sería un ser humano, pero ésa estaba podrida de errores e intenté inyectarle los míos.

Los dos estábamos acabados, pero yo era más fuerte, o al menos mi sangre no era horchata de caballo.

Ella lo sabía tan bien como yo sabía que firmaba mi lenta muerte. Todos sabemos que cuanto peor estás, peor te trata la vida. Y así hasta que tu coño o picha se pudre y se cae a pedazos.

Así quedó mi hermana, muerta en un asiento de coche abandonado en un descampado para drogadictos.

Un error… A veces pienso que mientras se la metía, su dopado cerebro tenía breves ataques de claridad y reconocía a su hermano.

Uno de esos errores que ahora me dan risa. Ella necesitaba ayuda, ella pidió que la alojara en casa. Yo le dije que no metía a ninguna colgada en mi morada. Fuera hermana o madre.

No soy un mártir, cuando no tenía ni para tabaco, no me daban ni la colillla.

Cuando fracasé en los estudios, no me dieron un puto trabajo digno.

Cuando mi mujer me puso los cuernos, me pidieron que diera lo poco que ganaba para un hijo que no me quería ni que yo quería.

Errores…

Mierda.

Me tiré a mi hermana para purgarme de ellos. Ella era más desgraciada. Le metía mis errores con cada embestida, apretando las llagas de sus brazos llenos de pinchazos. Golpeando mi vientre contra su pelvis huesuda, sólo cubierta de piel. Ella me inoculaba sin voluntad su inmundicia directamente en la polla.

-¿De verdad no vas a usar condón?

-No… -estuve a punto de llamarla hermanita.

Le mordí un pezón y se lamentó con fuerza, en mis labios quedó el sabor a óxido de la sangre.

No me enteré en que momento murió, aún estaba caliente su seco coño cuando me salía de madre.

Ahora mi sangre es veneno puro, ahora mi polla es una inyección mortal.

He violado a mi ex-mujer con ella. En unos días su fluido vaginal apestará.

No le he dado por culo a mi hijo porque no estaba en casa.

Ha tenido suerte, más que yo.

Ha cometido menos errores que yo a su edad.

Que no se fie.

Y ahora voy a intentar suicidarme en el depósito de agua potable que abastece la ciudad, al fin y al cabo trabajo allí.

Os vais a beber todos mis putos errores.

Y cuando vuestra propia sangre os mate, cuando la infección os haga delirar; reíros de vuestros fallos, porque eso le da a la vida una alegría que antes no conocíamos.

No todos habéis tenido la suerte de follaros a vuestra hermana puta y enferma, pero si podéis, no dejéis de hacerlo.

Libera más presión que un psicólogo idiota.

Iconoclasta

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