De repente te aíslas del rugido del agua, de las voces y la lluvia seca; el crepitar de las hojas muertas que caen y pisas. Mantienes la respiración porque algo va a ocurrir. Y el silencio lo llena todo… El silencio despliega el telón de un momento de inusitada belleza y paz. El agua, la fronda y la garza parecen girar en un caleidoscopio hasta fijar el momento perfecto de la serenidad y la armonía. Y provoca un vértigo en el pensamiento. La garza está ahí porque puede, es la pura esencia del ser, sin necesidad alguna, sin vanidad. De hecho, es ajena a todo, hasta tal punto que niega mi existencia. Yo no existo y ella es el único ser vivo de ese mundo que ha sido revelado. ¿Sabes, cielo? Así te sueño, en el momento perfecto. Yo manteniendo la respiración, inexistiendo para que nada enturbie tu mundo al que aportas fascinación. Soy un admirador fantasma, un testigo accidental e intangible de cosas hermosas. No está mal mi privilegio para ser un fracasado… Hay momentos de melancólica dicha que parecen ríos de agua tibia corriendo bajo la piel. Adiós garza. Adiós, mi amor.
Porque nací en el mismo instante que supe de tu existencia.
Cuando ya había consumido demasiada vida.
La escribiste rápida con una sonrisa pícara en la cama y la pegaste en una página en blanco de mi cuaderno. Estabas desnuda y al reír tus pechos oscilaban hipnóticamente como el mar respira sus olas. Y te besé hasta el orgasmo.
Asistí al primer amanecer de mi vida a tu lado.
Aquella nota nunca se separó de mi cuaderno.
Y así, cuando soñando me alejo del mundo.
Cuando blasfemo por el mal lugar y tiempo en los que nací.
Cuando miro absorto la vida no humana del bosque.
Cuando duele algo en lo profundo de un hueso o bajo la negra piel sin sangre parece que corren hormigas.
Cuando cierro los ojos al placer e intimidad del silencio humano en mi elaborada soledad; abro el cuaderno y leo tu nota con tristeza porque no son tus labios acercándose sensuales a mi oído, los que susurran lo innecesario.
Estás en todas partes y en todas las edades del universo.
No es una nota, es un papel impregnado de la esencia de tu alma. Acaricio el relieve de tus palabras y siento que es tu piel cálida y vibrante, de una vida contagiosa.
Conservo como salvavidas tu breve y tierno pensamiento, grabado como hacían antiguos escolares, rasgando y arrancando cuidadosa y silenciosamente la esquina de una hoja de la libreta, para escribir una hermosa ingenuidad. Y entregarla con la mano rápida y secretamente en clase de historia.
Como renacuajos traficantes de amor.
Este posit es lo único palpable de ti, me ancla a la tierra donde tú estás. Un breve pensamiento como una sonrisa traviesa eternizada en mi cuaderno de locuras.
Podrías haber escrito “te odio” y seguiría sintiendo la suave y húmeda tristeza de no ser tu voz la que susurrara la confidencia.
Toda palabra que escribes está impregnada de ti como polvo de hada.
No podría olvidar amarte, cielo.
———————–
El hombre, inclinándose más hacia la rodilla donde apoyaba el cuaderno, repasó las letras del posit con el bolígrafo. Y cuando cerró la desgastada tapa de la enésima bitácora de la soledad, la guardó en la mochila como si fuera algo importante. Se levantó con cierta dificultad de la roca donde se había sentado muy cerca del río.
Y no había ilusión o emoción alguna en su mirada, nadie excepto él había escrito aquella vieja nota.
Salió al camino con el fracaso colgando de un hombro otra vez.
Con su solitaria mentira y el eterno fraude de sí mismo.
Tal vez, cuando encontraran su cadáver y alguien leyera esas dos palabras de la nota en su cuaderno, nadie pensaría que su vida había sido tan árida como él se sintió siempre de seco y vacío.
Por la rama familiar paterna supe de dos casos de locura grave, mi abuelo que no conocí; pero tenía seis años cuando mi padre fue a su entierro tras morir viejo en un manicomio murciano, creo que vivió casi cincuenta años encerrado. Durante la guerra civil quiso matar a mi abuela y a sus tres hijos. Un día, con un hacha en la mano, corría por el pueblo hacia su casa gritando: “¡María, María! ¡Para que os maten los rojos os mato yo a hachazos!”. Los vecinos pudieron detenerlo hasta que intervino la guardia civil o unos soldados, no sé, es un recuerdo vago. Y de primera mano conocía a un primo lejano al que, de vez en cuando, encontraba por la calle en mi barrio de Barcelona. Un tipo de una dicción, cultura y elegancia léxica desconcertantes; tenía todo el tiempo para leer entre ataques psicóticos, yo ya era un adolescente cuando supe de su esquizofrenia y aprendí a distinguir a los locos con él, un conocimiento no muy necesario; pero no es una cuestión de elección como una materia universitaria. Me parecía una bellísima persona en su absurda y elegante urbanidad, me gustaba intercambiar unas palabras y recuerdos para la familia con él. Murió con treinta y pocos años de un cáncer de colon con toda su esquizofrenia intacta y poderosa. Mierda sobre mierda. Si Dios existiera, no solo aprieta y ahoga, te acuchilla los pulmones para que nada te pueda salvar. Ni su propia muerte. Por parte de madre, no hubo locura. Aunque no sé si no lo es tener una hija, y por mucho que trabajes de puta, abandonarla hasta la desnutrición. Mi madre en la posguerra, de muy niña y sola en la calle, comía pieles de plátano aplastadas; hasta que un día intentando cagar también en la calle, se le salió un trozo de tripa por el ano. Tal vez el hambre, el vacío de los intestinos la hernió. Un hombre la tomó en brazos y la llevó a un hospital y asilo de monjas de Barcelona. Más tarde mi abuela, su madre, la abandonó en aquel asilo para irse a trabajar a Londres y luego a Canadá con la hija mayor que fue más afortunada, tal vez porque era de otro padre. Lo supe por ella misma, nos lo explicaba no de mayores, si no como anécdotas sueltas cuando éramos pequeños en algún momento que necesitaba hablar o no queríamos comer, como fábula del hambre. O se lo explicaba a mi abuela paterna cuando cosían botones o hacían los bajos en las faldas de una empresa de confección como trabajo casero, así conocí la versión íntegra. Ya casada mi madre, parió a tres hijos, a mí, mi hermano y mi hermana. Fuimos testigos (al menos yo, que era el mayor; dos y cuatro años de diferencia con mis hermanos en la infancia, es una gran diferencia) de su adicción al Minilip, un fármaco adelgazante que aún no se conocía como tóxico y adelgazaba de verdad, los endocrinos lo recetaron mucho a los obesos para ayudar con la dieta adelgazante en aquellos setenta del siglo pasado. Vivimos con natural confusión sus accesos de depresión y euforia que nadie se explicaba. De una forma accidental, con mi madre se creó otra línea de locura, aunque no tan letal como la paterna. Siento tanta lástima por aquellas locuras y miserias oscuras y trágicas que viví intensamente en mi imaginación infantil y adolescente… La vida no preparaba nada bueno. Y así fue, cuando empezaron a morir los seres amados y yo un poco con ellos. Hubo un tiempo que temí a la locura, cuando no estaba formado, siquiera, como adolescente. No tardé mucho en perder el miedo por otro terror: la mediocridad. Y ese terror, aún hoy día, está activo. No hay nada a lo que tema tanto; prefiero morir loco. Y me considero un privilegiado por haber conocido a mi manera, aquellos dramas de la mente, del hambre y de la incomprensión en la infancia. Me hizo sabio en menos tiempo. Un profesor como despedida de fin de curso por las vacaciones de verano, me escribió en el libro de matemáticas una dedicatoria: Para Pablo, un alumno extraño. Me pareció adecuado a mis doce o trece años, no sé… Aquel libro, como todos, lo tiré a la basura al salir del colegio aquella misma tarde (un ritual que hacía cada año desde que mi madre dejó de acompañarnos al colegio), no me gustaba nada la escuela. La odiaba con toda mi alma e hizo de mi infancia y parte de la adolescencia, la época más oscura de mi vida. Prefería las clases de locura, miseria y tristeza de mis padres y familia.
Tengo miedo de que mis ojos se rompan como cuentas de cristal y que no haya sangre. Solo el ruido del viento a través de las cuencas vacías. Tengo miedo de que el río fluya a lo alto y los peces, pobrecitos, mueran en el frío cosmos. Me horroriza que el aire se convierta en agua y mis lágrimas no caigan rostro abajo. Y edulcorar el café con vidrio en polvo. Y cagar sangre. No quisiera que los cadáveres no se pudrieran y los vendieran como ceniceros. Tengo pánico a que mis palabras manchen de gris mis encías y los dientes crezcan hacia dentro. Y que el sol se aproxime y evapore mi reloj que jura que aún vivo. Está todo tan roto que mi pene es una flor que ha hecho afiladas raíces que me cuelgan sangrantes de la nariz. Y por los ojos si tuviera. No quiero que mi padre resucite y llore por la carne que no tiene y que le decepcione porque mis ojos no le sirven; se rompieron en algún momento de mi pensamiento… Y que vea el río perderse en la nada cósmica y aniquiladora y no pueda lavar cálidamente sus huesos macilentos. Pobre padre… Pobre madre que sonreía tanto como para contagiarme y no quiero pensar en ella porque es infinito mi dolor si le borrara una sonrisa. Sería un hijo de puta si lo hiciera. Es terrible temer tanto. No quiero que el papel se haga arenas movedizas que se traguen mi alma que escribo. Temo al amor que se transforma en un susurro que coagula el corazón con sus imposibilidades y lo único posible es el tormento. No quiero el corazón de piedra y toser arena entre llantos. Temo que mi gato se convierta en ratón y se devore a si mismo y yo no pueda dejar de llorar por ello desde mis cuencas negras. Tengo miedo al imán que no sé porque, solo atrae la miseria. Temo que los forenses vuelen como super héroes con capas de acero inoxidable haciendo su trabajo en los vivos. El universo es material de derribo, un roto infinito y los agujeros negros regurgitan los años tragados. Y la demencia se extiende por la nada. Y nada cubre a nada. Y los pedazos de dios flotan quejumbrosos ignorando que un día soñaron crear algo y no se acuerdan bien el qué. Solo son piedras flotantes con Alzheimer, y hay en su superficie una tristeza vítrea por la ausencia de la mentira piadosa que cuentan las madres a sus bebés cuando creen solo en ellas. Madre es lo único que existe cuando se inicia la vida. Cómo me quería, no puedo entender tanto amor a lo que soy. No puedo… Qué desolación. Siento la pena infinita y el espanto por los peces que nadan en el cosmos con sus grandes pupilas congeladas en la indiferencia a su propia muerte. No se inmutan cuando las piedras los rompen haciéndolos pedazos. Pobrecitos, tanto nacer para eso… No puedo soportar la inexistencia de los petirrojos que observan mis pedazos formarse en el papel piando canoros en una rama verde como un lagarto. Es pánico irracional que las hojas no existan y mi pensamiento sea solo la pesadilla corriendo por la sangre sucia de un yonqui no vivo, de un podrido en vida. No quisiera lavar los huesos de mi padre cuando llore. Ni los de mi madre cuando sonría como un sol. Por favor… Deja de escribir. Ya. Ya pasó, tranquilo. No lo vuelvas a hacer. No.
El precio de una vida banal es una muerte también banal. Incluso los que importan, en solo unos días ya son carne de charlas de fiestas de año en año. Si has sido tan banal como un bostezo, ni siquiera darán pésames a los que vivos, tengan algo que ver contigo, con tu cadáver. Y por favor… Cuida un poco tu agonía, porque no hay nada más aburrido que un muerto superficial que no acaba de morir y reúne a su alrededor a sus allegados para despedirse largamente, protagonizando su propia caricatura. Normalmente, cuando mueres (a no ser que seas una imbécil y asquerosa celebridad de de yutup, tuiter o feisbuc) nadie pondrá una carita triste. Y menos aquella puta de la que eras cliente habitual y casi usurero, so puerco. Si tienes contratado un buen funeral en tu seguro, pudiera ser que a la hora de tomar el tentempié que celebra tu muerte, alguien diga algunas palabras emotivas en tu recuerdo; pero seguro que será producto de la ebriedad. Normalmente al morir no importas a mucha gente: un pequeño y tímido lamento y unas palabras mentirosas para el indiferente cadáver vestido de muñeco ventrílocuo, con la chaqueta cortada por la espalda. Y a seguir devorando canapés de merienda. De hecho pondrán cara de estreñidos muchos menos de lo que piensas. La banalidad se paga con indiferencia y no con putos bitcoins de mierda. Si no hay merienda o algo de picar para amenizar el funeral, tu cadáver y tu banalidad silbaréis impacientes hasta que os quemen u os metan en el nicho. Pudiera ser que aún que estás vivo, pienses que lo peor es que de tu superficial vida no trascienda nada, ni siquiera por esa accidentalidad de una azarosa cadena de pensamientos que llega a evocar que alguien existió en algún momento de la película. No sé si es bueno o malo ser banal; pero me lo tomaré como un asunto de elegancia: prefiero que me recuerden con asco que con indiferencia bostezante. Habré aportado mi granito de arena sucio a este mundo de mierda. Y como tengo más facilidad para ser desagradable que banal, mi muerte no dejará indiferente a mi gato. De cualquier modo, todo lo que conocí en la ciudad, podría morir antes que yo por aplastamiento, cremación o disuelto en ácido sulfúrico y no se me elevaría un milímetro ninguna de mis cejas bien separadas y definidas, ni siquiera levemente por algún inopinado tic (por lo único que recuerdo que una tal Frida Kahlo existió y tascendió, es por su uniceja tan rústica, que siempre me deja bizco, es la razón de que me preocupe el asunto estético). Además, cuando has conocido la muerte de alguien allegado a ti por segunda vez, el resto de muertes te dan el carisma de un forense aburrido que mastica con glotonería unos snacks crujientes de arroz inflado con los guantes sucios de mierda. Pensándolo bien, no importa que seas banal o trascendente. Los muertos se disipan en el aire en cuestión de segundos y no tienen oídos ni ojos y solo dejan un desagradable olor, por mucho que los hubieras querido cuando tenían color. Si un día te masturbaste con la mano llena de excrementos y gritando como un cochino, ni siquiera generarás un pecado ominoso que pagar, ni para lo malo trascenderá nada de tu vida. Morir es lo que es, peña. El único misterio reside en que hay tantos muertos acumulados en los anales de las historia cuyas almas no aparecen por ningún lado, que es absolutamente estúpido y patológico que la chusma siga creyendo en paraísos e infiernos. Ven que desapareces y siguen con su esperanza de mierda en que la muerte sea una renovación de tus vacunas caducadas. Una nueva vida tras la muerte. ¡Qué lelos! Por ello, olvida los asuntos de la banalidad y la trascendencia. Antes de morir (si tienes suerte de morir lentamente por un cáncer o un hígado que se deshace y lo cagas cada día un poco), deja todo lo que puedas por hacer; pero sobre todo deja muchas cosas por pagar. Y esas cosas rómpelas para que no se puedan recuperar. No trascenderás; pero morirás con la sonrisa más divertida y sincera que jamás hayas tenido. Tanto filosofar de mierda, para acabar concluyendo lo de siempre, que se jodan los vivos cuando te mueres. No me negaréis que no ha sido divertido, superficial pero con clase, este pequeño ensayo sobre banalidad y trascendencia. No intentéis hacer estas cosas en vuestras casas si no sois adultos bien formados, u os deprimiréis. Y bueno, cuando acudáis a un funeral, imprimid esto para amenizarlo. Ya veréis la visibilidad que conseguiréis, mucho mayor que la del cadáver. Tal vez haya que volver a la moda de las fotos victorianas post mórtem, al menos trascendieron unos minutos más aquellos cadáveres, aunque tuvieran un gusto del carajo. Aquella gente debía tener el cerebro podrido (lo vivos de las fotos digo).
Cuando escucho las sintonías de los dibujos animados de mi infancia pienso que entonces mis seres más queridos estaban vivos. No podía imaginar su muerte por esa inocencia que nos deja indefensos a todo. Y admito que nunca se me había ocurrido pensar que debería deshacerme del niño para ser hombre. Lo hice de repente, como una revelación que nada tenía de divina. Es mentira, el ser humano adulto no puede ni debe esconder al niño dentro de sí. Es obsceno solo imaginarlo. Lo ha de matar y asumir su forma definitiva adulta. Jamás un adulto debe usurpar edades que no le corresponden, porque es indignidad y cobardía. Los recuerdos de mi infancia son las pruebas del crimen, lo que queda tras el asesinato que cometí. Si te matas a ti mismo, matar lo demás es casi intrascendencia. Si has asesinado al niño que fuiste y te has untado la cara con su sangre, te has hecho adulto. Es un bautismo cruento. No hay lenta metamorfosis, un disparo en la cabeza y tomas el mando. Y mejor así. Si el pequeño residiera en una parte de mí se asustaría como cuando despertaba gritando por una pesadilla. La pesadilla era yo, el adulto, el poderoso; un tumor que acabaría con él. No lo echo de menos, no quisiera volver a ser aquel indefenso Pablín; pero a veces miro su esquela y le digo que lo siento; aunque no sea verdad, no puede hacer daño. Si el mal está hecho, no es necesario ensañarse más. Hay días malos y días peores. Mejor que esté muerto.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.
Este pensamiento ya estaba escrito e iba a publicarlo cuando he sabido de la muerte de mi amigo, de mi viejo amigo Gerardo Campani. ¡Qué puta tristeza! Por eso es mejor que el Pablín esté muerto, para que no llore por las muertes de los seres queridos. Porque hoy, al saber de la muerte de mi amigo, hubiera llorado dentro de mí. Gerardo me llamaba blasfemo (con tal gracia que me hacía reír durante todo el día) a menudo, era un creyente, era uno de esos genios que sabía lo muy puta que era la vida y aún así, cultivaba una ternura rayana en la inocencia con su creencia religiosa. Varias veces le hablé a mi hijo de que era realmente uno de los pocos y grandes amigos que tenía, un académico de la lengua con un elegante sarcasmo que para si hubiera querido Camilo José Cela. No siento en absoluto lo que voy a decir, él sabía que lo quería mucho, incluso sonreiría por esto; que Dios se pudra por lo que ha hecho. Hago un ejercicio de esa fe optimista de Gerardo, y digo que pronto me tocará a mí, y allí nos encontraremos. Que se pudra Dios, porque ha estropeado más el mundo al matarte, amigo mío. Que se pudra…
Sentía la almohada en mi rostro, suave y dulce; una mortaja de paz. Y soñando en ella, avanzar por un camino de vapor de seda y calidez. Algunas cosas, algunos seres, muchos; iban delante de mí, detrás y a los lados, rodeándome. A todos los sentía, los reconocía, avanzaban felices, festivos. Y ninguno era lejano. Era todo lo que me ilusionó e ilusiona, todo lo que amé y amo. Todo estaba a reventar de vida, los podía tocar, abrazar, besar, les podía sonreír sin tristeza. Estaban tan vivos que me contagiaban alegría y fiesta. Vi Su bondad, la belleza de la inmensa ternura y alegría que la Muerte trae. Y lloré con los ojos cerrados cálidas lágrimas de descanso. Y la serenidad impregnar una sangre que ya no tenía. No puede ser un sueño… Me decía. Las lágrimas que se escapaban por mis ojos cerrados, daban una humedad de realidad al sueño mojando la almohada y de mi rostro hacía un difuso recuerdo. No puede ser un sueño. Me repetía… Por favor, que no lo sea, que no lo sea, que no lo sea… Me aferré a la almohada, al sueño, para no perderlo en ningún momento. Para no volver de aquel camino, de aquel mundo de dicha absoluta. Y Cantares de Serrat era un himno de una belleza que me arrebataba cualquier valor que un día pudiera o pude haber tenido para dibujarme la sonrisa más feliz que nunca haya esbozado.
“yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, como pompas de jabón”.
Nunca me había sentido tan bien llorando. Qué bello es morir… Caminaba entre recuerdos traviesos, tan diminutos como miniaturas. Y eran miles. Y Super Mario tan pequeñito, corría y saltaba y me hacía reír… Pinche Mario… Todo aquel desfile de mis recuerdos y yo, que también lo era; formábamos una silenciosa dicha presurosa. Y una sonrisa cubría mi alma. Todos éramos táctiles, los recuerdos se hicieron sólidos… La muerte es Dios resucitándolo todo. No teníamos prisa por llegar no sabíamos adónde; pero casi corríamos solo por gozar de aquel camino sin fin. No sé, pero era tan extraño… ¿O era la simple alegría de una hermosa muerte? Qué bello es morir… Un estruendoso y silencioso rumor de alegría; lo llenaba todo, toda mi vida, toda mi bella muerte. Y mis lágrimas tibias, de aceite… Por favor, se parecían a los labios de mi madre y mi padre cuando de pequeño me besaban, antes de ser la bestia. Padre y madre estaban allí… Ya no eran una tristeza. Quiero llorar, no quiero dejar de hacerlo. Qué bello es morir… ¿Quién puede querer una resurrección y volver? Qué bello es morir…. Cuando las lágrimas se deslizan por los párpados cerrados, crees que pequeños ángeles te besan los ojos.
“Me gusta verlos pintarse de sol y grana, volar bajo el cielo azul, temblar súbitamente y quebrarse… Nunca perseguí la gloria…”.
He despertado sin recodar durante unos instantes, que una parte de mí está muerta y al plantar el pie en el suelo, no ha dolido. Hoy no ha dolido. Y la almohada estaba mojada. Y mis ojos también. Y sentía la tristeza de un sueño que tan solo era eso, mientras que aún resonaba en mi cabeza el eco de las silenciosas alegrías de mis amigos los recuerdos. Super Mario que no estaba quieto… Qué bello es morir… Qué pena, que puta pena volver.
Iconoclasta
Foto de Iconoclasta. Versos de la canción Cantares, de Joan Manuel Serrat.
He soñado con mi madre que, tras hacerme una de sus bromas de niñez, me daba el beso más tierno que desde mi infancia no he sentido jamás. Hasta anoche que la soñé. Pobre madre muerta… Duelen tanto los seres que amas, vivos o muertos. Pobre de mí, un patético viejo soñando a su madre. He pedido morir para no salir de ese momento de absoluta y desesperante belleza. No quiero vivir más estas tristezas. Me niego a despertar a las cuatro de la madrugada y fumar para que el ardiente humo evapore todas esas lágrimas que inundan el corazón, los pulmones, el vientre… Una hemorragia imparable de tristeza. Y sin embargo, deja los ojos secos como tierra al sol. Su rostro sonriente se acerca a mi mejilla para besarme con esa poderosa dulzura. Y adquiero la certeza de que no la quería tanto como ella me quería a mí. Y así, a la tristeza se suma la vergüenza de ser un miserable. Debería haberla besado con esa dulzura arrasadora. Nunca pude imaginarla muerta. Estoy cansado de soñar tristezas, es hora de morir de una vez por todas. Aunque deje de existir, sin posibilidad alguna de encuentros con mis amados seres en el más allá o en otras dimensiones. Solo basta con que cese esta hemorragia que me ahoga por dentro. He despertado repentinamente, rompiendo esa perturbadora y bella fantasía, una mentira más de mi mente tarada. Madre… Solo gente especial que besa con tanto cariño, puede aparecer viva en los sueños. Yo no podría, mama. Tu hijo es un mediocre. Tu hijo es un mierda que te quiere y recuerda con toda su podrida y miserable alma. ¿Qué se rompió mientras me dabas vida en tu vientre para que tu ternura no entrara en mi sangre en suficiente cantidad? Si supieras de la dolorosa tristeza de un beso que ya no sentiré, de un niño que hace décadas murió absorbido por mí. Yo me asesiné a mí mismo y luego moriste. Y ahora solo me quedan tus oníricas ternuras, como si estuviera maldito con semejante bendición. No debería estar vivo. Debería estar muerto como ellos. Mis muertos, mis pobres muertos…
Es increíble… Las cosas hermosas que encuentras y sientes a lo largo de los años.
Todos esos bellos recuerdos…
El universo a través de los ojos de la infancia.
La hermosa transparencia de un pétalo de rosa a trasluz y el metálico plumaje de un colibrí suspendido en el aire.
Las voces de padre y madre, de abuela…
Aquella forma de mirarme con la que transmitían un amor dulce y sereno.
Todo está dentro, todo lo bello. Está a salvo de la iniquidad de los extraños y las decepciones, dentro de mi organismo. No existe soledad cuando todo eso, todo lo bien hecho, todo lo amado, está aquí.
Estamos bien, mi hijo vibra en el cielo y en la tierra con una vida potente e imparable. Y mis queridos muertos, vibran suavemente ya dormidos en lo profundo de mi cerebro.
Si por algún azar viviera más de veinte años y estuviera en una isla desierta; no me sentiría solo en ningún momento. Porque uno solo de esos recuerdos, una sola imagen de las que tengo atesoradas, compensa todo el miedo, la confusión y la decepción que he vivido en más de cincuenta años.
Mis mascotas hermosas, de cariño a prueba de balas…
Hay breves momentos de suerte y belleza, a pesar de todo.
He sabido captar cada instante de lo hermoso, cada fracción de segundo en el que la luz ha iluminado algo especial. Me he esforzado a pesar de mi curtido cinismo.
El cabello de mi hijo bañado por el sol y el brillo del sudor en el rostro de mi padre trabajando.
Las cálidas manos de mi madre en mi frente, cuando estaba enfermo.
Siempre he prestado atención a todo, para bien y para mal. Siempre he querido entender y sentir. Es maldición y bendición.
Una fea calle tocada por la magia de la niebla…
Qué efímero es a veces lo hermoso. Hay que tener buenos reflejos para captarlo en esos breves momentos que existe o se transforma algo.
Requiere voluntad, el fuerte deseo de ver algo especial entre tanta cosa mal creada.
Cualquier momento es bueno para irse; pero vale la pena quedarse, vivir hasta que sea el momento; hay más cosas hermosas que atrapar. Cosas que combatirán el desaliento de los malos momentos y convertirán la soledad en un jardín de vino y rosas.
Porque hay una edad en la que el horizonte está tan cerca, que parece que uno se va a fundir con él y ser solo luz.
Y está bien, porque la vida cansa, porque el cuerpo y la mente necesitan reposo, necesitan morir. Es la naturaleza misma quien lo pide.
El plumín rasguñando el papel donde escribe y un brillo de la esfera del reloj…
Los bigotes de la gata a trasluz en la ventana… Perfectos, definidos…
Una voluta de humo del cigarrillo es una ameba en el aire y mi sonido al expulsarlo en el silencio de la casa, un soplo de pura vida incontenible.
Te ríes con ellos, con los vivos y con los muertos, con las flores y los pájaros, con los sonidos y el humo. Te ríes de tanta decepción, de tanto esfuerzo mal pagado.
Te ríes porque nada ni nadie, a pesar de sus esfuerzos, ha podido arrebatar esos momentos que atesoro entre las moléculas de mi cuerpo.
Ni siquiera la enfermedad puede arrebatarme lo hermoso.
Recuerdo la fría carne de los cadáveres de quien amé, y lo cálidos que eran hacía unos instantes atrás. Y hay pena y alegría.
Una hermosa esquizofrenia, tanta vida y tanta muerte examinada, atesorada en cada detalle.
La muerte de aquella hermosa perra… Yo estaba allí acariciándola y deseándole un buen viaje, cuando la droga paralizó si corazón y de su boca salió el agua que la estaba asfixiando.
Era agua de rosas, que cayó en mis zapatos.
Mi pequeña Bianca…
Tengo un millón de hermosas lágrimas aquí, en la médula de los huesos.
El primer beso… Magnífico… Increíble…
El último adiós de madre cuando marché lejos, abrazaba un ramo de flores.
Nada ha escapado a mi mirada, nada…
Hay veces que hay demasiada presión, pero la vida te entrena para ello como un astronauta se prepara para la aceleración.
El estaño fundido, brillante como plata, cuando trabajando, soldaba tubos de cobre.
Lo observé todo, lo observo todo… Busco lo hermoso entre lo sórdido.
Es una tarea ingrata, pero soy fuerte. Soy un piloto a punto de vomitar en la centrífuga de entrenamiento.
La piel de mis manos tiene un registro de todo lo que he amado y acariciado, si las observo bien, están curtidas, viejas… Han sido usadas, se merecen el descanso.
La piel de mis manos tienen también un registro de lo que me repele, irrita y decepciona; pero eso no tiene utilidad, no evoca plenitud. Lo más hermoso, gana en peso.
Aún hay tiempo de atesorar más imágenes y sonidos, hay que ser tenaz para encontrar algo hermoso en este muladar que es el planeta.
Tengo una memoria USB en algún lugar de mi cuerpo, su carpeta es Ic:/mis recuerdos/De lo hermoso.
No haré copia alguna, son exclusivamente míos, cuando muera, desaparecerán conmigo, no quisiera que por alguna extraña causa, alguien pudiera usurpar todo lo hermoso que he vivido.
El tiempo es un disolvente eficaz, lo borra todo.
Lo malo es que no es instantáneo. Es lento como una hepatitis y asistimos con una pena infinita y casi indolora a la dilución de los recuerdos y sentimientos, con la lentitud con la que el cerebro degenera inevitable y patológicamente al llegar a la vejez.
Se desdibuja la infancia y los rostros de los que murieron, tan eficazmente, que se forma una agonía gelatinosa que encoge el alma. Un vértigo lento que hace borrones de los colores y crea cada día un despertar de olvido, o confusión.
O un caos tranquilo y engañoso que nos hace idiotas a la realidad.
(Lo de idiotas no suena rabiosamente dramático ni triste o depresivo; pero la expresión está tan cercana de la humanidad, que es pecado no escribirla. Es quedar incompleto.)
La mezcla de recuerdos y tiempo-aguarrás forma melancolía: agua sucia en las entrañas, que invade pulmones y corazón como un impetuoso torrente de lágrimas. O una risa amarga.
«No te vayas», le dices a los rostros que desaparecen llevado por la ilusión. Y los pintas de nuevo, solo que mal.
(Hay que tomar clases de dibujo si queremos hacer las cosas bien. Hay gente que enseña por poco dinero, y si pierdes el tiempo olvidando, puedes perderlo pintando bien.
Claro, que siempre se sobreestima al profesorado, algunos pintan realmente mal, y todo porque les han regalado su puesto de docente en un sorteo de productos agrícolas.)
Desde un millón de metros de altura un disolvente nos llueve en la cabeza, y se deshace todo. Se confunden los recuerdos con los sueños… Como los actos de la niñez.
Nos aleja del amor y del afecto reales para hacer un amasijo de los actos que una vez cometimos o simplemente abandonamos. Una amalgama mentirosa, que roba la importancia que tuvieron realmente las vivencias pasadas y crea lo que necesitamos, lo que nos hace sentir bien.
No se puede sostener mucho tiempo la mentira, porque llega el día que ves tu rostro en el espejo, y no eres tú.
Unos recuerdos van cosidos a otros y hay días en los que desaparecen miles de matices. Lo vivido pierde brillo entre una nebulosa de tiempo.
Nos engañamos sin pretenderlo, porque no reconocemos que una vida pueda ser tan plana y mediocre. Necesitamos mantener vivas todas las sensaciones y emociones, fortificar el reducto de la memoria al precio que sea y no perder esa intensidad. E inevitablemente deformamos lo que una vez amamos y lo convertimos en algo que nunca fue.
(El autoengaño emotivo no es delito, es aconsejable para aquellos cuya ilusión es tan banal que se limita a comer, dormir, trabajar y ocasionalmente follar. Ser un buen ciudadano religioso es tener la mente enferma de alucinaciones color rosa y submarinos amarillos.)
En lugar de recordar una madre, recreas una virgen impoluta con un halo dorado en la cabeza. Reconstruimos los rostros a partir de pintura corrida y desleída en una pared negra.
El tiempo hace de los recuerdos delirios, creando imágenes caprichosas y abstractas que son los restos de una pintura salpicada y escurrida en un lienzo mohoso.
El tiempo nos deshace a nosotros mismos ante el espejo, cualquier día al despertar. Y hace la piel translúcida, para que la muerte sepa donde se encuentran todas las venas y cortarlas.
Mirar lo que vivimos a través del tiempo, es como ver nubes y darles formas. Son mentiras, patológicas, mentiras de la supervivencia.
(Margaritas a los cerdos.)
No recuerdo el rostro de mi abuela, no me recuerdo a mí mismo cuando era niño.
Es mejor no contemplar fotografías viejas, forman una ola de tristeza que monta el tiempo a toda velocidad en una tabla de surf, arrasando los momentos felices y los rostros amados y respetados. Una ola tóxica para el ánimo. Sin darnos cuenta, nos hacemos adictos al disolvente y lo respiramos con bolsas de plástico o haciendo hueco con las manos.
Y miramos al sol con los ojos borrosos, con manchas brillantes que ocultan los rostros e inventamos así santos y milagros.
Es indispensable no mirar atrás, porque no seremos estatuas de sal; nos convertiremos en muñecos de trapo vacíos de recuerdos. Tiempos pasados, difuminados. Tachones que no dan brillo a los ojos de cristal, muñecas que ríen siempre muertas, sin ojos y sin brazos…
Es mejor no ser consciente del tiempo. Prestar atención solo los borrones, las ilusiones. Y así, que lo que nos quede de vida la caminemos engañados y felices.
Acuarelas abandonadas en un sótano húmedo de la memoria. Y el tiempo con una mano huesuda y de uñas rotas, salpicando las paredes con un bote de disolvente. ¡Qué hijo puta!
(El tiempo es un antigrafitero.)
No me encolerizo por haber olvidado algunos rostros, no rabio por un dolor pasado.
Golpeo de rabia e impotencia por no poder detener el tiempo, que sin piedad desintegra lo que era real. Es mejor morir rápido, es mejor caminar y perder la vida, como un mecanismo de batería agotada.
Monto en ira por la mierda de cerebro que tengo, no puede con un asqueroso disolvente.
No importa la muerte, importa mantener intacta la memoria, pero es utopía.
(Un día inventarán un chip de la memoria, que nos instalarán en el pescuezo al nacer, como a los perros. No es una gran idea porque pueden haber problemas de alergia y queda un bultito como quiste de grasa; pero lo importante es recordar a quien fue hijoputa y a quien fue buena persona, recordar exactamente sus rostros con todas sus imperfecciones y el movimiento de sus labios unas veces mentirosos y otras amados. Porque la verdad solo los idiotas la dicen.)
El tiempo quiere hacer de mí una estatua hueca.
Y lo consigue, maldita sea…
Es imparable.
Y tal vez, sea mejor así, tal vez sea mejor no recordar que un día fui feliz.
¡Mentira!
Es un engaño de mis neuronas deshaciéndose, es muy posible que nunca haya sido feliz. Es imposible estar seguro de nada cuando el disolvente, deshace las formas. Ya nunca recordaré lo que pensé y sentí.
Observo una foto de mi madre y no la conozco, no es como yo pensaba. Mi padre es más joven, y mi abuela… Vestía de negro siempre, y…
Me acuerdo de sus rostros muertos, la piel del color de la cera blanca; pero sobretodo de los dedos tan quietos…
La gente mueve los dedos quiera o no, eso marca la diferencia entre estar vivo o muerto. Ellos no… Sus dedos eran la muerte más pura, esa quietud de las manos se me quedó grabada en mi cochino cerebro anegado de disolvente y sobrevivió. Hay recuerdos malditos que nada borra.
Los dedos marcan el ritmo del tiempo, de los durmientes y los despiertos. Los dedos son la batuta del director de la orquesta que es el tiempo. Él marca el olvido y el engaño a cada segundo.
Los malos recuerdos permanecen invariables, lo único definido en una memoria con más de dos semanas o con demasiados años, porque el tiempo salpica con su toxicidad a grandes y pequeños.
Y es porque la mierda de la vida no está dibujada con pintura en la memoria, está escarificada con cuchillos y hierros al rojo.
Por eso solo un dolor puede tapar otro dolor, como un tatuaje cubre otro.
Puto tiempo… Me borra hasta el cerebro.
No es un reloj de arena, es un reloj de recuerdos que se pierden en un vacío negro…
Bueno, tampoco mi vida ha sido como para tirar cohetes.
El tiempo también tiene sus cosas buenas, limpia las manchas y nos mata por fin.