¡Qué imbecilidad! Puedo estar quieto y secreto durante horas disfrutando de mi pensamiento y su imaginación. Estoy inmóvil observando el humo del tabaco durante horas sin asomo del temor mezquino y político-religioso de “estar perdiendo el tiempo”. Ninguna especie animal siente perder el tiempo por simplemente existir. No nacen con deberes que cumplir, ni amos y gobiernos que cebar cada día más con la propia vida. Simplemente son y actúan en consecuencia. Y yo. O no actúan, sin complejos idiotas o filosofo-doctrinales. No debo explicaciones a nadie, ni a dios si existiera, de mi quietud. A nadie le importa una mierda lo que hago con mi vida o tiempo. Sin embargo, los hay que deben obediencia al estado/dios que, sólo acepta la quietud de una res humana cuando apenas le queda un instante de vida, cuando agoniza y no tiene nada que ofrecer al estado/dios, sino gasto. El criminal estado debe pagar por sus asesinatos lentos de “no perder el tiempo”, por ese control psicópata que ejerce contra la casta paria esclava o asalariada que pudre toda alegría y bienestar. Todo atisbo de libertad. El mal endémico de toda sociedad humana está en que no muere el que debe, no lo suficientemente rápido. Y así se reproduce y eterniza en aristocracias teo-políticas sin pausa, con miedo a perder sus endogámicos privilegios y las rentas que el tiempo de los esclavos les proporciona. Así que si sientes perder el tiempo al no hacer nada, cuelga tu diploma de cabestro servil del año en el salón, para que todo el que te visite sepa qué eres por si le pudiera quedar alguna duda. Mierda…
Caminar lentamente es un concentrado hipercalórico de experiencias sensoriales. Lo que lleva a una reestructuración intelectual del concepto de la vida y sus emociones, dándoles la justa admiración e importancia que se ignora con el caminar apresurado y neurótico de los que nacimos en cautividad y unos millones no son conscientes de ello. A cada metro que se avanza pausadamente se forma la precisa existencia de las cosas y los seres. El caleidoscopio adquiere sentido… ¡Despacio! Se concluye que todo existe, mucho más allá de lo que se creía. Que las cosas están más vivas de lo que pensabas. Y te creías tan vivo… Es entonces cuando el chorro de agua de una fuente casi se detiene en la visión fraccionándose en lo que de verdad es: una corriente de anónimas gotas que avanzan rápidas. Hay cosas con voluntad y sin ella. La voluntad requiere un esfuerzo que los que corren deprisa no tienen tiempo de realizar. Ni ganas. Y esperan una aleatoriedad que les satisfaga caminando rápido contra el tiempo. Será a la velocidad pausada del sentir que apreciarás una sola gota que importe, esa que vale la pena mirar porque ha conseguido escapar, formar y caerse sola e intrépida. Y tiene una montaña en su interior…
Lentamente… A la velocidad del sentir. Será una sola gota la causa de una emoción y es la que escucharás caer como un metrónomo cuando todas las cosas duermen. El tiempo que nos robaron o perdimos al apresurarnos, es en realidad un crimen a sangre fría. Nos asesinan en vida, como el mar devora con pequeños bocados a las inmensas ballenas que no ven ni sienten lo que ocurre en el otro extremo de su cuerpo. Tal vez llores, tal vez rabies. Que sea a la velocidad del sentir. La ira es pasión y es importante, es nuestro humano combustible y debes usarlo para mantenerte a la velocidad calma. Ser rebelde es algo íntimo, jamás un espectáculo. Si no eres capaz de caminar lenta y por tanto libremente, morirás sin conocer lo más íntimo y significante de la vida y lo único que aplacará la ira. Y no importará si había una gota con una montaña dentro. Serás ciego a los universos mínimos.
La melancolía es una tristeza secreta para mí mismo. La pena de lo que nunca experimentaré. Un sentimiento que jamás conoceré. La decepción de saber que existe una alta emoción que no gozaré jamás. Me ha sido negada la gracia, cuando casi la rozaba. Estuve a punto de elevarme a ella. Esta melancolía me lo dice como una conciencia cuchicheando en mi oído, en mi estómago. Reverberando en el tuétano de los huesos. Estuviste cerca, estuviste muy cerca. Pobre cosa, pobre hombre ciego. Tal vez, sea no haber podido escapar de este lugar y tiempo atroces que impiden que la razón se expanda haciendo de mí una ola más en el mar, yo rompiéndome en un hermoso final en la tierra. Creando una espuma de mí mismo y los mudos coros del universo muerto susurrando: ¡Así se hace! Y dan ganas de llorar por una abstracción imposible. Podría haber sido un hálito que agita íntima y tímidamente las hojas de un árbol cuyo rumor agradecería mi sencilla aunque útil existencia. Me he cansado y hastiado de dolores, decepciones, amores, ternuras y cariños sin espuma; sin el secreto rumor de unas hojas que nadie presta atención. Nadie más que yo. No es por trascender, sólo aspiro a ser invisible, un ente ignoto. La belleza sin reflejos de una existencia malograda y malformada desde el inicio de los tiempos que es mi nacimiento. Sólo lloro con ira por lo que mi vida no ha encontrado, no ha sentido. Que nadie sepa más de mí, desaparecer como una ilusión. A veces sueño con volatilizarme en el aire sin dejar rastro y todos aquellos que supieron de mi existencia, parpadearan: Me ha parecido ver algo… Parecía tan real… Ser una alucinación en el planeta. Que nadie me recuerde. Porque mi existencia me avergüenza. Que no me entierren o quemen en tierra podrida. Esta melancolía que guardo en secreto no es tristeza, si no hastío y decepción de no alcanzar otra cosa más que, un mundo mal hecho por millones y millones y millones de seres humanos muertos y apilados en podridos estratos cuya misión, fue construir y crear la humana mezquindad para el instante en el que yo naciera. Como si supieran de mi futura vida y la decepción que sufriría. Riendo mezquinos… Sus dioses inventados son ratas sarnosas que devoran sus pies y los de sus hijos lentamente, y son adoradas como servil pago de gratitud a la miseria concebida. Sólo así puedo entender el origen de esta melancolía aterciopelada que se derrama bajo la piel y por dentro de los ojos, un llanto secreto también. Adentro…, donde sólo el cálido humo de un cigarrillo templa el frío de mi ánimo. Fumar siempre fue bueno… Saber que existe algo hermoso o extraordinario más allá de la mediocridad del aire, es mejor que ignorarlo y me ha regalado la gracia de la decepción y su melancolía. No nací para sentir lo extraordinario, sólo para observar con mirada terrible y soportar la incapacidad de los que ahora son cadáveres y los que lo serán pronto. No es tristeza, sino rabia y su llanto quedo y consecuencia de una ola que no consigue hacer espuma, porque una fría y poderosa corriente de mierda la devuelve al monstruoso mar inmóvil sin horizontes y sin fin. Sin esperanza a la vista. Yo quería algo más que no cabe en este mundo. Hay una belleza oculta que mi pensamiento añora y no sabe qué es. No nací para algo elevado, sino para rellenar los huecos de los muros deformes que no sirven para nada. Que los muertos construyeron, que los vivos idiotas hacen más altos. Son los susurros de mi secreta melancolía. Me dice que nací por mis huesos, que soy material de relleno de un tiempo y lugar mezquinos. Podría haber sido maravilloso cuando veo y escucho el rumor de las hojas, las olas romper en la costa con un orgulloso bramido de vida y lucha; pero nací en un excremento habitado por gusanos agitándose inquietos y paranoides, alimentándose con voracidad unos de otros. No puedo salir de la mierda, ni limpiarme siquiera. Nací en un repugnante lugar donde los seres humanos comen sobre las inmundicias y miasmas que corren bajo sus pies. Todos los humanos y sus civilizaciones lo construyeron todo mal y podrido, para luego ser enterrados como el gato cubre su mierda. O quemados como neumáticos viejos o basura que apesta. Y como un aire que no mueve las hojas y la ola que no llega a la arena, nací ciego y con esta melancolía que hace invisibles los horizontes elevados que algo dentro de mí dice que existen, que es todo un error mi nacimiento en este infecto lugar y tiempo. Un asco.
No viviré lo suficiente para acabar de escribir los grandes espacios en blanco que quedan en el planeta. De hecho, nunca tuve esperanza. Nunca fui ingenuo. Triste sí, siempre ha sido un peso en mis hombros. Quería llegar a las verdes montañas, el margen del valle, de la página en blanco… Aunque fuera solo una línea con tinta roja; pero apenas existo ante tanto espacio, ante la desmesura del planeta y sus espacios en blanco. No soy nada, no soy nadie. La belleza es tan enorme como el amor y yo no sé… No puedo abarcarlos. No podré escribirlo todo y dirá mi lápida si la tuviera: Aquí yace un fracasado. Siempre he dicho que hay tanto tiempo que me falta vida. Ahora, a punto de abandonar el escenario, el espacio es tanto como el tiempo. Hay un cansancio vital que invita a la muerte, que la hace dulce. Era una batalla perdida. No quiero añadir a la tristeza la vergüenza. Misericordia.
Adoraba mi soledad; pero desde que conocí su existencia acostumbro a renegar de ella. Nunca pensé en la posibilidad de que fuera real. Debía tratarse de un ser mitológico para arrancarme de mi profunda sima de cultivada soledad. Si aun así existiera, no llegaría a conocerla porque los solitarios provocan desconfianza y dan grima, nadie quisiera verse como yo. Soy un apestado. Cuanto más solo estás, más deseas estarlo. Y la distancia hacia cualquier ser se hace abismal. Pero ya se sabe aquello de: cuando yo dije sí, mi caballo dijo no. Apareció dando una patada a mi dimensión solitaria e hizo mi triste paz añicos. Mi mente epatada ante la diosa, creyó oír: “Debes amarme”. Yo dije: “Es cierto, ahora no puedo dejar de amarte”. Fue fulminante. Obedecí su mandamiento único con la solidez de mi pensamiento aislado de toda humanidad. Sentí que me lo había cincelado en el pecho con sus dedos divinos. Pactamos con las lenguas enredadas un futuro incierto de encuentros y desesperos. Di templanza a sus pezones endurecidos de deseo con dedos incrédulos. Y besé la hostia entre sus muslos, la lamí hasta que profirió blasfemias. Ella una diosa… Me clavé a ella cayendo vertiginosamente en su esponjosa viscosidad. Sentía como su coño ardiente como un crisol fundía mi glande que goteaba un agresivo deseo. Y se desdibujaron los límites de las carnes; no supe cuál era la mía o la suya. Caí en su entrópica dimensión hasta correrme con un atávico grito de posesión. Era ella la que me poseía… El amor de la diosa es inescrutable, y yo me creí fuerte para afrontar una tragedia de amor. Dejé de sentir la soledad como amiga y don. Tornose una cruz astillada en mis hombros. ¡Oh mortificación! Y díjome: “Debes esperarme”. La esperaba con ansiedad animal frotándome la piel helada de soledad. Esperando otra oportunidad para fundirme de nuevo en ella; pero el tiempo de la divinidad aplasta y deja en el limbo al amante mortal. La cruz astillada empezó a pudrirme las venas, el caballo no conseguía aplacar la ansiedad ni la desproporcionada presión de la columna de soledad que caía sobre mí con implacable asfixia. El infierno acortó la distancia hasta mí comiéndose el rojo de mi sangre velozmente. Y por más jacos que chutara en vena, no conseguía dejarlo atrás. Hoy he pinchado la vena y ha dolido como nunca. He sentido con un chirrido de dientes la aguja raspar el hueso. La sangre ha salido blanca, el infierno me ha alcanzado. Fue un error obedecer el mandamiento de la diosa. ¡No! Fue un error nacer… Soy la enseñanza del fracaso.
El amor es un ataque al corazón, así de intenso y fulminante. Fue repentino amar y pago ahora el precio de que mi vida dependa de ti. Tú eras la luz al final del túnel durante mi breve muerte de iluminación. No quiero ser dramático, no es una cuestión de coacción o chantaje emocional, sería mezquino. Solo refiero un hecho. Bastaron una mirada y una palabra tuyas suspendidas en el preciso instante, en el cuántico e infinitesimal lugar. Entre un parpadeo de reconocimiento y unos labios entreabiertos que se hicieron desesperadamente deseables. Supe que cuando sucediera el primer beso mi pensamiento sería tuyo. Y el beso fue ataque cardíaco, tan indoloro que no sentí inquietud por lo cerca que estaba de morir durante aquellos segundos de descubrimiento: existías, no eras sueño. En ese paro cardíaco, en esos segundos de muerte indolora se reconfiguró mi red neuronal y desde entonces, mis días empiezan y acaban contigo en mi mente o haciendo arder mi pene con la fuerza vectorial de tu cuerpo clavado verticalmente en mi horizontalidad cuasi mortuoria. Amarte es también presión gravitacional. Hay en mi cabeza un túnel cuyo final llenas. Y sus paredes son tan transparentes como mudas. Vierten la luz y filtran los graznidos de la humanidad. Y atrás dejo la oscuridad. La negritud me pisa los talones, por cada paso que doy hacia ti la oscuridad a mi espalda crece con idéntica velocidad. Es un túnel solo de ida, ya no podré volver. Mi historia se borra y empieza una vida nueva. Ocurre lo mismo con el tiempo, me arde el culo por su rápida combustión. Soy un personaje cómico en una vieja película muda. Da risa; pero no acabo de ver la gracia. Necesito un cubo de agua para sentarme y respirar aliviado. No hay opción, amarte fue inevitable como el respirar; pero aun así elegí. Un poco de ti, es mejor que nada. Un poco de ti justifica ignorar que la vida se acaba, que siempre he llegado tarde a lo hermoso y he aceptado la grisentería difusa de escoger lo menos malo. Soy un pésimo administrador de mi vida. Pues yo acepto lo único bello, aunque siempre es tarde por muy buena que sea la dicha. ¿Sabes que hay rostros que se pegan deformándose a la pared transparente del túnel y me piden que me detenga? “¿Adónde vas con tanta prisa y lujuria, viejo?” Me gritan mudamente “¿Te crees mejor que nosotros? Sal de ahí”. No me dan miedo, solo repulsión, son la mismísima faz de la mediocridad; así que camino más deprisa hacia ti y sus rostros envidiosos los devora la oscuridad que me sigue. El tiempo es otra dimensión oscura, es una cuenta atrás. Te descubrí tarde y ya casi he finalizado mis tareas en la tierra. Amarte no es un rumbo, es una dirección de marcha, un sentido único donde no hay bifurcación alguna. Algunos le llamarían agujero de gusano. No puedo evitar pensar que el gusano soy yo ahí dentro. Y no espero vivir más tiempo, sino el momento justo de llegar al fin. Una vez cumplido, puede llevarse el diablo el corazón traqueteante y fibrilado hasta casi partirse. Y también el alma que le vendí hace unos milenios escasos. Las posibilidades de morir en el túnel, son exactamente las mismas que las de morir fuera, entre ellos, lo vulgar, los ajenos a mí. Tú eres mi voluntad y lo demás meramente aleatorio y accidental: un accidente, una lentitud, una negligencia, una imprecisión en las coordenadas espacio temporales en el momento de nacer, un error con el billete de mi destino a ninguna parte y por ello, llegó tarde a mis manos la carta de navegación hacia ti. En el túnel solo preciso algo con lo que escribirte y definirte. Entiéndeme, eres inexplicable no hay retórica para expresar a la diosa; pero al escribirte te hago táctil, trasciende tu rostro hasta mis dedos y puedo acariciar el papel, ya tu piel. Te he transmutado de mi pensamiento a la tridimensionalidad, soy un alquimista en un túnel que se autodestruye cada cinco segundos tras de mí. El túnel es la metáfora de mi vida como una mecha. Y tú eres la dinamita. Es inevitable que piense en el coyote y que eres la más hermosa correcaminos. Si una sonrisa puede ser triste, es la mía ahora. Un doctor tuvo la piedad de recetarme sedantes pre mórtem antes de entrar en el túnel. Me dijo con el frasco de píldoras anti melancolía en la mano: “De morir no te libras, al menos que no duela”, aún debe pensar que soy idiota. Escribirte es mi terapia de choque. No describo lo que eres, porque eres una espléndida incógnita. Escribo lo que siento. No temo equivocarme con mis palabras, solo ser escaso. El túnel es tu perfecta metáfora también: eres el conducto al amor. Mierda, cielo, estoy cansado; pero no puedo detenerme, la negritud que me sigue es voraz, no se salva ni la luz de morir. No lo entiendo, nunca he valido tanto para que la vida pese tanto sobre mí. Algo se ensaña conmigo por ninguna razón. Ya está bien, en un momento estoy ahí, el café con mucho azúcar y tú sin ropa interior bajo el vestido. Bip-bip… (otra cómica tristeza de amor, son los nervios).
Sería ridículo viajar en el tiempo y ver esto, cuando en el presente es táctil. Solo he tenido que caminar silenciosa y solitariamente unos minutos, cuando cae a ratos una fina lluvia que no le gusta a nadie más que a mí. No hay nada cuántico en ello, no hay fantasía galáctica. Basta pensarlo, basta sentirlo sin dejar a nadie pudriéndose de vejez en La Tierra. Hay muchos muertos que han visto lo mismo que yo, no es inusual. Solo es algo accidental, un pensamiento de pasada, ser consciente de que es un jalón del pasado en un bonito momento, con la bruma del silencio y la soledad suavizando la muerte. Lo embarazoso es pensarlo sin tapujos: soy un cadáver en ciernes. Es una melancólica realidad que establo y campo no viajan en el tiempo, se han quedado estancados en el pasado. Tal vez, si pudieran, sonreirían pensando al verme: “Otro que va a la tumba”. Sé muy bien que voy con paso firme hacia la podredumbre y se pueden meter su sarcasmo y vanidad por el culo si lo tuvieran. La piel de mis manos está más cuarteada que el muro de piedra. Y me gusta. Yo también tengo mi orgullo, mi orgullo atávico como yo. Tanto que, me pregunto si es mi último otoño, sin melancolía, sin tristeza; solo es un pensamiento casual, una curiosidad. El final del camino es oscuro como el ataúd cerrado y voy hacia él. Sin remilgos. La vida no ha sido como para tirar cohetes con efecto final de palmeras doradas y trueno. No me ha gustado, estoy seguro de que las hay mejores en otros tiempos y lugares, en otros mundos como los de mis sueños. Alguien podría decir que soy un amargado. Bien, nada es perfecto. Algo pasó conmigo que no nací bien. Me largo, bye.
Siempre sentí fascinación por los instrumentos de medida, aquellos que definen con sencillez y precisión las medidas del mundo, lo que me rodea. O lo que vivo, lo que me queda, con una probable seguridad nacida de mi sabiduría, de mi experiencia. Los relojes, los manómetros, las brújulas, los pies de rey, los goniómetros… Todos se hicieron para dar conocimiento, un conocimiento rápido y comprensible para todo el mundo. Leer la hora y si se da el caso, ofrecerla claramente, con rapidez. Por ello, cuando me regalaron mi primer reloj (desgraciadamente tuve que esperar a mi primera comunión, como era tradicional por aquellos viejos tiempos), tuve que recibir un curso intensivo de desfragmentar la hora que aquel instrumento indicaba sencilla y claramente en una serie de folclóricas fracciones que me irritaban. Ahí nació mi comprensión de la vida que me esperaba. En serio, fue como una bofetada a la razón. No podía comprender porque se complicaba algo tan sencillo. Y encima, la hostia de la primera comunión seguía dando por culo pegada a mi paladar… Cuando el reloj marcaba las 10:45, no era correcto; se trataba de las once menos cuarto. Y si eran las 10:46, faltaba un minuto para las once menos cuarto. Cuando mi madre (con toda su buena fe, porque no era una pedante, ni una inquisidora) confirmó que yo ya sabía cómo leer y decir la hora, se sintió bien. Orgullosa de que su hijo ya era un hombrecito. Pobre… Ella solo quería que su hijo fuera un tipo con conocimiento y educación. Nunca, ni de pequeño he sido de complicar las cosas. No tardé más que unos minutos en leer la hora tal como la indicaba mi flamante reloj. No quería complicarme, era absurdo. El tiempo y mi experiencia corroboraron que estaba en lo correcto. Y surgieron relojes digitales que aún ofrecían una hora más clara y menos dada a folclores y tradiciones destinadas a opacar el conocimiento, a enturbiarlo. Pronto deduje a qué se debía toda esa parafernalia de complicación, de oscuridad de lo obvio. No tuve que estudiar nada, bastó la lógica para que se desentrañara la causa del horror de convertir lo sencillo y claro en algo difícil y lento. El poder religioso era quien dictaba las horas y tiempos a través de sus campanas, con ello gobernaba la cotidianidad de la plebe. Era la máxima expresión de poder y el político aprendió del cura. Las campanas y sus complicaciones de tañidos. Los relojes de arena si estaban llenos, a la mitad, o a tres cuartas partes. Ofrecer la hora a la plebe era el símbolo de autoridad máxima, requería ser sabio conocer la hora, unos conocimientos que el pueblo ignoraba. Y con un vanidoso esnobismo, el acto de fragmentar la hora y pervertirla para hacerla compleja, hacía desmesuradamente cultos a quienes se dedicaban a ello. Y así, este “conocimiento profundo” se hizo un tumor en la liturgia del poder y la aceptación de una plebe a la que se vedaba el acceso al conocimiento y lo convirtió en tradición de padres a hijos. Esto explica porque cambian dos veces al año el horario, es una cuestión ganadera para conducir al rebaño. Cada idioma desarrolló su forma y fórmula para ofrecer la lectura del tiempo de la forma más complicada y lenta posible. Ser adulto requería el profundo conocimiento de la hora fragmentada y confusa. Era un título social más en una sociedad que derivaba hacia otro tipo de oscurantismo, menos evidente; pero tan venenoso como el diablo en todas partes y la obediencia para ganar tu parcelita en el paraíso, después de muerto; por supuesto. Y así, el aprendizaje de leer un reloj se ha convertido en una materia más del temario escolar. Tiempo que robar al conocimiento importante. Resumiendo, es una premisa básica del estado y su codicia, del poder y su codicia, de la autoridad y su codicia, de la ambición y su codicia, de la represión y su codicia. Y por supuesto, de la economía y su usura. El oscurantismo que no cesa. ¿Llegará el momento en el que en lugar de leer en el velocímetro 180 Km/h, deba leerse que faltan 20 para llegar a los 200? ¿O al leer en una regla o cinta métrica que en lugar de 15 cm, se ha de leer y decir que quedan 85 para el metro? ¿Qué en lugar de 2 Bar, se debe decir que quedan 8 para los diez? El oscurantismo que no cesa. Ni su pedantería, ni su falso conocimiento que nace de la perversión del conocimiento y la ambición de quien lo impone. Solo sé que he estudiado y leído para saber cómo no debo hacer o escribir las cosas y sobrevivir en una sociedad que siente envidia enfermiza y fobia del libre pensamiento, de la lógica, la creación y el ingenio del individuo. No me he convertido en un hombre de pro, solo digno. Son las 9 y 53 y dentro de doce horas serán las 21 y 53; no tengo más que decir. Lo siento, madre muerta. Sé que era cariño enseñarme a leer la hora. Era amor.
Me aproximo al gran abeto de mi ruta habitual y ya percibo un aviso. Cuando llego a su fronda, mis pulmones se llenan de olor a clorofila y resina tibias. Una esnifada de eufórico bienestar. Y me la pone dura. Es la primavera, la época de las fragancias de mediodía. Cuando llegue el verano será tan fuerte el calor que evaporará los aromas a esta hora. Convertirá el vapor en vapor de vapor… La naturaleza tiene la cualidad de lo superlativo. Doy media vuelta a la bici y vuelvo al abeto y sus enormes ramas. Aspiro hondo zambulléndome en el aroma de la primavera. Es la primera gran bocanada que trago con hambre, ferozmente. Nunca se sabe si podré volver a respirar otra, la muerte no es algo que se pueda obviar frívolamente, ha de entrar en todos tus planes como un azar cualquiera. Jamás se podrá igualar semejante aroma por la industria del perfume. No se puede añadir libertad a un frasco. Ni un cansancio acumulado que provoca un suspiro de alivio. Y mucho menos la sangre a presión que le da un color cereza a mi bálano y pulsa como un corazón más. Otros se deberán conformar para enaltecer su ánimo con la gris y anodina cocaína, por muy blanca que digan que es. Se empolvarán la nariz con grisentería, con más mierda de la misma. Corto y cierro, salgo de la trampa narcótica del árbol y continúo mi camino. Las nubes en un cielo azul saturado, como tranquilas vacas gigantes, llenan los espacios vacíos; moviéndose lentamente, con cierto capricho. Las hay que siguen rumbo norte, otras van hacia el este. Vacas tontas y desorganizadas… Observo a través de la desnuda rama de un árbol el caminar de una nube que la rebasa serenamente, sin prisas. Pierdo con delectación el tiempo… No es que me sobre, es que es mío y hago lo que me sale de la polla con él. Tal vez llueva en algún momento. No hay problema, soy sumergible, no me oxido, no me asusto. Y si alguna vez lloro es por ella; porque pensar en compartir juntos el movimiento del planeta me aboca inevitablemente a una trágica y bella melancolía de no tenerla aquí y ahora. De necesitarla… Los hombres no lloran por miedo, no deberían. Lloro solo por el deseo atávico de poseerla, de metérsela y que ella decida si la amo. Porque más no puedo sentir, más no puedo desearla. Algunos excursionistas asan carne, lo huelo. Tal vez sea hora de comer, lo único que falta para que el día se complete. Lo demás, lo he sentido todo; con esta pasión tranquila y un poco triste, con esta condenada erección, con el cigarrillo cuyo humo difumina mi visión dulcificando un poco el mundo. Pinche abeto, qué buena esnifada…
El ritmo del tiempo de los amantes es una distorsión, una aberración del tiempo mediocre e insignificante que rige a los humanos adocenados. Una maravillosa y trágica trampa temporal. Pura entropía. El tiempo del amor es voluble: en la ausencia de los amantes, los segundos se hacen horas y los días erosionan la vida hasta dejar la tristeza desnuda. Pero cuando los amantes se encuentran, un cronómetro diabólico inicia la cuenta y los minutos se transforman en milésimas de segundo. Se crea un tiempo que es un látigo azotando sus pieles sin misericordia. Y mientras la arena se escurre indecentemente rápida, la piel ensangrentada del amante se desliza inevitablemente entre los dedos amados convirtiendo en tragedia lo que una vez fue el encuentro ansiado. Y se levantarán costras de tristeza allá donde el tiempo les arrancó la piel. Tornarán las largas horas de nuevo con una esperanza absurda que posiblemente durará más que sus propias vidas. Es tan desesperanzador como hermoso. Tan inevitable como un destino aciago.