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Las hojas de fino papel, pobrecitas, al escribir se abarquillan. Se rizan las esquinas cerrándose sobre sí mismas para impedir el daño y su conclusión: el dolor que desencadena la hiriente pluma y mi inexcusable e irracional ira.
Soy malo.
E impío.
La pluma escarifica el papel que no puede soportar la mortificación y la hoja agita sus hombros mermados de brazos como los bebés fajados.
Y crujen.
Misericordia…
Qué lástima de lamento.
Un humano que nació sin manos en los brazos intenta defenderse de la puñalada en el pecho y el puñal, irremediablemente, hace lo que debe.
Como yo.
Soy un hijoputa.
La pasión es violenta y doliente sobre todas las cosas, les salgan brazos de los hombros o no.
Como si no supieran que los brazos no formados que se cierran sobre el pecho indefenso no pueden evitar la agresión del arrebato.
Todos esperamos actos sagrados de salvación.
Pobres hojas crujientes de pensamientos tallados sin cuidado.
No hay nada sagrado.
Y la salvación es un aciago azar.
Soy un criminal.
Siento pesar en el corazón, lo siento de verdad…
Pero no puedo parar o me estallará la cabeza.

Foto de Iconoclasta.

La locura no tiene que ser divertida, sólo interesante. Sonreír es un acto reflejo e inevitable de liberación de no ser lo mismo que nació, así de simple.
Y algo íntimo como un morir.

Detrás de todo fracaso está mi firme voluntad. Muchas veces el fracaso no se debe a un azar, sino a mi ansia de experimentar aunque me joda.
No me bastan las experiencias ajenas relatadas como parábolas evangélicas de ilustres próceres o de mi madre o padre.
¡Pst, no sé…! Que hubiera nacido más tarde que todos ellos, no significa que deba vegetar dándole vueltas al espetón de los Sapientísimos Salmos de la Experiencia.
Pasa lo mismo con lo que afirmo, escribo y describo; siempre hay alguien que suelta muy ilustrado: “Eso ya lo dijo Pitágoras” o el incomprensible y cargante Aristóteles, del que he leído su ladrillo Metafísica, y me doy gracias a mí mismo por escribir como lo hago. Qué vergüenza debe pasar el alma/sustancia del arqueo-filósofo cada vez que le dé un repaso a lo que escribió.
Bueno, “pues ahora lo digo yo” respondo o pienso, aunque tuviese a Pitágoras redivivo frente a mis napias. Yo no tenía el control de cuándo nacer, y si así fuera, si me muerdo la lengua me enveneno.
El mundo de las citas y proverbios es muy decorativo; pero la gracia está en ser ingenioso en el momento y lugar adecuado, lo que es garantía de un excitante, aunque inservible fracaso; lo que yo creo que es el momento oportuno, está visto que para otros no lo es.
Qué asco de mundo imperfecto…
Dijéramos que los muertos y los vivos, puedo asegurarlo ante un cochino juez, no usaron o usan mis ojos para observar la vida y lo que contiene.
Por muy electricista que haya sido, no tengo por qué escribir de cómo cortar y pelar cables. Me place más explicar de lo muy eficaz que soy follando. Y cuando no, de mis apoteósicas pajas de esas que uno acaba pensando y jadeando con el semen aún ardiente entre los dedos y los huevos: Si quieres un buen trabajo, hazlo tú mismo.
No sé si es comprensible mi concepto del fracaso e ignorar a los “ilustres sabios”, porque no confío en la capacidad del votante tipo actual. Y sobre todo porque hay una constante universal que dice: el escritor sabe lo que escribe; pero no lo que el lector lee.
Sea como sea, me lo paso genial conmigo mismo sin vivir en mí (parafraseando a la mística y alienada Teresa de Jesús de un acusado fetichismo sexual).

Foto de Iconoclasta.

En la película El cuervo 1994, Eric Draven le declama a Sarah la niña del monopatín, con fatalista poética:
– Nunca llueve eternamente…
Está bien, precioso… Pero eso ocurrirá en Detroit, en Gotham City o donde quiera que se encontraran Eric y su cuervo Rockefeller.
Pero en un pueblecito de la sufrida, martirizada, expoliada y esclavizada Cataluña, en el cantón de Gerona, Ripoll; sí que llueve eternamente.
El bueno de Eric no da ni una.
Porque no deja de llover ni un día; no es un diluvio universal, pero las vaquitas al pastar hacen burbujitas en el aire y parecen hipopótamas.
Y ya que tomamos el mundo del cine como referencia, a mí como a Kevin Costner en Waterworld 1995, también me están saliendo agallas detrás de las orejas.
Para fumar “en exteriores” he reciclado una botella de cocacola de dos litros y antes de salir del portal, enciendo el cigarrillo y lo cubro con una admirable gracia innata y precisión, sin que se rompa o descapulle, con la botella. Es incómodo; pero es la única forma de fumarse un cigarro en estos días de junio. Y además de reciclar, evito que la ceniza contamine las aguas que arrastran los abonos, apestosos estiércoles y pesticidas de los prados.
Ni qué decir tiene que meto el mango del paraguas abierto en la mochila porque me faltan manos, aunque con este agua, además de las branquias, no tardaré en desarrollar tentáculos para intentar adivinar qué equipo ganará un mundial de fútbol, por ejemplo.
No es elegante, pero me es indiferente e incluso me suda la polla.
Quiero expresar también, ya que me encuentro en plena crisis de verborrea pluviosa o incontinente locuacidad, que hay una tenue y difusa frontera entre la melancolía de los días de lluvia y el prurito genital (los huevos en mi caso).
Y ahora voy a remar al estanco para comprar más tabaco antes de que la lluvia se lo lleve al mar. Que me ha gustado fumar inhalando también vapores de cocacola que engorda la titola.

Llueve y por ello salgo a caminar con premura, temo que cese.
La lluvia aterciopela la atmósfera impregnada de tierra mojada y clorofila picante.
Las nubes besando húmeda e impúdicamente a sus amadas y sólidas montañas hacen de mí un mirón insignificante; no es por lujuria, es simple y tierna tristeza de que un día se acabará todo.
Es buena la soledad que no te llama derrotista o recita un banal consuelo edificante que maldita falta hace.
He resbalado y me he caído, he reflexionado sobre la aceleración de los cuerpos y la densidad ósea.
Me he caído y no ha pasado una mierda. Mi culo se ha mojado y también los cojones están húmedos, cosa que no me molesta. En absoluto.
Me he cagado en el puto dios atea y coloquialmente. He recordado a mi padre que me educó, lo poco que vivió, sin escrúpulos.
También he pensado en la elasticidad de los cartílagos y el miedo mezquino a caer. Ese miedo que hace del cobarde un héroe ante el mal. Los mezquinos fabrican grandes dramas y odiseas para disculparse a sí mismos de lo que son, indignos.
No veo la odisea en caer, levantarse y acariciar el culo recitando una jaculatoria.
Pensando en la cobardía también he visto una bala reventar un rostro en una nebulosa escarlata. Precioso…
Asociar ideas es fascinante.
Pensar no puede hacer daño; pero que nadie se fie, hay pensamientos sobre la desmesurada presión demográfica de la especie humana en el planeta que podrían no ser muy populares entre el puritanismo.
A veces, sin darte apenas cuenta, el pensamiento trasciende a amenaza y tal vez a su conclusión lógica. Son cosas verosímiles.
La cobardía es alérgica a la lluvia y a la libertad. Es un hecho, me limito a expresar lo obvio.
Y así, la lluvia refrigera mi pensamiento evitando neuralgias y el pantalón mojado mis cojones, que los siento alegres y lozanos. Produciendo una leche a toda hostia, fresca y alimenticia.
La obscenidad es un recurso literario que uso con sabiduría para romper con la monotonía del texto. Es pura habilidad literaria instintiva en mi “vivo sin vivir en mí” que escribía muy colgada, la mística e incomprensible Teresa de Jesús.
Yo sólo quiero ser nube y besar ávidamente a mi montaña que me espera con los árboles alborotados de esperanza.
Es hora de fumar y no pensar.
Que mis cojones lo disfruten.
Dios, desde su creación por un mentiroso, siempre fue un fraude; una caja de zapatos vacía.
Y mi pluma tan llena…
¡Qué bonita mi lluvia!

Foto de Iconoclasta.

Mi amigo ronroneante es como un motor bien ajustado que nunca falla cuando se siente querido.
Ronronea siempre cerca de mí, muy serio. Orgulloso de hacer un buen trabajo.
Un motor de pura serenidad sin envidias o ambiciones latentes y ocultas.
Y no sé por qué razón me quiere, pobre…

Foto de Iconoclasta.

Es un día particularmente gris y lluvioso que me desliza lenta y húmedamente a una serena melancolía.
Las bajas presiones son densas y verticales emociones que gravitan en el pensamiento lloviéndolo de evocaciones, actos que fueron y todas las imposibilidades posibles.
La lluvia intenta encajar todo ese caos…
Siento el agua correr por dentro de la piel con una dulce fatalidad y una sosegada comprensión.
Me diluye dejándome un poco indefenso, sin la capa protectora del olvido y la indiferencia.
Sin el cultivado cinismo de la supervivencia.
Está bien, nadie me ve…
En la gris penumbra de la casa soy arrastrado por mí mismo, como la lluvia arrastra la suciedad de los viejos y sucios edificios monocromáticos y el pavimento áspero y hostil de las aceras.
Y me permito pensar, con cierta ingenuidad, que estoy a salvo entre las sombras. Una mentira embadurnada de toda esta romántica y trágica grisentería.
No puede hacer daño.
No demasiado.

Foto de Iconoclasta.

Me refiero a la bestia blanca. No me quiere, sólo me usa.
Gatos…
No os fieis de las rosadas naricillas.