Posts etiquetados ‘otoño’

Hace frío y la niebla rechaza el sol.
El frío agota más que nada el organismo; y pérfido te invita a dormir…
Rompe la piel de las manos y pies, se mete hasta el tuétano de los huesos.
Hasta el desánimo de no saber cuánto resistirás.
Congela el tiempo que se queda quieto como un último suspiro en la boca muerta.
Y a pesar de ello hace de la naturaleza una obra de arte de hermoso dramatismo.
El frío te consume bellamente, es astuto con sus trampas.
Es urgente desear tu calor que también me consume. Elegir tu piel que acapara los rayos del sol y te erige en este frío páramo en una diosa áurea.
Pero nada es perfecto ¿verdad, cielo?

Foto de Iconoclasta.

Me gusta la fantasía que trae la niebla borradora de identidades y perfiles, difuminando la brusca y delineada realidad y su monolítica y sólida uniformidad.
Siento al respirar un jadeo sostenido que no llega a concluir porque los segundos se desdibujan y no acaban de formar el minuto. Es todo un acto de relatividad…
Soy un físico loco o lo fui.
No sé…
Toda magia está bien, aunque duela. Lo que importa es que cambie, que por unos minutos el mundo sea distinto.
Es el vapor de tantos muertos, que con el frío adquiere más cuerpo, incluso un pensamiento y su ilusión de descender arrasando las montañas para bajar a la ciudad y pasear y sentirse vivos.
Tal vez, se quieran llevar a algún conocido con ellos que añoran.
Es tan voraz la niebla que me pregunto si faltará un pedazo de la montaña cuando el sol acabe con ella.
¿Si entrara en ella me devoraría? No puede doler, se la ve suave y los árboles no tiemblan.
Sólo es un infantil arrebato de fantasía, el deseo de experimentar una magia que no existe.
Aunque no estoy seguro de ser un jirón evocando cuando una vez estuve vivo.
Lo peor que puede pasar es que me disipe con el sol.
Seguro que no duele.
No me gusta el dolor. Aunque si he de pagar con él un pasaje a un lugar mejor, tampoco estoy cerrado a un buen acuerdo.

Foto de Iconoclasta.

El otoño es el Sr. Melancolía que suaviza las estridencias de nuestra vida para prepararnos a la crudeza del invierno.
¿Qué sería de la cordura humana si pasáramos de la calidez a la gelidez al instante, sin tener tiempo de evocar y añorar tiempos amables; consolarse de que llegará la templada luz y su color de nuevo?
Tiempo para crear esperanzas y despedirse un poco más relajados.
Y pienso que algo falló en mi concepción porque siento la tristeza de que el otoño es tan breve…
Saludo al Sr. Melancolía con un “¡Al fin, jefe! ¿Por qué ha tardado tanto?”.
Nací gris y quiero mi mundo gris.
Soy congénitamente melancólico, es posible que naciera un poco muerto.
Un ser de sangre fría…
Son cosas que no se pueden elegir. Y está bien, no me molesta.

Foto de Iconoclasta.

De repente te aíslas del rugido del agua, de las voces y la lluvia seca; el crepitar de las hojas muertas que caen y pisas.
Mantienes la respiración porque algo va a ocurrir.
Y el silencio lo llena todo…
El silencio despliega el telón de un momento de inusitada belleza y paz.
El agua, la fronda y la garza parecen girar en un caleidoscopio hasta fijar el momento perfecto de la serenidad y la armonía. Y provoca un vértigo en el pensamiento.
La garza está ahí porque puede, es la pura esencia del ser, sin necesidad alguna, sin vanidad. De hecho, es ajena a todo, hasta tal punto que niega mi existencia.
Yo no existo y ella es el único ser vivo de ese mundo que ha sido revelado.
¿Sabes, cielo? Así te sueño, en el momento perfecto. Yo manteniendo la respiración, inexistiendo para que nada enturbie tu mundo al que aportas fascinación. Soy un admirador fantasma, un testigo accidental e intangible de cosas hermosas.
No está mal mi privilegio para ser un fracasado…
Hay momentos de melancólica dicha que parecen ríos de agua tibia corriendo bajo la piel.
Adiós garza.
Adiós, mi amor.

Foto de Iconoclasta.

Bajo la lluvia de hojas que la brisa arranca de los árboles, no puedo dejar de pensar que me llueves a pedazos.
Pedazos de amor que caen sobre mí como caricias cálidas y serenas, que crepitan como gotas de agua seca en mi sombrero, pedazos de ti que dan el sonido de tu voz a mi caminar.
Pedazos de amor untados en dulce mermelada de melancolía…
Y quisiera tener ese don de despedazarme y lloverte fundiéndome contigo. Que el viento nos arrastre juntos y tus cabellos sean una vela henchida sin más rumbo que nosotros mismos.
Quiero ser contigo un collage de hojas pequeñitas y revoltosas que tracen nuestros propios senderos de delicados chasquidos.
Pedazos de nosotros…
En algún momento me abandoné a amarte sin medida y se revelaron todos los pedazos de ti ante mis ojos, en todos los lugares. Pedazos de tu cabello, de tus ojos, de tu voz, de tus gemidos, de tu piel toda y de tus cuatro labios que hacen del amor y el deseo, arrebatos de voracidad carnal.
Pedazos de tus pechos oscilando sobre mi boca cuando te clavas a mí.
Pedazos de tu rostro aún somnoliento al despertar.
Pedazos de volutas de humo cambiantes que exhalo fascinado frente a ti con el primer café del primer día contigo.
Despertar contigo es nacer de nuevo, cada amanecer es el primero y es rotunda tu existencia en mis pulmones.
Cada día llueves sobre mí, y te haces eterna como el planeta, sus mares, montañas y cielos.
Miro arriba, al cielo de ramas sobre mi cabeza, e intento hacer pedazos de los besos tiernos que se forman con añoranza en mis labios, cuando arrecias tus hojas de amor sobre mí y mi soledad.
Pero mis pedazos no tienen la musicalidad y la sedosidad de los tuyos. Y suspiro, no por cansancio, sino por mi incapacidad de llover bellamente sobre ti.
No tengo tu poder, cielo.
Misericordia…
Sólo tengo tus pedazos; la certeza de tu existencia y tus palabras grabadas a fuego bajo mi piel, profundamente.

Foto de Iconoclasta.

Es un día de sol otoñal, de los que hacen sudar al caminar largo rato y al detenerse, la piel se enfría más rápidamente de lo que se consume el hálito del moribundo atiborrado de morfina.
Si te detienes estás muerto, desconfía de dios si existiera.
Pienso en las infecciones pulmonares y la penicilina.
Y extrañamente, en el soleado camino, se encuentra orando al sol una mantis en lugar de estar fundida con la hierba.
Cuando me he acercado a fotografiarla no se ha movido de su lugar, simplemente ha girado su predadora e impía cabeza y me ha observado con su mirada gélida a pesar del sol que la baña.
¡Qué valiente!
Me emociona ese ingenuo coraje de los animales pequeños. No temen, no huyen y protegen su tiempo y lugar que ocupan.
–No eres más que yo –dice con su mirada mecánica y las mandíbulas mordiendo las palabras apenas han salido.
Lo mata todo… Qué envidia.
Y no lo soy, no soy más que nadie. No necesito que una mocosa mantis me lo diga. Sólo nos parecemos en el verde de los ojos, si se le puede llamar “parecido” a su verde intenso y vital contra mi verde irritado por el sudor, el acumulado exceso de luz y desgastado por un hartazgo vital.
Todas sus patas son perfectas, yo tengo sólo 1,2.
Ella es perfecta, eficaz, una cazadora nata. Yo un cerdo que se alimenta plácida y cómodamente.
Ella es estilizada, la cima de una evolución perfecta. Yo un gorila a medio hacer, torpe y asqueado de mi especie.
– ¿Por qué estás en el camino y no oculta en la fronda?
–Porque soy alérgica al diente de león y hay mucho por aquí.
– ¿Cómo va la caza?
–No tengo hambre, sólo quiero secar la humedad de mi coraza.
–Como se dice que eres tan voraz…
–Yo no viviré tanto como tú, me he de apresurar en cazar y matar cuanto pueda, no es una cuestión de hambre, si no de trabajo. Disciplina, disciplina… –divaga ella olvidando mi presencia.
–Pues ahora mismo estás muy tranquila, relajada.
–Estoy pensando en cómo sería devorarte, no seas frívolo.
–Te podría haber pisado.
–Claro… Lo que no ocurre, no importa. No soy humana y mi tiempo es breve.
Ninguna parte de su cuerpo se ha movido en todo este tiempo, y su mirada ha adquirido la frialdad de la luna muerta. Parece haber eclipsado el sol. Tan pequeña…
Pienso que está neurótica, nada es perfecto.
Le digo adiós, como se saludan los caminantes en alta voz, sin que sea necesario, antes de alejarme cojeando de su camino. Me responde con un adiós rascado, triturado.
Las comparaciones entre ella y yo no son odiosas, son tristes. Aunque muerdo con fuerza el cigarro por una rabia que arde en mi cerebro, la tristeza me arrastra siempre a la ira, tal vez por hacerme sentir avergonzado.
No puedo entender cómo, en algún momento, mis padres llegaron a sentirse orgullosos de su hijo. Madre me quería tanto que me hace sentir ser un fraude, aún que está muerta. Incluso en la adultez vi en sus ojos el brillo del cariño. A veces pillaba a mi padre mirándome con orgullo. Agradezco a sus amados cadáveres aquellos halagos.
No sé… Los padres se equivocan tanto como los hijos, incluso más porque abusan de su tamaño y fuerza.
La mantis mira al sol pensando en cómo devorarlo. Sus espinosas garras se agitan en un tic constante intentando desplegarse y cazar.
Y agradezco al día el encuentro con la señorita mantis, agradeciendo también no ser el señor mantis atraído por esos ojazos suyos.
Aunque morir no es bueno ni malo, simplemente sucede.
Así que le deseo sin dramatismo o teatralidad alguna, larga vida (más que la mía) a miss mantis, ella sabe disfrutar del planeta con su orgullosa mirada y estilizada perfección letal.
Dios es un mierda, es imposible que la creara.

Foto de Iconoclasta.

Sería ridículo viajar en el tiempo y ver esto, cuando en el presente es táctil. Solo he tenido que caminar silenciosa y solitariamente unos minutos, cuando cae a ratos una fina lluvia que no le gusta a nadie más que a mí.
No hay nada cuántico en ello, no hay fantasía galáctica. Basta pensarlo, basta sentirlo sin dejar a nadie pudriéndose de vejez en La Tierra.
Hay muchos muertos que han visto lo mismo que yo, no es inusual.
Solo es algo accidental, un pensamiento de pasada, ser consciente de que es un jalón del pasado en un bonito momento, con la bruma del silencio y la soledad suavizando la muerte.
Lo embarazoso es pensarlo sin tapujos: soy un cadáver en ciernes.
Es una melancólica realidad que establo y campo no viajan en el tiempo, se han quedado estancados en el pasado. Tal vez, si pudieran, sonreirían pensando al verme: “Otro que va a la tumba”.
Sé muy bien que voy con paso firme hacia la podredumbre y se pueden meter su sarcasmo y vanidad por el culo si lo tuvieran.
La piel de mis manos está más cuarteada que el muro de piedra. Y me gusta.
Yo también tengo mi orgullo, mi orgullo atávico como yo. Tanto que, me pregunto si es mi último otoño, sin melancolía, sin tristeza; solo es un pensamiento casual, una curiosidad.
El final del camino es oscuro como el ataúd cerrado y voy hacia él.
Sin remilgos.
La vida no ha sido como para tirar cohetes con efecto final de palmeras doradas y trueno. No me ha gustado, estoy seguro de que las hay mejores en otros tiempos y lugares, en otros mundos como los de mis sueños.
Alguien podría decir que soy un amargado. Bien, nada es perfecto.
Algo pasó conmigo que no nací bien.
Me largo, bye.

Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

Las violetas son flores otoñales, pequeñas y abundantes, tan fuertes como bellas.
Los colores del otoño son sólidos y radiantes, tal vez como rebeldía a los grises que pronto traerá el invierno cubriendo la tierra y los seres.
Las pequeñas lilas son inconformidad. Florecen cuando la savia de los árboles bombea la última sangre y más espesa a sus hojas tiñéndolas de rojos trágicos, marrones y dorados; para al final morir en una bella tragedia. Cuanto más muere el bosque, más lucen estas pequeñas sus aparatosos violetas. La desgracia de unos seres es el placer de otros. Y también de una dulce melancolía que propagan todos esos millones de muertes incruentas.
Tal vez las margaritas áster saludan al frío, alegres de que se aleje ese sol abrasador omnipresente e inagotable que ha desecado la tierra y el pensamiento mismo.
Cuando las lilas, violetas y cardos lucen su radiactivo color, las lagartijas dejan de cruzar los caminos y trepar por los muros. Como mini dinosaurios que vuelven a extinguirse. Es un poco triste el paseo sin ellas…
Los cuervos no temen al frío o al calor, graznan malhumorados todo el año. Siempre tornasolados, metálicos. Inteligentes. Son la banda sonora del letal silencio del invierno.
Y ocurrirá que las pequeñas flores de otoño morirán cuando llegue el riguroso frío. Se marchitarán bajo la grisentería que enferma el bosque todo; haciendo de los árboles esqueletos con los brazos elevados al cielo pidiendo piedad.
Pisando hojas muertas me pregunto sin tristeza y con curiosidad si será el invierno o la primavera quien me marchite. Si pudiera elegir, quisiera caer muerto en el camino; preferiblemente en invierno. Hay menos gente, los cadáveres somos celosos de nuestra intimidad.
Me parece un final feliz.

Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

El río baja turbio, que es el color de la vida por mucha muerte que arrastre.
El color de mi vida y mis muertos.
Y se me detiene un segundo el corazón ante las aguas tan opacas, tan barro. Como si la sangre se hubiera achocolatado también.
Pienso de un modo natural que las tragedias son contagiosas. Sin acritud, es un hecho.
Es un buen color, el color menos mezquino. Las termitas humanas quieren colores más alegres y claros en su ropaje para reflejar la luz del sol y evitar un poco de calor en su hacinamiento paranoico y devorador.
El río arrastra el polvo y las cosas calcinadas por el verano; con todo ello hace una sopa ruidosa y fría, con los cadáveres y trozos de árboles muertos.
Y limpia sin cuidado ni alegría, los rostros a las piedras que sobresalen con su tez dorada por el sol.
Rostros de granito sin alma que el verano ha quemado.
El sonido del agua es la urgencia por llegar al mar.
Una alegría y un llanto…
Le ruge el caudal a los recodos y los cantos rodados que dejen paso. Y les canta un adiós y hasta nunca jamás, porque el agua pasada es tiempo muerto ya. Solo provoca unas lágrimas de pérdida íntima si estás lo suficientemente cerca para escuchar el río y a nadie más.
Un agua empuja a otra y los patos, canoas vivas, incluso nadan contra la corriente si así les apetece; como a mí siempre.
Jodidos patos malhumorados… No se quejan de los cadáveres, ni de lo turbio. Ni siquiera se quejan, hacen lo que quieren y lo que deben.
Yo no siempre.
No tengo la suerte de ser siempre pato.
Pero mejor bajo la lluvia que bajo el techo.
Mejor el rayo que la lámpara y mejor el trueno que la música.
Mejor empapado que seco.
Mejor partido que humillado.
Soy de naturaleza asilvestrada, no puede hacer daño.
Y que las lerdas y lentas babosas, caracoles indigentes, se arrastren por la tierra jaspeada de chorros de agua brillantes que se pierden mágicamente entre la hierba para enfriar el infierno.
Las ninfas están sobrevaloradas y los diablos olvidados.
Yo soy la turbia justicia de los tristes.
Pareciera que el otoño se asoma secretamente camuflado ente las nubes, observando en qué estado ha dejado el planeta el verano, su enemigo mortal.
Le han sentado bien las vacaciones; porque una repentina brisa fresca evoca una risa satisfecha y despreocupada.
Antes de que un rayo de sol consiga destripar una nube, me dice retirándose sigilosamente: “Mantente vivo, no tardaré en llegar. El maldito verano está acabado, muerto. Te lo digo yo”.
Le digo que vale; pero que no me queda mucho tiempo, y soy algo que el río quiere arrastrar. Lo dicen sus aguas al hacerse espuma contra un roca, lo que le pasará a mis sesos muertos.
Sinceramente, no me voy a estresar por vivir, soy un recio de piel gruesa y curtida.
“Pues si encuentro tu cadáver lo cubriré de hojas y te pudrirás en la tierra, soy bueno en lo mío”.
Le doy las gracias por educación, porque me importa literalmente una mierda lo que le pase a mi carne muerta.
Mientras no duela, me suda la polla.
Y que los patos, si quieren, pellizquen mi carne tan encantadoramente malhumorados.
El otoño es un buen tipo, pero con hipertrofia de ego.
Mi ego va río abajo, a veces me desprendo de él si me place.
Puedo ser absolutamente ajeno a mí mismo.
Incluso no puedo evitar ver mi cuerpo golpearse contra las rocas y luego llegar al mar partido.
Soy un delirio mudo.
Mi pensamiento es turbio, tiene el color de la vida, aunque no quiera.

Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.