Te extraño en la gelidez y el ardor, en la pobreza y la tristeza, en la enfermedad y el agotamiento, cuando la ira me posee y dibujo cruces al revés o bebés sin cabeza en mi cuaderno. Cuando miro la fúnebre luna muerta o un cielo negro a pesar de sus incontables estrellas, maligno por sus gases cósmicos letales. Y te extraño mirando los nuevos brotes de los cerezos en esta gélida agonía del invierno. Me urges mirando mi sombra fantasma, lo que apenas queda de mí. No te echo de menos en la paz y la alegría porque están en ti, entre tus pezones que se erizan con mi baba animal, entre tus muslos resbaladizos y vertiginosos que esconden los mudos labios vibrantes. Y en el sonido que surge de tus labios y el corazón ardiente y pulsante de vida. Si por algún extraño fenómeno sintiera esa paz y alegría, te extrañaría también en ellas; pero semejante posibilidad es ciencia ficción si estoy sólo conmigo y mis miserias. Te amo asaz y nada que no me mate puede evitarlo por doloroso y sórdido que sea. Besos y una postal desde el infierno, cielo.
Aleatoriamente puede surgir un día de invierno en el que el frío deja de susurrarme al oído: “Te voy a matar, te voy a matar. No permitiré que la sangre llegue donde debe y morirás. Te mataré.”. Y hoy guarda silencio el muy astuto, sabe que también se aproxima su muerte y experimenta, como yo, la fatiga de vivir. Los sabañones de las articulaciones de los dedos y bajo el filo de las uñas duelen menos. Soy un poco menos tullido y no pesa la vergüenza de caminar lenta y torpemente. La sangre se calienta dando elasticidad a los tejidos y un poco de calidez a los huesos y al alma que protegen dentro de sí. No es que esté bien, es menos malo. Y superada la supervivencia se abre un resquicio para la ternura y el amor. E igual que en los inicios del otoño, como un óleo extendiéndose dentro del pecho, la melancolía vuelve. Pienso en la calidez de la piel amada y deseo con urgencia acariciarla con dedos y labios. Contarle que estoy ileso en mi lucha contra el frío, que aún soy fuerte. Quiero que se sienta orgullosa de mí a pesar de que no me engaño, sólo soy un mierda cansado. Y ahora, el frío comienza de nuevo a susurrarme la muerte. Le hacen coro espectral las crujientes lamentaciones de quebradizas y desnudas ramas que agita con su aire helado. Se acabó la tregua. Relego el amor al tuétano de mis huesos, junto al alma si no ha muerto. Cierro el puño a pesar de que se rasga con irritante escozor la piel y camino de nuevo con la humillante torpeza que me hace hostil a todo. No voy a morir sonriendo con resignación de mierda.
Los colores que ofrece la mañana son frescos, vibrantes, húmedos. Enérgicos y energizantes. Los del mediodía secos, aplastados por un sol despiadado que destruye las sombras y contrastes, es la verticalidad uniformadora. Como un dictador robando matices y creando un cromatismo anodino. Los colores de la tarde son relajados, llevan horas luchando contra el sol y, ahora que se hunde en el horizonte, se toman un café con tranquilidad porque lo peor ha pasado. Se oscurecen saturándose dramáticamente antes, para dormir negramente. Incluso las frecuencias están sometidas a los movimientos cósmicos. No es extraño así, que haya una hora preferida para morir. Y otra para follar. Luchar. Llorar. Desear… Sin embargo, el pensamiento no cesa en ningún momento, no afloja su enloquecido ritmo. Ni en el sueño. Es sortilegio y maldición. Es contra lo único que el sol pierde su poder. El jodido e incombustible pensamiento… No lo escribo con orgullo, sino con resignación; porque quisiera ser un color fumándose serenamente un cigarrillo al atardecer. Que el pensamiento cese, se relaje por unos instantes aún a riesgo de parecer imbécil. El pensamiento tiene el superpoder de lo infatigable. También de lo irritante, pero como efecto secundario. Y me vampiriza. Me canso de enlazar tonterías, de escribir en el borrador de mi cerebro. Y si dejo de hacerlo por algún ataque de amor o melancolía, tengo la sensación de morir un poco. Temo que al dejar de pensar, lanzo a la basura las deliciosas y frágiles ideas multicolores. O una negra y poderosa. O tu coño desflorado a mi lengua, a mi pene que ciego parece llorar un aceite denso de incoloro deseo. La locura no es algo de lo que sentirse orgulloso. No importa si el sol se pone, porque enciendo la luz en mi cerebro despertando los colores. Es un defecto con el que me parieron, no lo pedí. Sólo lo uso, como los dientes. Y esa luz en el cerebro, me da el consuelo y la fuerza de no sentirme arder. La noche es para escribir sin preocupaciones de que el procesador alcance una temperatura crítica. La tinta luce como si su color fuera matinal de fresca, vibrante y húmeda deslizándose ágil en la página y en tus muslos escribiendo los versos obscenos. No puedo, no quiero dormir con el remordimiento de haber perdido una graciosa, insignificante o tonta graciosidad. Dormirme sin pretenderlo es la única piedad. Caer repentinamente en la onírica locura, cuyas aberraciones se diluirán al instante mismo de despertar. Y si no fuera, así… Misericordia.
Eres mi fascinante fotografía que evoca todo lo que deseo y me falta. Una explosión de sonrisas, besos, piel y palabras. Una ternura y deseo a todo color. Y una implosión íntima de suaves grises otoñales que dan una especial trascendencia a amarte; volutas de humo gris que hipnóticamente se transforman en todas las emociones que impregnan el aire que respiro. Y llegan tan adentro… Eres la deslumbradora luz que acelera el corazón y el reposo de una íntima y evocadora penumbra de confidencias en susurros.
Hace frío y la niebla rechaza el sol. El frío agota más que nada el organismo; y pérfido te invita a dormir… Rompe la piel de las manos y pies, se mete hasta el tuétano de los huesos. Hasta el desánimo de no saber cuánto resistirás. Congela el tiempo que se queda quieto como un último suspiro en la boca muerta. Y a pesar de ello hace de la naturaleza una obra de arte de hermoso dramatismo. El frío te consume bellamente, es astuto con sus trampas. Es urgente desear tu calor que también me consume. Elegir tu piel que acapara los rayos del sol y te erige en este frío páramo en una diosa áurea. Pero nada es perfecto ¿verdad, cielo?
Todo textura… Un ser vivo que parece modelado con merengue o nata montada. Me gusta lamer la nata entre los labios que esconden tus muslos… Los gatos ejemplifican la vida más pura y eficiente, rondan el mundo de los humanos y no olvidan que son depredadores eficientes sin falsos escrúpulos de piedad, para ello nacieron y evolucionaron. Como yo penetrándote, buscando tu alma que aparecerá entre los gemidos y las contracciones de tu orgasmo. Soy eficiente también follándote, vampirizando tu voluntad por el coño. Los gatos no posan, son con independencia del decorado. Están tranquilos, no deben considerar su ser. Es un hecho que no se puede contemplar por lo absurdo. Porque sé que piensan y sueñan me lo dice la corteza del cerebro con un arrebato de ternura y cariño. Como presiento tu hálito de vida en mi aire, sé que te respiro porque existes, porque tengo tus gemidos profundamente intrincados en el pensamiento. Los animales no sienten carencias, no aspiran a ser más porque son perfectos. Hacen aquello que dicta su idiosincrasia, sin mirar, sin preguntar, sin esperar nada. Porque esperar y esperanza desarrollan el mal de la indolencia y la inmovilidad. De la cobardía y su depresión. Por eso no espero a meter la mano dentro de tus bragas y acariciarte mirándote a los ojos esperando, el momento que se hagan líquidos y se derramen también entre mis dedos. El ser humano es una especie fallida, paranoica en esencia. Es la prueba de que la naturaleza no es sabia, sólo aleatoria. Tú eres la excepción, eres felina y la sensualidad te envuelve haciendo de mí tu presa. Me postra ante tus columnas carnales santiguándome erecto ante tu vértice sagrado. Es la única religiosidad que me permito. Pretendía escribir de los gatos; pero cuando hablo de cariños, ternuras y amor, siempre sales y te pones al frente, en el horizonte de mi existencia. Maldita felina, cómo no pensarte.
Me fascina cómo las nubes y las montañas se aman, en silencio. Como sueño amar. Me conmueve la pasión serena con que se penetran y abrazan, se envuelven y se lloran. Siento mío ese bello llanto del encuentro con un escalofrío de melancolía. Me emociona mirar como unas se despiden desgarrándose la piel y las otras quedan abandonadas a sí mismas preguntándose cuándo volverán. ¡Pobre gente, qué tragedia! Pobre de mí que pierdo un latido pensando en ella. Las nubes podrían flotar alto si quisieran; pero descienden para cubrir a sus amantes. Se lanzan como las olas a la arena lamiendo la piel con hambre insaciable. Yo no puedo flotar. Misericordia… Soy una montaña y ella es líquida y cálida; una piel voluptuosa que me envuelve y, rozándome con los labios, me susurra sensualidades al oído arrastrándome a un plácido delirio. Pero a veces el celoso viento la quiere para él y me la roba. Y al igual que la montaña abandonada, espero con melancolía mi otoño. Nada dura tanto en la Tierra como este eterno romance de nubes y cielo. Qué hermoso… Y yo tan nada.