Las dos caras de la moneda, en el mismo instante, en el mismo lugar y yo entre ambas. Es un magnífico privilegio el mío. Estoy donde debo. No necesito nada más. Miro al sudeste para encontrar el sol radiante y su luz. Al noroeste, y dándole la espalda a la luz, la oscuridad plomiza y majestuosa. El paisaje inspira en mi pensamiento una metáfora de la vida en cautividad mientras observo la aguja de la brújula estabilizarse e indicar la dirección de la oscuridad que me da paz. De luz hay tanta… Mis ojos tienen cierta edad y una mirada atávica que he trabajado segundo a segundo. Allá en la ciudad, en cautividad, si miras a la luz das la espalda a la mezquindad y su maldad, al oscurantismo, la represión y la esclavitud a la que te condenan al nacer con pecados, mandamientos y leyes. Con sus condenas siempre pendiendo sobre tu cabeza, afiladas y mortales para la libertad. Y como al cielo plomizo, nada detiene. Se podría creer que la luz es la esperanza; pero sería una puerilidad, un infantilismo indigno de un ser humano adulto. Sin embargo, es lo que hace el humano cautivo en sociedad: mirar la luz esperanzado en la milagrería de sus amos y sacerdotes que muestran sus puñales rituales para hacer de él sacrificio a nadie. Escupo la colilla del cigarro con displicencia molesto con la metáfora y su alegoría, algo que sólo se da lejos de aquí; en este momento a millones de años luz de mi pensamiento. En libertad las metáforas se diluyen y pierden todo significado ante la belleza y majestuosidad del cielo y la tierra, de lo palpable, visible e incorruptible por los sacerdotes legisladores de pecados, condenas y privaciones que alzan desde el púlpito sus símbolos doctrinales predicando absurdidades con codicia. Amo la oscuridad y la luz que sin hipocresía y con la sencillez de un respiro el planeta ofrece en libertad absoluta. No necesito nada más, ni una moneda. Es todo y soy con ello en este instante y lugar, entre la oscuridad y la luz; donde los sacerdotes en una justicia salvaje son cadáveres cubiertos con hojas muertas alimentando la tierra. Donde podría partirme un rayo o la luz templar mi piel, sin más consideraciones. Y lo mejor, elegiré entre la luz y la oscuridad, no le temo a la libertad. Sin palabras farfulladas o urnas construidas con deshechos. Elijo la cara o la cruz, según mi ánimo. Relajado e ilusionado, ahora sí; es mi precisa y firme elección.
Desde el antiguo puente del Raval, sobre el cauce del Freser, he sentido estar en el palco principal del Gran Teatro Planetario. El cortejo fúnebre más bello. Y yo solo y aplastado en el palco de honor por el peso de una belleza casi voraz. Sin ser nada, sin ser nadie. Sin merecerlo. Un ocaso tan hermoso como monstruoso. Me pregunto qué veneno lleva el cielo, porque sé que las cosas más bellas del planeta son venenosas y cortantes para evitar que los mediocres las marchiten. Las nubes parecían dirigirse a devorar los restos del sol agonizante, teñidas de sus últimos estertores lumínicos. El sol en agonía… La lucha del Este contra el Oeste. Y al igual que ocurrió con la última corona lunar, nadie miraba la bellonstruosidad que pasaba sobre sus cabezas. El espectáculo planetario, el desfile de la grandeza y del color. Si la televisión o internet (el Estado en definitiva) no lo anuncia, nadie mira al cielo oscuro del anochecer. Caminan con las cabezas gachas, con temor, con servilismo; como si llevaran un bozal que los humillara. Caminan con el reflejo sucio de un teléfono en sus ojos incoloros y velados, con el cerebro desconectado del planeta. Son tan dolientes los colores… Sin opción a filtros o corrección alguna, porque es una creación perfecta. Insuperable, inimaginable cuando te encuentras ante ella. Y tan grandes los espacios, amor… Y nosotros tan pequeños que sólo puedo pensar que un fenómeno cósmico nos enfrentó y nos reconocimos en una fracción de segundo, con el ángulo exacto del tiempo y la luz. Desde este viejo y pétreo púlpito, con las manos ateridas por el aire gélido que arrastra el río, observo este inefable y efímero momento de apoteosis. Apenas durará un minuto, el tiempo que el sol recorra tan solo un milímetro más hundiéndose en el camposanto del Oeste. Todo lo bello está ahí, todo el arte y toda la grandeza. Si estuvieras aquí… Hubiera cogido tu mano, no sé si atemorizado o epatado, buscando tu calor y la fuerza de tu cariño para que las nubes no me arrastraran a la oscuridad donde muere el sol. Porque es tentador seguir el rumbo hacia el bellonstruoso ocaso de malva agonía.
Hay días que por alguna razón no soporto las amenazas del planeta ni su arrogante vanidad. Siempre descomunal y hermoso hasta la paranoia. ¿Qué le pasa? ¿No está cansado de sí mismo como yo? Dicen que la edad da sosiego. Y una mierda. Siento pulsar la ira como el síntoma del estallido de un capilar en el cerebro, en el pensamiento mismo. Es hartazgo. Como si me importara vivir más tiempo para simplemente sentirme abrumado por las colosales y amenazantes bellezas que se me regalan como premio de mascota. Estoy cansado de idiotas y sus vanidades, de subnormalidades, de la vulgaridad de lo ostentoso. ¿Por qué no puede la belleza ser amable y no echarte a la puta cara que eres un mierda? ¿Por qué el planeta no me ama como ella? Como si fuera fácil, como si no se diera cuenta de la miseria que soy, sonriéndome sencilla y rotundamente hermosa como una bailarina de cajita de música… Sin ternura y cordialidad la belleza es amenaza y humillación. Hoy es mi día de pasarme la espectacularidad por el culo; mira por dónde. Esas magnitudes geológicas pretenden aplastar mi pensamiento, destruir mi imaginación para que no describa mundos mejores. Porque los he imaginado, soñado y escrito. El planeta es un envidioso censurando incluso, las posibilidades que pudieran ser mejores que él. Por ello, por mimetismo, los gobiernos y su gentuza son los reflejos mínimos de la maldad del planeta. Todo encaja mierdosamente. ¿Todo esa magnificencia para recordarme que la muerte ronda cerca, que soy demasiado insignificante? ¿Se trata de esto? Tal vez esté un tanto susceptible y la agresiva beldad de lo colosal me pesa absurdamente en el ánimo por alguna química descompensada. Bien, pues me parieron así de descompensado, hay que joderse. Un hombre primitivo cansado de tanta ostentación de poder planetario… ¿Y la sangre y el dolor derramado también es bello y espectacular? Así debían pensar en algunas ocasiones mis ancestros, aquellos que vivían bajo el cielo negro temiendo ser alimento de un depredador durante la noche. No debería hacer eso, ya tengo bastante petulancias cada día con los idiotas que son más pequeños e imbéciles que yo. Y más feos. Y ahora tú el planeta también jodiendo. Lo siento chaval; pero hoy no estoy para mierda. Coño, siempre amenazando con ser temible, como un mierda de puto dios de tantos que hay flotando por todas partes. Ahora soy yo el que alardea de una maravillosa y liberadora locura… Tan pequeña y tan hostil. No está mal, me gusta. Y ahora a fumar ya más relajado en lugar de masticar el filtro.
El cielo cambió en los inicios del 2020. Con el coronavirus o covid perdió el vibrante azul, su saturación. En plena alta montaña, al pie del Pirineo Catalán se hizo lechoso; triste, sucio, tuberculoso. Fue durante los encarcelamientos nazis del coronavirus cuando empezó a marchitarse su color. Incluso temía padecer un principio de cataratas. Mi hijo acostumbrado al cielo sucio de la ciudad de Barcelona, no apreciaba el cambio de matiz. Era angustioso mirar ese azul pálido y enfermo todos los días. Cuando levantaron la prisión para la clase trabajadora y lo pude observar lejos de la ciudad, pensé: “Esto es una mierda de cielo, hijos de puta”. Ha tardado tres años en recuperar su color. En un proceso lento, en los que he podido ver como intentaba ser azul hermoso de nuevo; pero no podía, como si estuviera muy débil. Ahora, puedo decir que vuelve a ser el mismo. Fotografío mucho, no es algo que me pudiera pasar desapercibido. Lo que pienso de ello me lo guardo, porque sería dar demasiada inteligencia a los jerarcas nazis que impusieron la nueva dictadura propagando una enfermedad (covid) que mató más personas por los decretos y acosos criminales de los políticos del resurgir del nazismo, que por su patología. Mi cielo estaba envenenado, contaminado. Rociado con un aerosol blancuzco, con una neblina sucia. Enfermo, tísico. Y desde finales de este invierno, al fin ha surgido su potente azul de nuevo. No hay nada que me haga pensar que es un acto de dios o un accidente climatológico. Soy demasiado viejo para creer en cuentos de hadas y casualidades. Ese cielo enfermo del 2020, de un azul tísico pasará a la historia de mi vida como el cielo nazi del coronavirus. Algo sucio, algo pornográfico hicieron con mi cielo.
Soy el hijo que no pudo ser abortado, y luego demostró con su maldad y odio ese accidente o error. Si hubiera sido decidida y valiente mi madre, hubieran muerto muchos miles menos; pero una adolescente mediocre y con un cerebro aún más vulgar, sintió el peso de la conciencia insectil humana y desgarré su coño para emerger a esta cochina luz que ese dios maricón creó. Si hubiera sido humano, así me gustaría haber nacido. Y arrancarle los pezones a bocados cuando me diera de mamar. Afortunadamente no soy hijo de mono. No soy un primate como vosotros. Me creó con materia fetal Dios el melifluo maricón, junto con otros diez mil ángeles. Supe corromperme y crear músculos llenos de sangre ponzoñosa, rellené los huesos con tuétano de materia cadáver. Y en toda esa carnalidad pulsante, maloliente y venenosa prendió también la eternidad que Dios concedió a sus ángeles. Desarrollé inmunidad contra la bondad y su dios. Resbalaron sobre mi piel feroz los mandatos y el amor a la humanidad. Creé el infierno donde sufren ángeles y primates reviviendo en un ciclo sin fin el dolor más fuerte que marcó sus existencias. Soy el nº 1 en la lista de Forbes en millones de almas de mi propiedad. Y no todas son malvadas o han cometido pecado mortal. Están en los sótanos de mi oscura y húmeda cueva porque soy rápido cazando las almas que se desprenden de los cadáveres de los primates cuando mueren o cuando los descuartizo. Lo cierto es que las almas son accidentales, son la molesta consecuencia de las matanzas que cometo, que gozo, que necesito realizar. Si no tuvieran vapor o alma, haría exactamente lo mismo con ellos: aterrorizarlos, torturarlos y matarlos. Si el alma pudiera ser asesinada, no existiría el infierno y unas pocas almas idiotas habitarían el paraíso de Dios, el homosexual y pederasta sagrado. Porque masturbarse o ser acariciado por un estúpido y asexuado querubín, es lo mismo que usar primates de cinco años. Odio a los primates porque son creaciones de Dios y son repugnantemente parecidos a él en sus maneras y pensamiento, sobre todo por esto los odio hasta la extinción. Os odio aunque estéis dormidos. Os odio tanto que deseo vuestra resurrección para mataros de nuevo. Para mataros un millón de veces. Hasta que el universo se extinga… La Dama Oscura se acerca caliente, sin un solo vello en su vagina que se muestra por debajo de una falda que no es más que un concepto, una trampa sexual para atraer la atención a su coño. Su raja abierta, dilatada, está brillante de viscosa humedad. Su chocho tiene hambre. Cuando pienso profundamente en mí mismo, entra en celo, se calienta. Hay alguna conexión entre mi maldad y su coño de la que ninguno de los dos podemos escapar. Tengo una teoría: cuando pienso en mí, en mi historia y pasión y mi ansia de aniquilación humana; mi polla se pone dura y actúa como antena de emisión. Y ella recibe las vibraciones de mis cojones y el semen que presiona hacia un glande amoratado, henchido con la sangre que lleva la vida, el veneno o la dureza de la reproducción. Del sexo brutal e impío. Así que separo los muslos, alzo cada pierna sobre los reposabrazos de mi sillón esculpido en roca, una roca que no puede herir el cuero grueso que recubre mi carne. Mi ano se ofrece indefenso ante cualquier agresión, porque si hay algo que soporto, tanto como lo provoco, es el mortificante paroxismo del dolor supremo e íntimo. Aquel al que no llegan manos para consolarlo, tan profundo, tan devastador para la mente. Y le regalo mi polla, para que haga lo que deba, lo que quiera. Y decide atar una cuerda ruda en la base del pene y estrangularlo. Observo fascinado como se congestiona, las venas pulsan a punto de reventar y cuando noto que algo malo ocurrirá, suelta el lazo y la sangre corre de nuevo en tromba hacia el pijo. El glande entra en espasmos y grito con todo mi poder. Las almas crean un coro de terror que inunda la cueva y los crueles desaparecen en la oscuridad, excepto uno. La Dama Oscura se arrodilla y traga hasta sentir náuseas mi falo y escupo mi semen que brota con fuerza inusual inundando su garganta. Parece vomitarlo y por la nariz escupe el semen regando mi pubis. Tose y se ríe… Un cruel, lame su coño, con su rugosa lengua de jabalí monstruoso. Mi Oscura gime de placer y dolor, y escucho excitado el obsceno chapoteo de la lengua en su sexo hirviendo, lacerada la piel… Lo noto en sus espasmos de dolor, son como pequeños orgasmos que erizan sus pezones más allá de lo que la bondad puede soportar. Y no tiene bastante, agarra una de las afiladas navajas del cruel y lo fuerza a meter más profundamente el hocico entre sus muslos. Con la boca llena de mí y dejando escapar el esperma, grita mudamente y se aferra a mis cojones llevándome a otro nuevo nivel de dolor. Desenvaino de entre los omoplatos mi puñal y corto sutilmente la piel de su rostro hasta que una fina de línea de sangre se desborda en pequeños ríos. Y ella responde cayendo a mis pies, gritando un orgasmo entre convulsiones, con el cruel casi asfixiándose en su coño sin dejar de lamer. De repente, cesa todo sonido, todo movimiento. Se incorpora, acerca su boca a la mía y muerde mis labios juguetonamente; pero maldita sea, clava sus uñas en mis piernas alzadas. En las tibias y arrastra… El dolor es inenarrable. Llevo la punta del cuchillo a su nuca embrutecido. Me mira a los ojos desafiante, y decido entrecerrar los míos y desear que no cese. El cruel se ha colocado a un costado del trono de piedra y lame la sangre y el pus de mi daga que gotea sobre su morro. Y se lo clavo en la cerviz, son crueles, no importa si mueren. No importa que todos mueran, excepto ella, mi Dama de alma oscura, de coño profundo, de ano ardiente… Feroz como no he conocido jamás primate alguno. La mataré, lo mato todo; pero aún no. Aún no… Os estaba hablando de almas; pero en este momento incluso de mis piernas brota esperma por las heridas, entre sus uñas. Ella provoca esas cosas. Y las almas me importan tanto como mis crueles: una mierda. A medida que nuestras respiraciones se relajan, pienso en Dios, en clavar mi puñal en sus cojones y cortar hacia arriba, hasta que los huesos de su cráneo sagrado de mierda lo impidan. Es una imagen recurrente, como meter a sus ángeles y arcángeles en un picadora de carne para dar de comer a mis millones de crueles. ¿Los oís? Los ángeles revolotean asustados en el cielo, temen mi pensamiento mismo. Están cantando a coro salmos celestiales para conjurar el Mal, a Mí; piden que jamás suba a ellos. Y Dios mira a otro lado, sin poder prometerles nada.
Pareciera que de sus grandes fauces, fuera a vomitar otras tablas de piedra, con más mandamientos. Y he pensado en Moisés y su paranoia. El mito era un hombre enfermo que se drogaba. Que sometió a un pueblo mendigo con las mentiras de sus delirios. Y el pueblo prometido, lo mismo que los habitantes de hoy día, una manada de lerdos quejumbrosos y cobardes, con un pánico patológico a la libertad y a valerse por sí mismos. La nube debería tener dientes (y bombas nucleares) para devorar a todo aquel que se encuentre bajo ella, aunque me matara a mí también. Sería un buen trato. ¿Verdad, nube feroz? Hazlo, nube voraz, mátalos a todos, que no quede ni una sola estirpe humana en La Tierra. Sin más mandamientos de mierda, métetelos en tu caníbal y monstruoso culo. Mátalos en silencio, y si existe un Moisés, asegúrate de que su muerte sea dolorosa, que se quede atrapado entre dos de tus dientes y muera lentamente con cada movimiento de tus carnívoras fauces. Y a pesar de todo, eres de una fascinante belleza.
Un solitario camina y mira al cielo porque entre la tormentosa nube, se abre un agujero por el que el sol intenta desesperadamente lucir. En principio el hombre ajeno al mundo piensa que dios le va a dejar caer a los pies una tabla con diez mandamientos obscenos y se ríe. Es un cínico demasiado curtido que sabe todo lo que es imposible. Al solitario le lloriquean los ojos ante esa luz, o porque está un poco cansado del dolor. No importa, es divertido sentir emociones por banalidades que no pesan demasiado. La realidad es demasiado aburrida, más de lo mismo y más y más y más… Y ocurre que sus ojos quieren ver un dragón que se ha detenido en pleno vuelo para acicalarse flotando con absoluta naturalidad, ajeno a él y a La Tierra. Mi amor, era yo el solitario… Y el dragón, tal vez. Estar solo tiene sus ventajas y desvaríos, lo digo por mí. El dragón me parece cuerdo, sinceramente. En lugar de aparecer tú en el cielo, se formó el dragón. Podría haberse rasgado la nube en vertical, en dos franjas que dibujaran tus muslos y el delta que forma tu deseado coño. Algo que me evocara a ti, me sobra indecencia para imaginarte. Porque imaginar tu rostro entre las nubes, es demasiado complejo para el azar y las divinidades; y si lo viera pensaría que sufro una enfermedad mental. No creo en dragones, ni tengo una especial predilección por ellos; pero ahí está. Y yo debajo… Faltabas tú para que apremiándote y señalando la mancha de luz, te preguntara qué ves. Y besarte a traición el cuello apresando tus soberanos pechos en un abrazo de lujuria y posesión. El hombre solitario siente aún más la fría y serena soledad observando al dragón aseándose. Lamenta no poder flotar hasta él y decirle: “Hola dragón ¿me puedes llevar lejos con tus poderosas alas? Me duelen lo pies, por decir lo mínimo. Adonde tú vayas me parecerá bien”. Se cierra la nube devorando al dragón y siente una triste sensación de pérdida que crea un leve rictus de dolor en su rostro que ahora mira el suelo. Clava con firmeza el bastón en La Tierra y empieza a caminar pensando en la improbabilidad de la magia. El del bastón, soy yo, mi amor, atrapado en el triste final de un cuento de dragones y mazmorras. Sin ti de nuevo…
Como esa nube que sale tras la montaña, así quiero salir de entre tus piernas abiertas. O de tu boca que aún jadea el placer de un orgasmo ansiado.
Enroscarme en tus pezones duros y lloverlos con mi lengua ardiente, pesada, reptante…
Salir de ti como una nube satisfecha, que te ha arañado, besado, lamido, mordido, acariciado y anhelado los labios de tu coño y lo más íntimo de tus muslos.
Aparecer lentamente, de entre el temblor de tus muslos, con mi boca nebulosa llena aún de tu coño. De la baba del deseo que has derramado en mí, en mi rostro gaseoso. Mi rostro agotado de tanto desearte.
Soy tu lluvia y me has llovido…
Lluvia sobre lluvia…
Yo no soy la nube bonita que saluda al mundo y aparece para acariciar el verde de la montaña y sustentar a pájaros de primavera que pareciera que la saludan.
No soy la nube ufana y hermosa.
Soy la nube indecente que te ha follado, que se ha metido entre los labios de tu coño y te ha besado vertical y profundamente.
Que ha lanzado y clavado un puto rayo lácteo y ahora tu raja llora blanco.
Soy una tempestad de amor y obscenidad que habita en lo más sagrado que hay en ti: tu coño, la puerta dimensional por la que acceder a tu alma, a toda tú.
Yo no soy la nube bonita de algodón.
Soy la nube que te jode, que te desgarraría toda sin control, si perdiera la poca razón que me queda.
Solo quiero ser eso, cielo.
Una nube indecente que emerge vanidosa y satisfecha de entre tus divinos muslos voluptuosos.
Y luego no importa deshacerme en jirones, porque habré hecho lo que debía. Para lo que fui parido.
Veo el hermoso cielo, y no puedo evitar pensar en ti de la forma más íntima e indecente.
De la forma más desesperada.
¿Verdad que me entiendes, cielo?
Besos de algodón en tus cuatro labios divinos.