El éxito de toda dictadura, fascismo o totalitarismo radica en la extinción de toda persona noble, con inquietudes culturales y librepensadora con el fin de crear una uniforme población mezquina a la que sojuzgar. Genéticamente mezquina, con más precisión. Franco, como todo fascista que se precie, con su dictadura y masacre de la inteligencia, libertad, conocimiento y nobleza; creo así un paraíso generacional para próximos dictadores. Con este ensayo afirmo que el ayatolá hispanocatalán Sánchez I el Arribista, se encontró con el trabajo más duro hecho y está sacando buen partido de esa selección de ganado humano, también conocida hoy día con el eufemismo de “limpieza étnica”. Lo votos del “sanchizmo” son herencia del franquismo y su mezquindad. Pedro Sánchez es un parásito que ha sacado provecho del trabajo que otro realizó para imponer su nueva dictadura y conseguir una gran fortuna. Hasta ahora, de una forma incruenta; pero, para que sea duradera, al final deberá recurrir a una nueva selección ganadera para depurar mejor la raza humana ibérica mezquina.
El mundo y yo somos dos vecinos mal avenidos. Yo tiro mis colillas a su patio, ensuciándoselo. Y él me cobra un alquiler abusivo. (¡Yo!)
Te extraño en la gelidez y el ardor, en la pobreza y la tristeza, en la enfermedad y el agotamiento, cuando la ira me posee y dibujo cruces al revés o bebés sin cabeza en mi cuaderno. Cuando miro la fúnebre luna muerta o un cielo negro a pesar de sus incontables estrellas, maligno por sus gases cósmicos letales. Y te extraño mirando los nuevos brotes de los cerezos en esta gélida agonía del invierno. Me urges mirando mi sombra fantasma, lo que apenas queda de mí. No te echo de menos en la paz y la alegría porque están en ti, entre tus pezones que se erizan con mi baba animal, entre tus muslos resbaladizos y vertiginosos que esconden los mudos labios vibrantes. Y en el sonido que surge de tus labios y el corazón ardiente y pulsante de vida. Si por algún extraño fenómeno sintiera esa paz y alegría, te extrañaría también en ellas; pero semejante posibilidad es ciencia ficción si estoy sólo conmigo y mis miserias. Te amo asaz y nada que no me mate puede evitarlo por doloroso y sórdido que sea. Besos y una postal desde el infierno, cielo.
Amanece lloviendo en una mañana bellamente oscura, relajada de luz, con el sonido acolchado que el bajo cielo rebota sin matices, sordamente, como un susurro en el oído. Es un día a juego con la piel de los cadáveres y la silente inmovilidad de sus pulmones. Con el pensamiento oscuro llega la serenidad de la desesperanza. No hay nada que esperar, tranquilo. Y la depresión de los pusilánimes que intuyo, allá muy lejos, me provoca un conato de gozo añadido. En soledad soy puramente yo, inmune a la vergüenza y al control. Es la razón de que las emociones se derramen como un torrente dentro del cuerpo y las entrañas oscilen flotando en cálidos embates de llantos íntimos, densos y aterciopelados. Las tristezas se extienden con ternura entrando por los ojos infectando los dedos que, deliran acariciando algo invisible y hermoso en el aire. O cierro los ojos a una brisa que porta recuerdos y emociones por las que valió la pena nacer. Y así, indefenso a mí mismo bajo la lluvia, encuentro el cadáver de un pajarito, un ser pequeño y bello que crea una angustiosa oscuridad en el ánimo. Una cuchara tan roma como dolorosa se clava en el corazón y me arranca un trozo del alma que se me escurre por los labios en un gemido mudo. Es el suspiro más triste del mundo, un espectáculo digno de mí. Qué pena, pobrecito mío, que no conocía su existencia y he tenido el honor de conocer su muerte, su tierno cuerpo aún incorrupto. Tan pequeño y tanta desolación acumulada… Pienso y deseo que ojalá me muera antes de ver otra naturaleza muerta. Me siento ruin de seguir vivo ante esta hermosa y pequeñita vida que fue. Purgo la pena dedicándole mis inútiles mejores deseos, un adiós tardío y una pena atómica. Pareciera que acumulo muertes. Soy el contador de los cadáveres más bonitos del planeta. Conozco ese dolor de la muerte en sus garras cerradas y crispadas. Una certeza dolorosa. Los salmos sabios del horror y la pena. Lo conozco tan bien… Siento tanto que haya sentido esa angustia, la certeza del fin durante una pequeña fracción de tiempo. Pobrecito mío… Y yo tan vivo de mierda, como un puto cobarde. No puedo evitar quererlo ahora que está muerto helándose en un frío charco, con los ojos tan abiertos, mirando el cielo al que ya no volará. No puedo sentir indiferencia. Por favor… He perdido un trozo de alma y hay un agujero en el pecho que me roba la respiración. Me duele la cabeza tan adentro que pareciera que nunca más podré sonreír. Es hora de descansar, no quiero saber de más muerte que la mía. Misericordia. Estoy harto del frío en la piel tan parecido a estar muerto, de la gélida lágrima que no acaba de derramarse del párpado y amplía la visión del horror, una lupa lagrimosa y sórdida. Y aquí entre los seres bellos, no llevo la máscara de la impasibilidad. Estoy indefenso a las tragedias mínimas. Ojalá el próximo cadáver sea yo. Estoy agotado, cansado y triste de la peor forma posible, en libertad, en soledad. Sin que nadie interfiera en este dolor del súbito vacío. Tan pequeño, tan bonito… Soportando la muerte con los ojos bien abiertos. Que valiente, pobrecito mío. Y yo tan asquerosamente vivo. La vida es una pesada carga, ya no quiero saber o experimentar más. Soy más sabio de lo que hubiera querido ser jamás. Me quiero morir, aquí al lado del valiente. Desaparecer con él. Dios es un trozo de mierda, amiguito mío. No temas, el cerdo no existe y serás libre. Si pudieras ser algo tras morir… Me quiero acostar junto a él y ver las cosas que ya no ve. Y no penar más. Me duele inevitablemente el corazón.
Llueve sutilmente, un velo sedoso sobre el pensamiento. Quiero y necesito pensar que las nubes cuidan de quien escoge semejante día para pasear sin paraguas y sentir en el sombrero el juguetón repicar de las pequeñitas gotas haciendo traviesas cosquillas en las ideas. Todo está bien y la lluvia es cálida confundiéndose con las propias lágrimas. Y no avergüenza llorar bajo ese íntimo velo mientras trasciendo por la vida a un millón de años luz alejado de todo ser humano en este preciso instante. Es la lluvia que con un golpeteo/susurro me invita: “Llora conmigo, nadie te verá. Te sentirás bien, Doctor Soledad.”. Sabe que estoy cansado… ¡Qué lista es! Pienso en lo piadosa que es la lluvia. Y su ternura para convencer de lo adecuado que es llorar unas tristes ideas. A veces ocurre que, siento que el planeta me aprecia por algún azar incomprensible, porque tengo la absoluta certeza de que sólo yo conozco mi existencia. De estar abandonado en una Tierra deshabitada. No puede hacer daño una ingenuidad cada setenta años, un prudente espacio de tiempo para evitar la tentación de retroceder y usurpar una niñez que te haga indigno de la ternura de la lluvia. El hilo lógico de mi pensamiento me lleva a imaginar con cierto anhelo, que sería precioso morir en este instante de tan piadosa compañía. No necesito más tiempo aquí, lo sé todo. Temo que no sea así el velo de la muerte, no quiero que morir duela tanto como la vida. Quiero irme dulcemente contigo, ya. Misericordia. Me siento resquebrajado. Por favor… Mi lluvia, mi dulce y cálida lluvia… Llévame, ahora que nadie nos ve. No quiero volver a ver el sol que no me quiere y me consume. Me deja desnudo a todo, sin velo alguno.
Al final del otoño los ciempiés desaparecen de los caminos, hoy han vuelto a aparecer. Los días son notablemente más largos, la tierra acapara más calor y los seres vivos lo sienten. Es el primer aviso de que la primavera está cerca. Me parece mágico y hermoso que el planeta gire y cambie los paisajes y las vidas mientras la humanidad permanece inmóvil en la estación de la imbecilidad y mezquindad, haga frío o calor. La humanidad es ajena al planeta, un accidente, una anomalía; tal vez un parásito llegado del espacio en una piedra. Admiro a estos gusanos negros que hacen lo que su naturaleza dicta y no lo que ordena un dictador ladrón y maricón. Tiene más carisma cualquier gusano que cualquier humano salvo dos o tres excepciones que amo y admiro. Yo también, a través de la suela del zapato, puedo sentir la calidez que radia la tierra templada por más tiempo de luz. Llevo tiempo deambulando por ella. Demasiado. Me es imposible ya medir o controlar el paso de las estaciones mediante los datos astronómicos o el calendario de fiestas religiosas y oficiales del estado/dios. Hace tanto tiempo que las olvidé…. Estoy alejado de celebraciones, ya soy ajeno a ellas. Sólo me atengo a la naturaleza de la tierra, me sincronizo con los gusanos, lagartijas, salamandras, comadrejas, zorros, mirlos… No existen vacaciones de verano, de semana santa o celebraciones legales del estado/dios. Sólo veo la tierra girar, calentarse y enfriarse. Y es un espectáculo apoteósico. Y desde mi lejanía escucho a la humanidad lloriquear y reír estúpidamente, balanceándose eternamente en la inmóvil estación de la imbecilidad y obediencia pacata y mezquina del ciudadano integrado, degradado física y psicológicamente. Ciego a los movimientos planetarios y a los gusanos que hacen lo que deben porque tienen inteligencia para ser ellos.
The Hunted, 2003. De William Friedkin. Cita inicial:
Y Dios le dijo a Abraham: –Sacrifica a tu hijo. Abraham contestó: –No hablas en serio. Dios dijo: –¡No! Abraham dijo: – ¿Qué? Dios dijo: – Puedes hacer lo que quieras, Abraham; pero la próxima vez que me veas, será mejor que huyas. Abraham dijo: – ¿Dónde quieres que lo mate? Y Dios contestó: –En la carretera 61.
Mary Shelley’s Frankenstein, 1994. De Kenneth Branagh.
«Qué necio, Víctor Frankenstein de Ginebra. Cómo podía saber lo que había desencadenado… ¿Cómo está remendado? ¿Con pedazos de ladrones, con pedazos de asesinos? El mal cosido al mal, cosido al mal. ¿De veras cree que ese ser le va a dar las gracias por su monstruoso nacimiento? Se cobrará su venganza… Que Dios ayude a sus seres bienamados.»