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Tengo el amor tan clavado en la carne que es imposible ignorarlo.
No hay día que esa astilla no se mueva y libere un doloroso placer enrojecido de una delirante esperanza, una ilusión cuasi infantil.
Y sin tocarme, se me derrama un semen como un lamento…
No hay día que cuando sangra al moverse, me libere de la carne haciéndome vapor hacia donde habita.
Soy nubes rectas como flechas, deshilachándose veloces para clavarme entre sus muslos.
Mi puño veloz como ellas fustiga hasta despellejar el deseo del cíclope amoratado y ciego. Mi bálano es un volcán incruento de bebés sin esperanza de nacer.
Amar es una acto de locura y un surrealismo impío que concilia el sueño y la realidad.
Y soy crema cálida desbordándose por su coño…
Mi amor que se hace jirones en el cielo indolora y majestuosamente liberando la energía que la urgencia tiene y haciendo por unos segundos, el pensamiento algodón.
Ser aire, al fin, en sus pulmones.
Porque adonde la carne no llega, el vapor lo inunda.
Si no fuera así ¿para qué existo?
Un semen desembocando a ninguna parte por las laderas de mi pene ardiente…
Solidificándose en frío sin sus dedos que lo templen.
Tengo el amor tan clavado que no comprendo cómo puede latir el corazón.
No entiendo porque quiere latir así…

Foto de Iconoclasta.

¿Te han dolido alguna vez los huesos por dentro, como si un tallo espinoso creciera en el tuétano?
Es un dolor profundo como la fosa de las Marianas. E irritante como el siseo de un político o religioso en la televisión.
Y ahí, dentro del hueso donde habita el mal y su dolor, no llega la medicina y su calmante paz.
Tres días atrás, con un taladro intenté hacer un agujero en la tibia para dosificar aspirina directamente en mi podrida médula.
Debe de dolerte mucho la vida para combatir un dolor interno con uno externo que te aplicas tú mismo. Quiero decir que no es un acto de valor o locura, es simple desesperación sin complicación psiquiátrica alguna.
Todo el mundo lo haría si se encontrara en mi lugar.
Si es locura o no carece, de interés; lo único que importa es acabar con el puto dolor de dioses e idiotas místicos que, tantas propiedades beneficiosas le achacan de mierda.
Es exactamente lo que ocurre con el amor. Es una excrecencia calcárea, un tumor que envuelve el corazón oprimiéndolo. Una coraza impermeable a la cura y que no hace más que crear ansiedades y melancolías por lo que no puede ser. Y no te lo puedes extirpar, el amor o te pudre la vida o lo asimila el organismo mientras disfrutas de sus poderosas cualidades espirituales y carnales.
El dolor de mi hueso no es como el amor, no tiene posibilidad alguna de disfrutarse y si desaparece, será conmigo.
Coloqué en el portabrocas del taladro inalámbrico con iluminación de leds (un cacharro de última generación que me costó una pasta), una broca de vidia de seis milímetros. Y la suspendí encima de la tibia, unos diez centímetros por debajo de la rodilla para no tener que adoptar una postura forzada para las posteriores curas.
Y apreté el pulsador del taladro.
Taladrar la piel y la escasa carne que cubre la tibia fue sorprendentemente rápido incluso ladeé la cabeza con ademán de satisfacción. A la milésima de segundo siguiente ya me había meado y sentí que mi mente se rompía en mil pedazos y cada fragmento quería escapar de mí y así escapar del dolor. Fue tan brutal, que incluso el dolor quería huir de sí mismo. Me dieron ganas de reír insanamente; pero fue imposible, aquello no hizo más que empezar.
En efecto, cuando el filo de la broca giró sobre el hueso, me quedé ciego. Lo último que vi fue la batería romperse cuando estrellé el taladro contra la pared. Mientras todo eso ocurría, me precipitaba a velocidad vertiginosa a un abismo. No sé cómo, pero salí de mi carne y me hice vapor frente a mí mismo. Pude ver y oír mi cabeza golpear escalofriantemente el suelo de gres con el rostro épicamente contraído por el dolor, allá donde estaba sentado para practicar mi auto cirugía. Alguien me dio la estatuilla del Óscar y lloré emocionado ante el público.
Me di cuenta de mi innata fealdad por la contracción del rostro durante el descenso; pero nada de eso me dolió ni humilló.
Sentirme lejos de mi cuerpo fue maravilloso, el dolor desapareció instantáneamente, me sentía libre un millón de veces.
Pensé que había muerto y sonreí.
Cuando desperté lloré desconsoladamente porque no estaba muerto. No recuerdo haber sentido mayor tristeza en toda mi vida. Y conmigo el dolor también despertó y se hizo poderoso.
Y conquistó mi vida toda.
La invadió e hizo de mí un prisionero de guerra.
Otra vez.
Un fragmento ensangrentado de la broca, se encontraba entre mis pies, lejos del valioso y caprichoso taladro.
No puedo explicar el terror que me provocó ver la fea herida de la tibia, como si un pequeño volcán fuera, expulsaba un líquido ambarino, un suero tiznado de sangre residual que adquiría un tono escarlata al coagularse.
No sabía cómo podría recomponer todo ese daño en apariencia pequeño, pero lucía como un sol poderoso en mi universo doloroso.
Me puse en pie y todo el peso de mi cuerpo cargó sobre esa pequeña superficie tumefacta de la herida. Era un dolor aplastándose a sí mismo, era tanta la presión que un reguero ámbar comenzó a bajar por la pierna hasta llegar al tobillo y ramificarse graciosamente como un río en un mapa.
Como es natural, me sentía ya muy cansado del dichoso dolor.
¿Y si el infierno existía y ya me estaba pudriendo en él?
Me arrepentí en el acto de no haber ido más a misa y aceptar el cuerpo de Cristo y la bofetada del cura como tanto borrego ha hecho a lo largo de la mísera historia humana.
Encendí un cigarrillo mordiendo con ira el filtro y ofendido por el olor de mis meados.
El hedor de la orina desapareció con el primer chorro de agua fría en la ducha; pero cuando el agua contrajo la herida allá abajo, lejos de mí, el dolor se rebeló contra la profilaxis. Tanto qué, cómo llegué a la cama y me dormí, es ya un clásico del espacio en blanco en mi existencia.
Las pulsaciones de la herida era la banda sonora de mi sueño. No era especialmente molesto, pero si un tanto perturbador, parecía que algún tipo de vida se estaba desarrollando en mi pierna.
Lo cierto es que el dolor interior del hueso, ya no existía, o si existía estaba enterrado por el nuevo que me había provocado yo solito.
Espero que un clavo saque de verdad otro clavo, sinceramente.
Temo al ridículo cosa mala.
Sea como sea, dormí largo y fructuosamente. Incluso soñé que compraba una batería nueva para el taladro inalámbrico.
Parece que no, pero cualquier superficialidad consumista ayuda a ser optimista de mierda.
Desperté con fiebre, la herida se había inflamado como si ocultara un albaricoque en la tibia y estaba amoratada como las uñas de los cadáveres. El pus amarillento formaba una cúpula preciosa que por momentos se derramaba ladera abajo.
Me incorporé y el trallazo de dolor ya no tenía importancia comparado con la cirugía de la broca, y si no hacía otro experimento conmigo mismo, podía morir tranquilo por la infección y delirando, sin apenas dolor o su percepción.
Y ahora, tres días pasados desde el infierno taladrador debería preocuparme por la herida y lo que surge de ella.
Ayer fue un pus verdoso que creaba un arroyo espeso hasta el tobillo, pero la inflamación mengua por el drenaje natural aunque un médico haría un gesto de desagrado; de esos que dicen que esto no va a tener un final feliz.
Y el dolor es tan soportable como cuando se te pudre una muela. Una minucia sin importancia.
Lo que no duele no me preocupa. Bueno, lo que no duele mucho; porque cada paso que doy un vidrio cruje en la tibia y hace eco en el cerebro, como si estuviera a punto de hacer crac.
Y ahora está surgiendo un tallo espinoso como una zarza; pero sin moras. Al menos de momento.
Podría parecer preocupante, yo lo considero repugnante.
Es una metáfora de mi vida: cosas que surgen y que nunca florecen.
He intentado tirar de él; pero me rasca el alma del hueso y levanta los dedos del pie como si tirara de las riendas de cinco caballos que levantan molestos la cabeza al tiempo.
Nunca he subido en un caballo, me parece injusto para el animal, soy demasiado pesado.
Pero he visto películas…
En vista de los resultados, me inclino a no extraer este amor que me oprime sólidamente el corazón.
Uno de esos amores que nunca se materializan y por tanto se enquistan formando un hueso que encapsula el corazón. Y lo asfixia, si eso fuera posible.
Ni por toda la piedad del mundo y la total ausencia de dolor voy a pasar por el mismo trance del taladro.
Soy un idiota que se cree muy fuerte y solo soy un mierda.
Un mierda que se mea encima.
Así que como todo está perdido es una estupidez prolongar la agonía.
Dejaré que la infección que provoca el tallo haga su trabajo y moriré en un delirio, sin enterarme apenas.
Sin que lo sepa nadie.
Me han llamado varias veces desde la empresa para que les explique mi prolongada ausencia.
Para lo que me queda en el convento me cago dentro.
Tengo veintiocho cajas de cigarrillos en la despensa, me da paz ver el tabaco junto con las latas de atún y berberechos. Tabaco es todo lo que necesito a falta de un buen antibiótico y un antipsicótico.
Porque pensar en comer me provoca náuseas.
Con las tijeras en la mano he tirado del tallo para cortar cuanto pudiera. Ya medía cuarenta centímetros y me hería la piel con cada movimiento que hacía.
Por el corte ha surgido una materia espesa y marfilina, es el tuétano del hueso del que se alimenta la planta. No ha dolido nada; me pasaría la vida cortando la zarza…
Las espinas estaban sucias de mi médula ósea. Quieras que no, inquieta.
Cuando el dolor es tan ausente, tiendo a pensar que se debe a que hay muerte o necrosis en ese lugar de mi cuerpo. Soy pesimista por sistema, qué le vamos a hacer…
Y entre la piel y el tallo, el verde amarillento surge como una lava continuamente, está visto que el tallo y yo nos provocamos rechazos, somos naturalezas distintas peleando continuamente por gobernar el cuerpo y las cosas que contiene.
La podredumbre es como la muerte, inevitable también.
Son cosas molestas, embarazosas.
Porque todos sabemos lo que es la vejez: un marchitarse, un pudrirse.
Y ahora, buenas noches, porque he perdido el brillo de la visión. La luz del sol que se filtra por las ventanas es oscura, como cuando observas el mundo a través de la conjuntivitis.
Como si la luz fuera filtrada por la negra muerte, como el fin de una película en blanco y negro.
Y estoy un poco cansado, el corazón no funciona con alegría.
A veces golpeo el pecho y parece que arranca de nuevo.
Los dedos del pie están negros y la rodilla se ha deformado; parece el tumor de un árbol.
Sinceramente, la amputación no acaba de convencerme.
No me gustaría follar y que el muñón se elevara obscenamente al correrme.
Debe haber cierta elegancia en todas las cosas.
No hay dolor y el sueño es fácil.
El cansancio es la mano de mi amor que surge de mi calcáreo corazón, acariciándome el rostro.
Susurra “Duerme, duerme, duerme…”.
“¿Cortarás el tallo si crece mucho, cielo? Me angustia, tanto…”
Y sonríe flotando sobre mí.
Es un ángel…

Iconoclasta

Las cosas bellas lo son por su sutileza, son livianas. Diáfanas como una ventana al dulce sol del amanecer.
Un aleteo de mariposa, un pétalo a caballo de un soplo. Un trasluz volátil, efímero.
Pero no pueden resistir el embate de lo horrendo, denso, opaco, oscuro.
Tan oscuro…
Tanto dolor y su muerte.
Dame refugio.
Aún quepo en tu corazón…
Soy el hombre roto, muchas veces arrollado, aplastado por las brutales cosas horrendas.
Me arrebataron mis pocas cosas bellas.
Las desintegraron con la absoluta indiferencia hacia la ternura que hace posible todas las crueldades del mundo.
Y siento que a mí con ellas.
Me quedé tan vacío…
Aún quepo en tu corazón.
Por favor…
Si pudiera crear cosas bellas, sólidas.
Y a la vez sutiles, que parezcan de plata a la luz de la luna.
Dime que es fuerte la luna, que es una belleza sólida luchando contra lo horrendo.
Si pudiera crear de nuevo las ternuras despedazadas…
¡No puedo! Todo yo siento ser una triste fractura. Un muñeco sin brazos en un vertedero.
No puedo crearlas, no aquí en La Tierra.
Si no estuviera más muerto que vivo…
Tan viejo, tan antiguo de mierda.
No dejo de ver una y otra vez los cadáveres marchitos de los sutiles y bellos momentos descender ingrávidamente, como barcos a la deriva en un mar muerto. Y hacerse polvo al caer en mis zapatos.
Sentía abrirse la carne de mi pecho y vaciarse el corazón.
¡Oh devastación!
Soy un rimero de odios y rencores, grito veneno por vengar la muerte de las cosas bellas, caiga quien caiga, muera quien muera.
Quiero dolor, sangre y muerte. Abrir fuego indiscriminadamente.
Si no puedes con el enemigo, muere odiándolo.
Seré un rencor inmortal.
No quepo en tu corazón, cielo.
Sin mis cosas bellas soy otra oscuridad, una ponzoña en ti.

Iconoclasta

Bueno, algo deben tener para que puedan morir ¿no?
Es anecdótico tener algo en común con los árboles.
Las anécdotas sórdidas siempre son sorprendentes.
Me alegro de que el mío esté dentro. No soy amigo de llamar la atención sobre mí sin vivir en mí.
Si el árbol tuviera que caminar como yo, me gustaría ver si se mantiene tan estoico.
Nunca he sentido una tristeza de esas de enmarcar en el cuarto de las lágrimas.
Yo soy más de blasfemar, es cultural, no es una cuestión religiosa.
Cuando algo duele, simplemente me encabrono.
Asaz…
Y menos mal que la procesión va por dentro y no tengo que pasar horas lijando el tumor.
Dale que te pego sangrando…
Aunque el cáncer no duele, duele aquella carne a la que no le llega la sangre.
Una carne negra que parece, precisamente, el tronco de un árbol con cáncer.
¡Vaya, menuda reflexión! Soy la alegría de la huerta.
Los hay que escriben cosas edificantes. Está visto que yo estaba destinado a ser el contrapeso del himno a la alegría.
Los hay que se comen el bistec y yo la carroña.
No es casual, es algo que me propuse en algún momento, no sé cuál.
Fue mucho antes de que pensara que el árbol y yo teníamos algo malo en común.
Mucho antes.
Siempre fui precoz para lo sórdido.
Podría ser peor: que alguien no dejara de cotorrear a mi lado y me distrajera de las maravillas y grandes ventajas de los cánceres de los árboles y los hermosos nudos que dejan a la posteridad para la producción de muebles lujosos.
Porque del de mi pata no me puedo distraer, no soy un indolente, desgraciadamente.
De cualquier forma, yo y yo mantenemos suficientes charlas para hacer amenas las caminatas dolientes, cancerígenas.
Espero que el ladrillo de Tolkien, hiciera a sus Hobbits libres de cáncer, bastante tienen con las plantas de los pies peludas y las uñas como las de las águilas…
Se me escapa la risa…
No sé quién inventó aquello de que el dolor te hace piadoso. Algún mártir con serios problemas de humildad.
Tal vez algún trastorno neurológico que les da esa apariencia imbécil.
Y desconocimiento absoluto del dolor.
Yo no padezco ninguna parafilia respecto al dolor, si me duele, no follo y punto.
Hay más días que subnormales y entre ellos los días que duele poco.
Vas a meterla precisamente cuando te duele con solo correrte…
Idiotas.
Otra vez… ¿No estaba yo hablando del cáncer de los árboles?
Lo de ser absurdo e inestable no tiene que ver con los bultos, siempre he sido así. Lo sé porque cuando hablaba demasiado, mi padre miraba al cielo buscando no sé qué.
Cuando me hice un poco adolescente, llegué a pensar que cuando le daban esos pasmos, debía ser que su cigarrillo estaba contaminado y se quedaba en animación suspendida escuchándome embelesado.
Resulta que el muy querido (grrr…) buscaba paciencia.
Maldita sea…
Me largo, me duelen los dedos de escribir.

Iconoclasta

Foto de Iconoclasta.

Yo digo que una bofetada se resuelve con otra hostia.
Además, sería imposible pagar solo con otra.
La decapitación…
No se trata de poner la otra mejilla, no es tan fácil.
Todo va más allá, a otra dimensión, en la que yo rijo.
Yo lo puedo hacer; pero vosotros no y si lo hacéis será una chapuza. Un trabajo mal hecho e inconcluso por mucho que matéis.
Pero lo más importante, es que desde el momento en que ese dios melifluo, iracundo y maricón me creó, nadie me ha dado una bofetada.
Yo sí puedo hacer lo que digo, lo he hecho antes de alardear de ello.
En un tiempo remoto, cuando le comía los dedos de los pies a un bebé ante su madre, dios me preguntó desde su palacio celestial mierdoso, que parece un burdel barroco:
¿Por qué lo matas todo, 666?
Le respondí que no soy un hipócrita divino y sádico como él. Que no pido obediencia ni fe a sus amadas creaciones, monos de mierda…
Dices ser amor, y sin embargo asesinas y torturas hipócritamente, cerdo todopoderoso.
Le dije que es mi trabajo y disfruto con él, sin más liturgias de mierda.
Incluso cuando el primate casi con alegría va a morir y por ello dejar de sufrir, le insuflo vida por el placer de observar el movimiento de sus intestinos que, parecen grandes y sucias lombrices retorciéndose al aire.
Evito que el mono muera de un infarto cuando observa como descuartizo a todos sus seres queridos en largas sesiones, chapoteando mis pies en una balsa de sangre y restos cárnicos.
Lo más fascinante llega cuando el dolor y el terror se les hace tan insoportables que su mente estalla y dejan de ser humanos para convertirse en un organismo desgajado o eviscerado, mugiente y convulso. Incapaz de pensar, solo buscando la muerte como un animal que va a morir abrasado y corre hacia el acantilado, al vacío.
Juro que puedo escuchar el sonido a cristales resquebrajándose cuando la mente se les rompe y dejan de ser humanos.
Algo que ningún mono del mundo podrá gozar jamás. Es mi privilegio exclusivo y la razón suficiente e insaciable para exterminaros lentamente cada día, cada noche, a cada instante… A todos, desde los recién nacidos a los que han creído tener la suerte de morir dulcemente en la vejez.
No puedo creer, dios imbécil, como puedes asombrarte después de tantos millones de años viendo como desguazo y extermino a tus creaciones.
Y cuando acabe con el último primate sobre la capa de la tierra, subiré a tu cochino cielo y comprenderás lo que es la fractura de la mente cuando te tenga en el filo de la muerte y el dolor inenarrable; y a tu hijo el nazareno, repartido a trozos entre los coros celestiales, después de haberlo despellejado como un muñeco de medicina.
Cuando tu corazón negro dé el último latido en la palma de mi mano, tu mente se habrá rajado y dejarás de existir antes de morir. Y el mundo que creaste sufrirá un colapso que lo convertirá en otra piedra muerta flotando en el universo. Tu grito de dolor enmudecerá por fin allá en el vacío.
Mientras ese momento llegue, herviré crías de primates humanos como golosinas para mis crueles. Mis queridos y obedientes cerdos diabólicos…
Les gusta más cuando les doy carne de ángel, se matan entre ellos por un bocado de sus alas recias y musculosas, afeminadas hasta la vergüenza. ¿Por qué no los dejas acercarse a mí más a menudo, dios marica?
Ese Dios melifluo y asesino hipócrita, hace ya rato que ha cerrado las puertas de su reino. No le gusta que sus primates inocentes, bienaventurados, ángeles y arcángeles escuchen mi verdad, mi volición imparable.
Cuando desplego en todo su esplendor mi naturaleza en el infierno, el silencio se convierte en una plancha de plomo que lo enmudece todo, ni siquiera se produce eco. Un plomo que cae sobre las almas que sufren sin cuerpo para la eternidad o cuando a mí me plazca acabar con ellas.
Puedo imaginar vívidamente un mundo sin vida humana y rujo al cielo y a la oscuridad de mi húmeda y oscura cueva.
A medida que me tranquilizo tras mi furiosa epifanía, soy consciente del sonido que produce mi Dama Oscura entre mis piernas, chupando mi rabo y sus dedos chapoteando en su raja anegada y brillante, sentada a los pies de mi trono de piedra. Mis huevos captan el frescor de la piedra del trono. Me gustaría que la Oscura prestara más atención a estos detalles, que los acariciara y dejara de darse placer a sí misma.
Extraigo de entre la carne de mis omoplatos mi puñal y goteando viscosidad sanguinolenta, deslizo la afilada e infecta punta por sus pezones acariciándolos, conteniendo a duras penas el deseo de cortarlos.
Ante el caliente filo, se le escapa un gemido de la boca llena de mí y su orina se derrama entre mis pies y sus nalgas poderosas que esconden un indecoroso y hambriento ano.
Un cruel emerge gruñendo de la oscuridad que nos rodea, se acerca al trono y lame con avidez los jugos derramados y el coño de la Dama Oscura cuando se lo ofrece separando las piernas.
– ¡Hazme daño! –rujo.
Desenfunda la fina daga, un estilete ceñido a su muslo y lo clava en el escroto atravesándolo de parte a parte, destrozando los testículos… El glande escupe unas gotas de sangre que caen sobre el hocico del cruel. Las manos de la Oscura están ensangrentadas, ardientes…
Y bramo.
El cruel huye apresuradamente gruñendo horrorizado hacia las oscuridades a esconderse.
Eyaculo una gelatina rojiza que cae sobre las tetas de la Oscura, que mantiene su mano cerrada en mis mutilados cojones, apretándolos, sosteniendo el dolor en su nota más alta.
Es una virtuosa del dolor, no sé si le queda algo de humana…
Y como si leyera mi pensamiento lleva esa gelatina a su coño para extenderla mientras se corre y grita y jadea y sus pechos se agitan pesados, duros…
Esta es la dimensión oculta que habito. La del dolor, la cuarta que tanto buscabais.
Bienvenidos a ella, pasad y sufrid.
Pasad y rompeos, primates.
Moriréis todos.
Siempre sangriento: 666.

Iconoclasta

Los personajes buenos e ingenuos me dan cierta lástima en este mundo de buitres y hienas. Las buenas personas vale la pena pensarlas, hay tan pocas que es terrorífico un mundo sin ellas. Que desaparezca una sola es dramático.
Así que cuando veo un buen personaje en una película o una persona que sonríe sinceramente al verme, no puedo dejar de sentir cierto temor por lo malo que le pueda pasar.
Son presas fáciles. Aunque sé que si han llegado a adultos, no necesitan nadie que los defienda.
Es tan infundado mi temor como instintivo. Tal vez sea porque el débil soy yo.
A mí me ha pasado y no soy buena persona. Me he tropezado con tantos malos siéndolo yo también…
Todas las personas buenas mueren antes que las malas. Es lo que he aprendido.
Mi padre murió con cuarenta y cinco, yo tengo sesenta y uno. ¿Soy dieciséis veces más malo que él?
Pobre padre que me quería sin imaginar lo malo que soy.
Pobre padre….
Solo estuve con él dieciocho años, y las tres cuartas partes de ese tiempo durmiendo y en el colegio.
¡Pobre padre!
Quedaron ciertos sueños rotos.
Me crispa los dedos el recuerdo de su carne fría cuando lo tendieron en la cama a la espera del ataúd.
Ahora que soy viejo y contabilizo demasiados años temo que no me hubiera querido.
No sé qué ven los demás de mí. Mi vanidad produce una gruesa capa de indiferencia.
Pero tú no eres la humanidad, tú importas.
Importabas un millón de cualquiera que sea la unidad de medida.
¿Y si no sonríen sinceramente al verme? Tal vez haya coincidido que hubiera alguien detrás de mí y le sonrieran a él.
Qué ridículo, padre…
Estoy viviendo tanto tiempo como los malos, como lo peor. Lo que queda en La Tierra.
Pobre padre ingenuo.
Aquel día todo salió mal para siempre con tu muerte.
He aprendido que algún dolor cárnico no se va nunca, siempre duele, pulsa, acaba con tu ánimo apenas ha empezado el día. Y sigue doliendo mientras duermes, no hay manera de encontrar la posición para que cese.
Tu muerte no me duele ya; pero me avergüenza porque he vivido más que tú, como los malos.
Pobre padre…
Yo no quería ser tan malo.
Creía ser idiota, pero tan malo…
¿Y si era bueno y al morirte me estropeé? Es una posibilidad que me tranquiliza.
¿Ves cómo soy un hijo de puta? Te estoy responsabilizando.
Qué puerco… Nací malo, pobre padre.
Alguna aleatoriedad de la que no tuviste culpa.
¿Dónde quedaron las cosas que no pudieron ya ser?
¿Hay una oficina de sueños perdidos?
¿De padres muertos?
¿De madres?
Pobre padre…
¿Dónde te puedo encontrar? No me olvido de tu rostro, ni de tu voz. Soy asquerosamente inmune a la amnesia.
Siempre he pensado cómo hubieras sido de viejo.
No sé… Tal vez sea una tontería, pero colecciono todas las banalidades de los seres que amo y me las meto en un bolsillo del corazón. Duele la presión, pero es que no quiero que no duela.
También me siento débil con cierta frecuencia desde entonces que me quedé yo solo conmigo y mi maldad.
Quiero pensar que el manto de la muerte me cubre despacio, que el malo por fin ha de pagar.
Que se desprenden de mí como piel muerta los cadáveres de las ilusiones que tengo dentro.
Y por ello no lucho con entusiasmo para aspirar aire, si algo es bueno no debes estropearlo. Déjalo que haga, déjalo que mate.
Lo bueno de la muerte es que mata el dolor también, es buena gente… Y la carne podrida, como si no existiera.
Bien, mis besos a la muerte.
No quiero acumular más años de maldad o mezquindad.
Ha de acabar ya esto.
Quiero ir contigo ahora y que me digas exactamente qué tipo de cerdo soy y qué he de amputarme.
No te creas que no pienso en madre; pero no tengo nada pendiente con ella. Me quería incluso cuando me hice adulto y se mostraba en todo su esplendor mi mezquindad.
Y me quería así.
Qué tonta.
Pobre madre…
Todo se muere a mi alrededor.
¿Qué pasa?
Te engañaste, pobre padre. Cuando buceo dentro de mí, no puedo evitar pensar que fui un fraude.
Ser malo no siempre es ser indigno.
Y la indignidad pesa. Debo decirle a mi hijo lo que soy.
Que tiene un padre que vive más de lo que se merece.
Porque indigno no es una buena forma de morir.
No quiero perdón, ni siquiera me he planteado que tuviera que pedirlo por nada.
Pero ¿indigno para mi hijo? Eso no es forma de morir.
¿Si yo no hubiera nacido estarías vivo, padre?
Es un problema que me corroe desde que empecé a ser más viejo que tú.
Cuando cumplí cuarenta y cinco y pasaban los días y no moría, me dije: Ya está, yo también soy un hijo de puta viviendo demasiado.
Y aquella vez que se me llenó un pulmón de sangre y cada vez que respiraba me salía por la boca, me dije: bueno, dos años de diferencia… Cuarenta y tres solo son dos años menos que padre, somos casi iguales de buenos o malos. Es aceptable.
Pero el hijo puta no se murió, está visto que mi misión era ser muy malo.
Tal vez aquello dolía demasiado y por eso me confundí. No pensaba en vivir, solo quería que, por favor, dejara de doler aquella lija que se arrastraba por dentro de mí. ¡Uf!
Y huyendo de aquel daño masivo, crucé de nuevo la frontera hacia la vida.
Quisiera lavar mi alma de lo que me hace tan longevo, si la tengo.
Dejaré de existir, lo sé; pero no quiero tener esta carga en el momento de morir.
Preferiría ser menos mierda.
Y aquí acaban mis palabras inútiles y queda eternizado mi ridículo.
Al menos que nadie crea que me sentía un buen tipo a grandes rasgos.
Pobre padre…
Te moriste queriéndome.
Pobre padre ingenuo.
Pobre padre, mal hijo.
Tiraste margaritas al hijo… Al cerdo.
Un error de cálculo tuyo. No te creas perfecto, solo amado.
Querer por querer es una imprudencia temeraria. Y una injusticia.
Y ahora que muero más que vivo no quiero engañar a tu nieto que no conociste.
A ninguno de los que te observan en las fotos pensando como hubiera sido el abuelo Paco.
Aquella mañana despertaste vivo.
Y de repente muerto, sentado tu cadáver en la silla que acarreaban los enfermeros para meterte en casa, porque no entraba una camilla o silla de ruedas en el ascensor. No sé qué pasó luego durante dos o tres horas que se me perdieron… Pudiera ser que corrí a buscarte para meterte otra vez en ese cuerpo muerto. Y lo hice mal.
Ni siquiera lo intenté, solo lloré como un maricón.
No sé… El universo se disolvió y yo con él.
Me duele la cabeza.
Necesito no vivir.
Yo mismo me maldije: lo malo vive más que lo bueno.
Y no puedo ni quiero cambiar de opinión. No quiero añadir la hipocresía a mi indignidad.
¿Escribiste alguna vez con la cabeza doliéndote como si fuera a estallar?
¿Cómo la mía ahora?
No mola.
Es una putada.
Pobre padre…
Qué desolación, papa…

Iconoclasta

Hay momentos en los que me permito subir a las nubes y desde ellas te busco. Sé que mirarás al cielo cuando me acerque altamente a ti.

Son cosas infantiles, lo sé; pero me canso de ser adulto y la desesperanza que conlleva la sabiduría de vivir. Necesito unas breves vacaciones de mí mismo, evadirme de mis nefastas certezas durante unos segundos. Soñar que te doy un simple beso, que tomamos un café con esa tranquilidad de saber que no hay tragedia de distancias e imposibilidades de la historia de cada cual.

Así que desde allá arriba te gritaré mi amor y tú con un gesto de la mano, me dirás que baje. Sin dejar de sonreírte, espiando tu escote, te diré que no puedo. He dejado mi cuerpo abandonado en el bosque y podría morir. Y si muere el cuerpo, muere toda esperanza, aunque de hecho, nunca hubo ninguna.

Solo unos segundos para descansar de la presión de la realidad, sentado en una nube de tinta y papel. Ilusionado como el crío que muerto dentro de mí, imaginaba momentos con ojos brillantes de ilusiones.

Lo maté porque no podía permitir que supiera la verdad de todo. No podía permitir su llanto de tristeza, miedo y frustración.

Cuando te haces adulto debes asesinar al niño que fuiste.

Una muerte piadosa…

Ningún niño tiene que sufrir la ausencia de magia e ilusión que hay en la vida de los adultos, en su madurez.

Porque si el pequeño llora de tristeza y decepción te contagiará el miedo y la pena.

Y construirás castillos en el aire indignos de un hombre, cometiendo delito de infantilismo e ingenuidad.

El hombre solo debe soñar cuando duerme agotado de trabajo, errores y decepciones. O duerme sereno después de follar, cuando inopinadamente algo salió bien por el esfuerzo de bregar entre tanta mierda todos los días. Y si fue por azar, mejor así, menos cicatrices.

Cuando empieza la jornada rasgas todos los sueños y lanzas los jirones al viento que se desintegrarán en la luz antes de llegar a ningún lado.

Y así se crea y mantiene tu vida, palpable y firme. Tuya y solo tuya.

Cruel y salvaje con toda ilusión, con toda libertad que quieren arrancarte de tus dedos aún no muertos.

Vivir es un esfuerzo atroz para un niño. La vida cuesta millones de unidades de dolor en algunos momentos. Entiérralo, duérmelo para siempre si prefieres llamarlo así; si te hace sentir menos asesino. Que su infancia no se enturbie por la violencia y los jadeos de esclavitud y mezquindad de los adultos.

El niño ya hizo lo que debía, dale su descanso y tú, sé hombre.

Y lo hice, el cadáver del niño que fui flota en mi pensamiento, dulcemente. A salvo de todo lo malo que vivo y de la muerte que llega rápida, con adelanto sobre la hora establecida.

El pequeño está a salvo.

Sé que le hubiera gustado viajar conmigo en la nube y agitar la mano saludándote.

Cuando llegue mi fin, intentaremos ir juntos a saludarte desde lo alto; si la muerte fuera más dulce que la vida, nunca se sabe (otra esperanza sin fe desde mi nube).

Vuelvo a mi vieja piel.

Bye, amor, hasta nunca.

Hasta siempre…

Iconoclasta

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La luz oscura.
Las palabras en el vacío.
La oscuridad jadeante.
Los párpados destripados.
El pene desollado y la navaja sucia a tus pies.
Escamas de óxido en una esclerótica.
Llorar sangre y que no duela.
La sangre del ano que caga vidrio.
Una sonda de alambre en el meato.
Una oruga en los labios.
El filo que desguaza la uña de la carne.
Un sueño de infinita pena y no despertar.
Despertar de un sueño y quedar abandonado a la vigilia.
Un alarido que no sale a pesar de las mandíbulas desencajadas.
Un café amargo con mucho azúcar y los dientes ensangrentados.
La nariz rota hurgando el cerebro.
La vida rota.
La alegría hecha pedazos.
La tristeza como lepra.
El mismo día.
El último vómito del cáncer
Su coño desbocado golpeando circularmente mi boca.
El semen brotando como una meada, sin tocarme. Y ríen.
El hijo que nace con las tripas fuera y llora y no muere.
El amor era mentira.
La existencia de Dios.
El enfermo parto de una virgen.
Papá muerto follando a mamá muerta en el Cielo Cristiano.
Un jaco profundo en el oído y el caballo no calma el dolor.

Iconoclasta

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La esperanza es la pequeñísima partícula de una sonrisa que quedó viva tras una devastadora tristeza.
Es una risa en un velatorio. Una risa lacrimosa, como de locura.
También sonríe el que ve próximo el fin definitivo a su sufrimiento, morir…
La esperanza es la última sonrisa posible antes de que la vida gire brutal en la dirección que intuimos, sin remedio. O a la muerte.
Es despertar de una pesadilla; pero no garantiza que no despiertes en otra. Simplemente da esos segundos de paz necesaria para no romper la mente tan golpeada ya en añicos. Ya cansados de tanta mierda, de más de lo mismo que no cambia nunca. Como el ratón en la noria… Es lógico que la esperanza sea una sonrisa del delirio.
Y pobre del que tiene muchas esperanzas, porque ha debido sufrir mucho.
La esperanza es tan solo una caricia en el ánimo ante lo inevitable. No es salvación, solo azúcar para rebajar la amargura. Mejor que duela poco que mucho, debas vivir o morir.
No sé porque; pero el dolor siempre es mucho, la vida te lo regala generosamente, junto con el asco, el hastío y el semen que se enfría muriendo a los pies de tu sórdida y oscura soledad.
El sufrimiento, la tristeza no te hace fuerte, te mina poco a poco los cimientos del pensamiento y te derramas entre ellos como la arena de un reloj roto ya entre los dedos, te desintegras y ya.
De pequeño, un médico me arrancó una uña del pie con unos alicates; pero no sobrevivió en mí ninguna partícula de alegría. No sabía cómo hacerlo para escapar del mundo, estaba rodeado de dolor, no había salida. Recuerdo a mi madre con la mano en la boca y yo muy lejos, a kilómetros de ella en aquella enorme camilla de ambulatorio. Tal vez la esperanza, esa partícula de una sonrisa estaba en la uña que me arrancó. Y era muy niño para saber del dolor, no sabía lo que iba a pasar.
No puedo evitar sentir vergüenza de aquella inocencia. La inocencia es un vidrio en la tierra que no ves, que no conoces su existencia y descalzo, pisas con fuerza creyéndote muy fuerte de mierda, infantilmente orgulloso. Y además del dolor, haces el ridículo.
Soy el gato que confiado de su agilidad se precipita y muere. Lo fui durante un breve tiempo, el dolor enseña quieras que no.
Y odio el ridículo más que la esperanza.
Cuando un dolor o una tristeza te cogen desprevenido, te das cuenta de que las esperanzas siempre llegan tarde y solo son polvos cosméticos.
Así que en lugar de esperanzas, fórjate en lo peor sin ser derrotista. Sé boxeador o torero, mientras estás de pie solo necesitas respirar para golpear y fintar, el resto ya lo comprarás si puedes.

Iconoclasta

A veces pienso que estoy absurdamente cansado.
De una forma absurda porque es mi voluntad cansarme. A veces tampoco me entiendo.
Tal vez es la vergüenza de ser un tullido enfermo y no trabajar como antes de romperme; como si no concibiera la vida sin esfuerzo.
La mente, el instinto dice: camina, muévete joder. Sin tener en cuenta lo roto y enfermo del cuerpo.
Y cuando llega la noche, cuando intento recuperar el cansancio y la fría serenidad, el sueño se llena de calambres, sus terribles dolores y pesadillas. Las pesadillas no me preocupan mucho, soy valiente. El dolor es el problema de difícil solución. Cuando el pie toca el suelo, no jodas… Hoy me lo tomaré tranqui, me digo para calmar lo que duele, para que se tranquilice lo que se pueda serenar de mí; pero no es así.
Con el primer café y su cigarrillo la mente sobrevuela horizontes de cielo y montañas y otra vez: camina, muévete joder.
Solo cuando hay una piel más negra de lo habitual, la rodilla tan inflamada apenas pasa por el pantalón y los dedos de los pies duelen al pisar, me asusto lo suficiente para solo caminar una hora a lo largo del día y aceptar con humillación mi horizonte tan vergonzosamente pequeño. Yo tan absurdamente tullido.
Si al menos no doliera tanto caminar, si no tuviera que arrastrar continuamente una pesada carne casi muerta, la vergüenza de ser medio hombre sería más llevadera. Podría sonreír de vez en cuando caminando como si disfrutara… Y no tener que controlar y disimular un rictus de dolor que contrae mi jeta a cada mal paso que son cientos.
Si no doliera esta hijaputa…
A veces haría autoestop por solo cien metros. ¡Qué maricón!
Calla y camina.
No quiero que la lluvia también me duela.
El secreto de caminar con cosas casi muertas pegadas en ti es siempre ser más malo que tu propio dolor. Considerarte merecedor de tu propio desprecio por ser un tullido.
Camina, pedazo de mierda.
Y otro día más igual, hasta que me rompa completamente.
Absurdamente cansado, a veces pienso que soy mi propio campo de concentración.

Iconoclasta

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