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Amanece lloviendo en una mañana bellamente oscura, relajada de luz, con el sonido acolchado que el bajo cielo rebota sin matices, sordamente, como un susurro en el oído. Es un día a juego con la piel de los cadáveres y la silente inmovilidad de sus pulmones.
Con el pensamiento oscuro llega la serenidad de la desesperanza.
No hay nada que esperar, tranquilo.
Y la depresión de los pusilánimes que intuyo, allá muy lejos, me provoca un conato de gozo añadido.
En soledad soy puramente yo, inmune a la vergüenza y al control. Es la razón de que las emociones se derramen como un torrente dentro del cuerpo y las entrañas oscilen flotando en cálidos embates de llantos íntimos, densos y aterciopelados.
Las tristezas se extienden con ternura entrando por los ojos infectando los dedos que, deliran acariciando algo invisible y hermoso en el aire. O cierro los ojos a una brisa que porta recuerdos y emociones por las que valió la pena nacer.
Y así, indefenso a mí mismo bajo la lluvia, encuentro el cadáver de un pajarito, un ser pequeño y bello que crea una angustiosa oscuridad en el ánimo. Una cuchara tan roma como dolorosa se clava en el corazón y me arranca un trozo del alma que se me escurre por los labios en un gemido mudo.
Es el suspiro más triste del mundo, un espectáculo digno de mí.
Qué pena, pobrecito mío, que no conocía su existencia y he tenido el honor de conocer su muerte, su tierno cuerpo aún incorrupto.
Tan pequeño y tanta desolación acumulada…
Pienso y deseo que ojalá me muera antes de ver otra naturaleza muerta.
Me siento ruin de seguir vivo ante esta hermosa y pequeñita vida que fue.
Purgo la pena dedicándole mis inútiles mejores deseos, un adiós tardío y una pena atómica.
Pareciera que acumulo muertes. Soy el contador de los cadáveres más bonitos del planeta.
Conozco ese dolor de la muerte en sus garras cerradas y crispadas.
Una certeza dolorosa.
Los salmos sabios del horror y la pena.
Lo conozco tan bien…
Siento tanto que haya sentido esa angustia, la certeza del fin durante una pequeña fracción de tiempo.
Pobrecito mío…
Y yo tan vivo de mierda, como un puto cobarde.
No puedo evitar quererlo ahora que está muerto helándose en un frío charco, con los ojos tan abiertos, mirando el cielo al que ya no volará.
No puedo sentir indiferencia. Por favor…
He perdido un trozo de alma y hay un agujero en el pecho que me roba la respiración.
Me duele la cabeza tan adentro que pareciera que nunca más podré sonreír.
Es hora de descansar, no quiero saber de más muerte que la mía.
Misericordia.
Estoy harto del frío en la piel tan parecido a estar muerto, de la gélida lágrima que no acaba de derramarse del párpado y amplía la visión del horror, una lupa lagrimosa y sórdida.
Y aquí entre los seres bellos, no llevo la máscara de la impasibilidad. Estoy indefenso a las tragedias mínimas.
Ojalá el próximo cadáver sea yo. Estoy agotado, cansado y triste de la peor forma posible, en libertad, en soledad. Sin que nadie interfiera en este dolor del súbito vacío.
Tan pequeño, tan bonito…
Soportando la muerte con los ojos bien abiertos.
Que valiente, pobrecito mío.
Y yo tan asquerosamente vivo.
La vida es una pesada carga, ya no quiero saber o experimentar más. Soy más sabio de lo que hubiera querido ser jamás.
Me quiero morir, aquí al lado del valiente.
Desaparecer con él.
Dios es un trozo de mierda, amiguito mío. No temas, el cerdo no existe y serás libre.
Si pudieras ser algo tras morir…
Me quiero acostar junto a él y ver las cosas que ya no ve.
Y no penar más.
Me duele inevitablemente el corazón.

Foto de Iconoclasta.

Aleatoriamente puede surgir un día de invierno en el que el frío deja de susurrarme al oído: “Te voy a matar, te voy a matar. No permitiré que la sangre llegue donde debe y morirás. Te mataré.”.
Y hoy guarda silencio el muy astuto, sabe que también se aproxima su muerte y experimenta, como yo, la fatiga de vivir.
Los sabañones de las articulaciones de los dedos y bajo el filo de las uñas duelen menos. Soy un poco menos tullido y no pesa la vergüenza de caminar lenta y torpemente. La sangre se calienta dando elasticidad a los tejidos y un poco de calidez a los huesos y al alma que protegen dentro de sí.
No es que esté bien, es menos malo.
Y superada la supervivencia se abre un resquicio para la ternura y el amor.
E igual que en los inicios del otoño, como un óleo extendiéndose dentro del pecho, la melancolía vuelve. Pienso en la calidez de la piel amada y deseo con urgencia acariciarla con dedos y labios. Contarle que estoy ileso en mi lucha contra el frío, que aún soy fuerte.
Quiero que se sienta orgullosa de mí a pesar de que no me engaño, sólo soy un mierda cansado.
Y ahora, el frío comienza de nuevo a susurrarme la muerte. Le hacen coro espectral las crujientes lamentaciones de quebradizas y desnudas ramas que agita con su aire helado.
Se acabó la tregua. Relego el amor al tuétano de mis huesos, junto al alma si no ha muerto.
Cierro el puño a pesar de que se rasga con irritante escozor la piel y camino de nuevo con la humillante torpeza que me hace hostil a todo.
No voy a morir sonriendo con resignación de mierda.

Foto de Iconoclasta.

Esa cosa… Ese dios que atesora todo el dolor del universo para verterlo sobre sus criaturas y matarlas (a vosotros crédulos pecadores) y transformarlas en sus lujuriosos ángeles.
Seres que lleguen a él para adorarlo en esa eternidad suya que lo pudre y enloquece.
Nadie tiene derecho a la alegría si respira, es la ley de vuestro dios esquizofrénico.
Del asno celestial.
Morir para alcanzar la serenidad, la plenitud, la verdadera luz…
¡Qué pedazo de cabrón vuestro dios!
Si existe ese puerco que vierta también sobre mí su dolor de mierda y me mate ahora mis…

Montaje de ilustración de Iconoclasta.

Últimos párrafos del diario de Nadie:

Me he equivocado y llevado la pluma a los labios en lugar del cigarrillo. Me doy cuenta porque al aspirar no entra humo en la boca y pienso con distraída ingenuidad que se ha apagado.
Al ser consciente de lo que he chupado y a pesar de estar solo en la casa, miro a mi alrededor con temor a que alguien hubiera visto semejante estupidez.
Temo más al ridículo que a la enfermedad que pudre mi cerebro.
Sé que este es un hecho banal y hace bostezar desesperadamente a las ovejas de puro aburrimiento; tienen razón. Sin embargo, para mí ha sido el suceso más importante del día y no me interesa particularmente la literatura.
No me parece triste, todo lo contrario, lo encuentro cómico. Aunque me temo que la comicidad es una situación triste de quien está acabado. Los personajes cómicos siempre han sido mendigos con un ingenio tramposo para que los obreros se sientan bien en su condición de esclavitud.
Lo que me preocupa es el resultado de la biopsia que me hicieron en el cerebro. Se llevaron un trozo pequeñito de mis sesos, no dolió la extracción; pero sí el agujero que me hicieron en la calavera con una simple sedación local. No puedo conciliar el sueño evocando el chirrido del taladro y ese dolor venenoso de lo que quiere invadir lo más sagrado del ser humano.
Me dejaré morir si me dicen de hacer otra biopsia.
Y ahora espero el diagnóstico de la máquina que me leerá el médico como un notario la puta hipoteca.
Hace años que los médicos ya no saben diagnosticar, sólo son administrativos tramitando citas con las máquinas de analíticas e imagen.
¡Vaya, parece que la tontería de la pluma se ha complicado! No me apetecía escribir de ello en este diario de Nadie. Nadie soy yo, lo vuelvo a escribir porque a veces me olvido de qué o quién soy.
¿Sabes qué te digo? Para morir con angustia tras conocer el veredicto del diagnóstico, prefiero una muerte despreocupada y coloquial con la infeliz ignorancia de morir sin el estrés de saber lo inevitable.
No voy a acudir al administrativo sanitario que no sabe explicar o teorizar entre ignorancia y desidia mi mal. Además, estoy seguro de que me cantará el diagnóstico de un cerdo enfermo por algún error en el análisis de la muestra.
Se parecen más a hechiceros que a médicos.
Lo peor es que no les importa el dolor ajeno. Si les importara te dirían que mejor no pasar por ello. Es innecesario.
La premisa es que no es bueno sumar más dolor a la enfermedad. Si estás condenado a una muerte pronta ¿para qué tanta mierda?
Los cuerdos son cobardes por mucho que duela. Y de ellos se aprovechan los fabricantes de diagnósticos.
No asistiré a la cita con el neurólogo, punto.
Me voy a fumar otra pluma y esperar que dejen de sangrarme los oídos.
¡Cómo ha crecido mi hijo en estos siete años que lleva muerto! Me sonríe desde el umbral de la puerta de la habitación.
Nunca llegué a conocerlo como adulto, murió cuando apenas alcanzó la adolescencia. ¡Qué guapo es!
Si su madre no se hubiera suicidado sería histéricamente feliz de verlo.
¡Qué bonita es la soledad compartida!
Ojalá hubiera estado tan podrido cuando murieron. No habría llegado a escribir estas cosas en el diario de Nadie, no hubieran sido tan dolorosos estos últimos tres años que Sari me dejó sólo.
Mis compañeros de trabajo me envían mensajes de ánimo y pronta recuperación de mi depresión; no tienen por qué saber más. Los más amigos bromean diciéndome que disfrute de mi baja.
Al principio respondía a todos los mensajes con un adiós. Hace ya dos semanas, ni eso. De hecho, el móvil está apagado.
No es locura o un tumor cerebral lo peor.
Lo peor es el hastío.
Ocurre muy a menudo que el corazón parece cansado, se detiene un segundo y luego arranca con un doble latido tan fuerte que me quita el aire del pecho y marea.
Creo que es lógico. Hacia donde voy sólo hay quietud y el corazón lo presiente, quiere parar de una puta vez de puro cansancio y de que un cerebro enfermo le dé órdenes. Estamos nerviosos porque esto dura demasiado. No he sido tan valiente como mi esposa, quiero decir que he sido pornográficamente cobarde y me dejo morir pasivamente en lugar de trabajar en ello de forma activa.
No voy a perder más tiempo aquí, a la mierda el tratamiento.
El fantasma de mi hijo, mi elaborada alucinación se ha esfumado. Supongo que a ningún hijo le apetece ver morir a su padre; pero es mucho más obsceno y turbador que el padre sobreviva al hijo.
Soy un hijoputa.
Sólo quedo yo de todo lo que importa, soy un ganador de mierda.
Ya por poco tiempo.
No. Realmente hay días en los que no estoy seguro de estar vivo. Siento que soy un sueño, el vapor que desprenden los durmientes.
Fumar la pluma ha sido una dosis de realidad. No es cualquier cosa, me recuerda que todo está mal. Yo sólo quiero que esto se acabe, largarme.
Ahora, dos hombres de rostros deformes e indescriptibles reptan por el suelo con rapidez usando sus brazos y manos de dedos rotos y me muerden las piernas en silencio, como insectos. De cintura para abajo no tienen cuerpo y han dejado un rastro de brillante humedad en las baldosa como una estela de baba tras de sí; mi hijo asoma de nuevo sonriente en el umbral.
Tengo tanto miedo a ser devorado indolora y horriblemente que mi mente se ha fragmentado y veo el mundo a través de los añicos de un espejo. Me levanto asustado de la silla y me dirijo al salón sin más razón que el olor a podrido. Arrastro a los semi caníbales que no dejan de devorar mi carne a cada paso, el pasillo parece hacerse infinito y temo no llegar. Es un tópico surrealista, carezco de originalidad alguna.
En el salón, el cadáver de Sari se descompone relajadamente tendido en el sofá y el cuchillo que le clavé en el pecho sigue firme como un hito de altitud en el pico Esquizo a un millón de metros sobre el nivel de la humanidad y su realidad de mierda.
La dejé en el salón porque el hedor en la habitación no me dejaba dormir.
No se suicidó, no puedo mentirme en momentos de lúcido terror. Le clavé el cuchillo en el pecho mientras la follaba tristemente, como todo lo que hacíamos juntos desde que murió nuestro hijo.
Estaba tan cansado de una tristeza que no se curaba jamás…
La maté porque abonaba su tristeza con afán de martirologio, su voluntad era llorar eternamente la muerte del hijo. No cesaba nunca en sus suspiros y lamentos a cada momento. Esa tristeza se hizo tumor dentro de mi cráneo.
En caso de que existiera mi neurólogo, estaría de acuerdo conmigo. Sin mi diario se me escapa mi historia reciente y ni yo mismo sé quién soy.
Y no se corría cuando la follaba, parecía carne muerta caliente.
La llegué a odiar tanto por esa tristeza cultivada durante años minuto a minuto, pudriendo toda alegría incluso antes de que surgiera la esperanza…
Mi hijo me sonríe tan adulto y guapote dejando caer otro medio hombre que sostiene entre los brazos. La cosa, con la velocidad y afán neurótico de una cucaracha, se arrastra hacia a mí y con sus brazos y dientes se aferra a una de mis piernas pasando por encima del otro. Y roe la carne y el hueso demasiado cerca de los cojones.
– ¡Úsalo, papá! –exclama mi hijo señalando el cuchillo en el pecho de su podrida madre.
Claro que lo uso… Para que mi hijo se sienta orgulloso de su padre.
Estas mitades de hombres… ¿Son sus semi amigos? ¿De dónde saca estas cosas? Son tan irritantes que le quitan solemnidad al acto.
¿Por qué morderme si ya apenas existo?
– Estarán contigo siempre, papá –responde a mi delirio.
Está sonriendo, siempre sonríe. No es razonable que tras la muerte y sus amigos cucaracha se pueda sentir feliz.
Bueno… Ninguna sonrisa por sórdida que sea puede hacer daño tras tantos años de elaborada y forjada tristeza.
Ha envejecido rápidamente, está más viejo ¿O es descomposición?
Se abalanza con una sonrisa demente y maliciosa, no tiene piernas ni brazos, se ondula como una oruga para avanzar. Y es rápido… Siempre supe que mi hijo hubiera destacado en muchas cosas si le hubieran dado tiempo.
Al entrar el acero en el cuello, todo se hace oscuro y está bien. No hay dolor porque la certeza de morir lo solapa.
No sé cómo ni en qué momento ha ocurrido. Será que un brazo por un instinto reflejo y sin el control de la locura ha hecho lo que debía por pura piedad y no como mi médico si existiera.
No tengo piernas ni cojones, intento arrastrarme hacia la estela viscosa que ha dejado mi hijo en el suelo para ir con él, donde él; pero resbalo en mi propia sangre.
Sari sonríe por primera vez en muchos años, también se ha desprendido de las piernas como una lagartija de la cola. Cae pesadamente del sillón rompiéndose los dientes contra el suelo. Acercándose a mi rostro, me devora los labios…
¿Cuándo llegará la muerte del cerebro?

La locura es un universo exclusivo para el loco, a su medida. Tan real como el universo en el que primero fue parido.
No hay más realidad que la experimentada. Es innegable la frecuencia de la luz que cada cual codifica con su cerebro.
Los locos son viajeros que vagan entre dos dimensiones lumínicas sufriendo en ambas.
Nadie, loco o cuerdo, puede negar que lo que ve no existe.
¿Qué importa lo que eras y conocías si ahora habitas otro mundo con otra visión, con otro pensamiento? Sólo tienes la certeza de que aquel no eras tú. No eras Nadie.
Encontraste el portal a otra dimensión que los cuerdos invidentes llaman locura.
Las resurrecciones no son lo que prometieron ¿eh? Y la medicación intenta engañar al mundo, no al paciente.
Cuando estés loco no lo sabrás.

(Primeros párrafos del diario de Nadie)

Las hojas de fino papel, pobrecitas, al escribir se abarquillan. Se rizan las esquinas cerrándose sobre sí mismas para impedir el daño y su conclusión: el dolor que desencadena la hiriente pluma y mi inexcusable e irracional ira.
Soy malo.
E impío.
La pluma escarifica el papel que no puede soportar la mortificación y la hoja agita sus hombros mermados de brazos como los bebés fajados.
Y crujen.
Misericordia…
Qué lástima de lamento.
Un humano que nació sin manos en los brazos intenta defenderse de la puñalada en el pecho y el puñal, irremediablemente, hace lo que debe.
Como yo.
Soy un hijoputa.
La pasión es violenta y doliente sobre todas las cosas, les salgan brazos de los hombros o no.
Como si no supieran que los brazos no formados que se cierran sobre el pecho indefenso no pueden evitar la agresión del arrebato.
Todos esperamos actos sagrados de salvación.
Pobres hojas crujientes de pensamientos tallados sin cuidado.
No hay nada sagrado.
Y la salvación es un aciago azar.
Soy un criminal.
Siento pesar en el corazón, lo siento de verdad…
Pero no puedo parar o me estallará la cabeza.

Foto de Iconoclasta.

¿Qué cojones pasa ahora? ¿A santo de qué esta mierda?
Las piedras ruedan cuesta arriba ahora que me dirijo a la cima.
Maravilloso…
No es inusual que morir se convierta en una confusa y compleja performance que, no tiene más interés que el de joderte, porque tienes el cerebro operativo y captas la mezquindad humana como auras flotantes que infectan de muerte la razón y me provocan pesadillas. En definitiva, soy un testigo a liquidar por la humana envidia insectil.
Las piedras me quieren aplastar por la espalda, a traición y absurdamente.
Son malas como un cáncer.
He escuchado a cobardes y apóstoles de sectas del amor palurdo, desmesurado y planetario, decir que el cáncer lo padece quien ha hecho cosas malas, o es en esencia malvado. Por lo cual esos cobardes píos no lo padecerán.
Sin embargo, he aprendido que todos los hijos de puta del mundo están sanos como cerdos de selecta crianza y duran asaz.
Las piedras que ruedan veloces hacia mí son como esos cobardes: han visto que camino raro y han pensado que soy un malo arrastrando un bulto oculto.
Ni que fuera una mula transportando heroína en el interior de los huesos…
Hay hostilidad del universo contra mí; a pesar de que soy una mierda, el universo pierde el tiempo conmigo.
Las piedras no son como los mirlos que brincan por el bosque piando muy relajados, paralelos y a prudente distancia de los caminantes silenciosos y solitarios cuando no tienen mirlas que follar.
Las piedras son la orina y los excrementos solidificados de la mediocridad y la cobardía.
El duro vestigio de la humana miseria.
He esquivado una roca que rodaba vertiginosamente para arrancarme la cabeza, ha pasado a unos centímetros por encima de mí y se ha detenido cuando en la cima alcanzaba la cara opuesta, al inicio de la ladera de descenso, ya con el impulso agotado.
Es absurdo…
Las piedras son idiotas como esos sabios de la teoría del cáncer justiciero, tan beatos…
Prefiero a los inquietos mirlos que mantienen un saltamontes o un escarabajo en el pico, como yo un cigarrillo.
Estas cosas de las piedras es mejor no airearlo, porque además de ilegal te calificarán de conspiranoico.
Debo ser oculto y secreto lo que me resta de vida.
Nunca he sentido la soledad como una carga o estigma; la he buscado. Tal vez eso es un billete de lotería por otro bulto con premio seguro.
Sienten envidia los expertos del cáncer porque hasta las piedras los ignoran.
He llegado a la cima y para evitar accidentes me siento en la ladera opuesta, donde las piedras no pueden lanzarse cuesta abajo y se detienen tosiendo al borde, agotadas de rodar hacia a mí y mi maldad.
Las subidas me machacan y por lo visto a las piedras también, que quedan temblorosas y exhaustas al borde de la bajada; idiotas analfabetas que no conocen como funciona la fuerza de la gravedad, ni siquiera por intuición.
Una vez recuperado el aliento saco de la mochila el tabaco y una cantimplora con casi un litro de dulce y chispeante cocacola aún fría que me bebo sin descanso. Y luego, me enciendo un cigarrillo.
En verdad que debo ser un mal bicho, porque pienso que la cocacola y los cigarrillos son los mejores inventos de la humanidad, por mucho que no dejen de cacarear las piedras idiotas que son venenos que me van a prohibir.
Llegan tarde.
Y no soy un conspiranoico.
Siento en la boca la amarga aspereza de los veinte diazepanes que he disuelto en la cocacola.
Me gusta el tabaco porque el humo hace llorar mis ojos resecos que, por muchos recuerdos que evoque, no consiguen derramar las lágrimas que alivian la osmótica presión de la tristeza y la frustración.
Es de agradecer el humo, una de esas piedades por las que vale la pena fumar.
Echo de menos a mis queridos muertos que lenta; pero incansablemente me han dejado solo aquí, abandonado a las piedras, sin más armas que mis venenos.
A unos metros, un mirlo salta neurótico picoteando el suelo, con su melodioso canto que sólo cesa para tragar el insecto que luce orgulloso durante unos segundos en el pico.
En algún momento queda inmóvil mirándome, controlando que no me mueva; es tan pequeño y perfecto… Sonrío, aunque creo que mi boca no está por la labor de moverse.
Es una de esas sonrisas tristes que esbozamos los tristes.
Me tumbo cubriéndome el rostro con el sombrero y pienso en Terminator y su “Sayonara baby”; sin que al fin nada duela.
La piel se me enfría veloz y se agradece el sol, sin que sirva de precedente.
Conspiranoico…
El cáncer es estigma de maldad y duele y agota por esa beatitud pederasta que los mezquinos predican. Mi castigo a no sé qué; pero un veneno autorizado, por lo visto.
Mi cocacola es un dulce placer que combate la amargura nuestra de cada día como el pan de los cristianos y es veneno.
Mi tabaco templa y relaja mis pulmones cansados y fríos, porque la imbecilidad te roba el calor del cuerpo en un segundo. Y es veneno…
Y el universo muerto y vacío, poblado de piedras quiere robarme lo poco que me da un asomo de placer, incluso mi bulto que llama la atención de las piedras.
¡Qué cojones conspiranoico!
Estoy tan har…

Ivana Cardenal es una mujer construida a sí misma, con todo detalle, con toda su fortuna.
Consejera delegada de la cosmética Divina Piel fundada por su padre ya muerto, tiene apenas cuarenta años.
Su belleza tallada y depurada al milímetro con bisturí, al admirarla por primera vez inspira una especie de ternura ante su aparente fragilidad, es una muñeca perfecta, con algo más de uno sesenta de estatura, una veinteañera universitaria pija de rostro dulce en la larga distancia. Frente a mí, follándola aquel primer día, una de las mujeres más regias y lujuriosas que pudiera imaginar.
Y un poco más allá en el tiempo, una perversa y subyugante amante.
Hoy, una alienígena del dolor y el placer. No puedo creer que haya en el planeta otro ser como Ivana.
Soy su número cuatro. Porque pronunciar mi nombre me hace vulgar.
Estoy de acuerdo.

—–

Has hecho de mí una puta de tu harén.
Mi rabo despellejado sólo obtiene consuelo de tus manos y boca. Estoy enganchado a ti como el yonqui al caballo.
Soy una natural consecuencia de tu existencia. Tienes mi pene en tu puño y tú me gobiernas.
No pienso, no decido. Eres mi paz.
Y mi animalidad simple y brusca.
No hay sumisión en mí, ser tuyo no requiere ninguna humillación, es un estilo de vida natural.
No necesito más.
Me maltrato la polla herida y enrojecida para que la cures durante más tiempo. El bálano dilata el prepucio irritado intentando emerger, buscando la entrada de tu coño. Está tan devastado el pellejo, que parece rasgarse.
Estoy a la espera de tu auxilio.
Quiero correrme en el algodón y tus dedos. En las gasas y tus dedos.
En tu boca y las tetas.
Hubiera sido mejor que te gustara la mermelada o el helado; pero no importa.
El chocolate caliente y espeso como la cera, cuando hace su trabajo, doler, me arrastra a una eyaculación sin caricias, sin tocarme.
Y el chiste está en que es chocolate con leche el que lamerás. Es algo que tenías previsto…
Antes de la cura, antes de follarme como a una puta descerebrada, me masajeas los huevos para estimular la producción de leche y su calidad como si fuera un cerdo semental.
Lo sabes todo…
Soy tu macho de establo, tu animal de monta.

—–

Dos años atrás la conocí en un restaurante, La Aguja, en el centro de V. Entró y el camarero le dijo que no había mesas libres, excepto la mía, una pequeña para dos.
El camarero se acercó y me preguntó con discreción si me molestaría compartir la mesa con la señorita. Le respondí que no había problema. Y se dirigió de nuevo a la entrada para guiarla cortésmente hasta la mesa.
No era un restaurante de lujo, sólo de moda. Casi adocenado; pero con una carta bien equilibrada en calidad y precio.
Le espeté muy serio, cuando el camarero le sirvió un vermut, que no estaba dispuesto a cederle mi sitio a su novio que muy astutamente la esperaba fuera.
Y rio como si no fuera dueña de una empresa, como si no fuera espectacularmente hermosa y voluptuosa.
Una diosa petite…
Le comenté que era mecánico fresador y que había ahorrado todo el año para poder pagar la comida de hoy en el restaurante.
Ella con sincera indiferencia dijo que era la consejera delegada de Divina Piel, o sea, la dueña. En ese momento puntualicé, que además de mecánico era un mierda y escupió en el vaso parte del vermut que estaba tomando. No se le borró su sonrisa perfecta y multimillonaria del rostro, sobre todo cada vez que me atendía cuando le hablaba de alguna banalidad.
Tras la comida y un breve paseo por la avenida Cervantes, donde tomamos algo refrescante en una terraza a la sombra de un toldo, me condujo en su deportivo a su piso-palacio, en la zona alta.
Literalmente me folló, no me dejó iniciativa alguna, sacó lo mejor y lo peor de mi con su coño, boca y dedos, casi con agresividad; la llamé “puta zorra millonaria” cuando se corría porque todo en ella me decía que debía ser bruto. Su vagina estaba diseñada y remodelada para que entre los recortados labios, el clítoris asomara salvaje y brillante sin pudor desde un prepucio también reducido. Era tan fácil rozarlo… El coño abrazaba con perfección el pene, untándolo de sí misma en una visión hipnótica. Un foco de luz inteligente iluminaba la cópula.
Estoy seguro de que caminando debía padecer orgasmos con el roce de la braga.
Los pechos estaban tallados con simétrica precisión, forjados sin una sola imperfección, pesados y densos. Los pezones al excitarlos entre los labios, se hicieron duros rápidamente en mi boca y asombrosamente grandes.
“Hazme daño” me ordenó jadeando. Y mordí ligeramente. Con la mano, empujó mi barbilla arriba para que cerrara más los dientes. Su coño desflorado se oprimía contra mi muslo y derramaba su humedad y calidez; la enloquecedora presión del endurecido clítoris, perfecto, grande y brillante como una perla bañada aceite, me follaba la pierna.
Las areolas se habían diseñado artificialmente grandes y del color de un café con leche pálido. Resbalaba la lengua en ellas como si hubieran sido pulidas.
Exuberante en extremo para su talla, aquel busto le confería una autoridad añadida a su actitud agresivamente dominante y depredadoramente sexual.
Pero solo fue un aperitivo, nos dimos un descanso y tras encender un par de pitillos de maría, puso a calentar chocolate en la cocina. Sus poderosos glúteos se movían pesados cimbreando obscenos con cada paso que daba. Los muslos retocados, daban una buena perspectiva de la preciosa vagina.
Le dije que aún no tenía hambre y respondió que no era para comer.
Y cuando me ordenó lo que debía soportar, lo hice. Era imposible negarle nada.
Antes, me dejó limpiar con los labios la sangre del pezón izquierdo.
Luego… Nunca me había brotado el semen con un orgasmo negro, el del dolor.
Mientras curaba con habilidad profesional (había contratado a un dermatólogo para que la instruyera en las curas y cuidados necesarios) las lesiones del pene y los testículos, manifestó que lo que más disfrutó de crearse a sí misma, fueron las prolongadas y dolorosas cirugías en los puntos más sensibles de su anatomía. No había asomo de sarcasmo en sus palabras. Si ella pudo soportar aquello, sus machos también debían soportarlo; sentenció besándome la boca con el puño cerrado en mi polla vendada.
Quedó satisfecha y me compró.
No pude negarme a ser de su propiedad, ni siquiera lo sopesé.
Compró un lujoso chalé en una elitista urbanización a treinta kilómetros de V, una pequeña casa de dos pisos entre frondosos robles y abetos imponentes, a medio kilómetro de la casa más cercana del vecindario, montaña arriba.
Ivana me llama cuatro, porque soy el número cuatro de su harén de machos. No es por orden de importancia, es por orden de adquisición. No tiene ningún favorito y no puede prescindir de ninguno. Nunca nos conoceremos entre nosotros, porque simplemente no queremos saber nada los unos de los otros. Sólo importa follar con ella, el fin de semana o la noche o el día. Cuando quiera.
Los nombres provocan emociones, evocan recuerdos más allá de la persona y por ello, a ninguno de sus machos los llama por su nombre.
La última vez que me llamó Carlos, fue antes de que me follara en su casa.
Con ella, dentro de ella, entre sus manos, entre sus órdenes y deseos. Mi semen deslizándose por la cara interna de sus muslos y sus pechos agitados por los últimos jadeos de la explosión de placer… Mi pene herido, los testículos atormentados… Eso es lo que espero, el resto del tiempo tengo mis aficiones.
Me siento amado y deseado. Y ser propiedad de lo que amas es tan indigno como ser el presidente o amo de una nación, por ejemplo.
Cobro yo más que su CEO o director general de Divina Piel.
Una de sus exigencias fue eliminar completa y definitivamente el vello genital y del culo, ella pagaría el tratamiento. Le respondí: Vale.

—–

Y otra vez la doliente erección y ese cíclope ciego e idiota hinchándose de sangre, poniendo a prueba la integridad de la ahora frágil y elástica piel que lo cubre. Aprieto los dientes ante la proximidad del pornográfico dolor y temo mirar todo ese concentrado de dolor en forma de piel tierna reciente. Amarte es doloroso, ha sido doloroso este mes estéril sin meterme en ti como un parásito.
Tiene sentido que tu coño sea un lugar frío y húmedo, confortable por decir lo mínimo.
Me dijiste al conocerte: La forma más elevada del placer llega tras un prolongado y elaborado dolor.
Veo la lógica en ello. Aunque hasta entonces nunca había pensado en esos términos de lesiva y estudiada crueldad.
Mi placer era una vulgaridad más.
Correrse tras un dolor profundo y cultivado es liberación absoluta. Trascender descendiendo a las más atávicas emociones de la especie humana.
Tras haber lamido el chocolate ya frío desde los cojones hasta el capullo y descubrir las quemaduras, untas vaselina en la piel herida y también en tu ano. Acuclillada sobre mi vientre manejas dolorosamente el pene llevando el glande hasta ese esfínter musculoso que es una compuerta inviolable, que duele forzar.
Apenas tengo sensibilidad en el escroto, has clavado tantas agujas atravesando la piel que parece un erizo, púas que me arañan los muslos.
Es un misterio cómo puedo mantener la erección.
“Te la arrancaré si no empujas” mascullas clavando las uñas y doliéndome un millón de unidades. Y empujo, el esfínter cede y se traga con aspereza la polla hiriéndola más. Te quejas como una puta hambrienta y colocada. Tu intestino arde y siento que me van a estallar los huevos. Pienso que de alguna forma has aspirado la vaselina por el culo para que me duela, que tienes esa maldita habilidad.
Noto tu dolor, los espasmos de tu esfínter intentando sacar todo eso que tienes clavado y estrangula mis venas. Y no soy capaz de saber si estoy soltando leche o sangre en tu tripa.
Estoy sangrando, el prepucio se ha rasgado. Otra vez…
Padeces un placer paranoico y oculto entre el dolor, mi polla y la mierda que amasas agitando las nalgas y aplastándome alevosamente los cojones. Y sé que gozas el triunfo del depredador, de tenerme inmovilizado y listo para la ejecución. Eres la reina de asesinos…
Lo sé porque tu coño, a pesar del culo dolorido, desprende filamentos de densa humedad y tus dedos se mojan en él al golpearte el clítoris.
Amarte es fácil y follarte tan complejo como un ritual de transmigración aún en vida.
El brillo sanguíneo de tu mirada es característico de tu fiera y devastadora sensualidad.
Te elevas sin cuidado y siento que parte de mi pellejo se queda entre tu acerado ano.
No puedo evitar gruñir, tal vez gritar de dolor. No sé… Y te clavas a mí de nuevo llenando tu coño resbaladizo y asombrosamente tibio.
Me dices: “Si te anestesiara, tu semen frío cerraría mi coño”.
Me encantan tus lecciones de técnica de fluidos, en serio.
“Deja que te duela”, sentencias corriéndote.
Y es como si me succionaras también la sangre, siento dolor en los conductos seminales por la velocidad con que corre hacia tu coño el semen.
La vagina y ese ano acerado, inyectan en el glande un amor que se extiende por todo mi cuerpo.
Amar duele, es literal. Y no quiero que deje de doler nunca.
He pasado unos segundos en blanco y estás entre mis muslos. Me muestras en tus manos, con una sonrisa vanidosa, la aguja y el hilo de sutura esperando que el pene quede lacio.
Suturas el prepucio rasgado sin miramientos, a la tercera puntada pierdo el conocimiento. Y despierto cuando tu lengua lame los puntos antes de aplicar yodo.
Cuando vendas el pene provocas un placer relajante, y lames la gota de semen desleído, como un calostro que brota del meato sin mi permiso: “Mi número cuatro, no se rinde a pesar de estar hecho una mierda”, bromeas.
Dejas en la mesita la caja de antibióticos: “Cada ocho horas los cuatro primeros días. Y los puntos los quitaré yo, no los toques”.
Sacas las agujas del escroto, la docena que lo cubren, algunas las extraes con rapidez y en otras te recreas mirando mi rostro tenso. Aplicas pomada antibiótica y ya sí que no puedo evitar que mis ojos se cierren, estoy cortocircuitado.
Despertaré con el pene vendado, tratado con pomada para quemaduras y antibiótica, sin ti de nuevo, con los cojones también oprimidos con gasas.
Y observaré esos quinientos euros sobre la mesita que evocarán lo pasado y apretaré los dientes temiendo una erección que tensará los puntos recientes.
Es tu juego, te gusta pagarme para hacerme sentir cosa.
No podré masturbarme evocándonos al menos en tres semanas y con cuidado.
Somos cuatro tus propiedades, porque cuatro semanas es el tiempo prudencial para que sanen las lesiones y usarnos de nuevo.
En un mes mi rabo estará operativo de nuevo y me llamarás desde tu despacho, para concertar otra cita, sonriendo divertida.
Llegarás a casa como si yo no fuera la puta que soy y tú mi ama: “Hola maridito cuatro”.
Y cuando empiece a hervir el chocolate, me estiraré en la cama alzando las piernas sobre los estribos de acero, para que el chocolate haga su trabajo en profundidad.
No sé cuanto pierdo de mí dentro de ti cuando me follas, pero no importa.
Yo elegí y tú no tienes piedad. Es perfecto.

Los hay que tienen un grave conflicto con el amor y sus imposibilidades.
Ocurre cuando existe el amor real y las posibilidades se escriben con el humo de un cigarrillo en día de viento.
Existen infinidad de formas para explicar y llorar las tragedias del amor; pero sólo son efectivas las crudas y precisas, sin eufemismos y circunloquios.
No existe forma alguna de conciliar el amor con la distancia y el tiempo cuando están desincronizados.
O arrancan juntos los dos latidos de los amantes o están condenados.
A la amistad, la fraternidad y el amor filial no sólo no les afecta la distancia y el tiempo; incluso con distancia y tiempo mejoran, se enaltecen. No son emociones carnales donde el sexo sella la unión del deseo y la ternura.
No te follas a los hijos para consagrar tu amor.
El amor de hombre y mujer es espíritu y carne. Y deben sincronizarse en el tiempo y las distancias: si estás en la vejez, debes ser consecuente, como si estuvieras a diez millones de años luz de distancia, en un planeta que explotó.
Si falla la espiritualidad, la carne sabe insípida y piensas en el precio cuando pagas.
Y si falta la carne, te quedas sólo con el cinco por ciento del total del espíritu. Que nadie piense que lo espiritual es vital, somos casi cien por cien animales, todo nuestro peso es carne; el espíritu es un pequeño porcentaje, ocupa un espacio mínimo entre los huesos, la carne y la piel.
Mientras intentas cuadrar ese amor por una vana y rebuscada esperanza imposible de materializar, las carnes se marchitan y los espíritus se desecan.
Es necesaria la madurez para reconocer la imposibilidad y acabar con el tormento que no conduce más que a la tristeza y desesperación.
Lo que ha de morir, debe morir.
Que el amor muera lenta e indoloramente, dependerá de cuánto deseo y tristeza has derrochado en cuadrar lo imposible. Aquel deseo y afán no satisfecho, al cabo del tiempo se convierte en un alivio al verlo muerto. Es una carga que te arrancas de los hombros y te lastraba en la tierra ardiente y doliente.
Es importante que a los amores que nacen muertos, a pesar de reconocerlo, darles un tiempo de expansión e ilusión para que se desengañen por sí mismos. Así evitas que espíritu y carne se desgarren con ese dolor de pesadilla que tanto tememos; el espíritu y la carne se acomodan a sus propios fracasos si les das tiempo.
Se debe hacer espacio, liberar ese cadáver de amor para otras posibilidades, el mundo no está lleno de amor; pero la soledad tampoco abunda, es una costosa gema.
Que cada cual haga lo que deba.
O lo que pueda.
Es fácil concluir que si llevas décadas viviendo en soledad, puedes morir solo sin ningún problema, puede que incluso tu muerte anónima sea grata.
Morir no requiere de explicaciones a nadie.
Tal vez caigas, ante la proximidad de la muerte, en la tentación de a quien amaste un día pedirle perdón por tu imposibilidad y torpeza; pero no sería bueno; pudiera estar viviendo un nuevo amor. Las palabras surgidas del pasado estropean y enturbian el presente. No necesitas humillarte y disgustar a nadie por un romanticismo que no existe más que para el egoísmo de darte importancia en el morir.
No importa cuán numerosos sean los amores fallidos, recuerda que consuelo de muchos es consuelo de tontos.
Ten clase, elegancia, llora lo que debas después de haber cumplido con tu deber.
Piensa en el soldadito de plomo y su bailarina: en la versión para adultos no quedó nada de ellos tras deshacerse en el fuego de la chimenea.
Cuando éramos pequeños la gente sabia nos preparaba para lo temible…
Y cambiaron a los sabios por idiotas y ahora engañan a los niños.
A lo mejor no fueron fallidos los amores.
Tal vez no es la palabra correcta o piadosa; pero qué más da el nombre del cadáver.

Foto de Iconoclasta.

El gran problema del cuerpo es el alma que lo humilla haciéndole creer que es un super cuerpo con superpoderes.
El alma es todo emotividad e ilusión. Espiritualidad sin descanso.
Pero la vía del dolor y el placer es la carne, siendo el dolor lo más habitual.
Calor, frío o indiferencia en el mejor de los casos.
Al no tener nervios el alma no conoce el dolor, ni el placer más que como poesía o ilusión para recrear tragedias y romances oníricos. Y como es el dolor lo que hace realmente notoria la vida y es el parásito pegado a la piel desde el nacimiento, el placer se queda en mera anécdota y una exaltación excelsa del alma de la reproducción, la cópula sexual.
Y así en toda situación, momento y lugar; con el deseo, la libertad y el planeta entero. Si le das libertad al alma convertirá tu vida en un falso paraíso aún que no eres cadáver.
He sido lo suficientemente hábil para domar el alma, hasta el punto de dudar si la tengo.
He amorrado mi alma contra mi sexo y el de mi puta para que tuviera un atisbo del acre y fuerte olor de los genitales, que no huelen a rosas o esencias divinas, sino a humores sexuales dulzones y picantes como el ácido olor de los restos de orina y su animalidad afrodisíaca. Como a mí me apasiona y excita, sin circunloquios de poetas con el alma escindida del cuerpo, ingenuos…
Mi alma es conocedora del agrio aroma a sudor de mi carne, la que como y follo. Y evoca su coño en toda su magnitud, fragancia, viscosidad, elasticidad y sabor, con el más obsceno pragmatismo y deseo animal.
Hace eones que mi espíritu aprendió de la carne y no la humilla con rebuscadas imágenes idílicas, extraterrenales aromas y gemidos de mitológicas posesiones.
Mi alma asume los jadeos animales de lucha, posesión y placer. Un cansancio acumulado de dolor y frustración que se diluyen por unos segundos con el semen mezclándose con su viscosidad en la cópula.
Y así, sin engaños, admiro con profunda emoción las cercanas y abruptas montañas y las nubes que las acarician masturbándolas.
Precioso…
Las amo por lo que son en realidad, sabiendo que caminando por ellas y sus nieblas, la muerte, el dolor y el cansancio se hacen posibilidad en mi alma como el frío y el deseo angustioso de encontrar refugio y sobrevivir.
No ser cazado, no caer y partirse las piernas o la cabeza dentro de esa bella foto que el alma en su ignorancia, juzgaba como el sumun de lo idílico.
Aprendí a amar y admirar a pesar de la verdad de la carne y su dolor, a pesar de las fantasías del alma ignorante y cándida.
Los reyes magos no existen; sólo importa su sabor aún en mi boca, la textura de sus endurecidos pezones o la agridulce baba de su coño.
Y mi rabo oliendo a ella…
Mi cuerpo es uno con el alma, sin remilgos y con la adecuada pasión y fuerza.
Ya no sé cuándo perdí la gracia de la ingenuidad. Y ahora amo lo bello a pesar del terror y el miedo que pueda prometer. Amo el sexo crudo como despertar con una ternura al lado de quien amo.
Amo a las hostiles montañas y sus nieblas que me dejan ciego.
Mi alma se hace vieja conmigo, íntimamente insertada en cada fibra muscular.
Moriremos juntos, sin fantasías.

Foto de Iconoclasta.