Las altas nevadas montañas hoy parecen vacas, caballos e incluso orcas recostadas al sol luciendo su pelaje blanco y negro. Apaciblemente somnolientas. Y el sol un gato que las lame acicalando sus pelajes. La locura es buena, es el germen para de la imaginación. Los cuerdos humanos tienen la más triste vida de la fauna del planeta y hacen de su cordura un vasto manto de grisentería que se extiende a todos los objetos, seres y sus ánimos. Donde hay vacas, caballos u orcas sólo ven deshielo… ¡Qué vida tan plana y monocromática la de la cordura! Y entre esos animales pintos tendidos al sol, hay pequeños y grandes cadáveres de seres que murieron y reciben su aliento de paz. Hay una misericordia manifiesta en ello. Una tierna piedad. El invierno es la estación más larga para la vida. Es razonable que las nevadas montañas se relajen en un hermoso alto el hielo.
Los colores que ofrece la mañana son frescos, vibrantes, húmedos. Enérgicos y energizantes. Los del mediodía secos, aplastados por un sol despiadado que destruye las sombras y contrastes, es la verticalidad uniformadora. Como un dictador robando matices y creando un cromatismo anodino. Los colores de la tarde son relajados, llevan horas luchando contra el sol y, ahora que se hunde en el horizonte, se toman un café con tranquilidad porque lo peor ha pasado. Se oscurecen saturándose dramáticamente antes, para dormir negramente. Incluso las frecuencias están sometidas a los movimientos cósmicos. No es extraño así, que haya una hora preferida para morir. Y otra para follar. Luchar. Llorar. Desear… Sin embargo, el pensamiento no cesa en ningún momento, no afloja su enloquecido ritmo. Ni en el sueño. Es sortilegio y maldición. Es contra lo único que el sol pierde su poder. El jodido e incombustible pensamiento… No lo escribo con orgullo, sino con resignación; porque quisiera ser un color fumándose serenamente un cigarrillo al atardecer. Que el pensamiento cese, se relaje por unos instantes aún a riesgo de parecer imbécil. El pensamiento tiene el superpoder de lo infatigable. También de lo irritante, pero como efecto secundario. Y me vampiriza. Me canso de enlazar tonterías, de escribir en el borrador de mi cerebro. Y si dejo de hacerlo por algún ataque de amor o melancolía, tengo la sensación de morir un poco. Temo que al dejar de pensar, lanzo a la basura las deliciosas y frágiles ideas multicolores. O una negra y poderosa. O tu coño desflorado a mi lengua, a mi pene que ciego parece llorar un aceite denso de incoloro deseo. La locura no es algo de lo que sentirse orgulloso. No importa si el sol se pone, porque enciendo la luz en mi cerebro despertando los colores. Es un defecto con el que me parieron, no lo pedí. Sólo lo uso, como los dientes. Y esa luz en el cerebro, me da el consuelo y la fuerza de no sentirme arder. La noche es para escribir sin preocupaciones de que el procesador alcance una temperatura crítica. La tinta luce como si su color fuera matinal de fresca, vibrante y húmeda deslizándose ágil en la página y en tus muslos escribiendo los versos obscenos. No puedo, no quiero dormir con el remordimiento de haber perdido una graciosa, insignificante o tonta graciosidad. Dormirme sin pretenderlo es la única piedad. Caer repentinamente en la onírica locura, cuyas aberraciones se diluirán al instante mismo de despertar. Y si no fuera, así… Misericordia.
Todo textura… Un ser vivo que parece modelado con merengue o nata montada. Me gusta lamer la nata entre los labios que esconden tus muslos… Los gatos ejemplifican la vida más pura y eficiente, rondan el mundo de los humanos y no olvidan que son depredadores eficientes sin falsos escrúpulos de piedad, para ello nacieron y evolucionaron. Como yo penetrándote, buscando tu alma que aparecerá entre los gemidos y las contracciones de tu orgasmo. Soy eficiente también follándote, vampirizando tu voluntad por el coño. Los gatos no posan, son con independencia del decorado. Están tranquilos, no deben considerar su ser. Es un hecho que no se puede contemplar por lo absurdo. Porque sé que piensan y sueñan me lo dice la corteza del cerebro con un arrebato de ternura y cariño. Como presiento tu hálito de vida en mi aire, sé que te respiro porque existes, porque tengo tus gemidos profundamente intrincados en el pensamiento. Los animales no sienten carencias, no aspiran a ser más porque son perfectos. Hacen aquello que dicta su idiosincrasia, sin mirar, sin preguntar, sin esperar nada. Porque esperar y esperanza desarrollan el mal de la indolencia y la inmovilidad. De la cobardía y su depresión. Por eso no espero a meter la mano dentro de tus bragas y acariciarte mirándote a los ojos esperando, el momento que se hagan líquidos y se derramen también entre mis dedos. El ser humano es una especie fallida, paranoica en esencia. Es la prueba de que la naturaleza no es sabia, sólo aleatoria. Tú eres la excepción, eres felina y la sensualidad te envuelve haciendo de mí tu presa. Me postra ante tus columnas carnales santiguándome erecto ante tu vértice sagrado. Es la única religiosidad que me permito. Pretendía escribir de los gatos; pero cuando hablo de cariños, ternuras y amor, siempre sales y te pones al frente, en el horizonte de mi existencia. Maldita felina, cómo no pensarte.
–Cuéntame una tristeza. –Un amor clavando las uñas en la tierra para no caer al infierno. –Otra. –Una sangre fuera de las venas. –Otra. –El bebé que no ha conseguido llorar frente a la madre que lo acaba de parir. –Otra… –Un gato se esconde bajo la cama para morir solo; pero su compañero lo acuna en el pecho. Sólo es un gato… –Otra. –Los párpados lívidos de padre, la inmovilidad de su pecho. –Otra… –Tú tan lejos de mí y tan sola aunque te tome la mano. –Una más. –Tu llanto. –Por lo que más quieras. Niégate a contar penas, cuenta esperanzas. –No puedo… –Es imposible, me niego a vivir con tu tristeza. Eres un monumento a la pena. ¿Qué ocurrió? –Viví demasiado tiempo aquí en el mundo. – ¿No queda un ápice de alegría en ti? –No la conocí. Y lo cómico no es alegría, es una tos. –Me condenas a la prisión de tu tristeza. –No. Me condeno a vivir sin ti. – ¿Soy yo el amor que clava los dedos en la tierra para que la muerte no lo arrastre? –Sabes que soy yo. –Y haces de mí la sangre fuera de las venas. –No. –Estás matando el amor como el bebé que no lloró. –Soy yo quien no debió nacer. Soy todas las alegorías de un muerte con retraso, tardía perezosa… No hace lo que debe. Soy una tristeza que respira, una masa de melancolía que se agita ante una luz oscura como una tumba. Una gelatina negra que solloza. Un miasma pulsante que exhala vapores en el hielo de la vida. Un puré amasado con lágrimas saladas y pestañas carbonizadas. Soy el barro que dios se quitó de las manos tras modelar a Adán. Y yo no recibí un soplo de vida, sólo aspiré el polvo del hastío de una tierra muerta. La orina de aquel primer hombre me dio un informe volumen. Quiero morir solo, como el gato. –Estás loco. –Lo sé, a cada hora me encuentro más lejos de mí mismo. El mal está hecho. Soy el animal nacido en cautividad que se muere de melancolía ante los visitantes alegres del zoo. No queda nada dentro de mí que me haga viable para la vida. La locura ha llegado, no tardará una muerte enajenada. Ya no soy aquél, hablas con un extraño.
Amar a través de las palabras escritas es penetrar en un universo incierto e imprevisible. En donde la imaginación y voluntad que requiere escribir se confunde lo cosmogónico con lo cosmológico. Lo cuántico con la creación y la reproducción. Los datos se confunden con los deseos… Y los deseos se congelan sin llegar a un sol. Pobres… E inevitablemente las palabras desbocadas, apasionadas, brutales como los besos imposibles como los años-luz; hacen del amor una fe violenta que destruirá al dios de las sagradas escrituras, creando en su lugar una nueva y desesperante divinidad que justificará tu locura y amor por ella. Y a partir de ese big-bang del sagrado amor supernova, escribirás con la urgencia de la inspiración en el papel, las palabras que se harán mayores y más minuciosas describiendo cada una de las facetas del diamantino amor generado con las altas presiones del pensamiento cuántico-sináptico. Se expandirán tus escritos como una galaxia voraz de sentimientos y emociones en tu universo íntimo y subatómico convirtiéndose en enrevesadas fórmulas físicas del inenarrable amar, sin un resultado concluyente de las probabilidades que, jamás serán menores que el infinito. Y respirarás desolado. Es tu condena, otra aciaga constante en el universo, en el tuyo que salvajemente has creado. La cordura es una materia oscura que intenta imponerse, una constante como la gravedad que intentas soslayar. Y como en viejos tiempos medievales, te acoges a sagrado falsificando los cálculos. Tal vez llegues a la consecuencia de que ese amor es demasiado grande para ti y gimas con cada párrafo tu frustración y el privilegio de estar en el horizonte de eventos del agujero negro más bello del cosmos, al que es imposible no amar, Y te arrastra. Te arrastra bella y frenéticamente a la amatoria y desintegradora locura.
Pasan raudos los minutos, sin embargo las horas quedan flotando en la constelación de la muerte, donde no llega la luz y el pensamiento es ceniza en suspensión. Donde ni siquiera hay oscuridad, la esperanza es innecesaria y el terror no necesita monstruos para hacer su trabajo. No hay nada y soy nada. El reloj marca el minuto cincuenta y nueve minutos de una hora que no se indica. Se rasga repentinamente el pensamiento como una tela vieja ¿con un dolor? No sé… Y los minutos retroceden para comenzar de nuevo a contar sin cumplir las horas. Mis horas perdidas y abandonadas… El reloj es mi primer recuerdo tras nacer antimateria. Si no hay más cosas que yo ¿quién reparará el reloj? O mi mente. ¿Dónde está el psiquiatra de lo ilocalizable? ¿Por dónde camina con sus electrodos fríos para activar mis horas y el cerebro? ¿Dónde hay un minuto de la alegría? Sin espejo no sé si sonrío, no tengo conexión con mi rostro y las manos están desintegradas en algún vacío, ilocalizables también. Quisiera que el diablo me llevara al infierno y su luz ardiente. Y gritar, necesito gritar. ¿Y mi rostro? ¿Dónde está? Me quiero morir. ¿Y cómo ocurrirá si no existo? ¿Se puede matar lo muerto otra vez? Si esto fuera un útero oiría el sonido de las tripas de madre. Si fuera un ataúd arañaría sus paredes. Pero soy algo ilocalizable en el vacío. Y vacío. No siento fatiga al respirar. Hubo un tiempo y un lugar que sí, aunque no sé cuándo ni dónde. Tampoco siento la temperatura de la vida. ¿Y si estoy encerrado en la carcasa inútil de un imbécil catatónico?
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Un hombre con un maletín y un sobre en la mano apareció en el vestíbulo del hospital mental Los Santos y se acercó al mostrador de recepción. –Buenos días, soy el doctor Luciano Ferrero, psiquiatra. El doctor Vega, me ha solicitado un informe de contraste como segunda opinión para la familia del paciente Marcos Tirado, un adulto de treinta y cinco años con Síndrome de Down que ha entrado en trance catatónico, parece ser que irreversible –explicó a la enfermera ofreciéndole el sobre. –Sí, pobre chico… –suspiró leyendo rápidamente la autorización del Dr. Vega. Con la carta en la mano tomó el teléfono y se puso en contacto con la jefa de enfermería. –Enseguida, la jefa de enfermeras Isabel Molinero, le conducirá a la habitación de Marcos y le atenderá en todo cuanto necesite. Si le apetece, mientras llega, en el pasillo de la izquierda encontrará expendedoras de café y refrescos –le explicó solícita la enfermera. –Muchas gracias, estoy bien. Durante los cinco minutos que tardó en llegar la enfermera jefa, el doctor Luciano evocó la cabeza del doctor Vega bajo el escritorio de su consulta domiciliaria, separada dos metros de su cuerpo y el hacha clavada entre los omóplatos del cuerpo descabezado sin ser necesario. Si hubiera llegado unos minutos antes de que la esposa saliera con su hijo para llevarlo al colegio, habría tres cabezas en aquella casa de una urbanización de lujo. Deslizó el dedo índice sobre el cristal arañándolo. Cuando el doctor Vega escribió de puño y letra la carta y la firmó, lo decapitó. Observaba con disgusto el mediocre exterior del hospital a través de la mampara acristalada del vestíbulo, un pequeño estacionamiento y dos parterres escuálidos adornados con malas hierbas que lo delimitaban, cuando la enfermera jefa lo interrumpió para presentarse y ofrecerse de guía y ayuda. Los locos no prestan atención al paisajismo y la decoración, siguió pensando entre las palabras de la enfermera. –No va a ser necesario demasiado tiempo ni medios, señora Molinero. Con los informes del paciente que han realizado aquí hay más que suficiente para una segunda opinión. Realizaré la prueba habitual de daño neuronal y ausencia de actividad motora. De hecho, no podría hacer un informe mejor que ustedes, es simplemente un trámite para que la familia solicite la ayuda al estado. Dos psiquiatras diciendo lo mismo, es premio seguro. A la enfermera le pareció desagradable ese sarcasmo; pero supo fingir una sonrisa de agradecimiento por la cortesía profesional respecto a la valía de los informes. Ambos se dirigieron al ascensor para subir a planta.
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Una sonrisa burlona que parece rasgar la negritud desde algún lugar del vacío insondable lo inquieta. Y golpea la nada para escapar, o cree golpear. Algo va peor que hace unos segundos. Incluso cree existir en algún lugar, en algún momento. Sentir terror es mejor que sentir nada. ¿Veredad? Hay una presencia en algún lugar que antes no presentía. ¿Huele a putrefacción?
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–Buenos días, Marcos. ¿Cómo te encuentras hoy? -saludó con familiaridad la enfermera al paciente al entrar en la habitación seguida por el doctor Luciano. Marcos Tirado era un hombre pequeño y rechoncho de manos obesas y dedos cortos, se encontraba de pie, inmóvil frente a la cama de cara a la puerta. La bata le cubría hasta las rodillas dejando a la vista unas piernas pálidas y átonas. Sus hombros tenían una acusada forma de capilla inclinada que provocaba tristeza. Los ojos no se movían, nada en él se movía. Estaba absolutamente vacío. El doctor Luciano cerró la puerta tras de sí sacó una navaja de un bolsillo de la americana, amordazó con la mano la boca de Isabel y le cortó el cuello de izquierda a derecha sin apresurarse, manteniendo el cuello hacia atrás, manteniendo el tajo abierto. La sangre salpicó la cara y el pecho de Marcos que no manifestó reacción alguna, Tras unos segundos la enfermera dejó de zarandearse y luchar contra la mano que la amordazaba y se le doblaron las rodillas. La dejó caer y la cabeza al golpear el suelo produjo el apagado y anodino sonido de un melón. Abrió el maletín y extrajo un par de ampollas inyectables de suxametonio con las que llenó una jeringuilla sobre dosificándola. –Te llevaré a la “luz ardiente”, poeta. ¡Qué suerte has tenido de que anduviera cerca y te sacara rápido! Hay tiempos de espera de hasta tres meses pars reparar una mala encarnación. Ocurren fallos en la ejecución del destino de las almas… No es una disculpa, sólo una explicación. Te llevaré al infierno tal y como has deseado. La cuestión es que ya no te podemos usar para llenar otro cuerpo, estás manchado por la experiencia y jugarías con ventaja. Ese dios idiota… Siempre tengo que arreglar lo que él no sabe hacer. Le clavó en el cuello la jeringuilla y presionó el émbolo hasta vaciarla. Marcos no pestañeó, simplemente se derrumbó con el cuerpo rígido y dejó de respirar con los ojos abiertos, sólo una lágrima espontánea producto de la asfixia se deslizó de un ojo que rodó por la sien hasta caer al suelo. Murió asfixiado en un minuto y medio por la parálisis de los pulmones causada por la sobredosis de anestésico. El doctor se arrodilló, tiró de la barbilla para abrirle la boca y acercándose al rostro, aspiró la última exhalación. Cuando se aspira un alma es mejor que se realice con cierta higiene, si surge entre bocanadas de sangre, por ejemplo, requiere más tiempo para captarla completa. –Gracias por su inestimable ayuda, doctor Luciano Ferrero –dijo a nadie el doctor Luciano antes de cortarse el cuello con la navaja. –Podría hacerse con menos muertes el mismo trabajo ¬-le decía inmaterialmente al alma ilocalizable que inmovilizaba envolviéndola con su sustancia –, pero ¿por qué negarse un placer? Y no debo dejar prueba de la existencia del diablo, sería un conocimiento demasiado trascendente para los monos humanos y no lo necesitan; le restaría naturalidad a sus estupideces viviendo en una constante angustia y precaución atisbando siempre a su alrededor, incluso sería malo para el correcto descanso del sueño. Es mejor que sólo crean en dios y se sientan a salvo, ¿verdad, mi ilocalizable amigo? –Gritarás cuanto necesites en “el infierno y su luz ardiente”. –Y unas disculpas de ese Dios marica. Siente mucho las molestias de tu encarnación truncada. Aunque… ¡Bah! No nos engañemos, ni siquiera sabe que existes. Por otro lado cuesta demasiado trabajo fingir cordialidad con un nuevo condenado, las buenas formas siempre dan elegancia a un trabajo.
Las hojas de fino papel, pobrecitas, al escribir se abarquillan. Se rizan las esquinas cerrándose sobre sí mismas para impedir el daño y su conclusión: el dolor que desencadena la hiriente pluma y mi inexcusable e irracional ira. Soy malo. E impío. La pluma escarifica el papel que no puede soportar la mortificación y la hoja agita sus hombros mermados de brazos como los bebés fajados. Y crujen. Misericordia… Qué lástima de lamento. Un humano que nació sin manos en los brazos intenta defenderse de la puñalada en el pecho y el puñal, irremediablemente, hace lo que debe. Como yo. Soy un hijoputa. La pasión es violenta y doliente sobre todas las cosas, les salgan brazos de los hombros o no. Como si no supieran que los brazos no formados que se cierran sobre el pecho indefenso no pueden evitar la agresión del arrebato. Todos esperamos actos sagrados de salvación. Pobres hojas crujientes de pensamientos tallados sin cuidado. No hay nada sagrado. Y la salvación es un aciago azar. Soy un criminal. Siento pesar en el corazón, lo siento de verdad… Pero no puedo parar o me estallará la cabeza.
Ivana Cardenal es una mujer construida a sí misma, con todo detalle, con toda su fortuna. Consejera delegada de la cosmética Divina Piel fundada por su padre ya muerto, tiene apenas cuarenta años. Su belleza tallada y depurada al milímetro con bisturí, al admirarla por primera vez inspira una especie de ternura ante su aparente fragilidad, es una muñeca perfecta, con algo más de uno sesenta de estatura, una veinteañera universitaria pija de rostro dulce en la larga distancia. Frente a mí, follándola aquel primer día, una de las mujeres más regias y lujuriosas que pudiera imaginar. Y un poco más allá en el tiempo, una perversa y subyugante amante. Hoy, una alienígena del dolor y el placer. No puedo creer que haya en el planeta otro ser como Ivana. Soy su número cuatro. Porque pronunciar mi nombre me hace vulgar. Estoy de acuerdo.
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Has hecho de mí una puta de tu harén. Mi rabo despellejado sólo obtiene consuelo de tus manos y boca. Estoy enganchado a ti como el yonqui al caballo. Soy una natural consecuencia de tu existencia. Tienes mi pene en tu puño y tú me gobiernas. No pienso, no decido. Eres mi paz. Y mi animalidad simple y brusca. No hay sumisión en mí, ser tuyo no requiere ninguna humillación, es un estilo de vida natural. No necesito más. Me maltrato la polla herida y enrojecida para que la cures durante más tiempo. El bálano dilata el prepucio irritado intentando emerger, buscando la entrada de tu coño. Está tan devastado el pellejo, que parece rasgarse. Estoy a la espera de tu auxilio. Quiero correrme en el algodón y tus dedos. En las gasas y tus dedos. En tu boca y las tetas. Hubiera sido mejor que te gustara la mermelada o el helado; pero no importa. El chocolate caliente y espeso como la cera, cuando hace su trabajo, doler, me arrastra a una eyaculación sin caricias, sin tocarme. Y el chiste está en que es chocolate con leche el que lamerás. Es algo que tenías previsto… Antes de la cura, antes de follarme como a una puta descerebrada, me masajeas los huevos para estimular la producción de leche y su calidad como si fuera un cerdo semental. Lo sabes todo… Soy tu macho de establo, tu animal de monta.
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Dos años atrás la conocí en un restaurante, La Aguja, en el centro de V. Entró y el camarero le dijo que no había mesas libres, excepto la mía, una pequeña para dos. El camarero se acercó y me preguntó con discreción si me molestaría compartir la mesa con la señorita. Le respondí que no había problema. Y se dirigió de nuevo a la entrada para guiarla cortésmente hasta la mesa. No era un restaurante de lujo, sólo de moda. Casi adocenado; pero con una carta bien equilibrada en calidad y precio. Le espeté muy serio, cuando el camarero le sirvió un vermut, que no estaba dispuesto a cederle mi sitio a su novio que muy astutamente la esperaba fuera. Y rio como si no fuera dueña de una empresa, como si no fuera espectacularmente hermosa y voluptuosa. Una diosa petite… Le comenté que era mecánico fresador y que había ahorrado todo el año para poder pagar la comida de hoy en el restaurante. Ella con sincera indiferencia dijo que era la consejera delegada de Divina Piel, o sea, la dueña. En ese momento puntualicé, que además de mecánico era un mierda y escupió en el vaso parte del vermut que estaba tomando. No se le borró su sonrisa perfecta y multimillonaria del rostro, sobre todo cada vez que me atendía cuando le hablaba de alguna banalidad. Tras la comida y un breve paseo por la avenida Cervantes, donde tomamos algo refrescante en una terraza a la sombra de un toldo, me condujo en su deportivo a su piso-palacio, en la zona alta. Literalmente me folló, no me dejó iniciativa alguna, sacó lo mejor y lo peor de mi con su coño, boca y dedos, casi con agresividad; la llamé “puta zorra millonaria” cuando se corría porque todo en ella me decía que debía ser bruto. Su vagina estaba diseñada y remodelada para que entre los recortados labios, el clítoris asomara salvaje y brillante sin pudor desde un prepucio también reducido. Era tan fácil rozarlo… El coño abrazaba con perfección el pene, untándolo de sí misma en una visión hipnótica. Un foco de luz inteligente iluminaba la cópula. Estoy seguro de que caminando debía padecer orgasmos con el roce de la braga. Los pechos estaban tallados con simétrica precisión, forjados sin una sola imperfección, pesados y densos. Los pezones al excitarlos entre los labios, se hicieron duros rápidamente en mi boca y asombrosamente grandes. “Hazme daño” me ordenó jadeando. Y mordí ligeramente. Con la mano, empujó mi barbilla arriba para que cerrara más los dientes. Su coño desflorado se oprimía contra mi muslo y derramaba su humedad y calidez; la enloquecedora presión del endurecido clítoris, perfecto, grande y brillante como una perla bañada aceite, me follaba la pierna. Las areolas se habían diseñado artificialmente grandes y del color de un café con leche pálido. Resbalaba la lengua en ellas como si hubieran sido pulidas. Exuberante en extremo para su talla, aquel busto le confería una autoridad añadida a su actitud agresivamente dominante y depredadoramente sexual. Pero solo fue un aperitivo, nos dimos un descanso y tras encender un par de pitillos de maría, puso a calentar chocolate en la cocina. Sus poderosos glúteos se movían pesados cimbreando obscenos con cada paso que daba. Los muslos retocados, daban una buena perspectiva de la preciosa vagina. Le dije que aún no tenía hambre y respondió que no era para comer. Y cuando me ordenó lo que debía soportar, lo hice. Era imposible negarle nada. Antes, me dejó limpiar con los labios la sangre del pezón izquierdo. Luego… Nunca me había brotado el semen con un orgasmo negro, el del dolor. Mientras curaba con habilidad profesional (había contratado a un dermatólogo para que la instruyera en las curas y cuidados necesarios) las lesiones del pene y los testículos, manifestó que lo que más disfrutó de crearse a sí misma, fueron las prolongadas y dolorosas cirugías en los puntos más sensibles de su anatomía. No había asomo de sarcasmo en sus palabras. Si ella pudo soportar aquello, sus machos también debían soportarlo; sentenció besándome la boca con el puño cerrado en mi polla vendada. Quedó satisfecha y me compró. No pude negarme a ser de su propiedad, ni siquiera lo sopesé. Compró un lujoso chalé en una elitista urbanización a treinta kilómetros de V, una pequeña casa de dos pisos entre frondosos robles y abetos imponentes, a medio kilómetro de la casa más cercana del vecindario, montaña arriba. Ivana me llama cuatro, porque soy el número cuatro de su harén de machos. No es por orden de importancia, es por orden de adquisición. No tiene ningún favorito y no puede prescindir de ninguno. Nunca nos conoceremos entre nosotros, porque simplemente no queremos saber nada los unos de los otros. Sólo importa follar con ella, el fin de semana o la noche o el día. Cuando quiera. Los nombres provocan emociones, evocan recuerdos más allá de la persona y por ello, a ninguno de sus machos los llama por su nombre. La última vez que me llamó Carlos, fue antes de que me follara en su casa. Con ella, dentro de ella, entre sus manos, entre sus órdenes y deseos. Mi semen deslizándose por la cara interna de sus muslos y sus pechos agitados por los últimos jadeos de la explosión de placer… Mi pene herido, los testículos atormentados… Eso es lo que espero, el resto del tiempo tengo mis aficiones. Me siento amado y deseado. Y ser propiedad de lo que amas es tan indigno como ser el presidente o amo de una nación, por ejemplo. Cobro yo más que su CEO o director general de Divina Piel. Una de sus exigencias fue eliminar completa y definitivamente el vello genital y del culo, ella pagaría el tratamiento. Le respondí: Vale.
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Y otra vez la doliente erección y ese cíclope ciego e idiota hinchándose de sangre, poniendo a prueba la integridad de la ahora frágil y elástica piel que lo cubre. Aprieto los dientes ante la proximidad del pornográfico dolor y temo mirar todo ese concentrado de dolor en forma de piel tierna reciente. Amarte es doloroso, ha sido doloroso este mes estéril sin meterme en ti como un parásito. Tiene sentido que tu coño sea un lugar frío y húmedo, confortable por decir lo mínimo. Me dijiste al conocerte: La forma más elevada del placer llega tras un prolongado y elaborado dolor. Veo la lógica en ello. Aunque hasta entonces nunca había pensado en esos términos de lesiva y estudiada crueldad. Mi placer era una vulgaridad más. Correrse tras un dolor profundo y cultivado es liberación absoluta. Trascender descendiendo a las más atávicas emociones de la especie humana. Tras haber lamido el chocolate ya frío desde los cojones hasta el capullo y descubrir las quemaduras, untas vaselina en la piel herida y también en tu ano. Acuclillada sobre mi vientre manejas dolorosamente el pene llevando el glande hasta ese esfínter musculoso que es una compuerta inviolable, que duele forzar. Apenas tengo sensibilidad en el escroto, has clavado tantas agujas atravesando la piel que parece un erizo, púas que me arañan los muslos. Es un misterio cómo puedo mantener la erección. “Te la arrancaré si no empujas” mascullas clavando las uñas y doliéndome un millón de unidades. Y empujo, el esfínter cede y se traga con aspereza la polla hiriéndola más. Te quejas como una puta hambrienta y colocada. Tu intestino arde y siento que me van a estallar los huevos. Pienso que de alguna forma has aspirado la vaselina por el culo para que me duela, que tienes esa maldita habilidad. Noto tu dolor, los espasmos de tu esfínter intentando sacar todo eso que tienes clavado y estrangula mis venas. Y no soy capaz de saber si estoy soltando leche o sangre en tu tripa. Estoy sangrando, el prepucio se ha rasgado. Otra vez… Padeces un placer paranoico y oculto entre el dolor, mi polla y la mierda que amasas agitando las nalgas y aplastándome alevosamente los cojones. Y sé que gozas el triunfo del depredador, de tenerme inmovilizado y listo para la ejecución. Eres la reina de asesinos… Lo sé porque tu coño, a pesar del culo dolorido, desprende filamentos de densa humedad y tus dedos se mojan en él al golpearte el clítoris. Amarte es fácil y follarte tan complejo como un ritual de transmigración aún en vida. El brillo sanguíneo de tu mirada es característico de tu fiera y devastadora sensualidad. Te elevas sin cuidado y siento que parte de mi pellejo se queda entre tu acerado ano. No puedo evitar gruñir, tal vez gritar de dolor. No sé… Y te clavas a mí de nuevo llenando tu coño resbaladizo y asombrosamente tibio. Me dices: “Si te anestesiara, tu semen frío cerraría mi coño”. Me encantan tus lecciones de técnica de fluidos, en serio. “Deja que te duela”, sentencias corriéndote. Y es como si me succionaras también la sangre, siento dolor en los conductos seminales por la velocidad con que corre hacia tu coño el semen. La vagina y ese ano acerado, inyectan en el glande un amor que se extiende por todo mi cuerpo. Amar duele, es literal. Y no quiero que deje de doler nunca. He pasado unos segundos en blanco y estás entre mis muslos. Me muestras en tus manos, con una sonrisa vanidosa, la aguja y el hilo de sutura esperando que el pene quede lacio. Suturas el prepucio rasgado sin miramientos, a la tercera puntada pierdo el conocimiento. Y despierto cuando tu lengua lame los puntos antes de aplicar yodo. Cuando vendas el pene provocas un placer relajante, y lames la gota de semen desleído, como un calostro que brota del meato sin mi permiso: “Mi número cuatro, no se rinde a pesar de estar hecho una mierda”, bromeas. Dejas en la mesita la caja de antibióticos: “Cada ocho horas los cuatro primeros días. Y los puntos los quitaré yo, no los toques”. Sacas las agujas del escroto, la docena que lo cubren, algunas las extraes con rapidez y en otras te recreas mirando mi rostro tenso. Aplicas pomada antibiótica y ya sí que no puedo evitar que mis ojos se cierren, estoy cortocircuitado. Despertaré con el pene vendado, tratado con pomada para quemaduras y antibiótica, sin ti de nuevo, con los cojones también oprimidos con gasas. Y observaré esos quinientos euros sobre la mesita que evocarán lo pasado y apretaré los dientes temiendo una erección que tensará los puntos recientes. Es tu juego, te gusta pagarme para hacerme sentir cosa. No podré masturbarme evocándonos al menos en tres semanas y con cuidado. Somos cuatro tus propiedades, porque cuatro semanas es el tiempo prudencial para que sanen las lesiones y usarnos de nuevo. En un mes mi rabo estará operativo de nuevo y me llamarás desde tu despacho, para concertar otra cita, sonriendo divertida. Llegarás a casa como si yo no fuera la puta que soy y tú mi ama: “Hola maridito cuatro”. Y cuando empiece a hervir el chocolate, me estiraré en la cama alzando las piernas sobre los estribos de acero, para que el chocolate haga su trabajo en profundidad. No sé cuanto pierdo de mí dentro de ti cuando me follas, pero no importa. Yo elegí y tú no tienes piedad. Es perfecto.
Por la rama familiar paterna supe de dos casos de locura grave, mi abuelo que no conocí; pero tenía seis años cuando mi padre fue a su entierro tras morir viejo en un manicomio murciano, creo que vivió casi cincuenta años encerrado. Durante la guerra civil quiso matar a mi abuela y a sus tres hijos. Un día, con un hacha en la mano, corría por el pueblo hacia su casa gritando: “¡María, María! ¡Para que os maten los rojos os mato yo a hachazos!”. Los vecinos pudieron detenerlo hasta que intervino la guardia civil o unos soldados, no sé, es un recuerdo vago. Y de primera mano conocía a un primo lejano al que, de vez en cuando, encontraba por la calle en mi barrio de Barcelona. Un tipo de una dicción, cultura y elegancia léxica desconcertantes; tenía todo el tiempo para leer entre ataques psicóticos, yo ya era un adolescente cuando supe de su esquizofrenia y aprendí a distinguir a los locos con él, un conocimiento no muy necesario; pero no es una cuestión de elección como una materia universitaria. Me parecía una bellísima persona en su absurda y elegante urbanidad, me gustaba intercambiar unas palabras y recuerdos para la familia con él. Murió con treinta y pocos años de un cáncer de colon con toda su esquizofrenia intacta y poderosa. Mierda sobre mierda. Si Dios existiera, no solo aprieta y ahoga, te acuchilla los pulmones para que nada te pueda salvar. Ni su propia muerte. Por parte de madre, no hubo locura. Aunque no sé si no lo es tener una hija, y por mucho que trabajes de puta, abandonarla hasta la desnutrición. Mi madre en la posguerra, de muy niña y sola en la calle, comía pieles de plátano aplastadas; hasta que un día intentando cagar también en la calle, se le salió un trozo de tripa por el ano. Tal vez el hambre, el vacío de los intestinos la hernió. Un hombre la tomó en brazos y la llevó a un hospital y asilo de monjas de Barcelona. Más tarde mi abuela, su madre, la abandonó en aquel asilo para irse a trabajar a Londres y luego a Canadá con la hija mayor que fue más afortunada, tal vez porque era de otro padre. Lo supe por ella misma, nos lo explicaba no de mayores, si no como anécdotas sueltas cuando éramos pequeños en algún momento que necesitaba hablar o no queríamos comer, como fábula del hambre. O se lo explicaba a mi abuela paterna cuando cosían botones o hacían los bajos en las faldas de una empresa de confección como trabajo casero, así conocí la versión íntegra. Ya casada mi madre, parió a tres hijos, a mí, mi hermano y mi hermana. Fuimos testigos (al menos yo, que era el mayor; dos y cuatro años de diferencia con mis hermanos en la infancia, es una gran diferencia) de su adicción al Minilip, un fármaco adelgazante que aún no se conocía como tóxico y adelgazaba de verdad, los endocrinos lo recetaron mucho a los obesos para ayudar con la dieta adelgazante en aquellos setenta del siglo pasado. Vivimos con natural confusión sus accesos de depresión y euforia que nadie se explicaba. De una forma accidental, con mi madre se creó otra línea de locura, aunque no tan letal como la paterna. Siento tanta lástima por aquellas locuras y miserias oscuras y trágicas que viví intensamente en mi imaginación infantil y adolescente… La vida no preparaba nada bueno. Y así fue, cuando empezaron a morir los seres amados y yo un poco con ellos. Hubo un tiempo que temí a la locura, cuando no estaba formado, siquiera, como adolescente. No tardé mucho en perder el miedo por otro terror: la mediocridad. Y ese terror, aún hoy día, está activo. No hay nada a lo que tema tanto; prefiero morir loco. Y me considero un privilegiado por haber conocido a mi manera, aquellos dramas de la mente, del hambre y de la incomprensión en la infancia. Me hizo sabio en menos tiempo. Un profesor como despedida de fin de curso por las vacaciones de verano, me escribió en el libro de matemáticas una dedicatoria: Para Pablo, un alumno extraño. Me pareció adecuado a mis doce o trece años, no sé… Aquel libro, como todos, lo tiré a la basura al salir del colegio aquella misma tarde (un ritual que hacía cada año desde que mi madre dejó de acompañarnos al colegio), no me gustaba nada la escuela. La odiaba con toda mi alma e hizo de mi infancia y parte de la adolescencia, la época más oscura de mi vida. Prefería las clases de locura, miseria y tristeza de mis padres y familia.