“¡Esto no es real!” algunos exclaman airados. Y es una lástima que no lo sea y seguir bregando cada día con esta mediocre y mezquina realidad. Sin esperanza para la fantasía de amarte con mis dedos hundidos en tu coño y ser amado con mi rabo en tu mano. Aunque la fantasía trajera el horror. Tu mente la tengo, me llena los días; pero la viscosidad que hace brillantes como el esmalte tus muslos, sigue siendo como la máquina del tiempo, mentira. Te evoco y en lugar de exclamar, gimo en un rincón en penumbra que guarda mi frustración de la vergüenza ante el universo: “¿Es que jamás será real?”. Mi hermosa Jade Negro… –Ico, como tú dices: “Estamos abandonados”. Esta lobita un día te comerá para llevarte siempre dentro. No me niegues, hay una estela de muertes tras de mí. –Jade… ¿Crees que lo irreal soy yo? –¡Ay qué joda, Ico! Con lo cachonda que estoy siempre y tú tan metafísico. – ¡Cabrona!
Me fascina cómo las nubes y las montañas se aman, en silencio. Como sueño amar. Me conmueve la pasión serena con que se penetran y abrazan, se envuelven y se lloran. Siento mío ese bello llanto del encuentro con un escalofrío de melancolía. Me emociona mirar como unas se despiden desgarrándose la piel y las otras quedan abandonadas a sí mismas preguntándose cuándo volverán. ¡Pobre gente, qué tragedia! Pobre de mí que pierdo un latido pensando en ella. Las nubes podrían flotar alto si quisieran; pero descienden para cubrir a sus amantes. Se lanzan como las olas a la arena lamiendo la piel con hambre insaciable. Yo no puedo flotar. Misericordia… Soy una montaña y ella es líquida y cálida; una piel voluptuosa que me envuelve y, rozándome con los labios, me susurra sensualidades al oído arrastrándome a un plácido delirio. Pero a veces el celoso viento la quiere para él y me la roba. Y al igual que la montaña abandonada, espero con melancolía mi otoño. Nada dura tanto en la Tierra como este eterno romance de nubes y cielo. Qué hermoso… Y yo tan nada.
En el aire había una distorsión, parecía un torbellino de agua flotante. Siempre la busco y ubico en todos los lugares y tiempo de mi cotidianidad y de esa deformación del aire, aunque fuera una espejismo de mis ojos gastados, me permití la ilusión de que podía ser un portal para llegar a ella en un instante. Y entré en el torbellino como un adulto que no cree en lo extraordinario, pero nada ni nadie le impide soñar. Una solitaria y secreta travesura más de amor, no podía hacer daño… Era sólo un espejismo, una avería de mis ojos. Me hice pequeñito como los niños de algunos cuentos de la infancia. Me sentía turbado, alterado por un temor extraño que corría bajo la piel, como cuando la tierra se mueve por un terremoto y te das cuenta con un escalofrío de la enorme magnitud de la fuerza del planeta. No volví atrás, si en el mundo grande no te encontraba, la buscaría en un mundo en miniatura. A veces hay intuiciones… Comencé a caminar esperanzado en un bosque en el que las cosas mínimas formaban otro bosque, tal vez mágico como ella, mi hada amada. Avanzaba penosamente entre una selva de altas hierbas y flores grandes como árboles. El mundo era, al mirar al cielo, terroríficamente grande. Los árboles colosales parecían no tener fin y perderse sus copas más allá de lo azul. Y no sé el tiempo si también se encogió, porque agotado me senté a descansar bajo el sombrero de una seta y en un instante de lucidez fui consciente de estar loco de amor. Y tuve miedo, temí lo peor: ¿Quién va a amar a un loco? Deseé que estuviera loca también para no ser ajeno a ella. No soy un ingenuo; pero cuando eres miniatura piensas como tal, sencilla y pequeñamente sin alejarte demasiado de lo que eres, sin sobrevalorarte, esperando lo peor. Respiré hondo, me serené y tuve la certeza de que fuera adonde fuera, al mundo más grande, al profundo, al etéreo, al líquido, al de piedra… No la encontraría porque está en todo tiempo y lugar. Es sencillamente inabarcable, sólo puedo sentir una fracción de ella. De la misma forma que le preguntas a alguien en qué piensa y se bloquea porque no hay suficiente vida para traducir a palabras el pensamiento. Bajo el sombrero del hongo lloré secamente esta verdad revelada. Purgué mi incapacidad hasta que una oruga voraz erizada de gruesas espinas me comió en dos segundos el meñique, anular y corazón de la mano izquierda que acariciaba la tierra cálida y húmeda. Con la derecha fumaba un micro cigarrillo. Y escapé lejos de la monstruosa oruga sintiendo una inmediata añoranza de mis dedos más que dolor. Ahora entiendo porque los cuentos infantiles no tienen final feliz o les pasan cosas malas a los pequeños. El problema es que cuando te encoges, el mundo se hace colosal e insensiblemente cruel. Sólo eres un microbio… Y tal vez el amor se torne también monstruosamente voraz. Me come ahora que soy pequeño. Sentía angustia, ¿cómo iba a ser mi vida sin mis dedos, cómo explicar la mutilación? ¿cómo un día acariciarla con la mano mutilada, fea, horrorosa? Y aun así, en otro alarde de locura pensé que era un precio razonable por buscar a mi amor en otra dimensión como he soñado tantas veces. Comenzó a oscurecer a pesar de que a miles de kilómetros arriba se podía ver entre las lejanas ramas el azul del cielo. El miedo se apoderó de mí, no quería que la oruga me comiera también la cabeza. La oscuridad se llenó de ruidos, de amenazantes chirridos, algunos tan cercanos que me llevaron a correr a oscuras y caer y caer y caer… Y la aguja de un pino se clavó en mi muslo como una lanza. Conseguí extraerla, pero manaba tanta sangre… En la última luz que quedaba vi una hebra de telaraña vieja y rota prendida en las púas bajas de una zarzamora y me hice un torniquete. Se me cerraron los ojos de agotamiento, miedo y dolor. Cuando encontré fuerza para abrirlos, un disco de plata iluminaba suave y gélidamente el bosque. La luna llena era demasiado lejana y pequeña a mis ojos, me costó identificarla. No tenía frío, la tierra me transmitía su calor vital. No podía dar un paso más, notaba un corazón palpitando en mis heridas y me negaba a examinar la mano mutilada. Y otra aberración óptica apareció como un pequeño sol ante mí. Un burbuja dorada que se estiraba y contraía, como el cebo de un anzuelo para atraer a los peces. Avancé lentamente hasta ella y cuando miré dentro, me succionó. Imaginé que era una alucinación, una metáfora de mi muerte por desangramiento. Y ahora soy donde nada duele, donde no hay sonido, ni orugas. No siento ni siquiera necesidad de amar porque soy una partícula, un pensamiento inmaterial que no precisa respirar. Una conciencia eterna, un quark indivisible donde el amor ya no es deseo, sino serenidad. Y sin cuerpo, el amor es una obra de arte de mi conciencia, un orgullo de sentir. Fue importante amar, la ilusión no fue una pérdida de tiempo al final. Soy una partícula subatómica indivisible sometida a las fuerzas y corrientes de la materia oscura de un cosmos tan grandioso y tan inabarcable como tú, mi lejano amor. Soy una mínima y completa estructura de pensamiento puro que cobija infinitas ideas. Así son los dioses que pueblan el universo: partículas indivisibles que guardan la memoria vivida y contemplan y se llenan de experiencias. Ahora sé que todo mi pensamiento, no ocupa espacio ni tiempo. Soy un pensamiento libre de materia y estoy en todo lugar y tiempo expandiéndome a mi interior. Hace unos segundos la oruga casi me devora y me he emocionado con la formación de una estrella que se ha convertido en una agujero negro a lo largo de millones de años en la escala temporal de la carne sufriente. Sin cuerpo, en la dimensión cuántica el tiempo pasa tan veloz que puedo ver estrellas formarse e implosionar en un instante y tan lento como para reírme de la angustia que sentí en aquel bosque en miniatura hace unos segundos. Todo ocurre al mismo tiempo, en un caos fascinante. Soy un fenómeno cuántico producto del amor y la imaginación, de alguna forma me convertí en lo que buscaba. Y dentro de un millón de años o de una trillonésima parte de un segundo, no habrá variado nada, de lo que siento, lo que amo, temo y admiro. De lo que experimenté y descubrí. Soy un proceso libre. Lo que importa es que ya no hay búsqueda y no es necesaria la esperanza. Soy un todo consciente liberado de toda carga, incluso atómica. Y mi amor será eterno e indivisible como mi naturaleza cuántica. Bye, amor, todo irá bien, te lo juro.
De repente te aíslas del rugido del agua, de las voces y la lluvia seca; el crepitar de las hojas muertas que caen y pisas. Mantienes la respiración porque algo va a ocurrir. Y el silencio lo llena todo… El silencio despliega el telón de un momento de inusitada belleza y paz. El agua, la fronda y la garza parecen girar en un caleidoscopio hasta fijar el momento perfecto de la serenidad y la armonía. Y provoca un vértigo en el pensamiento. La garza está ahí porque puede, es la pura esencia del ser, sin necesidad alguna, sin vanidad. De hecho, es ajena a todo, hasta tal punto que niega mi existencia. Yo no existo y ella es el único ser vivo de ese mundo que ha sido revelado. ¿Sabes, cielo? Así te sueño, en el momento perfecto. Yo manteniendo la respiración, inexistiendo para que nada enturbie tu mundo al que aportas fascinación. Soy un admirador fantasma, un testigo accidental e intangible de cosas hermosas. No está mal mi privilegio para ser un fracasado… Hay momentos de melancólica dicha que parecen ríos de agua tibia corriendo bajo la piel. Adiós garza. Adiós, mi amor.
Ya no se puede amar más. He llegado al límite de la cordura y también del control de mis órganos vitales. Si doy un paso más hacia ti, me perderé en mí mismo. Y seré incapaz de mantener funcionando el corazón. Llegaré a un colapso generalizado y la locura escribirá aberraciones que sólo se dan en los sueños; emponzoñando la realidad con un cubismo onírico. Hay una suciedad, una basura entretejida con el amor y la vida en sociedad que acelera el fin de la cordura: la esclavitud. Esto que han construido y nos hemos encontrado al nacer, es una penitenciaria anti-amor. Una brutalidad desquiciada y rencorosa producto de la idiosincrasia original y primitiva humana libre y salvaje, está en lucha constante contra las reglas impuestas al amor y la existencia misma. Es la razón, junto con el celo animal o el follar, del malhumor de los adolescentes. No saben qué cojones les pasa, hasta que los doman y los convencen de que no les pasa nada. “Sólo es hormonal”. Estamos en una lucha constante contra las reglas impuestas a la libertad y por tanto, al amor. Resulta que el amor es peligrosamente expansivo y nos hace sentir únicos al producir actividad imaginativa en el cerebro. Para evitar esta expansión molesta y embarazosa, el estado clasifica a sus reses en función de sus hábitos sexuales y hace rebaños homogéneos de ellos, porque con la homogeneidad, se pudre la imaginación y la ilusión. Se les reglamenta el follar y la masturbación para evitar que deseen libertad, porque es necesaria que la mano ajena, la que te han señalado, te haga una paja o te joda. En esencia es el mismo trabajo que realizan con el cerebro de los niños en las escuelas, destruyendo la capacidad en una gran cantidad de crías humanas para evitar el pensamiento libre y crear así buenos ciudadanos tipo. Alguno es impermeable a esta castración, pero no es un problema porque las minorías están muertas aunque no lo sepan. Y crearán poca descendencia; tan poca que en unas generaciones más, nadie sabrá qué imaginar. Yo soy un tarado que no ha conseguido amarte con tristeza y sosegadamente conforme a los dictados de la tradición del estado; sino con la furia de lo que podría haber sido y no lo han permitido. Y soy el último de mi especie. No es posible amar más, ya sólo queda decapitar a los amos para amarte sin injerencias.
Escribo lentamente para no desangrarme también rápidamente (como los segundos pasan) y así tener tiempo para describir lo que padezco y siento. Cuanto más rabio, más adrenalina, la presión arterial sube y la sangre brota en obscenos borbotones casi negros por nariz, lagrimales y entre uña y carne. Sí, todo la hostia puta de sórdido. Así que sin apretar, lenta y sedosamente derramo en el papel mi hastío y la mezquindad humana que me pringa la piel como un mal hongo. Hay un motivo de amor y miles de millones de odio, indiferencia absoluta por sus vidas cuando me siento bienhumorado. Como ellos la sienten por la mía, no soy especial. Es lógico, incluso legal, sentirse agraviado por toda esa caterva de mezquinos, gritones y malolientes. Comprendo que los dibujantes de cómics crearan primero al villano que desea destruir a la humanidad, y luego al super héroe para hacer feliz a la chusma lectora. El dibujante busca lo mismo que yo escribiendo: aniquilar la mezquina humanidad, cáncer de sí misma. Es inevitable que casi todo mi cerebro piense en ella. Y esa pequeñísima parte de mi seso, la que controla por ejemplo, el cagar o las náuseas, piensa además en esos miles de millones sin rostro; en su erradicación como primer sueño o deseo vehemente. Es más fácil odiar que amar. Es la razón de que el odio exija tan poco cerebro para ser gestionado. El amor es una galaxia inabarcable en el espacio profundo que precisa la inmensa mayoría de mis neuronas para gestionarlo. El deseo es una bestia voraz de conexiones sinápticas y quema neuronas como una tostadora averiada el pan. Pensando en ella no sufro hemorragias, pero me desoriento en su cosmogonía y cosmología. O en la inmediatez de un “te amo” irrefrenable. Sí que pierdo el control de la realidad soñando con ella, amándola desbocadamente. Y por ello, para proteger mi integridad mental, acabo de nuevo en la casilla de salida odiando. Pero no con furia, sino fríamente. Tomando un café entrecerrando los ojos por el humo del tabaco; observando a la humanidad e incinerándola sin ningún tipo de alegría, como quien realiza su mal pagado trabajo diario. Meditando sobre el espacio que nos dejaría la extinción, su silencio y cadencia temporal. No los necesito. Ni siquiera en mi imaginación desbordada cabe otro ser, algo ajeno a ella. Al final te tengo a ti ocupando todo mi pensamiento y al resto del planeta para ubicarme en un lugar concreto para sobrevivir, cosa imposible en tu infinita esencia. No debería odiar, con la indiferencia bastaría; pero no soy budista o un beato religioso y requiero cometer excesos para liberar la presión de tu posesión.
Ivana Cardenal es una mujer construida a sí misma, con todo detalle, con toda su fortuna. Consejera delegada de la cosmética Divina Piel fundada por su padre ya muerto, tiene apenas cuarenta años. Su belleza tallada y depurada al milímetro con bisturí, al admirarla por primera vez inspira una especie de ternura ante su aparente fragilidad, es una muñeca perfecta, con algo más de uno sesenta de estatura, una veinteañera universitaria pija de rostro dulce en la larga distancia. Frente a mí, follándola aquel primer día, una de las mujeres más regias y lujuriosas que pudiera imaginar. Y un poco más allá en el tiempo, una perversa y subyugante amante. Hoy, una alienígena del dolor y el placer. No puedo creer que haya en el planeta otro ser como Ivana. Soy su número cuatro. Porque pronunciar mi nombre me hace vulgar. Estoy de acuerdo.
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Has hecho de mí una puta de tu harén. Mi rabo despellejado sólo obtiene consuelo de tus manos y boca. Estoy enganchado a ti como el yonqui al caballo. Soy una natural consecuencia de tu existencia. Tienes mi pene en tu puño y tú me gobiernas. No pienso, no decido. Eres mi paz. Y mi animalidad simple y brusca. No hay sumisión en mí, ser tuyo no requiere ninguna humillación, es un estilo de vida natural. No necesito más. Me maltrato la polla herida y enrojecida para que la cures durante más tiempo. El bálano dilata el prepucio irritado intentando emerger, buscando la entrada de tu coño. Está tan devastado el pellejo, que parece rasgarse. Estoy a la espera de tu auxilio. Quiero correrme en el algodón y tus dedos. En las gasas y tus dedos. En tu boca y las tetas. Hubiera sido mejor que te gustara la mermelada o el helado; pero no importa. El chocolate caliente y espeso como la cera, cuando hace su trabajo, doler, me arrastra a una eyaculación sin caricias, sin tocarme. Y el chiste está en que es chocolate con leche el que lamerás. Es algo que tenías previsto… Antes de la cura, antes de follarme como a una puta descerebrada, me masajeas los huevos para estimular la producción de leche y su calidad como si fuera un cerdo semental. Lo sabes todo… Soy tu macho de establo, tu animal de monta.
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Dos años atrás la conocí en un restaurante, La Aguja, en el centro de V. Entró y el camarero le dijo que no había mesas libres, excepto la mía, una pequeña para dos. El camarero se acercó y me preguntó con discreción si me molestaría compartir la mesa con la señorita. Le respondí que no había problema. Y se dirigió de nuevo a la entrada para guiarla cortésmente hasta la mesa. No era un restaurante de lujo, sólo de moda. Casi adocenado; pero con una carta bien equilibrada en calidad y precio. Le espeté muy serio, cuando el camarero le sirvió un vermut, que no estaba dispuesto a cederle mi sitio a su novio que muy astutamente la esperaba fuera. Y rio como si no fuera dueña de una empresa, como si no fuera espectacularmente hermosa y voluptuosa. Una diosa petite… Le comenté que era mecánico fresador y que había ahorrado todo el año para poder pagar la comida de hoy en el restaurante. Ella con sincera indiferencia dijo que era la consejera delegada de Divina Piel, o sea, la dueña. En ese momento puntualicé, que además de mecánico era un mierda y escupió en el vaso parte del vermut que estaba tomando. No se le borró su sonrisa perfecta y multimillonaria del rostro, sobre todo cada vez que me atendía cuando le hablaba de alguna banalidad. Tras la comida y un breve paseo por la avenida Cervantes, donde tomamos algo refrescante en una terraza a la sombra de un toldo, me condujo en su deportivo a su piso-palacio, en la zona alta. Literalmente me folló, no me dejó iniciativa alguna, sacó lo mejor y lo peor de mi con su coño, boca y dedos, casi con agresividad; la llamé “puta zorra millonaria” cuando se corría porque todo en ella me decía que debía ser bruto. Su vagina estaba diseñada y remodelada para que entre los recortados labios, el clítoris asomara salvaje y brillante sin pudor desde un prepucio también reducido. Era tan fácil rozarlo… El coño abrazaba con perfección el pene, untándolo de sí misma en una visión hipnótica. Un foco de luz inteligente iluminaba la cópula. Estoy seguro de que caminando debía padecer orgasmos con el roce de la braga. Los pechos estaban tallados con simétrica precisión, forjados sin una sola imperfección, pesados y densos. Los pezones al excitarlos entre los labios, se hicieron duros rápidamente en mi boca y asombrosamente grandes. “Hazme daño” me ordenó jadeando. Y mordí ligeramente. Con la mano, empujó mi barbilla arriba para que cerrara más los dientes. Su coño desflorado se oprimía contra mi muslo y derramaba su humedad y calidez; la enloquecedora presión del endurecido clítoris, perfecto, grande y brillante como una perla bañada aceite, me follaba la pierna. Las areolas se habían diseñado artificialmente grandes y del color de un café con leche pálido. Resbalaba la lengua en ellas como si hubieran sido pulidas. Exuberante en extremo para su talla, aquel busto le confería una autoridad añadida a su actitud agresivamente dominante y depredadoramente sexual. Pero solo fue un aperitivo, nos dimos un descanso y tras encender un par de pitillos de maría, puso a calentar chocolate en la cocina. Sus poderosos glúteos se movían pesados cimbreando obscenos con cada paso que daba. Los muslos retocados, daban una buena perspectiva de la preciosa vagina. Le dije que aún no tenía hambre y respondió que no era para comer. Y cuando me ordenó lo que debía soportar, lo hice. Era imposible negarle nada. Antes, me dejó limpiar con los labios la sangre del pezón izquierdo. Luego… Nunca me había brotado el semen con un orgasmo negro, el del dolor. Mientras curaba con habilidad profesional (había contratado a un dermatólogo para que la instruyera en las curas y cuidados necesarios) las lesiones del pene y los testículos, manifestó que lo que más disfrutó de crearse a sí misma, fueron las prolongadas y dolorosas cirugías en los puntos más sensibles de su anatomía. No había asomo de sarcasmo en sus palabras. Si ella pudo soportar aquello, sus machos también debían soportarlo; sentenció besándome la boca con el puño cerrado en mi polla vendada. Quedó satisfecha y me compró. No pude negarme a ser de su propiedad, ni siquiera lo sopesé. Compró un lujoso chalé en una elitista urbanización a treinta kilómetros de V, una pequeña casa de dos pisos entre frondosos robles y abetos imponentes, a medio kilómetro de la casa más cercana del vecindario, montaña arriba. Ivana me llama cuatro, porque soy el número cuatro de su harén de machos. No es por orden de importancia, es por orden de adquisición. No tiene ningún favorito y no puede prescindir de ninguno. Nunca nos conoceremos entre nosotros, porque simplemente no queremos saber nada los unos de los otros. Sólo importa follar con ella, el fin de semana o la noche o el día. Cuando quiera. Los nombres provocan emociones, evocan recuerdos más allá de la persona y por ello, a ninguno de sus machos los llama por su nombre. La última vez que me llamó Carlos, fue antes de que me follara en su casa. Con ella, dentro de ella, entre sus manos, entre sus órdenes y deseos. Mi semen deslizándose por la cara interna de sus muslos y sus pechos agitados por los últimos jadeos de la explosión de placer… Mi pene herido, los testículos atormentados… Eso es lo que espero, el resto del tiempo tengo mis aficiones. Me siento amado y deseado. Y ser propiedad de lo que amas es tan indigno como ser el presidente o amo de una nación, por ejemplo. Cobro yo más que su CEO o director general de Divina Piel. Una de sus exigencias fue eliminar completa y definitivamente el vello genital y del culo, ella pagaría el tratamiento. Le respondí: Vale.
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Y otra vez la doliente erección y ese cíclope ciego e idiota hinchándose de sangre, poniendo a prueba la integridad de la ahora frágil y elástica piel que lo cubre. Aprieto los dientes ante la proximidad del pornográfico dolor y temo mirar todo ese concentrado de dolor en forma de piel tierna reciente. Amarte es doloroso, ha sido doloroso este mes estéril sin meterme en ti como un parásito. Tiene sentido que tu coño sea un lugar frío y húmedo, confortable por decir lo mínimo. Me dijiste al conocerte: La forma más elevada del placer llega tras un prolongado y elaborado dolor. Veo la lógica en ello. Aunque hasta entonces nunca había pensado en esos términos de lesiva y estudiada crueldad. Mi placer era una vulgaridad más. Correrse tras un dolor profundo y cultivado es liberación absoluta. Trascender descendiendo a las más atávicas emociones de la especie humana. Tras haber lamido el chocolate ya frío desde los cojones hasta el capullo y descubrir las quemaduras, untas vaselina en la piel herida y también en tu ano. Acuclillada sobre mi vientre manejas dolorosamente el pene llevando el glande hasta ese esfínter musculoso que es una compuerta inviolable, que duele forzar. Apenas tengo sensibilidad en el escroto, has clavado tantas agujas atravesando la piel que parece un erizo, púas que me arañan los muslos. Es un misterio cómo puedo mantener la erección. “Te la arrancaré si no empujas” mascullas clavando las uñas y doliéndome un millón de unidades. Y empujo, el esfínter cede y se traga con aspereza la polla hiriéndola más. Te quejas como una puta hambrienta y colocada. Tu intestino arde y siento que me van a estallar los huevos. Pienso que de alguna forma has aspirado la vaselina por el culo para que me duela, que tienes esa maldita habilidad. Noto tu dolor, los espasmos de tu esfínter intentando sacar todo eso que tienes clavado y estrangula mis venas. Y no soy capaz de saber si estoy soltando leche o sangre en tu tripa. Estoy sangrando, el prepucio se ha rasgado. Otra vez… Padeces un placer paranoico y oculto entre el dolor, mi polla y la mierda que amasas agitando las nalgas y aplastándome alevosamente los cojones. Y sé que gozas el triunfo del depredador, de tenerme inmovilizado y listo para la ejecución. Eres la reina de asesinos… Lo sé porque tu coño, a pesar del culo dolorido, desprende filamentos de densa humedad y tus dedos se mojan en él al golpearte el clítoris. Amarte es fácil y follarte tan complejo como un ritual de transmigración aún en vida. El brillo sanguíneo de tu mirada es característico de tu fiera y devastadora sensualidad. Te elevas sin cuidado y siento que parte de mi pellejo se queda entre tu acerado ano. No puedo evitar gruñir, tal vez gritar de dolor. No sé… Y te clavas a mí de nuevo llenando tu coño resbaladizo y asombrosamente tibio. Me dices: “Si te anestesiara, tu semen frío cerraría mi coño”. Me encantan tus lecciones de técnica de fluidos, en serio. “Deja que te duela”, sentencias corriéndote. Y es como si me succionaras también la sangre, siento dolor en los conductos seminales por la velocidad con que corre hacia tu coño el semen. La vagina y ese ano acerado, inyectan en el glande un amor que se extiende por todo mi cuerpo. Amar duele, es literal. Y no quiero que deje de doler nunca. He pasado unos segundos en blanco y estás entre mis muslos. Me muestras en tus manos, con una sonrisa vanidosa, la aguja y el hilo de sutura esperando que el pene quede lacio. Suturas el prepucio rasgado sin miramientos, a la tercera puntada pierdo el conocimiento. Y despierto cuando tu lengua lame los puntos antes de aplicar yodo. Cuando vendas el pene provocas un placer relajante, y lames la gota de semen desleído, como un calostro que brota del meato sin mi permiso: “Mi número cuatro, no se rinde a pesar de estar hecho una mierda”, bromeas. Dejas en la mesita la caja de antibióticos: “Cada ocho horas los cuatro primeros días. Y los puntos los quitaré yo, no los toques”. Sacas las agujas del escroto, la docena que lo cubren, algunas las extraes con rapidez y en otras te recreas mirando mi rostro tenso. Aplicas pomada antibiótica y ya sí que no puedo evitar que mis ojos se cierren, estoy cortocircuitado. Despertaré con el pene vendado, tratado con pomada para quemaduras y antibiótica, sin ti de nuevo, con los cojones también oprimidos con gasas. Y observaré esos quinientos euros sobre la mesita que evocarán lo pasado y apretaré los dientes temiendo una erección que tensará los puntos recientes. Es tu juego, te gusta pagarme para hacerme sentir cosa. No podré masturbarme evocándonos al menos en tres semanas y con cuidado. Somos cuatro tus propiedades, porque cuatro semanas es el tiempo prudencial para que sanen las lesiones y usarnos de nuevo. En un mes mi rabo estará operativo de nuevo y me llamarás desde tu despacho, para concertar otra cita, sonriendo divertida. Llegarás a casa como si yo no fuera la puta que soy y tú mi ama: “Hola maridito cuatro”. Y cuando empiece a hervir el chocolate, me estiraré en la cama alzando las piernas sobre los estribos de acero, para que el chocolate haga su trabajo en profundidad. No sé cuanto pierdo de mí dentro de ti cuando me follas, pero no importa. Yo elegí y tú no tienes piedad. Es perfecto.
Desde el antiguo puente del Raval, sobre el cauce del Freser, he sentido estar en el palco principal del Gran Teatro Planetario. El cortejo fúnebre más bello. Y yo solo y aplastado en el palco de honor por el peso de una belleza casi voraz. Sin ser nada, sin ser nadie. Sin merecerlo. Un ocaso tan hermoso como monstruoso. Me pregunto qué veneno lleva el cielo, porque sé que las cosas más bellas del planeta son venenosas y cortantes para evitar que los mediocres las marchiten. Las nubes parecían dirigirse a devorar los restos del sol agonizante, teñidas de sus últimos estertores lumínicos. El sol en agonía… La lucha del Este contra el Oeste. Y al igual que ocurrió con la última corona lunar, nadie miraba la bellonstruosidad que pasaba sobre sus cabezas. El espectáculo planetario, el desfile de la grandeza y del color. Si la televisión o internet (el Estado en definitiva) no lo anuncia, nadie mira al cielo oscuro del anochecer. Caminan con las cabezas gachas, con temor, con servilismo; como si llevaran un bozal que los humillara. Caminan con el reflejo sucio de un teléfono en sus ojos incoloros y velados, con el cerebro desconectado del planeta. Son tan dolientes los colores… Sin opción a filtros o corrección alguna, porque es una creación perfecta. Insuperable, inimaginable cuando te encuentras ante ella. Y tan grandes los espacios, amor… Y nosotros tan pequeños que sólo puedo pensar que un fenómeno cósmico nos enfrentó y nos reconocimos en una fracción de segundo, con el ángulo exacto del tiempo y la luz. Desde este viejo y pétreo púlpito, con las manos ateridas por el aire gélido que arrastra el río, observo este inefable y efímero momento de apoteosis. Apenas durará un minuto, el tiempo que el sol recorra tan solo un milímetro más hundiéndose en el camposanto del Oeste. Todo lo bello está ahí, todo el arte y toda la grandeza. Si estuvieras aquí… Hubiera cogido tu mano, no sé si atemorizado o epatado, buscando tu calor y la fuerza de tu cariño para que las nubes no me arrastraran a la oscuridad donde muere el sol. Porque es tentador seguir el rumbo hacia el bellonstruoso ocaso de malva agonía.
Pienso que con tantos millones de humanos presionando la corteza terrestre hasta la ruptura, no hay suficientes muertes. No tardará en faltar espacio para expandir los pulmones y respirar. Es necesario que la muerte haga su trabajo. Que surja una especie animal cuyo alimento sea exclusivamente la carne humana. O eso, o que en los transportes públicos, cines y edificios-colmena; en asientos, paredes y mamparas se instalen pantallas de Rayos X camufladas con publicidad, a la altura adecuada para que radien constantemente los genitales de los usuarios y vecinos. Sería una solución incruenta. Pienso que hay demasiado amor en el mundo, amores infundados y fabricados según las circunstancias y que se confunden con reproducción por una cuestión de ignorancia y una vanidad injustificada. Yo sólo quiero a dos o tres personas, no es por elitismo o ser celosamente selectivo. Es fisiología, mi cerebro tiene un estrecho canal afectuoso. Y el puto Amazonas como canal de libertad y fascinación por los espacios libres. Llegan fechas institucionales de paz y mierda, con los arrebatos angelicales de bondad en todo su esplendor hipócrita y mezquino tan propios de la eufórica y alcohólica narcosis navideña. Y yo me retraigo hacia el negro tumor de mi cerebro, donde el exceso de azúcar no puede penetrar y sólo caben los muy pocos que quiero. Aquel mendigo mitológico, Jesucristo, murió por “nosotros”. Bien, tanto celebrarlo con lloriqueos de ternura y empatía; pero nadie toma ejemplo y se deja destripar y crucificar. Se celebra paranoicamente la vida y se ofrecen los mejores deseos a los millones de desconocidos e indiferentes seres que hay en el mundo. Y la pragmática y sincera muerte se asfixia entre bisturís, vacunas, pastillas, oxígeno en lata y otros tratamientos médicos. Con los edictos fascistas de los “padres bondadosos” que velan por la salud y productividad de sus millones de reses contributivas. Que salmodian como villancicos lo mala que es la libertad para la salud y que un cigarrillo mata más que los asesinos que ellos dotan de armas y misiles, recompensan y aúpan a su nazista órbita de poder. El amo nazi adoctrina a sus borregos que aquellos que degüellan, aplastan con coches y revientan con explosiones a seres humanos en el nombre de Alá, son ahora sus amigos del alma. Que el islam, a pesar de decir que hará de todas las naciones su reino mediante el terror y la muerte, es amigo navideño. Se les debe amor a los asesinos sectarios, dice su ilustrísima nazi del coronavirus. Mágicamente, de la noche a la mañana, aquellos que odian a los que no rezan a su dios, se han convertido en seres de luz. ¿No es precioso, después de siglos de matanzas, que de repente se obre el milagro merced a un líder nazi de una falsa “democracia”? Y los borregos decadentes y serviles del amo nazi se apresuran a salir a la calle con todo su amor y banderas que no son suyas, a dar el aleluya a sus nuevos y amados amigos. Cada pueblo tiene el líder nazi que se merece, y por tanto la muerte que se merece también. La propia conciencia insectil de la humanidad, pide a gritos su propia muerte porque se reconoce venenosa y plaga. Asqueada de sí misma a nivel instintivo. Desde mi tumor, el que siempre protegí de curas y tratamientos, soy el megáfono del oculto y oscuro pensamiento del hombre sin doctrina y sin amo. Hay tanto amor, que irremediablemente voy a ir a vomitar al cementerio, el mejor sitio para ello. Si no los amé en vida, mucho menos sus esqueletos. Tal vez sean ellos, los asesinos sectarios, la nueva especie animal que se alimentará exclusivamente de seres humanos. Me parece una buena idea que la chusma sea asesinada por la mano amiguísima de quien ama. Es una ternura que dejará espacio. No importan los medios, importa el fin, generar espacio e higiene para mis pulmones. No pueden hacer daño unas navidades oscuras como este tumor, este refugio anti hipocresía desde el que divago. No a mí, claro. Más vale una docena viviendo dignamente que millones lloriqueando frente a sus móviles y sus mensajes de blanca imbecilidad. Blanca pornografía de corridas níveas…. Desde el negro tumor de mi cerebro: feliz navidad y sus millones de muertes. Y el más kilotónico y aterrador fin de año. Y si comienza otro, que sea el año uno garabateado con un pedazo de uranio en las paredes de una caverna gélida y oscura. Hay quien discutirá que sería el año cero. Bien, me suda la polla, al fin y al cabo el cero es el símbolo de la nada, me parece genial también. Siempre vi problemas cerebrales en mis profesores en sus salmos cuando intentaban castrarme y adoctrinarme en la escuela. Siempre veo problemas mentales de subnormalidad en los decretos de paz y amor del jerarca y su fascismo que no cesa, como un parásito que me amenaza desde mi nacimiento. Y exhibo con orgullo ese fracaso “escolar” cuando me apetece acariciándome el rabo. Soy humano, tengo mis vanidades. No podían ellos saber de mi poderoso tumor y refugio anti amor gratuito e indiscriminado. Lerdos…